El debate sobre la creación del Instituto de Revisionismo Histórico



¡Indignados!

>Por Luis Alberto Quevedo *
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Se ha formado en la Argentina una nueva plaza de indignados: son académicos provenientes de las universidades y del Conicet que se sublevan contra... ¿los estragos del capital financiero global?, ¿los bombardeos de la OTAN en Trípoli?, ¿las patotas que golpean a los docentes...? ¡Nada de eso! Los indigna la creación del Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego. Y en pocos días, la prensa se pobló de artículos cargados de enojo y voces agitadas que nos alertan sobre los peligros de esta embestida totalitaria del “discurso oficial”.
¿Cuál es la frase del escándalo que está contenida en el famoso Decreto 1880/11? En realidad son básicamente dos: el artículo 1, cuando dice que “la finalidad primordial será el estudio, la ponderación y la enseñanza de la vida y obra de las personalidades de nuestra historia y de la Historia iberoamericana, que obligan a revisar el lugar y el sentido que les fuera adjudicado por la historia oficial, escrita por los vencedores de las guerras civiles del siglo XIX”. Y también en el punto (c) del artículo 3, donde se dice que el instituto deberá colaborar “con las instituciones de enseñanza oficiales y privadas, para enseñar los objetivos básicos que deben orientar la docencia para un mejor aprovechamiento y comprensión de las acciones y las personalidades de las que se ocupará el instituto como, asimismo, el asesoramiento respecto de la fidelidad histórica en todo lo que se relacione con los asuntos de marras”.
Decidí ir a la plaza de los indignados y averiguar un poco más. Llegué a un lugar sin estruendo de bombos y redoblantes, pero con muchas pancartas, algunos cánticos y una alta tensión de pensamientos en el ambiente. Apenas ingresé, vi a un puñado de indignados que se paseaban con una leyenda que me intrigó: “Ahora dicen que cualquiera puede escribir sobre nuestra Historia”. Con la distancia que puede tener un periodista holandés y sin molestar, les pregunté: ¿a qué se refieren exactamente? Con cara de pocos amigos, un profesor me dijo: nos indigna que nos saquen del medio a quienes somos los únicos académicos independientes que hemos dedicado nuestra vida a la investigación. Mientras lo escuchaba, se acercó un grupo menor con su cartel “Basta de divulgación, sí a la investigación”, a los que me animé a preguntarles: los que divulgan, ¿qué deberían hacer? “Deberían anotarse en la UBA, hacer la carrera de Historia... ¡y después hablar! Y en lo posible, ¡estar menos en los medios!”, me respondieron.
En otro rincón de la plaza, casi sin querer mezclarse con los indignados más ásperos y bochincheros, se ubicaba un pequeño grupo con una pancarta bien escrita y mejor pensada que decía: “No renunciaremos a nuestro punto de vista”. Me acerqué sabiendo que el diálogo no sería fácil y les pregunté si conocían el Decreto 1435/92 que firmó Carlos Menem para la creación del Instituto Belgraniano Central de la República Argentina. Me dijeron que no, pero que seguramente era menos totalitario que el de este gobierno. Decidí leerles el artículo 15, que dice literalmente: “Los actos de cualquier naturaleza a ejecutar por el Estado o con participación del mismo relacionados con el General Don Manuel Belgrano requerirán asesoramiento previo al Instituto Nacional Belgraniano. Asimismo cuando se trate de actos a realizarse por particulares, instituciones privadas, autoridades, dependencias provinciales y municipales que requieran apoyo financiero o de otro tipo por parte del Estado, será indispensable el asesoramiento previo mencionado”. Luego les pregunté: en estos años, ¿ustedes consultaron a este instituto cada vez que hablaron de Belgrano y cambiaron su punto de vista sobre este héroe nacional? “¡Por supuesto que no!”, me dijeron a coro, porque ese instituto seguramente es independiente... ¡y no está en manos del pensamiento único! Bueno, les aclaré, en realidad es igualmente autárquico y depende formalmente de la misma secretaría que el Instituto Manuel Dorrego.
