Una bandera que no permite ninguna concesión

Rodolfo Yanzón
Tiempo Argentino

En los cacerolazos participaron melancólicos de la picana, adoradores de la seguridad, sempiternos antiperonistas –tal vez, los que con más ahínco pronunciaron la palabra "libertad" a la par que vociferaban epítetos de neto corte racista–, marcados por el dólar, analfabetos políticos, opositores a la reforma constitucional, contra la corrupción, descontentos por tener una presidenta mujer.

En fin. Los motivos fueron de distinto calibre y en muchos casos contrapuestos unos a otros. Razón tienen oficialistas y algunos opositores en decir que fueron descontentos sin organicidad ni conducción. Pero no menos cierto es que a hechos de esta naturaleza no se los puede sepultar con la mirada del fanático o del furibundo oficialista, pues no dejan de ser hechos políticos que merecen reflexión. Si bien no tuvieron por objeto reclamar por el trabajo esclavo y en negro, por la pobreza y la falta de acceso a derechos básicos de un sector de la población, por la trata de personas y la mafia policial, la megaminería o la sojización, sus demandas –las que tienen un condimento político, no las otras que no pasan del insulto ramplón o la alusión despreciable– deben ser analizadas. Quienes intentaron cerrar filas con el oficialismo enarbolando ascos por doquier y aludiendo al interior de roperos y cómodas de los dueños del teflón –especialmente desde el ámbito de los Derechos Humanos–, no traspasan el umbral de la pueril caricatura, aunque dejan cierto sabor amargo por lo que no dicen, y deberían.
Pensar en el presente como homenaje a los pibes de La Noche de los Lápices es una metáfora grandilocuente si se repara, sin ir más lejos, en los cursos que dentro del Ministerio de Defensa imparten militares norteamericanos, que sin ningún tapujo describen a las torturas en las cárceles ilegales de Guantánamo y Abu Ghraib como hechos aislados cometidos por bisoños exacerbados, e insistieron en involucrar a las fuerzas militares en tareas policiales. El Ministerio de Defensa ocultó los antecedentes de esos oficiales (Horacio Verbitsky fue por demás claro el 16 de septiembre pasado) y justificó los cursos porque también se habrían impartido durante la gestión de Nilda Garré.
Otro tanto puede decirse de las acciones y declaraciones del segundo en el Ministerio de Seguridad, el militar Sergio Berni, quien no satisfecho con haber alojado a manifestantes detenidos en Campo de Mayo –donde funcionó un centro de exterminio y tortura durante la última dictadura–, se basó en informes policiales –que, como tales, el único rigor con el que cuentan es el mortis– para despacharse contra extranjeros de países latinoamericanos, relacionando sus nacionalidades con el crimen y lamentándose que la ley argentina no permita a la autoridad policial la adopción de medidas expulsivas. Tamañas expresiones se emparentan peligrosamente a otras esbozadas por el jefe de gobierno porteño y sus ansias de levantar un muro en la Gral. Paz (epopeya en la que tuvo cierto éxito el intendente de San Isidro). Un canto a la xenofobia desde el propio Estado.

Tildar a algunos caceroleantes como "racistas" o "discriminadores" no es errado si se lo hace en el contexto general de lo que fueron las manifestaciones –mucho más complejas por cierto– pero, a la vez, si se repara que en el oficialismo existen puntos que merecen ser debatidos y denunciados, porque el silencio muta en complicidad. Y especialmente desde el ámbito de los Derechos Humanos es un deber criticarlos, porque son antidemocráticos y porque debilitan las conquistas obtenidas con justicia. Tener como bandera los Derechos Humanos es, por cierto, una tarea ardua que no permite concesiones.