El viento nos llevará

Por Guillermo Saccomanno
publicado el 21 de octubre de 2001

Territorios Caravanas de colonos que murieron o huyeron por la inclemencia del tiempo. Pulperías que languidecieron con la llegada del asfalto. Prostíbulos que abastecían de amas de casa. Tumbas con nombres lijados que esconden andanzas de cuatreros y fugitivos. En su flamante libro El lejano oeste de la Patagonia, Alejandro Aguado recoge parte de las historias en peligro de extinción que desde hace años rastrea por la Patagonia.


Alejandro Aguado tiene casi treinta años y toda una experiencia en relevar los costados secretos de ese territorio que llama “la Patagonia Profunda”. En una pick-up o caminando, sin otro equipaje que una cámara y un block, apunta desde hace mucho aquellos detalles que encierran claves del pasado. En más de una ocasión, su curiosidad al atravesar un alambrado o pasar del otro lado de un cerro fue saludada por un disparo. Sin dejarse intimidar por la meteorología dura ni por amenaza alguna, Alejandro investiga con más pasión que medios. No obstante, con el auspicio de la Secretaría de Cultura de Chubut ahora logró publicar su último gran trabajo: El lejano oeste de la Patagonia. Estas son sus historias. Y la suya.

Un letón contra la nada

El hombre se llama Koslowsky. Nació en Steinmholm, Letonia, en 1866. Pertenece a una familia noble y tiene una educación enciclopédica, pero su vocación, siente, está en las ciencias físicas y naturales, la geología, la botánica, la medicina. Además domina siete idiomas: ruso, inglés, alemán, italiano, portugués, español y latín. Ahora, a fines del siglo XIX, ya conoce la Patagonia, donde realizó exploraciones con Moreno y Ameghino. Desde que conoció este territorio no puede escapar de su influjo. Y se propone fundar una colonia con rusos, polacos y lituanos en la precordillera. Entonces se propone traer a su familia al Valle Huemules.
Su mujer y los chicos llegan a Puerto Madryn en un barco de la Armada. Después, el tren a Trelew. Más tarde, hombres, mujeres, chicos, viajando en carro y a caballo, se internan en la soledad de las mesetas con un equipaje de carpas, catres, colchones, enseres domésticos, herramientas y animales para fundar la colonia. Siguen la ruta india a lo largo de los ríos Chico, Senguer, Mayo y Guenguel. El ganado les impone viajar por trechos cortos, acampando seguido. De paso, cazan, juntan leña para calentarse. El viaje hasta Valle Huemules les demanda tres meses.
Y cuando llegan a destino el invierno los acorrala. La nieve y el hielo cubren el valle. Apenas si alcanzan a improvisar un campamento que es inferior a una toldería. Durante meses la temperatura es inferior a cero. Las penurias se suceden. Los animales que no son devorados por los pumas deben sacrificarse como alimento. La vivienda menos precaria es una carpa de lona, con algunas sillas de mimbre. Las fuerzas de los pioneros flaquean cuando los indios aparecen en el campamento. Contra lo que temían, los tehuelches vienen amistosos. El cacique Quilchamal, que tiene su toldería cerca, los ayudará hasta la primavera.
Con madera de los bosques de la zona los colonos levantan sus primeros ranchos. Como carecen de experiencia para cultivar esta tierra, tienen que ingeniárselas cazando. El invierno siguiente no es menos inclemente. A todos los trastornos del frío y la escasez de víveres ahora deben sumar una plaga de insectos que invade las construcciones. La moral se quiebra. Ya empiezan a morirse algunos. Las familias se van dispersando. Cada vez que uno parte, incendia su rancho para liquidar los insectos. El intento colonizador es un fracaso. Y la nada patagónica parece haber ganado una vez más.

