¿Hacia la Cuarta Guerra de Iraq?

TomDispatch [x]


Los rusos invaden Afganistán –¡otra vez!–, los chinos libran la guerra de Iraq –¡otra vez!–.

¿Y si acaso fuésemos nosotros?
Juguemos un juego, uno de esos que no tienen sentido en este mundo nuestro con solo una única superpotencia. Durante un momento, haced lo mejor que podáis para suspender la incredulidad e imaginar que hubiera otra superpotencia, gran potencia, o incluso una potencia regional en algún sitio que, entre 2001 y 2003, lanzara dos vastas guerras en el Gran Medio Oriente. Estamos hablando de unas invasiones a gran escala, de ocupaciones prolongadas y de programas de construcción de un estado, primero en Afganistán y después en Iraq.
En ambos países, esta potencia triunfa rápidamente en su objetivo explícito de “cambio de régimen” pero algún tiempo después se encuentra envuelta en muy serios conflictos con levantamientos de minorías pobremente armadas en los que es incapaz de imponerse. En ambos países, invirtiendo miles y miles de millones de dólares, pone en pie un enorme ejército y unas fuerzas de “seguridad” afines, vierte dinero en proyectos de “reconstrucción” (muchos de los cuales resultan ser calamitosos nidos de corrupción e ineptitud) y gasta millones de millones de dólares del tesoro nacional.
Habiendo hecho este ejercicio de imaginación, preguntaos: ¿Cuánto de lo hecho por esa potencia salió bien? En Afganistán, una historia reciente en los medios destaca algo de lo conseguido. A pesar de que este país tenía el puesto número 175 entre los 177 del índice 2013 de corrupción percibida de Tranparency International, a pesar de que sus fuerzas de seguridad continúan sufriendo graves bajas y a pesar de que partes del país han caído y están reforzando la insurgencia talibán, durante algunos años se ha mantenido orgullosamente aferrado a un record: Afganistán es el primero entre los narco-estados del planeta Tierra.
En 2013, aumentó su producción de adormidera en un 36 por ciento, su producción de opio en cerca del 50 por ciento, y sus beneficios debidos a la droga se han disparado. Los guarismos preliminares correspondientes a 2014, recientemente publicados por Naciones Unidas, indican que el cultivo de amapola trepó otro 7 por ciento y la producción de opio un 17 por ciento –ambos números son históricos– al mismo tiempo que la propia Afganistán se ha convertido en “una de las sociedades más adictas [al opio] del mundo”.
Mientras tanto, donde una vez estaba Iraq (en el puesto 171 del índice de cleptocracias), ahora existe un gobierno shií con sede en Bagdad defendido por un ejército deshecho y milicias sectarias, un estado de facto kurdo en el norte y, en el tercer “intermedio” del país, un recién proclamado “califato” gobernado por un movimiento terrorista tan brutal que está estableciendo records de violencia sanguinaria. Está encabezado por hombres cuya “West Point” fue una prisión militar dirigida por esa misma gran potencia y su sed de sangre está parcialmente financiada por los campos de petróleo y las refinerías capturadas.
Dicho de otro modo, después de 13 años esmerándose en el Gran Oriente Medio, esta gran potencia de alguna manera ha supervisado el encumbramiento del más importante narco-estado del planeta, que detenta el control monopólico de entre el 80 y 90 por ciento del mercado mundial del opio y del 75 por ciento del de la heroína. En el otro lado de la región, ha sido cómplice en la creación del primer mini-estado petrolero y terrorista de la historia, el triunfo del yihadismo extremo post-al-Qaeda.
Una elección fraudulenta y un ejército destrozado
Aunque no tengo ninguna duda sobre la fantasía que desmenuzo más arriba, en la que sitúo en Washington los hechos de Beijing, Moscú, Teherán, o cualquier otra capital, tomaos un minuto para otro experimento. Si este fuera el trabajo de una potencia a la que creemos inferior a nuestro país, pensad cuáles serían los encebdidos titulares de la prensa en este mismo momento. Recordad e imaginad –no es algo tan difícil– qué estarían soltando los habituales halcones de la guerra en el Congreso, qué estarían diciendo los “sospechadores” de siempre en sus debates de los domingos por la mañana en la TV y qué historias estarían repitiendo las redes de noticias por cable desde la CNN a la Fox.
