¿Conquistar la luna o liberar la tierra?

Publicado en el periódico “Lucha Obrera” – 
Agosto de 1969 – Año V N° 43

El descenso lunar de Aldrin y Armstrong (gran “show” que contemplaron “600 millones de terráqueos”) ha desatado diluvios de alabanzas. La chapucería verbal de periodistas, políticos e imbéciles a secas está de parabienes: tiene luz verde. No entraremos a preguntar por qué ellos afirman que estamos ante “la más grande hazaña de la historia de la humanidad”, como si la invención del fuego, la agricultura y la metalurgia, la máquina de vapor o la cibernética (para hablar solamente de algunas conquistas técnicas que revolucionaron la productividad del trabajo) jamás hubiesen existido. Sólo diremos que, por contraste, el descenso lunar es la consecuencia lógica de un proceso lineal absolutamente previsible y desprovisto del drama inherente a las decisiones y confrontaciones que cambian el destino de los pueblos vale decir, que realizan la esencia de la historia humana.

Dada la acumulación de poderío y técnica de las grandes potencias, la decisión política de cualquiera de ella de orientar una parte sustancial de sus ingresos al objetivo lunar, bastaba para predecir que en un plazo relativamente breve el objetivo sería alcanzado.

Pero una decisión política (es decir, la adopción de ciertos fines) supone la renuncia o el desplazamiento de otros fines, pues no obstante el poderío de las grandes sociedades industriales los medios disponibles siguen siendo limitados. Por consiguiente: ¿qué decir de la opción ejercida por los competidores en la carrera lunar?

Admitamos que la técnica de los satélites se vincule a necesidades pacíficas y de defensa militar. Pero la carrera a la Luna excede lo perentorio de tales objetivos para convertirse en un derroche político tan estéril y suntuoso como las pirámides de Egipto.

Al comenzar la actual década, por involuntaria ironía llamada “del desarrollo”, las Naciones Unidas exhortaron a las metrópolis industriales para que destinaran el 1% como mínimo de su ingreso nacional a la denominada “ayuda” que no consiste en donaciones sino, en el mejor de los casos, en préstamos con bajo interés y larga amortización. Un trabajador que gane 30 mil pesos no vacila en cotizar 300 para su sindicato, el 1% de su sueldo. Pero los países desarrollados, incluidos EE.UU. y la URSS, no pudieron prestar (simplemente prestar) el uno por ciento de sus ingresos.

Es en vano parlotear sobre los beneficios materiales y “espirituales” de la carrera lunar en este momento del proceso humano. Cuando los hijos están al borde de la muerte por hambre los padres no adquieren un auto aduciendo que acorta las distancias: compran comida. Pero si son los hijos del vecino, la moral de la “sociedad de consumo” pretende que el asunto cambia. EE.UU. y la URSS, al embarcarse en la “picada espacial”, miran hacia el “tercer mundo” como hacia el mundo de los “hijos del vecino”.

Ese tercer mundo semicolonial, por añadidura, es el que nutre las superganancias sobre las que se asienta la opulencia del imperialismo yanqui. Resulta así que el sudor de la “hazaña espacial” termina siendo nuestro, mientras la gloria la recogen ellos.

Hemos dicho que el alunizaje es el resultado espectacular pero linealmente previsible de una decisión oprobiosa, en cuanto consagra el derroche estéril de riqueza amputada a los países sometidos. A tal punto es previsible, que lo predijo Julio Verne hace 100 años, y no necesitó “adivinación” (como algunos pretenden) sino pura lógica para atribuir el logro a los yanquis, pues sólo un país grande y próspero podía emprender una empresa que movilizase medios gigantescos y avanzados. Pero si ya Verne, mirando en torno suyo, tenía los elementos para desvelar la incógnita, ello se debe a que el sensacional progreso norteamericano arranca del instante en que el foco industrial de EE.UU. (las provincias del N.E.), aliado a los pequeños agricultores del Oeste, logra destruir al baluarte del subdesarrollo que amenazaba con devorarlos a todos: la oligarquía esclavista, latifundista y algodonera del Sur, empeñada en convertir el país en simple proveedor de materias primas para la industria inglesa.

