Liberación versus liberación

 Por Daniel Goldman*
publicado el 15 de enero de 2015

Mientras los lingüistas dedicarán sus horas a disputarse conclusiones alrededor del antiguo argumento socrático argüido por los griegos sobre si la palabra simboliza o no al objeto (debate del que Borges se nutre para escribir su soneto “El Golem”), paralelamente, con la simple autoridad que le otorga su propia historia, un sobreviviente de la Shoá desarticula el altercado intelectual alegando la ausencia de vocablo que constituya representatividad en las experiencias inefables. Hace dos años, a través de este diario, tenía derecho y razón (ambas cosas) mi querido Jack Fuchs, víctima del campo de exterminio, de cuestionar el uso del término “liberación” para definir lo acontecido hace 70 años atrás en Auschwitz (http://www.pagina12.com.ar/ diario/contratapa/13-186073-2012-01-24. html).

La imagen que me imprime la liberación de Auschwitz se vincula al ingreso de las tropas del Ejército Rojo al campo. Convencionalmente llamamos a eso liberación. Pero la denuncia que concibe Jack en forma de grito susurrante, exige seguir ahondando en su preocupación, ya que el reduccionismo al que nos somete la trama compuesta por la imagen y el lenguaje, acaba desvirtuando de manera absoluta el insondable drama que contiene el propio horror. Porque en términos existenciales ¿es posible liberarse de esa atrocidad? Y añado que hasta me parece injurioso recurrir al mismo término que los perpetradores usaron en el cartel de ingreso al campo de exterminio: “Arbeit macht frei”, “El trabajo libera”. Liberación versus liberación ¿cuál de las dos tiene el derecho de portar la mayúscula? ¿Cuál de las dos emancipa a la otra? ¿Cuál de las dos no representa lo apócrifo?

Definitivamente la palabra es peligrosa. Porque nos amolda, nos acomoda, nos apacigua. Nos disuade de la acción, nos adapta al statu quo y nos licencia del escándalo y del pensamiento. Y, sin más, permite seguir montando genocidios, si total es posible “liberarse”.

Suena lindo liberar. Pero ¿no será que con la palabra, con el término corto y tajante, nos independizamos de toda atrocidad en la que nos vemos involucrados y de la que somos responsables? Si hay algo que nos conmina y nos interpela, ello no es la palabra. La demanda ética de Theodor Adorno al decir que no puede escribirse poesía después de Auschwitz toca sensiblemente en el centro de la herida a la que el hombre no encuentra cómo cauterizarla. Porque Auschwitz es la ausencia de metáfora. Y la expresión “liberación” es metáfora. Banal, superficial y humillante.