Sabéis muy bien que las denuncias de semejante comportamiento a escala mundial serían virulentas, que expertos y comentaristas de todo pelaje estarían difamando, que el miedo y la histeria que despiertan la heroína y esos terroristas que cruzan nuestra frontera llegarían hasta la estratosfera. Escucharíais palabras como “diabólico” y “primitivo”. Se sugeriría, o directamente se declararía, que esa avalancha de desastres no es casual sino planeada por el mismo nefasto poder que ha disparado contra nosotros en los últimos 13 años con el propósito de afectar los intereses de Estados Unidos. La historia interminable...
En lugar de esto, las recientes noticias relacionadas con la extraordinaria cosecha de la amapola opiácea en Afganistán se deslizaron en los medios como un barco en el mar oscuro. No se culpó a nadie de nada, no se mencionó responsabilidad alguna. Tampoco hubo encendidos titulares ni irritadas lamentaciones, ninguna de esas cosas tan tópicas si los responsables hubieran sido los rusos, los chinos o los iraníes.
Nadie en los medios y círculos dominantes vilipendió o culpó a Washington por los 13 años que han llavado a la situación actual. De hecho, hasta el punto de que en absoluto se culpa a Washington por el surgimiento del Estado Islámico, el foco se ha puesto en la decisión de la administración Obama de no quedarse en Iraq más allá de 2011 para hacer más de lo mismo (de ahí la reciente decisión del presidente Obama de ampliar el papel combatiente de EEUU en Afganistán al menos hasta 2015).
En general, en nuestro país hemos tenido un notable desempeño al no haber seguido que nos marcaban ni sentido la necesidad de asignar responsabilidades en relación con lo ocurrido en esos años. De algún modo, los estadounidenses seguimos viéndonos –como venimos haciéndolo desde el 11-S de 2001– como víctimas, y no como desestabilizadores, del mundo en que vivimos.
Para añadir un asunto más a este espectáculo, la administración Obama se dedicó durante unas interminables semanas a ayudar a urdir unas fraudulentas elecciones presidenciales –parcialmente financiadas por el comercio del opio– en Afganistán que dieron lugar a una nueva y extraconstitucional forma de gobierno. Ahora, gracias al acuerdo de los dos candidatos a presidente, el recuento de votos real no será dado a conocer jamás. Todo esto se ha dado, en parte, sencillamente para tener un presidente afgano que pusiera negro sobre blanco un acuerdo bilateral de seguridad que permitiera que las tropas y bases estadounidenses continuaran una década más. Si cualquier otro país se hubiese entrometido de este modo en unas elecciones, ¿podéis imaginaros los titulares y las notas en la prensa? Mientras en esta nota se informa, una vez más todo esto pasa sin ningún comentario significativo en la prensa.
Cuando se trata de un paso “adelante”, en la tercera guerra de Iraq ha sido aún más profundo. A partir de la campaña “humanitaria” de bombardeo comenzada en agosto pasado, la administración Obama y el Pentágono no han parado en la escalada: más ataques aéreos, más asesores, más armas, más dinero.
Hace dos semanas y media, el presidente dobló el contingente de asesores estadounidenses (además de otro variado personal) hasta llegar a más de 3.000. La semana pasada, llegó la noticia de que este personal era trasladado al interior del país más rápidamente de lo que se esperaba –sobre todo a la peligrosa, y devastada por la guerra, provincia de Anbar para volver a adiestrar al nuevo ejército iraquí, de creación estadounidense, ahora absolutamente sectario y desorganizado.
Mientras tanto, el presidente de la junta de comandantes, general Martin Dempsey, el Pentágono y la Casa Blanca continúan enzarzados en una lucha acerca de si se puede o no poner sobre el terreno botas estadounidenses con capacidad de combate y, en caso afirmativo, cuántas serían y cuál sería su papel en una “guerra” que esencialmente podría no tener una base legal en el sistema de gobierno de Estados Unidos (¡recuerdos de Afganistán!). Por supuesto, gran parte de esta lucha intestina en Washington será dejada de lado cuando los asesores estadounidenses en la provincia de Anbar o en cualquier otro sitio sufran el primer ataque y las botas se vean obligadas a disparar sus armas.