Si el sur hubiera vencido en la guerra civil, hoy EE.UU. estaría tan lejos de la Luna como Argentina o Brasil. La decisión de luchar y la victoria entonces conquistada merecen si, denominarse hazaña, pues implicaron un despliegue supremo de energía y voluntad, de sufrimiento y riesgo que cambió el rumbo de una sociedad al hacerla dueña de su propio destino por el hecho de haber aniquilado a las fuerzas de la inercia histórica y del privilegio retardatario. La posibilidad de llegar a la Luna dependió menos del medio millón de hombres empeñados en la tarea espacial que de lo conquistado revolucionariamente en la lucha contra el Sur, hace cien años.

Por eso mismo, en una perspectiva contemporánea, llamaremos hazaña a la revolución rusa de 1917, gracias a la cual un país más atrasado que la Argentina, hace 50 años, puede proyectarse al cabo de una generación hacia la competencia espacial.

En el instante en que los lunautas comenzaban su fantástico balet sobre la estéril piedra pómez del satélite, un guerrillero vietnamita abatía de un disparo de fusil a un helicóptero yanqui antes de caer él mismo deshecho por la metralla enemiga. ¡He ahí un héroe, he ahí la hazaña! Porque la historia mundial conocerá un viraje grandioso, un grandioso salto hacia delante gracias a ese combatiente miserable, desnutrido, mal armado pero humanamente supremo que contribuye a destruir el mito de la invencibilidad imperialista reforzando en todas las latitudes la causa de los pueblos sojuzgados. Gracias a él, mientras el imperialismo pone sus pies sobre la Luna, debe levantarlos y retirarse de una porción sangrante de la Tierra.

En cuanto a la Unión Soviética, su acceso a la tecnología espacial fue saludado por todos los pueblos por el valor simbólico y demostrativo de este salto en apenas tres décadas desde la Edad Media a los umbrales del socialismo. ¡Era una victoria de la Revolución de Octubre! Pero la burocracia soviética no lo interpreta de ese modo y cree posible por una acumulación de poderío industrial interno, dar la espalda con ventaja a la lucha revolucionaria de los pueblos contra el imperialismo y sus agentes “nacionales”. Esa ilusión utópica y reaccionaria la ha llevado a postular la “coexistencia” y “emulación” pacífica entre los dos superestados, entrando en el juego del imperialismo, como lo ejemplifica su ingreso en la “carrera espacial”. La derrota que en ella experimenta vuelve a probar que es la lucha revolucionaria de los oprimidos y no la fría acumulación de fuerzas técnicas, la energía fundamental que cambiará la faz del planeta, destruyendo hasta las raíces el sistema mundial imperialista.

Estados Unidos pretende abrumar con su “hazaña” a los pueblos colonizados. ¿Qué papel se nos reserva, acaso, en un mundo dominado por los gigantes de la tecnología, donde los abismos entre la feliz vanguardia y la masa en “subdesarrollo” se agigantan hora tras hora?
Felizmente, los hechos decisivos de la historia humana siguen hundiendo sus raíces en la tierra que pisamos y no en el cielo de los satélites. Una breve década bastó a los revolucionarios cubanos para cambiar la faz del segmento más infeliz y sometido de la América Latina “independiente”. Un golpe de sinceramiento patriótico permite al Ejército peruano empezar la destrucción de cuatro siglos de ignominia feudal con su secuela de vasallaje imperialista.
El privilegio de estas luchas cuyo entrelazamiento está cambiando el curso de la historia mundial, es el único no reservado al esplendor de las metrópolis; pero, en compensación, es también el único susceptible de pesar cuando se haga el balance de nuestro siglo. Como argentino, también nosotros estamos de este lado de la trinchera y la historia no va a pasar sobre nuestras espaldas, sino por nuestros puños y nuestros corazones.

El imperialismo despliega su insolencia tecnológica para alimentar sus propios humos y abatir en la impotencia a los pueblos coloniales. Pero ninguna técnica ha privado ni privará a la historia de su esencial motor humano. La lucha de la liberación es hoy ese motor. Nuestras jornadas de Mayo y Junio anticipan un tiempo que no es el de los satélites sino el de los pueblos.