Tumbas sin nombres

A Alejandro Aguado lo conocí un invierno a mediados de los ‘90 en Comodoro Rivadavia. Por entonces tenía poco más de veinte, dibujaba historietas en un diario de la ciudad, empezaba a practicar fotografía y, apelando al dibujo, terminaba de armar un libro que, más tarde, se convertiría en documento inapreciable acerca de la historia del trazado ferroviario de la zona: Aventuras sobre rieles patagónicos. Alguien me había comentado que Alejandro sabía andar donde nadie andaba. Y que si en un paisaje desierto, a lo lejos, se veía una silueta, ése era él buscando algo, siempre buscando. Un domingo por la mañana Alejandro me pasó a buscar por un albergue que había sido de petroleros. “Querés conocer la Patagonia Profunda”, me dijo. Y no era una pregunta. Alejandro le había sacado la F-100 a su padre y traía un paquete de empanadas. “Vos comprá algo fuerte”, me dijo. En un almacén compré vodka.
La Patagonia Profunda de Alejandro no era, bajo ningún punto de vista, ese territorio glamoroso que se promociona desde el turismo convencional. Alejandro manejaba la pick-up tambaleándose viento en contra por difíciles caminos de ripio. Si en algún sitio queríamos bajar, como en las ruinas de Estación Escalante, el viento impedía abrir las puertas del vehículo. “Esto no es nada”, me dijo. “A veces hay vientos de más de cien.” Pero el viento no detenía a Alejandro que, cámara en mano, inspeccionaba cada una de esas estaciones desvencijadas en parajes remotos donde el ferrocarril pertenece a la prehistoria. Alejandro no se cansaba de hurgar en un depósito abandonado o entre unos escombros cubiertos de maleza. Una herramienta, un frasco o un cartel oxidado representaban un verdadero hallazgo. Así, me acuerdo, esa mañana que hicimos un raid por Diadema, Holdich, Sarmiento. Fuimos a Pampa del Castillo y nos adentramos en un bosque petrificado. En cada alto, Alejandro contaba una historia. En Cañadón Lagarto, que fuera punta de riel en 1911 y duró como poblado hasta 1935, el viento lijaba las inscripciones de unas cincuenta lápidas. Todo lo que quedaba de ese pueblo era el cementerio. “Casi todos los que están acá murieron a cuchillazos, a balazos o congelados en la nieve”, me contó Alejandro.
Aunque para algunos, en particular para aquellos espíritus de losa radiante, la Patagonia representa todavía la nada, sin embargo esa nada está habitada por un sinfín de historias, un arsenal poderoso de anécdotas y mitos, capaz de inspirar toda una literatura que, no obstante, espera ser escrita. Aunque, como puede constatarse, el corpus bibliográfico sobre la Patagonia y su imaginario es, hoy en día, casi inagotable, en el territorio no abundan los narradores que lo representen, con excepción de los testimonios orales y los cuadernos de exploradores y colonos. Una primera aproximación indicaría que las historias son tantas y están aún tan al alcance de la mano que intimidan. Una crónica de viajes cualquiera, con esa prosa elemental, de balance cotidiano, ya indica una ficción en sí. Indios, cowboys, inmigrantes, exploradores, estancieros, criminales, prostitutas. El elenco de personajes de la historia patagónica ya proporciona una idea somera del iceberg narrativo que espera ser contado.
Pero la preocupación de Alejandro se cifraba en una instancia anterior. Antes que la prolijidad de una historia, a Alejandro le importaba impedir su extravío. Para Alejandro la belleza residía en el objeto registrado, su conservación. Esa mañana en ese cementerio, todo lo que quedaba de Cañadón Lagarto, su búsqueda revelaba una inquietud: “Todo esto se borra, como los nombres en esas tumbas”, me dijo. “En parte es por el viento. Y en parte por la indiferencia.”

