Comandante Luis Piedrabuena. El procer de los rescates australes

Luis Piedrabuena
Por Francisco N. Juárez
Publicado el 7 de julio de 2002

Luis Piedrabuena fue el patagónico lobo de mar -nacido en el fuerte de Carmen de Patagones el 24 de agosto de 1833- que defendió los territorios australes al punto de lograr que esa vastedad hoy pertenezca a nuestro patrimonio geográfico. Resultó un prócer civil -reconocido finalmente como militar con despachos y jinetas cedidas por presidentes ilustres ( Mitre y Roca)-, conocido apenas, poco divulgado aún, sin que su heroica vida y entrega personal hayan ganado espacio en las aulas como paradigma incontestable.

La precariedad de medios no lo amilanó para emprender inimaginables rescates y salvar vidas que le redituaron, por ejemplo, el reconocimiento del emperador Guillermo I de Alemania por haber salvado a la tripulación del bergantín germano Dr. Hansen. El regalo imperial consistió en un catalejo que pasó a formar parte de los tesoros del Museo de Carmen de Patagones como otro regalo que integró el inventario de sus reliquias y que provino de manos de la reina Victoria de Inglaterra por haber salvado a la tripulación de la nave británica Ana Richmond (las proezas de rescates fueron incontables).

Dibujo de Carmen de Patagones (por Alcide d'Orbigny, en su visita de 1829)
La sola presencia -imposible claro, pero no en una ficción propuesta para la comparación ética- o una súbita aparición de la sólida figura del comandante Piedrabuena hoy avergonzaría a muchos encumbrados, a no pocos funcionarios y a miles de reclamantes. Es que resucitado y vigoroso por un momento, de enfrentar fugazmente el temerario marino a ciertos vanidosos de la actualidad, o figuras del poder, lograría que se vieran a sí mismos tal cual son, como frágil terracota. Piedrabuena penetraría con su mirada impiadosa para que los triviales amigos de la frivolidad se estremecieran y los dilapidadores de la República comenzaran, por fin, a entumecer su condena eterna.

Nómada sobre las aguas

Se trataba de un nómada náutico único, a la vez heroico y despojado de toda ambición de gloria. De corpulencia conmovedora y de cabeza con encanto para escultores y a propósito para ensayar parecidas adjetivaciones como las que Sarmiento gustaba emitir cuando elogiaba esas "cabezas destinadas a mandar". Curiosamente, aquel presidente que conformó el equipamiento requerido por Piedrabuena en Buenos Aires para navegar hacia el sur en un momento crucial para la soberanía nacional, no logró que en esa ocasión se alistara un pequeño cuerpo militar de elite para la defensa de los canales fueguinos. Hubieran sido suficientes para retener lo perdido: ambas márgenes del estrecho de Magallanes, hoy chilenas.

Fue un hombre cuyos biógrafos no pudieron eludir el panegírico, desde el más tradicional (el padre Raúl A. Entraigas) al más minucioso (Arnoldo Canclini). Alguien que vivió sólo medio siglo, pero que dedicó 31 años al socorro de náufragos en los mares del Sur sin medir su entrega y sin mesura comprometer además de la vida, la tibieza del hogar, la familia y su propio y oscilante patrimonio hasta morir en la pobreza. Sin quejarse.

No había cumplido los 18 años cuando apareció en los mares del Sur. Pero era un chico la primera vez que tripuló siguiendo la tradición portuaria del pequeño poblado de Patagones. Allí nació Piedrabuena, 23 días después de que entrara en el puerto del río Negro la Beagle comandada por el capitán británico Fitz Roy y el andariego incesante y naturalista Charles Darwin. En el acta de bautismo se llamó Miguel Luis y figuran aludidos su padre Miguel Piedra Buena, santafecino, y Vicenta Rodríguez, la madre.

