La caída de una impostura

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Es el mayor escándalo judicial de los últimos tiempos. El fallo de la Sala III que anula la pesquisa del crimen sacudió al ministro Casal y al Poder Judicial de Morón. Cómo se gestó la maniobra. Los máximos responsables. En favor de los investigadores se puede decir que trabajaron con ahínco hasta el último momento: el 10 de abril informarían que el autor de la llamada telefónica extorsiva a la casa de la niña Candela Sol Rodríguez en el anochecer del 29 de agosto es –según una pericia de voces– Leonardo Jara, uno de los imputados por su secuestro y asesinato. Es posible que la difusión del dato no haya sido desinteresada.

Es que al día siguiente, la Comisión del Senado bonaerense para el seguimiento del caso iniciaba sus actividades. Ello hizo que Fernando Burlando, el increíble abogado de la señora Carola Labrador, quebrara el silencio que mantuvo por semanas: “No creo que puedan avanzar. No conocen los hechos. No los veo bien”. Por último, apoyó la pesquisa del juez de garantías Alfredo Meade y del fiscal Marcelo Tavolaro. Seis días después, el expediente se desplomaría.

Su nulidad fue resuelta por la Sala III de la Cámara de Apelaciones de Morón. El fallo apartó de la causa a Meade, aconsejó hacer lo propio con Tavolaro –lo cual fue cumplido por el fiscal general de Morón, Federico Nieva Woodgate– y ordenó la excarcelación de los sospechosos aún presos.

Fue el fin del fraude jurídico-policial más escandaloso de los últimos tiempos. Una puesta en escena empeñosamente cincelada con datos ficticios, comediantes de identidad reservada, pruebas plantadas y el arresto de personas inocentes. Ya se sabe que su último acto consistió en vincular al tal Jara con esa llamada. Nada menos que esa llamada. Una llamada con historia.

El call center del caso. La voz sonaba atropellada: “Hasta que esa conchuda no devuelva la guita, no van a ver a la nena nunca más”. Entonces, se oyó un ladrido; luego, otra vez esa voz: “Pregúntenle al marido donde dejó la guita”. Esa amenaza fue irradiada una y otra vez por la señal C5N durante la tarde del 31 de agosto. Horas antes, el cuerpo de la niña buscada por 1.600 policías había sido hallado por una cartonera en un baldío lindero al Acceso Oeste.

Exactamente a las 19.30 de ese miércoles, desde el noticiero ADN, de 360TV, quien esto escribe tuvo el siguiente diálogo con Nieva Woodgate:

–¿Los investigadores y el fiscal Tavolaro efectuaron algún rastreo sobre esa grabación telefónica?

La respuesta fue:

–El fiscal no sabía nada de esa grabación.

El doctor se hundió entonces en un incómodo silencio. Quizás en ese instante se haya percatado del grave significado de su afirmación: la cinta no había sido entregada por la policía a Tavolaro, en teoría, el jefe de la pesquisa.

Tal omisión sería el primer indicio de que, más allá del despliegue operístico para la prensa, los sabuesos de la Bonaerense tuvieron –por lo menos hasta el 29 de agosto– tratativas paralelas con los captores de Candela. Dos días más tarde, ya conocido el carácter fatal del desenlace, entregaron la grabación a un canal televisivo sin pasar antes por la fiscalía.

Lo cierto es que el manejo de los uniformados con los registros telefónicos de la causa fue desconcertante. El blanqueo público de otra llamada, sólo a los fines de incriminar a un sospechoso, también sería clave para comprender la naturaleza teatral de la pesquisa. Este capítulo del expediente tuvo visos de comedia.

El 14 de septiembre fue arrestado Hugo Bermúdez, un pequeño narco con un puñado de kioscos en la localidad de San Martín. Se lo sindicó como el asesino de Candela. Antes de ser esposado abrazó a cada uno de sus captores, como para dejar sentada su familiaridad con ellos; en esas circunstancias, un cabo lo consoló: “Vos sabés como es esto, Huguito”. Sin embargo, Huguito no sabía lo que le esperaba.

Su desgracia –según la versión oficial– sobrevino por los dichos de un testigo de identidad reservada. Éste, al día siguiente, ya a cara descubierta ante las cámaras y presentado como Pedro, reconoció ser el testigo de identidad reservada. Su declaración judicial fue filtrada desde el despacho de Meade. Pero aquellas siete fojas no bastaban para mantener a Bermúdez tras las rejas. Tal escollo, no obstante, fue remediado con originalidad.

Fue el entonces jefe de la Bonaerense, comisario general Juan Carlos Paggi –un hombre que ante las cámaras se refería a la víctima por el disminutivo de su nombre, como si fuera su sobrina–, quien días después anunció un cruce telefónico entre el teléfono celular de Bermúdez y “el aparato usado el 23 de agosto para llamar a la madre de Candela. En aquella comunicación –aseguró Paggi– se escuchó la prueba de vida ofrecida por los que tenían a la nena en su poder”. El jefe acababa de meter la pata.

