Juana Azurduy (Parte III)

Mario `Pacho´ O' Donnell 

Ver: Juana Azurduy (Parte II)


Capítulo XIV

Un espía informa a los rebeldes que el brigadier Pezuela, furioso y quizás también asustado por la derrota de Tarvita, ha ordenado la concentración de escuadrones a su mando para acabar de una vez con los Padilla. Instruye al coronel don Sebastián Benavente, que se encontraba en Cinti, para que una sus fuerzas con las del comandante don Manuel de Ponferrada, quien se hallaba en las proximidades de La Laguna.

La amenaza es temible, pues son más de trescientos soldados de infantería, pero, sobre todo, la concentra­ción implica más de doscientos de caballería, número imponentemente superior a las fuerzas de la guerrilla.

Luego de largas y tiernas deliberaciones, los espo­sos Padilla deciden que sus demacrados hijos no están en condiciones de continuar huyendo en las deletére­as condiciones que esa geografía tan exigente impone, y por lo tanto deciden dividirse, quedando ella escon­dida con sus hijos en el valle de Segura, acompañada de unas pocos guerrilleros, mientras él se dirige hacia los dominios del caudillo Vicente Umaña, para con­vencerlo de unir fuerzas. Juan Hualparrimachi irá con Ascencio en el convencimiento de que habría combate y de que el refugio era seguro.

Pocos días después, como si vientos trágicos hubie­ran comenzado a soplar, Juana se entera de que Manuel ha sido derrotado en las cercanías de Pomabamba por las fuerzas realistas, y que éstas luego han entrado en la ciudad, castigándola por haber sido soli­daria con las fuerzas patriotas, saqueándola, incen­diándola y cometiendo todo tipo de tropelías contra sus habitantes. Juana teme por la suerte de Manuel, pero confía en que la sagacidad de éste le habrá per­mitido una vez más eludir la muerte.

De todas maneras, ya resulta claro que su refugio se ha vuelto muy poco seguro -no faltaría el inevita­ble delator-, y sospecha que los realistas se preparan para darle caza. No le queda entonces otra alternativa que internarse en los pantanos del valle de Segura, de agua verdosa e infestados de insectos y de alimañas. Es tan inhóspito el lugar que la mayoría de los guerri­lleros comprometidos ante Manuel Ascencio de custo­diar a su familia desertan y buscan zonas más sanea­das.

Es posible que doña Juana haya sentido en ese momento, crudamente, el flanco que al destino ofrecía su condición femenina, atada al instinto de protección de esos niños que no podían valerse por sí mismos, desamparada de la protección de un macho vigoroso como su marido, y a merced de enemigos contra los que no sabia combatir: los mosquitos y las fiebres palúdicas, amenaza mortal de la que era tan difícil liberarse en esos pantanos.

Acompañada sólo por dos o tres de sus más leales, lamentando el inmenso error de haber prescindido del irremplazable Hualparrimachi, arrastrando a sus hijos ya casi exánimes, sale del ominoso refugio de la selva, arriesgándose a la delación y al ataque con tal de que los niños puedan encontrar sosiego, abrigo y alimento en algún rancho vecino.

El peor de sus temores se confirma, ya que Manue­lito, el mayor, a pesar de ser el más robusto y el más estoico, cae preso de las violentas fiebres de la malaria y va desmejorando hora tras hora ante la angustia de su madre.

¿Que ha sido mientras tanto de Manuel Ascencio? Llamado con insistencia por Umaña, pasó al pueblo de Sauces llevando consigo cincuenta fusiles, un cañón y algunas cornetas y otros pertrechos militares arrebatados al enemigo a lo largo de tantas escaramu­zas.

Era don Vicente Umaña un guerrillero semisalvaje, feroz, astuto y desconfiado, con fama de que cuando acometía al enemigo lo hacia con la seguridad de ser superior sin nunca aventurar sus golpes; por esto es que, dicen los historiadores, sus operaciones en la guerra de los montoneros fueron muy esporádicas, no tienen el lucimiento ni el brillo de otras y son tan poco conocidas.

La influencia de este caudillo en la zona de Azero era grande, muchos montoneros le obedecían y además contaba con el poderoso refuerzo de los indios chiriguanos, diestros flecheros y muy numerosos en todas esas regiones.

