Los dilemas de la historia; el debate sobre la creación del instituto de revisionismo historico

Instituto: ¡oh!

>or Noé Jitrik *
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Jorge Abelardo Ramos.
En la controversia que se armó acerca de la creación, por decreto, del Instituto Manuel Dorrego, que estará destinado a albergar lo que se conoce desde albores del siglo XX como el pensamiento “revisionista”, hay un aspecto que me parece curioso y que nada tiene que ver con el derecho que tienen algunos de estudiar la historia argentina de un modo o de otro, con perspectivas diferentes y opuestas. Se trata de que el Estado (1) aparece, al menos en las declaraciones del ya designado director, como antagónico del Estado (2). La oposición evoca una que fue célebre, Kramer vs. Kramer, extraños casos, ambos, de un inesperado divorcio.
En cuanto al divorcio está claro: el trabajo histórico (la historia “científica”) contra el que parece dirigido lo que el flamante instituto –estatal– se propone hacer, se realiza en universidades –que son instituciones del Estado– y acaso en academias, que también lo son y de una manera muy establecida. De modo que en lugar de hacer oír esas voces silenciadas, además de lo que ya se hace en libros, diarios, televisión y radio, en los lugares en los que la historia se considera, se examina, se dirime, se modifica, se discute y se enseña, se crea un reducto tipo refugio, que por el momento sólo se fundamenta en la vehemencia, no en la realidad.
O en la pereza, puesto que desde que Florencio Sánchez escribió M’hijo el dotor entrar a la Universidad teniendo ganas de seguir determinado rumbo del conocimiento, fue un ideal argentino que perduró hasta nuestros días. Salvo, desde luego, en la época de Rosas cuando la Universidad fue clausurada, o en la época de Onganía, cuando se entró a saco en ella, o en la época de la dictadura. Obviamente, la Universidad no es el paraíso, pero tampoco la horrible cueva llena de brujas que algunos pintan muy convencidos, claro que no se les ha ocurrido nunca acercarse a ella y tratar de entender lo que tiene y lo que le falta.
Previamente, todo parecía armónico: el Estado (1) había apoyado, en una política nunca vista, casi pródigamente –díganlo si no los mejorados salarios universitarios y del Conicet– a la ciencia –creación de un ministerio a cuyo frente puso a un científico de verdad– y a la investigación –repatriación de científicos– y, por otro lado, investigadores y periodistas independientes –revisionistas, marxistas, etcétera– revisaban, interpretaban, adherían, exaltaban a su pleno gusto, sin que nadie les dijera lo que debían hacer. Es raro esto que pasó y uno se pregunta por qué había que romper este clima de felicidad. ¿No era una prueba de que la Universidad no andaba oliendo mal a quienes no hacían historia como la que hacen quienes están en ella cuando decidió designar como grandes maestros a Norberto Galasso y a Osvaldo Bayer, notoriamente no “integrados” a la dizque hegemonía liberalmitrista que reina en la Universidad?
Es claro que hay un matiz suplementario: el instituto en cuestión –no conozco los considerandos del decreto, firmado, desde luego, por la Presidente de la Nación–, o su director, al parecer tendrá un objetivo reivindicativo: dar voz a las voces silenciadas por esa historia que nació con Mitre sobre los despojos del derrotado federalismo y la triste suerte de los caudillos, todos buenos, víctimas de todos los malos. Pero tal vez no haya sido así del todo: el iniciador del revisionismo, que tuvo acceso a los papeles que Rosas le facilitó durante su exilio, Adolfo Saldías, no sólo era amigo y discípulo de Mitre sino que éste lo alentó en su trabajo. Carlos Ibarguren, notorio revisionista, nacionalista por añadidura, fue miembro de la Academia de Historia y presidente de la de Letras, ambas del Estado. Ramón J. Cárcano, connotado miembro de la elite del ’80, escribió una biografía de Facundo Quiroga. En cierto memorable encuentro José María Rosa me miró con admiración cuando le dije que había leído un documento que informaba que el salvaje Facundo Quiroga había creado escuelas en sus desérticos Llanos: sarmientino “avant la lettre”. Ese dinamismo siempre existió y por suerte: no hay nada más pernicioso que esa necesidad de tener ídolos para poder adorarlos en lugar de otros a su vez adorados según quien dirija la adoración.