Entre naturalistas y pistoleros

La región comprendida por Lago Blanco, Valle Huemules y el Chalía fue, según Alejandro, una tierra de promisión. Desposeídos, fugitivos y aventureros venían acá sin importarles la proximidad de los tehuelches, ya en su ocaso. Rastrear la historia de esta zona implicó para Alejandro leer un centenar de libros, quinientos ejemplares de la revista Argentina Austral, consultar expedientes, hacer más de treinta entrevistas y recorrer la zona palmo a palmo. El resultado es un libro sorprendente, El Viejo Oeste de la Patagonia que, a pesar de cierta rusticidad en la edición, contagia el entusiasmo del cronista obsesivo y la fortaleza de lo hecho a pulmón.
“Con este libro se enojaron varios de los que nombro”, cuenta Alejandro. “Te puedo asegurar que ahorré muchas de las historias ciertas de peleas yasesinatos entre vecinos, cuatreros y gendarmes. Muchos se arrepintieron de lo que me habían contado. Los viejos eran de terror”, dice. “Se la pasaban robándose las tierras, ganado, o asesinándose. Algo cuento, no todo porque no me entraba en este libro. Les di prioridad a las historias que tuvieron mayor repercusión. Y fue inevitable que se enojaran.”
“Unos estancieros de Valle Huemules –sigue Alejandro–, me acusaron de haberlos dejado como nazis. Ellos aparecen en En Patagonia de Bruce Chatwin. Uno es el alemán malhumorado que lo ignoró. Y también figura en La Patagonia de Chatwin, el libro de Adrián Giménez Hutton, desmistificador de la experiencia del viajero inglés. De paso te comento que el charlatán de Chatwin inventó toda la historia de Valle Huemules. Nada de lo que cuenta es verdad. A medida que pasa el tiempo sus distorsiones, mentiras y achacos son más evidentes.”
Al escarbar en los orígenes de la historia patagónica hay que tener en cuenta también ese pasado muchas veces espurio, que quienes ascendieron en la escala social pretendieron ocultar. “Durante años las mujeres fueron un bien escaso en la Patagonia”, cuenta Alejandro. Esta particularidad, a la que se denominó “el mal de la Patagonia”, aumentaba al alejarse de la costa. En esta zona proliferaron entonces los prostíbulos. En el pueblo chileno de Balmaceda se los toleraba como un pecado necesario. La clientela, en su mayoría, la conformaban peones. Muchas veces esos hombres rudos y solitarios alquilaban una pupila para llevársela a un puesto alejado de las estancias argentinas. Con los años, muchas de ellas abandonaron ese trabajo y formaron una familia.
Rastrear estas vidas es prácticamente imposible. Como lo es también hilvanar los anecdotarios de los boliches ruteros que van desapareciendo. Alejandro pudo reconstruir sin embargo la existencia del Guenguel, el Mata Magallanes y el Quemado, esos negocios que eran mezcla de pulpería, almacén y estación de servicio a un costado del camino desértico. “La sentencia de muerte les vino con el asfalto”, cuenta Alejandro. “Cuando el asfalto se extendió en los ‘70 al tramo que va de Sarmiento a río Mayo fue su fin.”
Lo que vuelve a sorprender entonces al internarse en la historia patagónica es la diversidad de personajes y de metas. Figuras como Koslowsky, quien nunca renunció a su vocación fundadora y la complementó con una producción considerable de estudios sobre aves, reptiles, batracios y ofidios reunida bajo el título de Naturalista Viajero del Museo de La Plata, convivieron en ese mismo paisaje con pistoleros del calibre de Butch Cassidy, Sundance Kid y Ethel Place, establecidos como prósperos terratenientes en Cholila hasta que un asalto detonó el alerta policial.
Hay una historia que puede ejemplificar el ambiente en esas primeras décadas del siglo pasado. La historia la vivió otro Cunningham, un irlandés gordo, bromista y amante del vino. En la cocina de una estancia se juntan varios hombres. Hay chistes que el alcohol va volviendo espesos. Ya de madrugada, un hombre le pone el revólver en la espalda al provocador. Otro se levanta y le apoya el cuchillo en el cuello. Como todos toman partido por unos o por otros, de golpe se encuentran todos amenazándose con sus facones o encañonándose con sus revólveres. Finalmente el ánimo se sosiega.
Esta diversidad entre la fascinación paisajística, la persecución científica y, a la vez, la convivencia con el peligro quizá explica mejor una de las fotos del libro de Alejandro, probablemente tomada en los años ‘30. Un pibe con breeches y botas, junto a un auto, dispara su revólver en una práctica de tiro. “El chico es uno de los Cunningham”, precisa Alejandro. “Cuando sus chicos cumplían ocho años Don Cunningham los instruía en el manejo de las armas. Tuvieron primero rifles y después revólveres. A veces, cuando la madre estaba de viaje, antes de dormirselos chicos apagaban las velas a los tiros. Uno, con una puntería infalible, se entretenía matando moscas a balazos.”
Es que hasta fines de los ‘50 la violencia estaba ahí, acechando. En un arreo los cuatreros podían robarse cuarenta ovejas. En otro más ambicioso podían promediar las quinientas. Ante la falta de intervención policial no era sorpresa que se hiciera justicia por la propia mano. Esta justicia era anónima, furtiva y evitaba los trámites burocráticos. Cuando un ladrón de ganado era descubierto solía terminar sepultado en un matorral. No fue el caso del norteamericano Willie Stone, un cuatrero corpulento, alegre, de vozarrón, que había fijado residencia en Chile pero operaba en Argentina. Stone robaba caballos finos en Huemules, los cruzaba a Chile y más tarde volvía a cruzar la frontera bastante más al norte para venderlos en la Colonia Galesa 16 de Octubre, hoy Esquel y Trevelin. Aunque tenía pedido de captura recomendada, Stone nunca fue apresado. Dueño de una puntería fenomenal, jinete notable, el cuatrero terminó sus días formando una familia del otro lado de la frontera con una compatriota.