En realidad –trascendió después–, tal cruce telefónico jamás se había efectuado. No obstante, la llamada en cuestión sí existía. Y su reconocimiento público aportó otro dato no previsto ni deseado por quienes manipulaban la trama: al día siguiente de la desaparición, los investigadores ya sabían que se trataba de un secuestro extorsivo.

Todo indica que, a partir de entonces, actuaron en base a la ilusión de tener entre sus manos una operación controlada, tal como se le dice en la jerga policial al monitoreo de un hecho delictivo en pleno desarrollo, para –en este caso– capitalizar el efecto de su esclarecimiento con un final feliz a toda pompa con la consiguiente foto. Dicen que el ministro de Justicia y Seguridad, Ricardo Casal, soñaba con ello.

Durante los nueve días de búsqueda, mientras transcurría esta historia subterránea, en la superficie los investigadores “no descartaban ninguna hipótesis”. Allanaban piringundines –hipótesis de la red de trata– y cazaban pederastas –hipótesis del captor solitario–; en tanto, estimulaban un andamiaje mediático basado en “la colaboración ciudadana” a los fines de localizar a una persona extraviada. Ya se sabe que el clímax de ello fue el call center de la ONG Red Solidaria, en donde cualquier denuncia podía ser confiada –por ejemplo– a Ricardo Darín. En definitiva, los responsables de la investigación se ufanaban de haber explorado todas las pista. Pero no desconocían la del secuestro. Como ya se vio, trabajaban en ello en el mayor de los secretos. Hasta el 31 de agosto. A partir de entonces, los uniformados se entregaron a una insólita celeridad post mortem.

Por el asesinato de Candela hubo ocho detenidos; entre ellos, el presunto autor material y también el intelectual. Sin embargo, nadie pudo explicar de modo creíble el motivo que unió en un crimen semejante a un dealer barrial y a un soplón de la Bonaerense con una depiladora, un carpintero, un verdulero, un mecánico, a un chofer de fletes y a un ratero. Tal enigma desembocó en otro: ¿Cuál era el verdadero significado del caso?

Un caso que se extendió como una enorme mancha venenosa en un territorio habitado por traficantes de cabotaje, soldados de la piratería del asfalto y delatores; es decir, elementos no ajenos a los negocios de la corporación policial. En semejante escenario, se cometió un crimen que sacudió la buena conciencia del espíritu público. El hecho es que los uniformados, quienes no tuvieron ninguna participación en el asesinato, sí tenían un vínculo previo con sus protagonistas. En consecuencia, y no sin complicidad política y judicial, urdieron semejante montaje sin otro propósito que el de no dejar al descubierto sus compromisos comerciales con el hampa de la zona.

La hora cero. Dicen que el fallo de la Sala III cayó como una granada en el despacho principal del Ministerio de Seguridad platense. Dicen que su titular, el cuestionado ex agente penitenciario Casal, se mostró apesadumbrado. Días después, mitigaría ese golpe volcándose a su afición por las drogas –por el secuestro de drogas, se entiende–, al anunciar el decomiso de 44 kilos de cocaína en la ciudad de Campana. Su vocero anticipó a Miradas al Sur que no formulará declaraciones sobre la nulidad del expediente instruido por la dupla Meade-Tavolaro.

El jefe de este último, Nieva Woodgate, tampoco asimiló la nulidad de la mejor manera. Él, desde la sombra, había sido el gran digitador del expediente y, para los medios, había oficiado de vocero. El miércoles, tras retirar una copia del fallo, se encaminó con pasos lentos hacia la fiscalía de la calle Colón. Tenía ante sí una tarea ingrata: comunicarle a Tavolaro su decisión de apartarlo del caso. Lo penoso era que ese pobre hombre había sido su marioneta en el asunto. El viejo fiscal general tampoco se pronunció públicamente sobre el derrumbe del caso.

Ni el ya jubilado Juan Carlos Paggi.

Ni su sucesor –y responsable operativo de la pesquisa– Hugo Matskin.

Tampoco su investigador estrella, el comisario Marcelo Chebriau.

Quien sí saldría a enfrentar a las cámaras fue el abogado Burlando. Otra vez junto a Carola Labrador, lamentó con sólo unas palabras la resolución de los camaristas, antes de agregar: “Entre los sospechosos beneficiados por el fallo está el asesino de Candela”.

Ya había propiciado la detención domiciliaria de su amigo, el cura Julio César Grassi, al haber afirmado en un reportaje publicado en el diario La Nación que éste le había pedido que patrocinara a la señora Labrador “durante un encuentro en la Fundación Felices los Niños”. Es que el sacerdote, condenado por abuso de menores, tenía vedado acercarse a ese lugar.

Luego, una fuente vinculada al sacerdote deslizó que no había existido ese encuentro. Y que Grassi fue apalabrado por alguien del Poder Judicial de Morón para dar fe de la versión a cambio de alguna prebenda no especificada. Ahora se sabe que Burlando se hizo cargo del caso tras reunirse con Casal en una quinta de Tigre, propiedad de un amigo en común.

En tanto, la Justicia bajo los escombros.