Hay más aspectos que llaman la atención en el episodio: después de años de bregar por presentar una historia no liberal, revisionista, el Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas salió del ostracismo y entró a formar parte del conjunto de instituciones de la Ciudad de Buenos Aires y, se supone, financiado por ella. ¿No era el lugar para que el grupo que integrará el nuevo instituto entrara a la que fuera vanguardia revisionista y hoy callada catacumba y prosiguiera defendiendo sus puntos de vista? ¿Crear uno nuevo existiendo ya uno de idéntica filosofía? ¡Qué olvido tan notable! José María Rosa no debe estar tranquilo en su tumba con esta novedad.
Y siguen las preguntas de un curioso. Los institutos de investigaciones existentes, en todas las ramas del saber, se proponen extender el conocimiento de los asuntos concernidos y así se los admite, la Universidad, el Conicet o quien sea, pero en ningún caso se les exige que declaren los resultados que creen que van a obtener. Este instituto innova: para justificar su creación el director declara los resultados que ya se sabe que se obtendrán y, se diría que, en consecuencia, en lugar de convocar mediante un sistema abierto a quienes podrían contribuir a dicho desarrollo se designa de entrada a otros, igualmente miembros de ese “ya se sabe”. No es por lo tanto un instituto lo que se crea sino un club de amigos que se entienden en relación con el lugar en el que estarán. Adhonorem, por supuesto, como gran parte de los investigadores universitarios que no lo dicen. ¿Dejarán sus ocupaciones habituales, televisión, cátedras, trabajos varios, para encerrarse en la oscuridad de los archivos conviviendo con sus queridos fantasmas y renunciando a sostener a sus familias, felices, ellas, porque el Estado proporcionará en adelante las picas para que sean derribadas ciertas estatuas y el mármol para en su lugar levantar otras? ¡Qué raro!
¿Qué estatuas a derribar y cuáles a levantar? Sobre las primeras uno de los según dicen silenciado por la Academia, nada menos que Juan Domingo Perón, tenía su idea, algo desconcertante porque, dicho o semi dicho, el mentado revisionismo viene en tándem con el peronismo, al lado en su momento, o junto muy posteriormente: cuando por fin los ferrocarriles fueron argentinos y le hicimos un corte de manga al imperialismo británico los nombres que les pusieron eran de antología, no de fantasía; en lugar de Mitre le podía haber puesto “del norte irredento”, en lugar de Roca, “sur misterioso”, en lugar de Sarmiento, “oeste temible”, en lugar de Urquiza, “proceloso y lacustre”, en lugar de Belgrano, “indomables pueblos originarios” pero no, haciendo oídos sordos a fervorosos partidarios como Fermín Chávez, los Hermanos Irazusta, Scalabrini Ortiz, todos distinguidos historiadores, antibritánicos decididos, Perón admitió el santoral liberal de tal suerte que esos nombres nunca fueron cambiados, para gran pesar, en el caso del sur, de Osvaldo Bayer. Tampoco, cuando propició, e intervino, en el Congreso de Filosofía de Mendoza, en 1949, prefirió el asesoramiento de Carlos Astrada, un filósofo serio, formado en Alemania, con todo el rigor heideggeriano y fenomenológico, y no el del simpático Discépolo, que tanto lo defendía, o del agudo polemista Jauretche o del nacionalista Chávez.
¿Y las estatuas a erigir que están en la propuesta? Una ya está, la de Dorrego; Rosas, gracias a la feliz idea de traer sus restos –creo que se le debe a Menem– tiene su lugar, no muy lejos de Sarmiento –deben dialogar en el silencio del mármol–; Eva Perón tiene su casa cerca del Botánico y Perón está por tener su monumento frente al antiguo Correo Central; seguramente el nuevo Instituto tendrá otras iniciativas, tanto para quitar como para levantar: ese cambio embellecerá la ciudad, si se hace en Buenos Aires, o ilustrará sobre la verdad de la historia nacional, presentada por ahora con profusión de adjetivos y escasez de sustantivos. No importa: esa verdad está cerca y lejos al mismo tiempo y por todas partes nos aproximamos. Si por ejemplo, como novedad, en el debate de estos días se habla de la Baring Brothers, no se menciona que Sergio Bagú, en un trabajo memorable, desnudó esta operación y ya hace años, y no era revisionista ni peronista sino un digno profesor universitario que emigró luego de la operación de limpieza que hizo el silencioso Onganía.
Y ya que se le da al revisionismo una gran oportunidad para hacerse oír, como prueba de un generoso pluralismo, por qué no se hace lo mismo con la historiografía de inspiración marxista. Es una propuesta nomás, ya que si es innegable la existencia de una corriente como la que capitanea el psicoanalista y diplomático O’Donnell, también lo es la que contiene los trabajos de Milcíades Peña y tantos otros, entre ellos el lamentado David Viñas, por no mencionar los de algunos que, como Rodolfo Puiggrós, Jorge Abelardo Ramos se pasaron al peronismo, este último en un irrefrenable tobogán que lo llevó al menemismo, pero sin olvidar el método dialéctico.
