Entre argumentar o simplificar



Julio Semmoloni
APAS

Algunas reflexiones sobre el irreconciliable antagonismo por la Argentina deseada y que ahora se actualiza con matices propios de este tiempo, a partir de la protesta contra la Presidenta y su gobierno, realizada el jueves 13 de setiembre en varias ciudades del país.

Ser antikirchnerista es más sencillo que ser kirchnerista, si se tiene en cuenta la explicación posterior que sobreviene a la obvia o natural interpelación de la calle. 

El antikirchnerista, por definición, tiende abusivamente a simplificar su visión de la realidad, y eso en general no resulta una tarea compleja. Le basta con denostar al gobierno nacional para darse a conocer como alguien que aprovecha su derecho democrático a disentir con el poder constitucional vigente. Adquiere entidad en la medida que contraría y ofende. 

El kirchnerista, en cambio, debe argumentar su respaldo a la gestión de gobierno, en particular cuando se atreve a neutralizar la crítica usual que en los más diversos ámbitos se hace como latiguillo de actitudes protestonas ya típicas. Cabe dar un diagnóstico: la argumentación en sí misma supone como mínimo un ejercicio racional que conlleva la dificultad de interpretar los hechos en cuestión. 

De manera que existe ahí una desventaja inicial de éstos en la figurada porfía, pues la mayoría de los eventuales panegiristas no está suficientemente preparada para elaborar argumentos elocuentes y en el mejor de los casos, persuasivos.

El antikirchnerista consuetudinario no vacila en usar frases hechas, slogans, consignas o agravios que toma sin citar las fuentes ni tener la necesidad de entender todo el contenido implícito de lo que profiere: casi siempre lo anima el deseo detractor de darle curso a un estado mucho más emocional que reflexivo. El kirchnerista de a pie entonces se ve forzado, en primer lugar, a deconstruir el núcleo de esos ataques impulsivos a partir de miradas simplificadas de la realidad; recién después de intentar ese arduo cometido, podrá explicar lo que a su entender está ocurriendo para tratar de salir airoso de la ocasional polémica. Y no siempre cuenta con las mejores herramientas para hacerlo.

Es una controversia abiertamente desigual la que a diario se libra en la calle. Será muy difícil atemperarla sólo con argumentos racionales, sobre todo porque el marco de referencia general, el “sentido común” instalado, la hegemonía cultural todavía la ejercen los medios dominantes anti K, paradójicamente favorecidos por una situación de completa libertad de prensa. Y en rigor, lo paradójico es que mediante la saturación informativa que producen esos medios, y la omisión o tergiversación paralela que hacen de la información oficial, provocan una virtual “censura en democracia” en detrimento de quienes necesitan nutrirse de información para fundar sus criterios de defensa y sostenimiento del actual proyecto político.

Desde todas partes se lanzan “golpes de efecto”, pero la potencia de los que son antagónicos al Gobierno hace más daño. En toda disputa en pos de conseguir predominio, es más simple, más fácil, destruir que construir. El empecinamiento se fortalece cuando subyace un statu quo reivindicado y opuesto a la paciente transformación que se quiere destruir. 

Por otro lado, el discurso ramplón y reduccionista carece de ética. No busca tener la razón, ansía imponerse. El que destruye sólo niega, difama o miente sobre la construcción del otro, sin arredrarse por el método que utiliza: su único propósito es debilitar, ensuciar o vencer por la fuerza. El camino hacia el daño que procura infligir es directo y determinado. No acciona por sí mismo, reacciona ante lo que prejuzga gravoso para sus intereses. Responde a impulsos egoístas, sectoriales e inorgánicos. Desde el punto de vista democrático, es inconducente por su propia índole. De ahí que reniega del consenso, no se instrumenta a través de una instancia partidaria, ni aspira a corregir o mejorar el gobierno vilipendiado. Ambiciona solamente la destitución del mismo, sin proponer sustitutos surgidos de la voluntad mayoritaria. 

El que construye un discurso convocante para transformar una realidad debe apoyarse necesariamente en la ética, es decir, darle un basamento racional a lo que sostiene y propone. Este discurso, primero, elabora una interpretación de la realidad y después reflexiona sobre el por qué es preferible una nueva realidad superadora de la que se pretende dejar atrás. Esa ética del discurso respeta el disenso, no lo clausura. Es propositiva, no meramente destructiva. 

Semejante accionar resulta mucho más complejo y también difícil de plasmar con éxito. Requiere de mucho tiempo; tiempo lento en el que se hace imprescindible ir consolidando, poco a poco, la incorporación de nuevos paradigmas, nuevas referencias que de algún modo faciliten la renovada argumentación utilizando evidencias ya asumidas o internalizadas.

Tras la protesta del jueves 13 de setiembre, no convendría que el Gobierno respondiera a la antidemocrática actitud de casi todos los que se manifestaron en contra de la Presidenta y su gestión. Gran parte de esa notoria heterogeneidad de consignas que ganó la calle, utilizó elementos de violencia simbólica recalcitrante, que de algún modo nos retrotrajo a épocas dolorosas de cruel antagonismo. De entre los peores recursos usados en la protesta, hubo dos que magnificaron la necedad y el odio: desconocer la absoluta libertad de la que gozó esa muchedumbre para expresarse sin reparos, e ignorar que la situación general del país es hoy para toda esa clase media de una bonanza que muy pocos imaginaron volver a disfrutar tan pronto, durante el aciago bienio 2001-2002.

El Gobierno puede reflexionar sobre lo acontecido, debe hacerlo, pero en tanto este tipo de protesta se muestre inconducente desde el punto de vista institucional, no sería el mejor camino confrontar en ese plano a corto plazo, es decir, ganar la calle para antagonizar con otra presencia multitudinaria, nada más que obedeciendo a una ya probada demostración. Por ahora es mejor preservar sin mácula como el más trascendente respaldo popular de la historia, el aún reciente acto comicial del 23 de octubre de 2011.