Vietnamización de Iraq, iraquización de Vietnam
Mientras tanto, pensad en qué habríamos dicho si los rusos hubieran actuado como Washington lo hizo en Afganistán, o si los chinos, en un país de su elección, hubiesen transitado un camino como el que nosotros estamos transitando en Iraq por tercera vez, con el mismo ejército, el mismo gobierno “de unidad”, los mismos drones y armamento y, en cuestiones decisivas, ¡el mismo personal! (si queréis que vuestra tarea sea un poco más fácil, solo leed los comentarios estadounidenses sobre Ucrania de los últimos meses).
Para los que tenemos algunos años, la escalada en la que nos ha metido la administración Obama en Iraq tiene cierta resonancia; entonces, no debemos asombrarnos de que vuelvan a aparecer palabras conocidas como “atolladero”. ¿Quién es capaz de negar que en todo esto hay algo inquietantemente familiar? Recordad que a la administración Kennedy le llevó menos de tres años pasar de los primeros cientos de asesores estadounidenses enviados a Vietnam para trabajar junto con el ejército survietnamita en 1961 a los 16.000 “asesores” de combate de noviembre de 1963, cuando el presidente fue asesinado.
La administración Obama parece estar en las primeras etapas de una similar fiebre escalatoria, incluso un programa parecido, si bien es cierto que poner en juego el poder aéreo en Siria e Iraq es un adelanto respecto del cronograma de Vietnam. No obstante, esta comparación tiene algo de injusta con las administraciones Obama y Johnson; después de todo, ellos estaban en la oscuridad y no tenían un “Vietnam” al cual remitirse.
Para tener un equivalente más exacto, tendríais que evocar un escenario vietnamita que podría no haberse dado. Tendríais que imaginaros en mayo de 1975, cuando se produjo el incidente del Mayaguez (un barco mercante estadounidense apresado por los camboyanos), dos semanas después de que cayera Saigon, la capital de Vietnam del Sur, o tal vez más apropiadamente en términos de las cronologías de las dos guerras, en diciembre de 1978, cuando los vietnamitas invadieron Camboya y el presidente Gerald Ford decidió mandar varios miles de soldados de vuelta a Vietnam.
Tan inconcebible como eso era entonces, solo semejante escenario absurdo sería capaz de capturar lo inquietante de la escalada en la que se mueve nuestra tercera guerra de Vietnam.
¡Cuatro años más! ¡Cuatro años más!
Tratad de imaginar la reacción que se produciría en Estados Unidos si de repente los rusos enviaran otra vez sus soldados a un nuevo conflicto en Afganistán para volver a combatir –esta vez con más eficacia– la guerra perdida en los ochenta, recuperando del retiro a los viejos comandantes del Ejército Rojo para conseguirlo.
Con todo lo que sucede, la actual guerra en Iraq y Siria es un desconcertante déjà vu; es imposible traer a la memoria una situación equivalente anterior. Sin embargo, dado que en el imaginario de los estadounidenses el terrorismo del Estado Islámico ha sustituido al comunismo en su papel de cuco que una vez tuvo, en cierto sentido el EI podría ser considerado como el equivalente de los norvietnamitas (y el rebelde Frente de Liberación Nacional, o Vietcong, en Vietnam del Sur). Existe, por ejemplo, alguna similitud en las exaltadas fantasías con que Washington ha etiquetado a cada uno de ellos: en la forma en que ambos han sido evocados aquí, como fenómenos extraordinarios capaces de extenderse por toda la Tierra (si dudáis de lo que digo, buscad “teoría dominó” aplicada al triunfo de los comunistas en Vietnam del Sur).