Una mujer de suaves modales, que pareció entender que valía la pena dialogar, me dijo con voz pausada que el problema es que el nuevo instituto tiene en sus manos construir una versión de la historia que incumbe a más de veinte héroes y quieren que lo que ellos producen se enseñe en las escuelas: ¡esto es realmente peligroso! Yo le dije que los entendía, pero que el Instituto Belgraniano también tenía como misión enseñar toda su producción en las escuelas y que el Instituto Nacional Sanmartiniano era mucho peor en este punto. Le recordé que el Decreto 22.131 del año 1944 decía textualmente en su artículo 2 que el Instituto Sanmartiniano “rectificará públicamente por comunicaciones, escritos, conferencias o cualquier otro medio de difusión todo error que se ponga de manifiesto en publicaciones, obras, conferencias, etc., con respecto a la verdad histórica sobre la vida del prócer y hechos en que intervino”. Me miró casi con piedad y me dijo: “Pero lo conduce desde hace muchos años el general brigadier Diego Alejandro Soria, un hombre confiable y sin vocación totalitaria”. Yo sólo le pregunté: ¿es investigador del Conicet el general brigadier? Pero no alcanzó a escucharme, ya que aceptó una nota para una radio que cubría todo el evento cuyo nombre recuerda, justamente, a quien escribió la Historia Argentina y la vida del general San Martín a fines del siglo XIX.
Mientras pensaba en qué poco sabíamos de las misiones de muchos institutos históricos que nos acompañan desde hace mucho tiempo, vi entrar a un grupo un poco más ruidoso. No eran académicos, eran intelectuales y periodistas que tenían en sus manos pancartas hechas con el típico papel prensa que usan los diarios y gritaban: “¡Se va a acabar, se va a acabar, esa manera de pensar!”. Me acerqué porque no tenía el tono conciliador de los académicos y me di cuenta de que los gritos aludían con desprecio tanto al Ejecutivo nacional como a los divulgadores e historiadores revisionistas que acompañaban al proyecto del Instituto Manuel Dorrego. Les pregunté una sola cosa: ¿qué es lo que más los indigna? “¡Todo! Pero lo que no soportamos es que no pongan a gente idónea y consagrada al frente de los institutos históricos.” Les dije que no me parecía que el Instituto Manuel Dorrego fuera una excepción y les pregunté si conocían al Instituto Nacional Browniano, que fue creado también por Carlos Menem en 1996 y que no despertó tantas polémicas. Me dijeron que sí, que sabían que existía un instituto que preservaba la figura del glorioso Almirante Brown, pero que estaba manejado por historiadores serios y no por divulgadores de poca monta. Les recordé que el artículo 10º del Decreto 1486/96 firmado por Menem y Corach decía que entre los distintos miembros del instituto están los miembros honorarios que serán (entre otros) “el presidente de la Nación argentina; el jefe de Estado Mayor General de la Armada; el embajador de la República de Irlanda acreditado en el país; el presidente del Centro Naval; el presidente del Círculo Militar; el presidente del Círculo de Aeronáutica y el intendente municipal del Partido de Almirante Brown de la Provincia de Buenos Aires” (sic). ¿Serán historiadores y académicos probos tanto el embajador de Irlanda como el intendente del Partido de Almirante Brown para merecer esta distinción? ¿Constituirá una discriminación –que debemos denunciar ante el Inadi– haber excluido al presidente del Club Atlético Almirante Brown?
A los gritos, fui acusado de oficialista, totalitario y pagado por el Gobierno para hacer esta provocación, y por eso me dejaron solo otra vez en medio de la plaza. Confieso que fue el único momento en que sentí algo de temor y por eso terminé refugiándome en un grupo de Indignados 2.0 que sostenían una pancarta que rezaba: “¡Control a Wikipedia ya!”. Me gustó el aspecto de estos jóvenes y les pregunté: pero, ¿ustedes quieren controlar la web? Y me dijeron: no toda la web, ¡sólo la que habla de historia, y que usan nuestros docentes y alumnos! ¡Vamos a exigir que todo lo que allí se escriba sea también controlado por el Conicet y los académicos de las universidades! ¡La web es un caos intolerable y en Wikipedia escribe cualquiera! Pero ésa es la lógica de Internet, dije en voz baja, y es también un rasgo de nuestra cultura: la pluralidad de voces, opiniones, saberes, conocimientos... No terminé de decir la palabra “pluralidad” cuando estos jóvenes ilustrados me habían dejado otra vez solo, aunque antes de irse me sacaron fotos con sus celulares y me juraron un escrache en las pantallas del periodismo independiente. Me quedé sin crédito en el celu, sin amigos en Facebook y sin seguidores para twittear... ¡game over!