Poco después de llegado Padilla a Sauces fue erró­nea o ladinamente informado de que los enemigos habían avanzado sobre Segura, sorprendiendo y apri­sionando a doña Juana y a sus hijos.

El furor de Padilla no tuvo límites, y en ese momen­to quiso volar en socorro de su familia. Umaña y Cár­denas consultaron ante un Consejo de jefes la conve­niencia de abrir un nuevo frente, y la mayoría opinó por la inmediata retirada al interior de la provincia.

Fueron vanas las amenazas, ruegos y ofertas de Padilla y Hualparrimachi: ninguno quiso acompañar­los, y cuando resolvieron partir con sus escasas fuer­zas en busca del enemigo, Umaña ni siquiera quiso devolverles las armas y pertrechos que tan confiada­mente habían depositado bajo su custodia.

Las protestes de Padilla fueron inútiles, los increpó llamándolos traidores y cobardes, pero sólo pudo lograr que le devolvieran una carabina de uso particu­lar que él tenía en gran estima por ser recuerdo de su padre. Se le negaron hasta seis fusiles que pidió pres­tados y tuvo que reemprender la marcha con su gente desarmada.

Desde Uli-Uli mandó emisarios a Cumbay, dándole cuenta de lo ocurrido y pidiéndole una vez más auxi­lio de gente y armas; sin tiempo que perder, presa de oscuros presagios, partió a marcha forzada en busca de doña Juana y sus niños.

En su vejez, en esa vida que se le estiró más allá de lo que ella misma hubiese deseado, doña Juana recor­daba con impresionante nitidez el momento en que se dio cuenta de que no sólo Manuelito sino también Mariano estaba gravemente enfermo. Se le aparecían como una pesadilla recurrente y atormentadora, y aquellos ojos de su primogénito se le iban agrandan­do, suplicantes, tiernos y despedidores, hasta transfor­marse en diabólicos y acusadores. Porque si Manuel, aquel que a pesar de sus pocos siete años ya despun­taba como un varón vigoroso y arrogante como el padre, era quien primero iba a sucumbir bajo el fuego devastador de las fiebres palúdicas, fue más que evi­dente para la jefa guerrillera que igual destino les aguardaba a sus otros hijos.

-Anda, llevátelas lejos, al rancho de cualquier indio amigo que pueda cuidarlas hasta que sus herma­nitos se curen -instruyó a Dionisio Quispe, el único acompañante que le quedaba, fugados aquellos ante quienes ya no era la jefa imbatible sino una madre angustiada, indecisa, que imploraba por la presencia de su esposo Manuel Ascencio.

La batalla de Manuelito contra su enfermedad fue tremenda, corajuda. Cuando su madre lo desvistió para ponerle paños fríos y acariciar su piel descubrió horrorizada cuán enflaquecido estaba, cuánto había sufrido el niño sin quejarse en esa vida de privaciones a que la lucha guerrillera los sometía.

Muchos años más tarde, en Chuquisaca, en su vivienda miserable, bajo el techo pajizo del que de tanto en tanto se descolgaba alguna vinchuca que nunca la picaba, como si la respetase, la anciana recordaría, no podría dejar de recordar, cómo Manue­lito la consolaba:

-No llore, mamita, que ya me voy a curar.

La mujer, inmensamente sola, abrazó ese cuerpito amado que despiadadas oleadas de calor hacían tem­blar de pies a cabeza empapándolo en fría transpira­ción ese cuerpito que fundía desesperadamente con el suyo intentando poner dique a esa vida que se escapaba segundo a segundo.

-¿Y tatita, cuándo vendrá tatita, que quiero despe­dirme de él?

Por fin, murió Manuelito, sin cerrar los ojos hasta el último instante, con su mirada, clara a pesar de la enfermedad, fija en los ojos de doña Juana.

El aullido de esa madre debe de haber sido desco­munal. Se mentaba que más pareció el alarido de un animal salvaje, herido, rabioso.

Pero no hubo mucho tiempo para lamentos, por­que era ahora el turno de Mariano, quien mostraba también a las claras que su situación iba tornándose desesperante. Aquel niño reflexivo y de perspicacia asombrosa para sus cortos años, físicamente de impre­sionante parecido a la madre, agonizaba.