También hay cierta equivalencia en la incapacidad de los gobernantes y comandantes estadounidenses para darse cuenta con certeza de la naturaleza, o incluso los números, del enemigo. Por ejemplo, muy recientemente el general Dempsey, que tuvo un papel crucial en el lanzamiento de la última guerra, realizó una especie de “visita sorpresa” a Bagdad como las que hacían a menudo los oficiales de EEUU a Saigon para anunciar un “progreso” o una “luz al final del túnel” durante la guerra de Vietnam. Dempsey se reunió con marines en la enorme embajada que Estados Unidos tiene en esa capital e hizo una evaluación que parecía incluir alguna de las confusiones que Washington tiene sobre la naturaleza de la novísima guerra.
No olvidéis que en el momento en que se inició la guerra, el Estado Islámico era visto en EEUU como un movimiento monstruoso que se devoraba a sí mismo y que hacía peligrar prácticamente todos los intereses de Estados Unidos en el mundo. En Bagdad, Dempsey insistió de pronto en que el monstruo estaba titubeando, que la iniciativa en la batalla de Iraq estaba “empezando a cambiar de bando”. Después, se refirió a los militantes del EI como “una panda de enanos que corrían por ahí con una ideología verdaderamente radical” y terminó diciendo que, a pesar de la naturaleza de esos anteriores gigantes, ahora tipos enclenques, y el cambio de dirección en el impulso de la guerra, podrían necesitarse “años” para ganar. De regreso en Washington, Dempsey fue más específico y dijo que la guerra podría prolongarse hasta cuatro años. Y agregó: “Este es mi tercer disparo en Iraq; es posible que no haya elegido muy bien mis palabras”. Recientemente, el subsecretario de Defensa e Inteligencia Michael Vickers brindó una estimación parecida: “cuatro años”, pero añadió, “o más” (¡Cuatro años más! ¡Cuatro años más! ¡O más! ¡O más!).
A pesar de estas súbitas indagaciones en las bolas de cristal después de unos 11 años y medio de la invasión de Iraq, estas estimaciones deben ser tomadas con pinzas. Revelan no tanto una muy poco seria evaluación del Estado Islámico y más lo tambaleante que ha llegado a ser la visión de las altas esferas –tanto civiles como militares– estadounidenses, incapaces de un éxito en una época de luctuosos fracasos en el Gran Medio Oriente.
En realidad, a diferencia de Vietnam del Norte en 1963, el “Estado” Islámico es un movimiento terrorista salvajemente sectario sentado encima de, en el mejor de los casos, un proto-estado (a pesar de la ridícula noticia reciente sobre que pronto acuñará monedas de oro y plata). No es popular en la región. Su crecimiento está destinado a verse limitado tanto por su ideología extrema como por su sectarismo sunní. Se enfrenta a innumerables enemigos. Mientras su habilidad para hincharse –al estilo del Mago de Oz– hasta un tamaño monstruoso y para empujar a Estados Unidos hacia una implicación mayor puede ser asombrosa, no se trata de un Goliat pero tampoco de un enano.
El general Dempsey quizás no sepa lo larga (o lo corta) que pueda ser su vida útil en la región. Pero hay una cosa que sí sabe: mientras el gigante mundial –Estados Unidos– continúa la escalada en su lucha contra el Estado Islámico, este gana credibilidad e incrementa su popularidad en el mundo del yihadismo como ningún otro jugador lo haría nunca. El historiador Stephen Kinzer escribióa hace poco sobre los seguidores del movimiento EI: “Enfrentar al poderoso Estados Unidos en suelo de Medio Oriente y si fuera posible matar a un estadounidense o morir a manos de uno de ellos, es el sueño del militante del Estado Islámico. Nosotros le estamos dando la oportunidad de que haga realidad su sueño. Mediante un envidiable dominio de los medios, el Estado Islámico ya está utilizando nuestra escalada como una herramienta de reclutamiento”.