Creció en el punto más feraz y más meridional de la Argentina de entonces. Llevado a Buenos Aires con el capitán Lemon, terminó transportando sandías por el Río de la Plata y maderas por el Paraná, aunque su verdadera vida marinera arrancó cuando Williams H. Smyley lo contó en su tripulación. Así viajó por todo el cuadrante con la nave Nancy. Durante ese período, la embarcación se metió en todos los mares y fue la oportunidad menos gravosa y más disciplinada. Fue el período en que Piedrabuena tuvo la importante protección de Smyley. La relación comenzó con viajes que más tarde se repitieron. En un embarque del 23 de julio de 1847 en Patagones y luego que los padres del grumete agasajaron a Smyley, éste decidió tomar a cargo los estudios del joven Luis en agradecimiento por los servicios obtenidos. Estudió en los Estados Unidos (1854/55). Navegó el Caribe con Smyley y volvió a los mares del sur en el Nancy.

El milagro del Luisito

Las andanzas posteriores de Piedrabuena en las difíciles aguas australes se multiplicaron y comenzaron las navegaciones que tenían el sentido de asentamiento patriótico. Así surgieron los refugios de la isla De los Estados y de la isla Pavón. En la primera, al atracar tras el primer viaje rescató 24 náufragos y más tarde, también allí, la caza de lobos marinos encendió el interés de instalar una fábrica de aceite. Terminó comprando la nave Nancy, de Smyley. La rebautizó Espora (1863) y la reforzó con algunos cañones para defender el establecimiento, ya que varias potencias merodeaban la zona con ambición colonizadora.

Pero en esa Isla de los Estados un temporal destrozó el Espora a bordo del cual Piedrabuena confirmó sus dotes de lobo de mar. Luchó contra la tormenta por lo menos hasta que el casco se destrozó en los riscos. Con una balsa, el comandante puso a su gente a salvo y se entregó a la desesperada recuperación de materiales de la nave averiada. Luego, sin que cesara el temporal comenzó -con los desechos- a improvisar la construcción de un cúter. Tardó menos de dos meses en armarlo con una estructura de 11 metros de eslora. Lo bautizó Luisito, nombre de un hijo muerto. Muchas décadas después, el diseñador naval Manuel Maximiliano Campos, basado en el diario de la construcción que Piedrabuena en esa adversidad tuvo la templanza de escribir, logró diseñar el dibujo del barco que los sacaría de la isla. Campos descubrió que Piedrabuena no sólo era un héroe de los rescates náuticos, sino un verdadero ingeniero naval (construyó el Luisito en sólo dos meses, en una de las regiones más frías y tormentosas del planeta y sin herramientas adecuadas). El barquito lo llevó nuevamente a la isla Pavón.

Piedrabuena marchaba a donde lo necesitaban, pero dejaba siempre banderas argentinas como testimonio de la posesión. Su protector Smyley tuvo problemas con el gobernador inglés de Malvinas, y Piedrabuena mismo, que había instalado un comercio de ramos generales en Punta Arenas, la tuvo con los chilenos.

Fue durante una permanencia en Buenos Aires, donde llevaba para la venta plumas de avestruz, grasa y cuero de lobos, además de navegaciones rioplatenses, que Piedrabuena necesitó del práctico Dufour, francés con quien trabó amistad. Con su hija Julia, los sentimientos fueron más profundos y parecen haber despertado en 1865. Se casaron el 2 de agosto de 1868 (cuando ella tenía 30). Los recién casados permanecieron dos meses más en la gran ciudad, pero luego, cuando el 26 de octubre se embarcaron con rumbo sur, la novia se dio cuenta de que iba hacia un mundo tan desconocido como desolado. Dos de sus hijos (Luisito y Julia Elvira) morirían. La vida de soledad en Patagones, de enfermedades y destemplanzas, minó la salud de esa madre. El 17 de mayo de 1878 alumbró otro hijo, un segundo Luis. El lobo de mar se volvió a embarcar el 26 de julio. No podía demorar la partida ni quedarse a festejar su décimo aniversario de casado, cinco días después. El 2 de agosto de 1878, Julia Dufour pasó la jornada más desesperanzada de su vida y cuatro días después murió. Piedrabuena la sobrevivió cinco años. Murió a los 50 años en Buenos Aires, casi a las 9 de la noche del 10 de agosto de 1883. Fue enterrado con honores en el cementerio de la Recoleta. Su último viaje a la Patagonia data de 1987: el 24 de agosto de ese año trasladaron sus restos a Patagones.

Fuente: lanacion.com.ar