-Sí Manuel será un gran jefe, Mariano será un gran doctor -opinaba con orgullo Manuel Ascencio, tomados de la mano con doña Juana, cuando bañados por el sol generoso del altiplano hacían planes para cuando esa guerra horrible terminase.

Pero esa guerra no había terminado sino que se había llevado ya a sus dos amantísimos hijos, y doña Juana ni siquiera sabía dónde estaba su marido, temiéndolo prisionero o muerto en algún encuentro con el enemigo.

Cava dos fosas precarias para sus hijos muertos, sin tiempo para el lamento pues un mal presagio la acu­cia: el indio que debía llevar a Mercedes y Juliana al refugio más seguro no ha regresado.

Doña Juana ata velozmente dos ramitas y fabrica así una insignificante cruz para esa montículo de tierra yerma que alberga a esos seres tan amados que la perseguirán con su recuerdo hasta el último de sus días, hasta el último de sus minutos.

Parte de inmediato, sola, en la dirección que presu­me que han tomado sus hijas, y vaga por la comarca tropezándose con los arbustos, arañándose con los espinos, empolvándose en cada una de las caídas has­ta divisar un rancho en cuya puerta hay un tablacasa­ca de guardia.

Fue en ese momento cuando se produjo algo así como un milagro. O por lo menos algo bueno entre tanto despiadado infortunio: un ruido a sus espaldas la hizo girar sobre sí misma, dispuesta a vender cara su vida, mucho menos por ella que por esas dos hijas que precisaban su ayuda. Eran Manuel Ascencio y Juan Hualparrimachi, quienes al verla, desgreñada, sangrante, con la angustia pintada en su rostro, com­prendieron que algo terrible había sucedido y que algo terrible seguía sucediendo.

Cuando Juana contó lo de la muerte de Manuel y Mariano, su esposo tuvo un acceso de furor, incre­pándola con violencia, reprochándole que no había sido capaz de cuidar a sus hijos evitándoles la muerte.

Esa escena se reproduciría incesantemente, en recuerdos y en sueños de doña Juana, grabada a fue­go en su sentimiento de culpa, ya que, estaba segura de ello, si bien una madre es la indiscutible artífice de la llegada al mundo de todo niño, siempre es tam­bién en algo culpable de que algo muera.

Casi despedazada de dolor, Juana comprendía la furia de Manuel Ascencio, quien tantas esperanzas depositara en un futuro luminoso para sus hijos, sien­do ése uno de los principales motivos de su lucha heroica. Hasta, de no haber sido porque Hualparrimachi se interpuso, la hubiese golpeado.

Por fin ese hombre hercúleo, noble, generoso, se echó a llorar como un infante, su cuerpo sacudido por quejidos y lamentos apagados para que los tablacasa­cas que vigilaban ese rancho vecino, donde segura­mente sus hijas estarían prisioneras, no lo escucharan.

Fueron varias las veces en que luego Manuel Ascencio se disculpó ante Juana por su injustificado arranque. Aún muchos meses después lo seguía haciendo. Su esposa nada debía perdonarle, pues aún mayores eran sus propios reproches, buscando en vano satisfactorias justificaciones para el sacrificio que la lucha atroz había destinado a niños inocentes que no habían elegido esa vida, sino que les había sido impuesta por la decisión de sus padres. Doña Juana no podía evitar imaginar a los hijos de las damas chu­quisaqueñas como ella, entibiados por el fuego crepitando en sus hogares, llevando la misma vida prolija y segura que su condición social y económica les hubie­se permitido a Mariano y a Manuel, cumpliendo con un destino acomodado a pesar del alboroto en la región; a veces, muy de vez en cuando, el enfrenta­miento, entre realistas y patriotas podía alterar sus vidas, quizás con algún cañonazo lejano o con algún relato de desgracias próximas.

-Hijitos e hijitas míos, su muerte ha de tener algún sentido -se escuchó decir doña Juana y seguiría diciéndose, preguntándose y muchas veces insultán­dose, casi todos los restantes días de su vida.

