Inf lación y dólar en el país de la taquicardia

José Natanson
Le Monde diplomatique


Contra lo que sostienen las visiones más cuadradamente monetaristas, la moneda no es una simple cuestión de política macroeconómica sino el signo fundante de un orden social. Es, como los celos pero al revés, el resultado de una relación de confianza, que descansa en última instancia en el reconocimiento colectivo por parte de los ciudadanos, que creen o no en ese papel pintado que rige sus vidas, como le cree el marido a su mujer cuando le dice que sale a tomar algo hasta tarde con las amigas (y vuelve con el pelo mojado). En cierto modo, la moneda es una “deuda original” del Estado con sus ciudadanos, que delegan en la autoridad pública el poder de construir un sistema para saldar los créditos y deudas recíprocos, de la misma manera que los impuestos son una suerte de “crédito original” (1). Los antropólogos, esa tribu de hombres sensibles, desde hace tiempo llegaron a la conclusión de que la moneda es anterior al mercado: es una institución que cristaliza, simplifica y hace inteligibles los valores de una sociedad.


Inflación

La inflación es, en el extremo, la muerte de la moneda. Salvo en Chile y en menor medida en Argentina, el neoliberalismo no fue, como habitualmente se piensa, una simple imposición de Washington, sino un verdadero movimiento popular cuyo éxito no se explica por la capacidad de recuperar el crecimiento de largo plazo (que no logró), ni de combatir la pobreza y la desigualdad (algo que en verdad ni siquiera se propuso) sino por su contundente, aunque costosísimo, efecto estabilizador. Las sociedades latinoamericanas toleraron durante tantos años la corrupción menemista, el inmovilismo chileno o las violaciones a los derechos humanos fujimoristas no por una especial vocación masoquista, sino porque estos regímenes lograron devolverles el valor a sus respectivas monedas (que en algunos casos, en un acto de refundacionismo enorme, cambiaron de nombre, como sucedió, entre otros países, en Argentina, Brasil y Perú).
En Argentina el peso se mantiene vivo pero atraviesa un período febril desde mediados del 2007. Según el IPC-7 provincias (que incluye a aquellos distritos no alcanzados por las distorsiones del Indec), los precios aumentaron 26,4 por ciento en 2008; 15 en 2009; 22,4 en 2010; 23,4 en 2011, y 22,7 en 2012. Sea cual fuere la razón, si es la emisión monetaria como piensan los economistas ortodoxos o la puja distributiva, los precios internacionales y los oligopolios como creen los heterodoxos, lo cierto es que la economía lleva ya cinco años de inflación alta sin que se haya producido la temida espiralización maligna pero sin que tampoco hayan funcionado las medidas adoptadas para contenerla. O sea: inflación en una economía de alto (como en 2010) y bajo (como el año pasado) crecimiento, en un contexto de debilidad política (tras la derrota del 2009) y de fortaleza (tras la victoria del 2011), con crisis internacional (como ahora) y sin ella (como antes del 2008), con Moyano y sin Moyano.
La inflación –insisto: al margen del debate sobre sus causas– tiene ya una inercia que se ha instalado en el sentido común de la economía: quizás el punto más delicado resida en el hecho de que los actores económicos –empresas, gremios, comerciantes, personas– han internalizado la existencia de una inflación alta. La dan por hecha, y por eso la solución no puede ser simplemente fiscal o monetaria, aunque tal vez también, sino que tiene que ser política.
La pregunta crucial es si esa solución existe y si es posible implementarla sin recurrir a un ajuste recesivo. Como señalamos en otra oportunidad, el principal éxito de política económica de Cristina Kirchner fue neutralizar –parcialmente– el efecto socialmente regresivo de la inflación, en el marco de un modelo policlasista que benefició no sólo a los sectores populares sino también a la clase media y a importantes segmentos empresarios. Vía Asignación Universal, aumentos de jubilaciones y una administración adecuada de las paritarias, el gobierno logró contener parte del impacto negativo de la suba de precios, en una estrategia que no debe ser vista como una cuestión técnica sino como el resultado de una decisión política que entraña costos y enemigos.
El desafío ahora consiste en controlar gradualmente la inflación sin afectar los logros distributivos del modelo. El acuerdo de precios por 60 días anunciado por el gobierno tiene un sentido táctico irreprochable: marzo es un mes tradicionalmente exigente para el trabajador, que se gastó el aguinaldo en las vacaciones y llega con la lengua afuera al comienzo de las clases y los compromisos postergados por el verano. Pero no es, ni podrá ser nunca, una solución definitiva, como demuestra la experiencia reciente: tan cierto es que los congelamientos del 2006, como recuerda bien Artemio López (2), permitieron contener una inflación que iba por los dos dígitos y que finalmente cerró en 9,6 por ciento, como que no lograron evitar que al año siguiente los precios volvieran a incrementarse.
Pareciera que este tipo de arreglos pueden ser útiles para cortar la inercia inflacionaria y cambiar las expectativas sociales, pero que no alcanzan en sí mismos para solucionar el problema. Y es que la historia enseña que deben acompañarse no sólo con un correcto manejo macroeconómico sino también con una eficaz gestión política: para que funcionen, se necesita un gobierno fuerte capaz de persuadir a los actores económicos –sobre todo empresarios y sindicalistas– de abandonar la carrera precios/salarios (en definitiva, articular el acuerdo de precios con las paritarias). ¿Es posible hacerlo en un año electoral? ¿Es posible con una parte, menor pero importante, del movimiento sindical fuera del radio de influencia del gobierno (y con su líder buscando el boicot por todos los medios posibles)?