* Sociólogo, profesor de la UBA y de Flacso.
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La necesidad del revisionismo

>Por Hugo Chumbita *

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Los hechos históricos son inconmovibles, a veces transparentes, a veces oscuros o enigmáticos. Pero la historia es una disciplina –ciencia y arte– cuya razón de ser es revisar y actualizar la visión del pasado. La generación que tomó el poder con el proceso de la “organización nacional” buscó instituir y congelar una versión, la de los vencedores de Pavón, que servía al proyecto de la “europeización” de Argentina como satélite de las potencias capitalistas dominantes.
Dentro de aquella interpretación, la Revolución de Mayo era la obra de una minoría ilustrada que, tras derrotar al absolutismo español, enfrentó a las fuerzas autóctonas de la barbarie o la anarquía, las cuales demoraron durante medio siglo la implantación del orden constitucional y las condiciones del progreso económico. Este esquema rescataba principalmente a Rivadavia, el precursor de la deuda externa, como ideólogo de la república liberal, descalificando a Artigas, Dorrego, Rosas y los demás caudillos federales como representantes del atavismo de la plebe y las masas rurales, que se oponían a la apertura del país al mundo civilizado.
Sarmiento describió el dilema sudamericano como un “conflicto de razas”, atribuyendo la frustración del sistema republicano a la mezcla de sangre hispánica e indígena, una herencia cultural que debía ser extirpada mediante la educación pública. Mitre concibió a la clase dirigente del país como una prolongación de la elite caucásica europea, destinada a gobernar y “civilizar” esta parte del mundo. El relato histórico implantado por el Estado oligárquico siguió ese canon racista y colonialista, constituyendo una superestructura cultural alienante en la que se instruyeron las generaciones siguientes.
Las bases económicas, políticas y sociales de la dependencia fueron cuestionadas por los movimientos populares y democráticos del siglo XX, pero sus fundamentos ideológicos no fueron desplazados. Esa ideología neocolonial promueve la mentalidad que necesita hoy el capitalismo global para utilizarnos como cantera de recursos naturales y también de recursos humanos, mostrándonos como desideratum el espejismo del “primer mundo”, ese que ahora vemos sumido en el espanto y la decepción de sus pueblos. El relato histórico liberal-oligárquico fue desafiado en la Argentina por sucesivos movimientos intelectuales revisionistas, pero sus monumentos, sus himnos y sus bronces persisten en los manuales de enseñanza y en la nomenclatura oficial. En general, las tendencias historiográficas universitarias no se han sacudido aún ese lastre, y han encontrado módicas coartadas para eludir su responsabilidad.
La iniciativa del Instituto de Revisionismo Histórico Manuel Dorrego es una apuesta al debate para reconstruir una visión actual del trayecto de la república, a partir de un pensamiento situado –el “pensar desde aquí” de Arturo Jauretche–, con un enfoque nacional, popular, federal y americanista de los dilemas que atraviesan nuestra historia y que aún están pendientes de resolución. No para imponer una contrahistoria ni otra versión oficial del pasado, sino para que el conocimiento histórico cumpla la misión de abrir los ojos de la nueva generación a los retos del futuro.
* Historiador, docente e investigador de las universidades de Buenos Aires y de La Matanza.