Por fin, Manuel Ascencio se echó en los brazos de su esposa y, abrazándola con fuerza y con amor, la besó interminablemente secándole las lágrimas y fun­diendo sus dolores para transformarlos en fuerza, ya que tenían ahora una misión inmediata que cumplir: liberar a las dos hijas que les quedaban.

Hualparrimachi, Manuel Ascencio y Juana se aba­lanzaron como una tromba sobre el rancho, casi iner­mes, a puño limpio, descargando garrotazos a diestra y siniestra, hiriendo y matando, sin importarles que se tratase indudablemente de una celada y que las niñas estarían allí como cebo de una partida de realistas que esperaban justamente eso, que sus padres intentaran rescatarlas para que así se cumpliese el plan urdido desde que Dionisio Quíspe prefiriese traicionar a los esposos Padilla, también él convencido de que ya no había futuro en permanecer a su lado, y de que para salvar el pellejo era necesario pasarse a los realistas.

Mercedes y Juliana yacían con sus muñecas y sus tobillos atados con ligaduras a los barrotes de una cama, y desde allí, a través de sus lágrimas, presencia­ron cómo un tendal de muertos con el vientre abierto o con la cabeza desflorada quedó desparramado den­tro y fuera de la mísera vivienda, mientras los heridos se revolcaban de dolor dejando regueros de sangre en su desesperada lucha por evitar la muerte, reptando entre otros ya exánimes que apenas si podían ya res­pirar.

Los Padilla y Hualparrimachi se alejaron con las niñas en los brazos en busca de refugio, y entonces percibieron sus cuerpitos hirvientes y temblorosos, no por temor, ya que las niñas, tomando ejemplo de su madre, no eran menos bravías que los varones, sino por el paludismo, que también se había ensañado en ellas.

Y fue así como Juliana, que siempre ayudaba a su madre en los quehaceres hogareños, equilibrada y jus­ta, y Mercedes, quien había sido dotada de una alegría contagiosa que hacía reír a todos con sus monerías y con sus ingeniosidades, también terminaron muriendo a pesar de que esta vez eran tres los que intentaron ayudarlas en sus esfuerzos por sobrevivir.

Capítulo XV

 A partir de ese momento la guerra se transformó para Juana y Manuel Ascencio en algo despiadado, en algo brutal. Su motivación era ya no sólo el librar a su patria del opresor extranjero, sino que de entonces en más se trató también, y quizás más que nada, de ven­gar la muerte de sus cuatro amadísimos hijos.

Esa lucha hasta entonces, por supuesto, no había estado exenta de violencia, como que el general Bel­grano, antes de Vilcapugio, había sometido a juicio a Padilla por haber pasado por las armas a algunos pri­sioneros que traía consigo y que, según afirmó en su defensa, habían perturbado gravemente el accionar de la partida patriota cuando fue atacada por sorpresa por otra al servicio del rey.

-No hubiéramos llegado hasta aquí con vida, ni yo ni mis hombres, ya que estos godos eran contuma­ces y estaban decididos a hacernos pagar por haberlos tomado prisioneros.

-Ello debería decidirlo el tribunal -había respon­dido el general, mirándolo de frente, con esa voz algo chillona que describieron sus contemporáneos.

Había sido Díaz Vélez quien intercediera por él y lograse convencer a Belgrano de que los méritos del jefe guerrillero eran tales que merecían que se pasase por alto esa posible falta.

Eran los tiempos en que Belgrano trataba de mos­trarse ante los arribeños como una persona de con­ducta ejemplar, buscando de esa manera borrar el mal recuerdo que habían dejado Castelli y Balcarce y sobre todo Monteagudo, la cabeza del primer ejército auxiliar, que dejaron tras de sí una estela de violencia, de arbitrariedad y de sacrilegio que había predispues­to malamente a los habitantes del Alto Perú en contra de las expediciones libertadoras que subían desde el Río de la Plata.

Pero a partir de la muerte de Manuel, Mariano, Juliana y Mercedes la situación era otra, y ya no estaba Belgrano, derrotado por los realistas, imponiendo res­peto y autoridad sobre los Padilla.