Alguien como yo, que ha celebrado grandes aciertos de este gobierno, asignaciones familiares, jubilaciones, quita a subsidios de privilegio, apoyo a la industria, estímulo a la cultura y a la ciencia, no entiende qué necesidad había de internarse en este campo. Será una cuestión psicológica: creer que un pragmatismo político y social que ha dado pruebas de sus logros debe descansar en un sistema de pensamiento que hay que formular porque, de lo contrario, se correría el riesgo de que se pensara que todo está regido por la improvisación. Y, modestamente, creo que no es así.
* Crítico y escritor.

Entre pólvora y chimangos

Por Víctor Ramos *
Y el tiempo –como decía Martín Fierro– es sólo la tardanza de lo que está por venir.
Nunca la historia revisionista estuvo tan articulada con el presente. Es como si la idea hubiera venido buscando a su tiempo.
Que el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, leyera en voz alta varios párrafos de la Historia de la Nación Latinoamericana de Jorge Abelardo Ramos y la presidenta de la Argentina, Cristina Fernández de Kirchner, complementara explicaciones para contextualizarlos ante una reunión de ministros y autoridades de ambos países fue una sorpresa. Por su parte, el libro El loco Dorrego, de Hernán Brienza, fue el disparador para que la Presidenta argentina introdujera en la conversación el tema de la creación del Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego que conduce el historiador Mario “Pacho” O’Donnell.
La conformación de la Cumbre de Estados de Latinoamérica y el Caribe –Celac– es el acontecimiento más importante ocurrido desde las guerras de la independencia. Para dimensionar el caso, debemos recordar que nunca antes se habían reunido todos los países de América latina, sin Estados Unidos. Es como si la OEA tuviera a Cuba y no a los EE.UU. Y lo trascendente de este encuentro es el grado de conciencia de todos los mandatarios de nuestro destino común.
Pero la sorpresa mayúscula fue cuando en la reunión plenaria de presidentes de la Celac, Hugo Chavez realizó un homenaje al abanderado de “la unidad latinoamericana” Néstor Kirchner y citara nuevamente al “intelectual y revolucionario argentino Jorge Abelardo Ramos”.
Con Miguel Angel Pichetto lanzamos hace unos años la edición de Historia de la Nación Latinoamericana en el Senado de la Nación; de sólo dos despachos solicitaron varios paquetes de ejemplares. Una fue de la oficina de la senadora Elida Vigo y la otra fue la de la senadora Cristina Fernández de Kirchner. Cuando con Pacho O’Donnell y la comisión del Instituto Dorrego visitamos a la Presidenta con motivo de su creación, ella nos manifestó que había votado por la formula Perón-Perón con la boleta del FIP y agregó: ¡Quién no ha leído a Abelardo Ramos!, anticipándonos el diálogo que luego mantendría con Chávez teniendo por testigos las cadenas internacionales de televisión.
En el equipaje presidencial viajaron varios ejemplares de esta Historia de la Nación Latinoamericana, en su edición en español y en su reciente versión en portugués con el prólogo de Jorge Coscia. Para Dilma.
Lo inédito en el coloquio desatado entre los mandatarios fue la lectura y los comentarios de los matices de la historiografía americana: si el joven Alberdi era liberal o si el último Alberdi fue “nacional y popular”; si la “cuestión nacional” era vinculante –al decir de Abelardo– con la cuestión social y el apoyo a Perón y a los movimientos nacionales desde la izquierda, entre otros puntos. Lo que pretendía –y logró– Hugo Chávez fue fortalecer el eje Caracas-Buenos Aires recordando las fiestas populares que desbordaron nuestra ciudad cuando se conoció la definitiva victoria de Sucre en los campos de Ayacucho; el abrazo de San Martín y Bolívar en Guayaquil; y el mapa geopolítico que nos presenta en ambos lados del continente sudamericano.
La polémica “social” versus “nacional”
El Instituto Manuel Dorrego, que se encuentra debatiendo en nuestro país con la historiografía liberal (ahora, la llaman “social”), también estuvo presente en la reunión presidencial. Cristina Fernández señaló que aún hoy en los centros educativos se enseña la historia falsificada, en referencia a la historia de los vencedores de Caseros y Pavón.