Lo que el viento dejó

El concienzudo trabajo de Alejandro tiene, como se dijo, un mérito. En cada página hay una historia. Las fotos y dibujos que ilustran el material completan aquello que la imaginación va redondeando. Exhaustivo en su recorrido, el coleccionista de historias visitó estancias y conversó con sus dueños y peones. De esta manera, con su ir y venir por la región, Alejandro supo librar del olvido las peripecias de hombres y mujeres ignotos cuya participación en lo fundacional no es trascendente como la de monstruos sagrados –Darwin o Saint Exupéry– que suelen opacar con sus biografías turísticas las hazañas y los sufrimientos de quienes apostaron a un destino no menos utópico pero sí con menos repercusión. Tal es el caso del excéntrico Mister Ossa Latt, una mezcla de minero y gambusino norteamericano con gaucho, que después de una travesía por Tierra del Fuego se desplazó de un rincón a otro de la región buscando oro. Individuo solitario, ermitaño, Latt les caía simpático a los lugareños. Se codeó tanto con estancieros como con bandidos. Entonado, una vez supo sacar sus revólveres y, divertido, tirarle a los pies a un “bloody chilote” hasta hacerlo bailar. A los ochenta y pico, sin haber dado con el oro, el gringo Latt murió carbonizado junto a su perro en la tapera que tenía de rancho.
En este sentido, detrás de esta clase de cuentos, Alejandro recorrió todas las estancias de la región, más de una docena. Algunas de ellas tienen nombres sugestivos, como La Norteamericana y La Siberia. Si se piensa que la Patagonia equivale para algunos escritores al escenario áspero de la narrativa estadounidense, o para otros, una estepa redencionista a la manera rusa, estos nombres son una pista más que literaria. Ni del todo cowboys ni del todo mujics, aunque con rasgos de unos y de otros, tallados por la intemperie, marcados por lo criollo, quienes se asentaron en la región componen un repertorio de historias que exceden el afán del extranjero que persigue lo pintoresco. Entre robos y matanzas, que causaron la organización de partidas de caza de los lugareños, los habitantes de la región ansiaban el progreso. También ésta era la intención del militar gobernador del peronismo a mediados de los ‘40 cuando celebrando una adopción saludó al matrimonio: “Que tengan muchos argentinitos”.
En alguna de sus investigaciones, como en el recorrido a la estancia Sierras del Carril, a Alejandro lo acompañó Don Rubén Cunningham, un lugareño de setenta y seis años, descendiente de los pioneros del mismo apellido. “La primera impresión del lugar no fue grata”, se acuerda Alejandro. La tierra sometida al peor clima patagónico, sin señales de lluvia. Una fina arenisca blanca lo cubría todo. Arboledas escuálidas, montes de arbustos. Semienterrados, restos de viejos vehículos, partes demolinos de viento, botellas de diversos tamaños y colores. El aspecto de la casa principal no era mejor, construcciones deterioradas, las bases de las paredes apenas. Cinco aljibes y un tanque australiano resecos. Todo era abandono y tristeza. No muy lejos, entre unas matas, Alejandro rescató una punta de flecha tallada en piedra por los tehuelches.