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Ironías de la historia

>Por Horacio González *

Las ironías de Carlos Pagni, una de las revelaciones del diario La Nación –si descartamos el humor superado de Carlos Reymundo Roberts, señorito jovial que reproduce jornadas de jocosidad antiplebeya tal como lo dice su nombre y podían darse en un delicioso foyer de algún club exclusivo de caballeros a finales del siglo XIX–, no tienen indudablemente un tono amistoso. Es que la ironía, que a veces es un instrumento pudoroso de la amistad, suele ser también una malicia complaciente de las conciencias que no quieren verse todo el tiempo ejerciendo un acto de vituperio. Es así que lo hacen también con autocontención, provocando la sucinta risa del agraviado, que finalmente comprende, aflojando tal vez su empaque. ¿Qué se comprende? Que el agravio puede ser gratuito, y que puede picar menos o más según la importancia que se le dé a la vibración humillante que quede resonando en el aire. Sea como sea, como decisión de ataque, la ironía es el instrumento de una cautela. O la pedagogía del desprecio ejercido con discreción.
En este terreno, observando nada más que cuestiones de estilo, Clarín sigue con su complejo aparato aforístico –me refiero a sus editoriales principales–, con remates coloquiales alrededor de expresiones barriales y una sentenciosidad que aunque preanuncia catástrofes, lo hace con un dejo sobrador, por momentos una picaresca de sobreentendidos suburbanos, a veces un cancherismo que sabe el juego de todos los implícitos: es el humor de las redacciones viejas, tamizadas por un profesionalismo desencantado y diálogo con núcleos densos de interés que por ser tácitos, deben crear una lengua que apenas los rodee, los diga con habilidades sibilinas, tocando incluso cuerdas atrevidas, no es raro que progresistas, pero de desciframiento un tanto aceitoso, no siempre fácilmente asequibles. Pero La Nación ha encontrado nuevas plumas, de naturaleza irónica, que conviven con los retazos de las viejas posiciones. En lo perseverante del diario está el sostén de los dictámenes áulicos de Morales Solá o Grondona, con mayores o menores simetrías históricas y dosis más o menos dosificadas de acrimonia, casi siempre con oscuras, graves advertencias; en los rebordes, los retablos espirituales de los que se sienten injuriados por los signos y atmósferas de época, y en el caso que nos ocupa, por Institutos que aluden a viejos próceres y reverdecimientos de historiografías rosistas que, no por ser conocidas, dejan de esparcir sagrados espantos.
Pero Pagni no. Espanto ninguno. Bien por ahí. Todo le estimula su filoso instrumento irónico, con el cual trata un manojo de suspicacias que usualmente no pasarían de pobres prejuicios de un sector que cree que los lenguajes sociales están establecidos con el rigor definitivo de los estamentos culturales del mundo clásico. No en Pagni. En él se convierten en el ajuar despreciativo de un hombre de mundo, son pequeñas obritas del periodismo contemporáneo sus sobreentendidos mordaces; sus elegantes condenas a un mundo intelectual que sin embargo no se priva de mostrar que conoce; y sus palabras seleccionadas para la risa de los cofrades. Sabe ofender. Pero uno también sabe reír y sabe sentirse ofendido, con dignidad de lector. Es decir, puede leerse algo que nos concierne como si fuera dirigido a otro o como si solo fuera un conjunto de enconos de un hábil prestidigitador, lo que vendría a equivaler a la ética supersticiosa del lector, recomendada por cierto escritor universal argentino. Pagni sabe a quién me refiero, o si no dirá que “los humanistas escriben difícil”. Pero en verdad no escribimos sobre Pagni, sino sobre un personaje de ficción cuya figura parece poseer una cabeza calva con sonrisa de lansquenette –Pagni sabe lo que es– protegiendo con sonrisa de medio tono sus humoradas presuntamente destructivas.
La cuestión de esta nota atañe a la creación del Instituto Dorrego, que Pagni considera una “ventanilla” donde un grupo le ganó la competencia a otro; donde el prócer fusilado sería una metáfora banal de fusilamientos, que cualquier político usaría para referirse a un maltrato eventual por parte de la prensa. No es así, pero por lo menos debe haber sido divertido escribirlo, un hallazgo para la noble tribuna. La palabra ventanilla puede significar en Proust un viaje por el campo, en Pagni, una imputación. La palabra fusilamiento recorre en cambio toda la historia moderna y siempre es acertado meditar un poco antes de hacerla parte de una chanza. Pero esas chocarrerías elegantes que intentan recrear las redacciones periodísticas de la época en que Rubén Darío y Lugones escribían en los diarios, son ahora utilaje menor. Alcanza para justificarlo en el club dirigido por Roberts, pero no para proporcionarle la indulgencia que se les dedica a los ingenios chispeantes que además dicen verdades. Disociemos aquí las cosas.
