La política nacional


 Sandra Russo
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No es que repita el tema, es que el tema se repite. Mi última contratapa se llamó “Repúblicas y republiquetas”, y recorría en ella ciertas alteraciones del lenguaje a los que apela la derecha en estos días para adaptar su versión del presente argentino, más que a su propio criterio, a su malestar estomacal. Hay una náusea en la víscera de esa derecha, porque está siendo derrotada en un aspecto crucial: ya no puede camuflarse en el centro, en el equilibrio, en la sensatez, en la moderación, en el dialoguismo, en las benditas formas. El consenso político de la expropiación del 51 por ciento de YPF, con todos los matices, con todos los reparos, con sus planteos a veces morosos, descontextualizados y autodefensivos, exhibió por primera vez en una década una escena política reconciliada con una versión de sí.
Salvo casos aislados y el compacto del PRO, ese partido que tiene record de procesados e imputados por causas tan diversas como espionaje, encubrimiento y ataques a patadas a los pobres que ocupaban el espacio público, y cuyas legisladoras discursearon como si fueran parte de una estampita, lo demás fue otra cosa. Apareció, como con Malvinas, la política nacional. Eso mismo, eso solo, eso concreto, es lo que había quedado interrumpido y ya asomaba, terrible, en democracia, cuando los mercados, con el apoyo de los grandes medios, provocaron la hiperinflación que sacó de juego antes de tiempo a Raúl Alfonsín. Como un reconocimiento extemporáneo pero que viene al caso, cabe recordar a Jorge Mazzorín, el secretario de Comercio Interior al que obligaron a pasar a la historia como el hombre de los pollos podridos, cuando lo que había hecho era sortear un lockout patronal de los criaderos multinacionales, que reclamaban la suba de precios. Mazzorín fue sobreseído una década más tarde, en l995, y eso casi ni se publicó.
Porque no es que en los ’90 no haya habido política, ni tampoco es cierto que no haya habido Estado. Hubo la suficiente política como para instrumentar un desmantelamiento nacional generalizado, y hubo el suficiente Estado como para cargar sobre sus hombros colectivos los riesgos y después las deudas de los capitales privados. Hubo la suficiente política como para tirar a los sectores vulnerables de la población en una cloaca, hubo la suficiente política como para gestar generaciones de analfabetos políticos que fueran capaces de creer, por ejemplo, entre tantas otras pendejadas, que los tecnócratas del JP Morgan o los embajadores del FMI eran personas que venían a ayudarlos. Eso también era política, pero en un grado putrefacto. En ese mismo recinto en el que el miércoles y el jueves se escucharon discursos atravesados por el ánimo alto de la política, el de las banderas de lucha, el de los principios doctrinarios, en los ’90 se vendían y se compraban leyes. Y aquellos que las vendían y se vendían hacían política, pero como un golpeador que hace el amor. Sin amor.
Lo sintetizó Agustín Rossi en su discurso formidable. Este Congreso, al mismo tiempo que nacionalizó YPF, hizo otra cosa no menos deslumbrante: mostró de sí mismo una antigua versión de la política, preexistente a la larga noche neoliberal, en la que caben todas las tradiciones nacionales y populares, de la que hablaron todos los padres fundadores. La pelea, como dijo Rossi, nunca fue entre el oficialismo y la oposición, si de este tipo de política se trata, y el kirchnerismo no tiene por qué tener el atributo de ser la única fuerza que retoma a la política como una herramienta de representación popular. Después vienen todas las diferencias, por las que sin duda se seguirá peleando. Pero la pelea de esta democracia es la de la política contra las corporaciones. Las fuerzas que disputen un lugar real, con ancla en el electorado y no en los entrevistadores apretadores o los columnistas biliosos, hacen bien en comprenderlo porque los grandes medios ya han demostrado su impotencia y su deslegitimación ante ese mismo electorado que es simultáneamente público espectador, oyente o lector. No son los grandes medios ni los lobbystas de las pautas monumentales los que pueden avasallar a la política con la total impudicia con que lo hacen, pero esta vez no obtuvieron las respuestas que esperaban, como no lo hicieron tampoco con Malvinas. Siguen fuera de eje, exasperados hasta el frenesí, incapaces, por otra parte, de garantizar la buena imagen de aquel a quien eligen. Apenas pueden blindar, pero tienen el vidrio agujereado.
Esa derecha que empezó aglutinándose en los ’70 como la portadora del “ser nacional” llega al presente, después de trágicas experiencias históricas que sólo provocaron sufrimiento colectivo, blanqueada como la contracara de la Nación. Nunca fue distinta, pero se camuflaba. Nunca fue tan frontalmente interpelada como hoy. Las coberturas de los grandes medios y las posiciones de los dos o tres candidatos que esperan ser bien vendidos por la autodenominada “prensa libre”, se expuso, tanto frente a Malvinas como a YPF, en su obscena desnudez. No hace falta padecer “patrioterismo” para advertir que en ese tono descalificador de la patria no hay más que intereses, egos y vértigo por no saber dónde saltar.
Algunos dicen que la patria es la infancia, otros dicen que la patria es la lengua. La patria puede ser muchas cosas y a priori la patria de uno no es ni mejor ni peor que la de cualquier otro. Un país, un lenguaje en común, lo entrañable de la propia vida. Un conjunto. Una primera persona del plural. Lo conocido y lo desconocido, lo que queda cerca y lo que queda lejos, lo que se conoce de memoria y lo que todavía no se sabe. Todo eso, parte o algo de eso late en cada uno cuando siente que tiene una patria. Pero aun así, desde esa abstracción hecha carne que es la patria, es el amor por ella lo que inspira la vocación política. Los que hablan de “patrioterismo” nunca hablan de patriotismo. Qué fiesta se están perdiendo.
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