De allí en más ya no sucedió como antaño, en que Juana intercedía ante Manuel Ascencio o ante Zárate para que dejasen libres a los prisioneros o para que no maltratasen a algún capturado para arrancarle información imprescindible. Ahora era ella misma quien con sus propias manos despachaba al otro mun­do a quienes portando una bandera blanca se entrega­ban a sus huestes.

Eran estas escenas también las que sobrevolaron a la anciana que, miserable y olvidada, pasó tantos años sentada en su banco de paja dedicada a recordar, mientras la muerte, con la que según las mentas indí­genas tenía sellado un pacto, parecía no llegar nunca.

Otra de las consecuencias de la muerte de sus hijos fue que doña Juana quedó rápidamente embarazada, quizás para expulsar tanta muerte de sus vidas y tam­bién para tratar de revivir imposiblemente a quienes se habían ido en quien estaba por llegar.

La situación de los Padilla se modifica también en cuanto a su ascendiente sobre las dispersas y maltre­chas fuerzas rebeldes. En parte debido a que la tre­menda tragedia que se ha abatido sobre ellos disminu­ye ante criollos e indios el prestigio que les había dado el suponerles indemnes a los ataques del enemi­go y del destino, como si hubiesen formalizado un pacto con el supay, quien ahora parecía haberles dado la espalda haciéndolos objeto de su malignidad. Por otra parte, el cambio en la actitud magnánima y noble que tanta fama les había ganado hasta mucho más allá de la región les había ido juntando enemigos por la forma en que ahora conducían la guerra.

Entre ellos Vicente Umaña, la sombra negra de Manuel Ascencio, quien quizás por considerar que la resistencia patriota debía llevarse a cabo de otra manera o quizás por motivos menos loables, decidió sublevarse contra los esposos y eliminarlos.

Los Padilla, suicidamente, puesto que apenas con­taban con Hualparrimachi y muy pocos de sus honde­ros, decidieron enfrentar a los cientos de partidarios de Umaña. Pero fue entonces cuando, como convoca­dos por algún designio inexplicable, irrumpió en el horizonte una partida de flecheros que el cacique Cumbay les enviaba, respondiendo a su ruego y ente­rado de sus infortunios, lo que lo decidió más que nunca a ser solidario con sus amigos. Umaña, a la vis­ta de esto, decidió replegarse.

Esto les permitió reorganizar sus fuerzas, a los fle­cheros chiriguanos agregaron cuarenta honderos y alcanzaron a formar un nuevo escuadrón de fusileros.

Con fuerzas tan exiguas pero movidos por una voluntad superior a la prudencia, los Padilla salieron a enfrentar a los tablacasacas cuando éstos se encamina­ban nuevamente hacia Tarvita.

La táctica guerrillera ya no es la del sigilo y la de la sorpresa, sino que es la del enfrentamiento brutal a matar o a morir. La nueva batalla pasa a nuestra histo­ria como una de las más sangrientas libradas en suelos altoperuanos. Los realistas sufren importantes pérdi­das, arrollados por un ciclón humano que los fuerza a replegarse en pánico y desorden.

Los Padilla rematan a los heridos que quedan en el campo de combate y a los pocos prisioneros que intentaron ganar su misericordia entregándose brazos en alto, e irrumpen en casas y graneros insaciable­mente deseosos de sangre enemiga. En una eficiente operación de limpieza exterminan a todos los godos que habían buscado refugio debajo de las camas, den­tro de las parvas de heno o en los altillos.

Ni un solo tablacasaca queda con vida.

Durante mucho tiempo se comentará en la región el impresionante espectáculo de los soldados al servi­cio del rey arrojándose con sus cabalgaduras al torren­te asesino del río que corre en el fondo del valle, pre­firiendo morir desnucados o ahogados antes de caer en manos de esa jauría ávida, en la que los temibles guerreros chiriguanos mostraban mayor humanidad que los criollos y mestizos empujados por sus jefes.

Capítulo XVI
  
Lo expresa Joaquín Gantier: "Ya no es la ley del Talión lo que prima sino una ley más inhumana: por un muerto se exigen dos, por dos cuatro, y así en pro­gresión satánica. En estas últimas hazañas los Padilla no han tenido piedad ni consigo mismos".