No es verdad que haya habido ninguna puja, se sabe. Lo que además se comienza a saber es lo que también ya se sabía. Circularidades, Pagni, circularidades. Que el país tiene en debate, entre tantas otras cosas, la formas y los fundamentos de la elaboración de sus grandes textos de historia contemporáneos, esto es, su pasado en cuestión, pues no hay ninguna sociedad que conserve en absoluta quietud sus criptas ilustres ni que quiera reemplazarlas por otras simétricamente invertidas. Lo que se quiere es presentar el principio de reformulación permanente de las raíces intelectuales de todo proceso histórico, donde cada tiempo presente tiene derechos nuevos a la interrogación responsable y meditada, no por eso sin combate. El combate por la historia, como dijo Lucien Febvre.
Es más, la garantía efectiva de la democracia consiste mucho más en considerar la historia como un conjunto de saberes colectivos en revisión antes que efectuar una clausura que incluso teniendo rasgos de gran originalidad, como la que intenta Ernest Renan en Francia en los mismos tiempos en que Saldías escribe aquí su historia de Rosas, deja la educación no en manos del Estado ya realizado, no de una clase profesional –siquiera de historiadores oficiales–, sino de grandes sacerdotes laicos, pregramscianos, que a fuer de pacificadores colectivos dejan un relato escolar brillante pero disecado.
Revisar es preciso. Vivimos y no podemos dejar de vivir una época en la cual la sociedad tiene que generar vigorosas corrientes de opinión autónomas que lancen atrevidas fórmulas de reescritura, nuevos métodos de investigación y nuevos ingenios sobre las grandes hipótesis sobre la relación tiempo-texto (¿es otra cosa la historia?). La hora latinoamericana, que Deodoro Roca formulaba como consigna de otra generación argentina, vuelve a reclamar ahora nuevas pasiones y posturas. En cuanto al Estado... funda Institutos, sí. Redacta decretos sobre ellos, sí. Pero esto supone mucho más una oferta de discusión que el proyecto de fabricar un escudo de Aquiles, ya elaborado y pintado incluso en su diversidad concluida, listo para la marcha. No. Un Estado garantiza libertades no sólo cuando las define y las sostiene desde afuera, sino cuando discute consigo mismo. Un ejemplo parecido, Pagni, es la buena academia discutiendo consigo misma. El historiador liberal norteamericano Nicolas Shumway, con una visión que introduce cierto elemento de liviandad en el tratamiento de la historia (unas “ficciones orientadoras”, una “invención de la nación”, terminologías de algún modo hoy triunfantes) en su libro La invención de la Argentina, da sin embargo una interpretación cercana al artiguismo y mucho menos a lo que hoy seguiríamos llamando imprecisamente mitrismo.
Otro ejemplo más interesante: si cotejamos la Historia de la Nación Latinoamericana, de Jorge Abelardo Ramos, con Historia contemporánea de América Latina, de Tulio Halperin Donghi, podrán surgir toda clase de distinciones y diferencias. A éstas las conocemos de memoria. Pero surge, además, que en ambos casos la historia es producto de una decisión de escritura compleja, la escritura-irónica de combate en Ramos (usted la entiende, Pagni) y la escritura-tiempo de Halperin, no menos irónica, tratando sobre indecidibles así como Ramos trata de la historia como absoluta decisión política entre la frustración y la salvación. Estilos contrapuestos, pero mostrando que la historia que interesa es la que pone en revisión, primero, sus propios instrumentos en una sociedad que examina sin miedo sus escrituras y lenguajes públicos. La historia es irónica, Pagni. Cuando a algunos –sabemos que no a usted– les parece que un Leviatán se queda con todo, todo un país demuestra que se trataba de avanzar un paso más en la discusión colectiva.
* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.
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