A la espera de la Cuarta Guerra de Iraq
A partir de todo esto, resulta asombroso comprobar lo poco que se menciona en este país los desalentadores resultados de las acciones de Estados Unidos en Medio Oriente. Pensadlo de esta manera: Washington entró en la tercera guerra de Iraq con una fuerza militar que en los últimos 13 años ha demostrado ser incapaz de alcanzar una victoria. Entró en la última batalla con una fuerza aérea que, en el inicio de la operación “shock and awe” (conmoción y pavor) lanzó 50 ataques aéreos de “decapitación” contra Sadam Hussein y sus oficiales superiores sin que lograra matar a ninguno de ellos pero en cambio asesinó a muchos iraquíes de a pie y no consiguió que ninguna de sus incursiones llegara a algo positivo. Entró en batalla con un entramado de 17 agencias de inteligencia que en esos años se han engullido la mayor parte de un millón de millones de dólares del contribuyente; sin embargo, en una zona en la que EEUU ha combatido tres guerras aún se las arregla para ser sorprendida por un “califato”, una zona que, según los dichos de un anónimo oficial estadounidense, continúa siendo “un agujero negro” en cuanto a la información. Ha entrado en batalla con unos líderes que, presionados por la rapidez con que suceden las cosas, en lo fundamental toma las mismas decisiones una y otra vez para obtener resultados cada día peores.
Al final, el aparato de la seguridad nacional parece incapaz de arreglárselas con esa construcción tan sencilla pensada para destruir en el periodo posterior al 11-S: el terrorismo islámico. En lugar de eso, sus tropas, sus unidades para operaciones especiales, sus drones y sus oficiales operativos de inteligencia, han conseguido desestabilizar e incendiar país tras país y convertir lo que era un fenómeno menor en, como muestran las cifras más recientes, una fuerza que crece más y más cada día para crear confusión y agitación en el Gran Oriente Medio y África.
Dada la historia de este último periodo, incluso si el estado Islámico se desmoronase por la presión estadounidense, es probable que lo que sobreviniera fuera aún peor. Podría no tener el aspecto del movimiento, o lo que fuera, conocido hasta ahora, pero previsiblemente una vez más volverá a sorprender a los mandamases de EEUU. Sea lo que sea, seguro que hay una solución para el problema, una solución que se está cocinando en Washington y vosotros ya sabéis cuál es. Llamadla Cuarta Guerra de Iraq.
Poniendo en perspectiva la actual desastrosa escalada en Medio Oriente, una última analogía con Vietnam sería lo indicado. Si en 1975 hubieseis insinuado a los estadounidenses que casi 40 años después Estados Unidos y Vietnam serían aliados de facto en una nueva Asia, nadie os habría creído. Sin embargo, ese es el caso hoy.
A pesar de que la mayor parte de Vietnam fue destruida y de que murieron millones de personas, los vietnamitas efectivamente ganaron su guerra contra Washington. En EEUU, la amargura y la sensación de derrota necesitaron años para ser superadas. Vale la pena recordar que el primer presidente que desencadenó una guerra en Iraq, en 1990, estaba convencido de que el efecto singularmente tonificante de una “victoria” iba a “sacudir de una vez por todas el síndrome de Vietnam”. Hoy en día, todo el Washington oficial parece tener el mismo síndrome, pero en versión posmoderna y actualizada al siglo XXI.
En el ínterin, el mundo cambió en algunos aspectos que nadie imaginaba. El comunismo no se extendió en el Tercer Mundo; por el contrario, desapareció excepto en Vietnam –hoy aliado de EEUU–, la pequeña Cuba y esa ruina de país que es Corea del Norte, lo mismo que el país que lidera en el “camino hacia el capitalismo”, China. En otras palabras, ninguno de los inflamados temores de aquella época se ha concretado.
Sean cuales sean los sangrientos horrores, la fragmentación y el caos que caracterizan el Medio Oriente de hoy, hace 40 años los temores y las fantasías que condujeron a Washington al comportamiento repetidamente destructivo no parecerían menos idiotas que lo que hoy nos parece la teoría del dominó. Si solo –en el último experimento mental– pudiéramos saltarnos esas décadas e inmediatamente mirar atrás la actual pesadilla desde la luz más clara de un día futuro, quizá podríamos ahorrarnos los próximos pasos de la escalada. Pero... no contengáis el aliento, no lo hagáis mientras Washington esté cantando “¡Cuatro años más!”, “¡Cuatro años más!”.

*Tom Engelhardt es cofundador del American Empire Project, y autor de The United States of Fear y de una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. Dirige Nation Institute's TomDispatch.com. Su libro más reciente es Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a Single-Superpower World (Haymarket Books).

Traducción: Carlos Riba García (Rebelión)