El peligro que advierten Beatriz Sarlo y José Luis Romero tiene sus fundamentos. La institucionalización de las corrientes historiográficas revisionistas: la nacional y popular que se expresan tras las obras de los intelectuales Raúl Scalabrini Ortiz y Arturo Jauretche y los de izquierda nacional con Manuel Ugarte y Jorge Abelardo Ramos, a los que se suman brillantes pensadores independientes, presentan hoy en el debate una fuerza arrolladora.
El “mitrismo” ya es una rama seca, fue mutando en los últimos años hacia la llamada “historia social”.
El peligro que presenta este nuevo agrupamiento de pensadores no es para la historia oficial del siglo XIX –que ya es indefendible aunque se continúa impartiendo en colegios y en algunas universidades– sino para los complacientes seudoacadémicos que desde un altar de pureza científica esconden posiciones políticas en muchos casos inconfesables.
¿A qué se debe la encendida crítica de los Luis Romero o los Tulio Halperin Donghi al presidente del Instituto de Revisionismo Histórico, Mario “Pacho” O’Donnell? No se recuerda que O’Donnell haya participado, ni justificado alguna dictadura militar. Mientras que estos intelectuales no pueden decir lo mismo. Incluso han manifestado públicamente su antiperonismo. La falta de profesionalismo de Halperin Donghi –autoexiliado en los Estados Unidos– se manifiesta cuando oculta deliberadamente en su Historia Argentina los casi 400 muertos en los criminales bombardeos del 16 de septiembre de 1955 sosteniendo que en esa oportunidad “sólo se ametralló el centro porteño”. ¿De qué cientificismo hablan? ¿No fueron José Luis Romero y Tulio Halperin Donghi funcionarios de la dictadura militar del golpe de 1955? Romero fue designado por el ministro del gobierno militar, el nacionalista católico de corte fascista Atilio Dell’Oro Maini, rector en la UBA, Universidad de Buenos Aires, y Halperin Donghi ocupó el mismo cargo en 1957 en la Universidad del Litoral. Este debate, como todos, hay que brindarlo.
El Instituto Nacional de Revisionismo Histórico no pudo haber llegado en momento más oportuno. Los grandes pensadores de nuestra América criolla están desplegando sus alas: Arturo Uslar Pietri, Darcy Ribeiro, Vivian Trías, Methol Ferré, Augusto Céspedes, Arturo Jauretche, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Jorge Abelardo Ramos y Manuel Ugarte.
Debemos generar nuevos desafíos y estimular una nueva camada de intelectuales revolucionarios en una América que finalmente se unifica.
* Es autor de la obra Racismo y discriminación en la Argentina y es miembro del Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego.

Las imágenes y las palabras

Por Jorge Coscia *
Es extraordinaria la foto reciente de Chávez leyendo atento, con sus anteojos puestos, y la marca en el cuerpo del tratamiento de su enfermedad, una vieja edición de Historia de la Nación Latinoamericana, de Jorge Abelardo Ramos. La tapa amarillenta, una cinta en el lomo del libro para que no se desarme, los brazos firmes que lo sostienen. La imagen impacta por su capacidad de condensar la metáfora. Un libro militante, leído por un militante popular, con las marcas que deja el tiempo.
Ese libro le llegó a las manos del Comandante por las gestiones que hiciera Natalia Fossati, hija de Eduardo, un militante de toda la vida de la corriente que creó y lideró el Colorado Ramos. Se lo acercó Natalia en una oportunidad, en un pasillo de Canal 7, con una dedicatoria en la primera hoja que rezaba “Por un Ayacucho definitivo... a Paso de Vencedores”. El Comandante prometió que lo iba a leer, y esta foto es expresión cabal de su compromiso. Por suerte, Chávez tendrá ahora una nueva versión de ese histórico libro que le permitirá conservar ese viejo ejemplar como un preciado tesoro.
Sucede que esta obra capital del pensamiento latinoamericano ha sido recientemente reeditada (en español, gracias a la comprometida editorial Continente, y en portugués a Editora Insular). Que sea justamente ahora merece sin dudas destacarse. No se trata de una casualidad o de un capricho de algún editorialista excéntrico. Esta reedición constituye un hecho no sólo histórico y cultural, sino esencialmente político. Y coincidente con un clima de época latinoamericano distinto y vivificante. Se respira en el aire una nueva valoración de nuestras raíces históricas, y del destino común que nos une como hermanos. No es en vano.
Gracias a la generosidad de mi amigo y compañero Víctor Ramos, tuve el honor de prologar ambas reediciones del clásico de su padre, mi gran maestro.