En oposición a la inmediatez de la palabra liberación, la profundidad se encuentra inmersa en el testimonio, como versión enfrentada a una compactación telegráfica. El testimonio articula la experiencia despojando todo tipo de sutilezas, porque la comprensión de la certeza en ese agujero negro no permite ambigüedades. Es necesario, sin ambages, quitar los velos y desnudar la bestialidad. En el saber del temblor y el espanto, se precisa, por ejemplo, detenerse ante la fría y meticulosa declaración técnica de Rudolf Höss, comandante de Auschwitz, testimonio altamente revelador por estar desprovisto de toda emoción: “Se llevaba a la gente a las cámaras de exterminio. En el último momento cuando las cámaras estaban llenas, los internos que trabajaban para nosotros se escabullían, se cerraban las puertas herméticamente y se lanzaba el gas Zyklon-B a través de unas pequeñas aberturas. A veces se producían escenas de pánico, pero en general, todo marchaba sobre ruedas... Entraban de a 200, todos apretados... el tiempo que podía llevar dependía del clima, del viento, de la temperatura... la efectividad del gas no era siempre la misma... Normalmente se tardaba de 3 a 15 minutos en aniquilar a toda la gente, es decir, en que no quedasen signos de vida... Desde principios de 1942 se recibieron órdenes de instancias superiores de extraer los dientes de oro una vez que se sacaban los cuerpos de las cámaras de gas, para enviarlos al departamento de Finanzas... Después, para quemar los cuerpos alternábamos capas de madera con capas de cadáveres. En 24 horas se podía incinerar a 2000 personas en los cinco hornos”. Esta escena se desarrollaba de manera rutinaria, noche y día, en uno de los terrenos centrales de Auschwitz. Si estas frases estremecen y encadenan al simple lector ¿es posible que Jack Fuchs, Sara Rus o David Galante puedan liberarse de esta experiencia? Por eso, para Auschwitz la palabra liberación resulta un término que reviste de una épica del orden de lo petulante, motivado por una carga ideológica que recubre una verdad escondida bajo el manto de un engañoso triunfalismo. No por nada Erich Fromm, testigo agudo de la época, sostuvo que el uso de la palabra libertad se ha transformado en un astuto mecanismo de evasión y de conformidad maquinal que disminuye la capacidad crítica del hombre moderno. Empleamos el término pero no nos hemos liberado. Entonces, es la palabra espejo de nuestra propia derrota en el plano individual, político-social, moral y metafísico. Sin ir muy lejos, hace un mes conocí a un sobreviviente holandés, el rabino Abraham Soetendorp, quien con tres meses de edad sobrevivió escondido en una valija que tenía agujeros para que pudiese respirar. Con más de 73 años sufre de asma. ¿Cómo se lo libera a Soetendorp? Con todo mi respeto, no es con un ejército, ni con plegarias, ni con el psicoanálisis. En el jardín de la barbarie puede contenerse el dolor pero no se libera el sufrimiento, porque ello pertenece a una dimensión existencialmente insondable.

Entonces, ante tan pavoroso panorama ¿qué nos queda? “Es un deber vivir después de Auschwitz”, sostiene Imre Kertesz, el Nobel literato nacido en Budapest y deportado a los 15 años al campo de exterminio. En su decir sabe que no se contradice con Adorno. Respetuosamente se complementa en la tensión de un contrapunto. Y también es consciente de que lo suyo no es escritura de palabras, sino creación de personajes que artesanalmente en su novelística representan la voz testimonial del superviviente. Nuevamente retornamos al valor del testimonio, pero desde otro lugar. Del de la víctima. Para el escritor húngaro, el sobreviviente es un personaje cómico, donde el humor se traduce en carencia de destino. Pero el destino se halla cuando se encuentra un testigo para escucharlo. Entonces el delicado arte de contar la historia produce un encantamiento espiritual que implica bajar a la profundidad del mal para sacar la luz de la conciencia y la memoria del otro. De todos modos eso no es liberación. Aún así tanto Kertesz como Jorge Semprún, que pasó por Buchenwald, sostienen que todo no se puede contar. Por más que otros pretendan liberar, hay algo que está tan adherido que no está permitido dejarlo salir. Tal vez será algún dolor del ya no ser, diría Descartes en un tono de tango. Lo que sí puede decirse, lo agrega Jack Fuchs sin necesidad de devaneos filosóficos sobre la libertad y sin cortapisas: “En enero de 1945, los rusos ocuparon gran parte de Polonia y marcharon hacia Alemania. En el camino se ‘encontraron’ con Auschwitz. Sí, es así. Se toparon con Auschwitz. Encontraron allí 7000 enfermos, discapacitados, que no pudieron ser evacuados por los nazis que, al ver que el ejército ruso se acercaba, intentaron sacar a todos los prisioneros que todavía podían caminar. La mayoría, enferma, desnutrida, no pudo seguir esa marcha, llamada la Marcha de la Muerte. Miles y miles murieron en el camino, no podían caminar y morían o directamente eran fusilados. El 27 de enero se conmemora el momento en el cual los rusos se encontraron con ese panorama”. Para no faltar a la verdad, tan necesaria en esta fecha, deberíamos ser precisos en las palabras sin simplificarlas con una tergiversada “liberación”, afirmando (solo afirmando) que hace 70 años hubo algunas personas que salieron de Auschwitz, siendo que Auschwitz no salió de ellos.

* Rabino.

Fuente