Dólar

Señalemos primero lo evidente. El dólar blue podrá ser desagradable pero es una realidad social. Como sucede con las drogas y el narcotráfico, cualquier solución es posible salvo hacer de cuenta que no existe (o, peor aun, enojarse ante su evidencia). Ocurre que el dólar paralelo no se explica por una maldad intrínseca de los argentinos sino por la combinación compleja entre, por un lado, la desvalorización de la moneda local y la ausencia de instrumentos de ahorro en pesos (con virtuosas excepciones, como el bono lanzado por YPF) y, por otro, una trayectoria económica de mediano plazo marcada por crisis profundísimas que se suceden aproximadamente cada diez años: el Rodrigazo de 1975, la crisis del 82, la hiper del 89, el estallido del 2001.
En junio de 2012, los economistas Estanislao Malic y Andrés Asiain publicaron un informe, recogido en una nota de Alfredo Zaiat (3) y citado luego por Cristina Kirchner, en el que comparaban el rendimiento acumulado, desde 2003 al momento, de tres tipos de inversión: dólares, plazo fijo en pesos y un fondo de inversión en la Bolsa local. El informe demostraba claramente que el ahorrista en dólares salía perdiendo. Pues bien: si el mismo ahorrista hubiera comprado dólares blue en el momento de la publicación del trabajo (a 5,95) y los vendía hoy (a casi 8 pesos) hubiera obtenido una ganancia de 34,5 por ciento en seis meses. Y si hubiera comprado dólares en el mercado único antes de las primeras restricciones (en noviembre de 2011, a 4,26) y los vendía hoy, obtendría un rendimiento de ¡87,8 por ciento!
Se argumentará que el mercado paralelo es ilegal. Y es cierto, por supuesto, aunque cabe formular dos aclaraciones, una de racionalidad económica y otra ético-política. La primera es que, dada la dificultad de perseguir este tipo de operaciones, resulta complicado determinar hasta qué punto su ilegalidad reduce –vía aumento de los riesgos– la tasa de rendimiento. Y luego, políticamente hablando, es necesario considerar la cuestión con mucho cuidado, sobre todo en relación al pequeño ahorrista (recordemos que la figura del ahorrista fue una de las protagonistas de la crisis del 2001) y el turista (no parece muy sensato, ni muy justo,poner en un mismo plano a un evasor o un ladrón con una persona que ahorró todos los meses para irse quince días a Florianópolis en auto y que no consiguió que el misterioso sistema de la AFIP le habilitara la compra de reales).
La idea de pesificar las relaciones económicas es totalmente lógica para un país de 41 millones de habitantes que busca darse una política económica autónoma, pero para concretarla es necesario emprender una revolución cultural que considere los traumas profundos de la historia reciente. La cuestión es si puede ser una revolución desde arriba, y a qué costo. Como escribió Alejandro Grimson (4), es importante que la sociedad perciba que puede adquirir dólares en relación con sus ingresos declarados y, a la vez, que perciba que no le conviene hacerlo, que es justamente lo que sucedió entre 2003 y 2010.

El corazón es un músculo

Las principales variables macroeconómicas se mantienen bajo control. El retorno de la restricción externa iniciado hace un año y medio, cuando la balanza comercial comenzó a mostrar déficits cada vez más alarmantes, fue conjurado gracias a un control de las importaciones rústico pero eficaz, que permitió estirar el superávit comercial del 2012 a casi 12 mil millones de dólares (aunque al costo de alimentar la desaceleración económica). Las reservas, aunque han disminuido, todavía son suficientes para enfrentar cualquier corrida. La relación deuda/PIB es la mejor de la historia reciente. La desocupación sigue baja, si bien se debilitó la creación de nuevos empleos, y la pobreza continúa disminuyendo.
La persistencia de la inflación y el virtual desdoblamiento del mercado cambiario no sólo introducen tensiones macroeconómicas sino que distorsionan la escala de valores sociales, en la medida en que premian al especulador que compró dólares antes del verano para venderlos ahora en lugar del comerciante que optó por pintar el kiosco. Como ni la inflación ni el precio del dólar son variables puramente económicas sino construcciones sociales complejas, su suerte dependerá no sólo de la gestión técnica sino de la capacidad política del gobierno, que hasta ahora ha logrado sostener una perspectiva estable y previsible en un país de intensa memoria taquicárdica. 
1. Rubén Lo Vuolo, Clarín, 7-6-12.
2. Infobae, 11-2-13.
3. Página/12, 3-6-12.
4. Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Nº 157.

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