La lectura de este libro paradigmático del pensamiento emancipador latinoamericano ilumina el presente con la magnífica luz de las raíces históricas en esa permanente pugna entre integración y balcanización que Ramos recrea. La investigación minuciosa que él realizó de nuestra historia común se combina con su militancia política ininterrumpida, en pos de afianzar la gran Nación con la que soñaron nuestros mejores próceres.
Historia de la Nación Latinoamericana es, sin dudas, un libro que reorganiza la idea de una patria común en la senda previamente abierta por los patriotas del siglo XIX, como Bolívar, San Martín, Monteagudo, Simón Rodríguez, Artigas, Sucre, Dorrego o Morazán, y luego continuada por políticos y pensadores latinoamericanos del XX, como el uruguayo Rodó, el argentino Manuel Ugarte, el peruano Haya de la Torre y el boliviano Paz Estenssoro, además de los sueños del Pacto ABC pergeñados por Perón, junto con los presidentes Vargas, del Brasil, e Ibáñez, de Chile. Todos ellos, con la lente de su tiempo, percibieron la existencia de una patria más grande contenedora de sus patrias chicas. Todos ellos aportaron en el largo camino irresuelto de la integración. Todos ellos también –y Ramos lo describe dolorosamente– fueron derrotados en vida por las poderosas fuerzas centrífugas de la balcanización.
Doscientos años después del 25 de Mayo de 1810, la historia nos da una revancha con estos presidentes latinoamericanos que “se parecen tanto a sus pueblos”. Los argentinos, por caso, hemos comenzado a comprender, con avances y retrocesos, que aquella revolución formó parte de un amplio movimiento que abarcó todo el continente, todo el Nuevo Mundo que España había conquistado. La idea de que José de San Martín nunca pensó su prodigiosa epopeya dentro de los límites de lo que hoy son Argentina, Chile y Perú, sino convencido de que lo que hoy son esos tres países antes era uno solo, ha ganado cada vez más espacio y reconocimiento en la opinión pública. La propuesta continental de Simón Bolívar ha comenzado también a ser conocida en toda Suramérica. El siglo XXI nos ha encontrado en un proceso de integración continental que posee una fuerza y una decisión como no se había visto desde las Guerras de la Independencia.
Mucho se ha avanzado en la última década. El Mercosur, la Unasur, las permanentes reuniones de los jefes de Estado suramericanos, el poderoso cauce comercial que ha comenzado a existir entre nuestros países, la convicción de que existe una cultura latinoamericana que nos es propia y distintiva son sólo algunas de las manifestaciones de este fenómeno. Las condiciones culturales de recepción de este libro no podrían ser más propicias. Pero, claro, todavía es enorme la tarea que tenemos en pos de reconstruir la unidad latinoamericana.
Otro signo vibrante del nuevo clima político y cultural que vivimos es la recuperación del debate histórico por parte del gran público. Cuando debatimos por la historia siempre discutimos política. Algunos parecerían asustarse de perder un monopolio que, creían ellos, les correspondía en exclusividad. Hacen bien, el nuestro es un gobierno democratizador de la palabra. No nos gustan los monopolios. Lo que sí no es tan entendible es la crispación que algunos quieren restituir. La democratización del discurso histórico que promovemos implica que la convivencia y la discusión historiográfica de todos los institutos históricos, desde el Museo Roca y el Mitre hasta el Instituto Manuel Dorrego que acabamos de inaugurar, dependientes de la Secretaría de Cultura de la Nación. De lo que se trata es de que haya más voces, no menos.
Que las verdades relativas debatan en el ágora pública, que la reflexión por el pasado, por nuestros héroes patrios y los diversos relatos en pugna ocupen la primera plana de los diarios, mientras el mundo desarrollado no alcanza todavía a detener su derrumbe neoliberal es algo que debería llamar la atención de todos. Aquí en América latina promovemos la discusión del pasado para poder mejor prepararnos para el futuro. El espejo retrovisor de la historia para guiarnos en la acción emancipadora que tenemos por delante.
Hay quienes reclaman una tecnocracia de la historia, sostenida por el academicismo y los diplomas, como si el análisis de nuestro pasado pudiera ser comparable a las ciencias exactas. Tal vez no es casual que los cultores de una ‘historia oficial’ que ha relatado los hechos según una visión política inocultable, se horroricen hoy de una corriente cuyo solo nombre convoca al debate y a la revisión.
Por ello, esta reedición de Historia... es una noticia que celebramos. Porque Latinoamérica merece tener su historia completa si quiere seguir profundizando su propia vía al desarrollo y a la emancipación definitiva.
* Secretario de Cultura de la Nación.

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