El ocaso de los tehuelches

Las historias de indios no podían faltar en esta búsqueda. En el Chalía, precordillera chubutense, todavía se mantiene una reserva que, según Alejandro, es un aguantadero donde se hacinan en la pobreza los últimos de los tehuelches, esa estirpe nómade.
Quilchamal, el último gran cacique, estuvo cerca de la muerte en la batalla de Apeleg. En esa oportunidad, se dice, fue obligado a ponerse del lado del ejército. Diezmados, perseguidos, los mapuches y los tehuelches buscaron refugio en la cordillera o partieron hacia el sur. De Quilchamal se cuenta que tenía buena relación con los cristianos. Además de haber socorrido a Koslowsky, guió en sus expediciones a militares y científicos.
“Las imágenes que recuperan el pasado no favorecen a los indios”, observa Alejandro. “En su mayor parte se trata de fotos captadas cuando su cultura se extinguía destruida por el blanco”, cuenta. “Estas fotos los presentan sumidos en la pobreza o como atracciones exóticas. Son muchas las fotos en que elegantes señores de traje posan sonrientes junto a algún tehuelche vestido con primitivas pieles de guanaco, como ante una especie rara. Lo que sigue es más conocido: el indio reducido a peón de campo, aislado en la pobreza extrema de las reservaciones o marginado en las periferias miserables de las ciudades patagónicas. Aunque ellos muchas veces no lo sepan, sus rostros delatan sus raíces indígenas. La dominación se ha extendido hasta el borramiento de su identidad. En la actualidad, para sobrevivir los jóvenes tehuelches ocultan o niegan sus orígenes. Así su habla se perdió completamente. Por la tarea de algunos antropólogos, perduran escritos en su lengua, mitos, costumbres y algo de la historia más reciente. Lo paradójico de este rescate –reflexiona Alejandro–, es que lo hacen individuos pertenecientes a la sociedad sometedora.”

En la sangre

Para Alejandro este libro, su último libro, este que finalmente se publicó con un auspicio provincial, es el fin de algo pero también el comienzo de otra aventura. “Ahora estoy terminando otro”, dice. “Puede ser interpretado, si se quiere, como una continuación de El viejo oeste de la Patagonia. También trata sobre exploradores, colonos y tehuelches. Pero el período que abarca es entre 1888 y 1920. Junté información y fotos inéditas, entre ellas unas quince impresionantes de 1895 de toldos tehuelches. En estos días recién vuelvo de un viaje a la cordillera con ríos y arroyos que estuvieron secos y ahora desbordaban por la correntada. Pude ver unos cuantos tehuelches y mapuches.”
Mientras cuenta la historia de su búsqueda, Alejandro confiesa su sorpresa al toparse con un dato que profundizó el significado de su búsqueda. “De pronto advertí que la búsqueda me conducía en una dirección inesperada”, cuenta. “Descubrí que mi tatarabuela era la hija del cacique tehuelche Maniqueque, lo que es un orgullo. Esta mujer se había casado con Juan Morgan, un galés que murió asesinado en 1935.”
Como siempre en la Patagonia, cada historia no sólo tiene una historia por debajo, explicando sus claves ocultas, sino que éstas, a su vez, se proyectan en otra nueva. El tema y las variaciones. Pero acá, en esta inmensidad de viento y silencio, las variaciones en sí mismas suelen ser también todo un absoluto. Dejemos hablar al viento.