Dicha vengativa audacia, casi suicida, que había arrasado con algunos sistemas lógicos de seguridad y de precaución, debía inevitablemente cobrarse alguna víctima y ésta fue Juan Hualparrimachi.

Los poemas del joven cholo habían ido volviéndo­se cada vez más tristes, quizás premonitorios de lo que su intuición indígena le anunciaba.



Huañuyta maskaj, ñocka riscani

Auckanchejcuna

Jamullanckancu, pucarancuna

Jalatajmin.

Voy en busca de la muerte.

Nuestros enemigos

ya vendrán

levantando sus campamentos.



Illarejpacha pputiy ayckechej

Maypipis casaj

Ckanlla sonckoytca pparackechirnqui

Causanuycama.



Mientras te encuentres en este mundo

harás huir la pena, y donde

me encuentre, tú sola harás

latir mi corazón.



Misti ckkajajtin lansatataspa.

Yuyaricunqui

Mafinatachus ckanraycu kkajan

Ijma sonckgycka.



Cuando arda el Misti, vomitando

fuego, te has de acordar

cómo para ti arde

mi corazón oprimido.

Escenario de esta nueva tragedia en la vida de Jua­na Azurduy fue el Cerro de Carretas, lugar que los esposos conocían muy bien, pues les quedaba a sólo dos leguas de Tarabuco. En este lugar los guerrilleros esperaron al ejército que el general de la Pezuela había enviado a las órdenes del coronel Sebastián Benavente, quien desplazó el poderoso contingente que tenía su cuartel en Cinti.

El combate se libró el 2 de agosto de 1814. Como siempre, la diferencia de armamento entre ambas fuer­zas era imponente, ya que a las numerosas bocas de fuego se contraponían las huaracas, las lanzas y las flechas indígenas, y algunas pocas piezas de artillería que los patriotas habían conseguido rescatar en ante­riores acciones contra los realistas.

Se luchó bravíamente durante casi tres días, inten­tando los leales al rey trepar por las laderas donde se habían guarnecido los patriotas a favor de su conoci­miento del terreno, quienes desde allí descargaban sobre ellos las pocas bombas con que podían alimen­tar los recalentados cañones. También habían prepara­do un ingenioso dispositivo de enormes piedras que hacían rodar en alud desde la cima de las montañas y que, arrastrando otras en su camino, provocaban importantes pérdidas en el enemigo.

El Cerro de las Carretas parecía inexpugnable, salvo que se tuviese un conocimiento del terreno del que los realistas carecían. Pero el coronel Benavente, quien sabía aprovechar las debilidades de algunos integrantes de las fuerzas de los Padilla, logró sobor­nar al indio Pedro Artamachi, quien lo guió por un sendero en medio de la noche oscura hasta donde las fuerzas de los Padilla descansaban desprevenidamente después del esfuerzo bélico.

Manuel Ascencio no estaba allí, pues se encontraba recorriendo y ordenando otros puestos de su dispositi­vo. Juan Hualparrimachi, como siempre, corrió en ayuda de doña Juana, quien, atacada por varios solda­dos enemigos, se defendía con una bravura que arran­caba gritos aterradores de su garganta.

El combate era aún más desigual, pues muchos de los guerrilleros se habían dispersado, de acuerdo a la táctica aprendida, en las sombras de la noche, para más tarde reagruparse, pero Juana no había podido hacerlo pues era el planeado objetivo de la operación sorpresiva, de manera que no tuvo otro remedio que enfrentar a quienes la acosaban con la sola ayuda del valiente nieto de reyes, quien puso su cuerpo por delante del de ella cubriéndola como escudo.

En ese momento Padilla regresaba velozmente con un grupo de subalternos, pues había escuchado ruido de disparos y entrechocar de sables, y su mera presen­cia bastó para que los realistas se dieran a la fuga.

Pero antes una descarga de fusilería, que tenía como blanco a la futura teniente coronela del Ejército Argentino, encontró a su paso el pecho del joven cho­lo, quien cayó con su pecho destrozado sin alcanzar a proferir ni un gemido.

Otra vez Juana Azurduy debió enfrentar la muerte de uno de sus seres más queridos, sin que su corazón nunca desarrollase útiles callosidades que la hubiesen vuelto insensible.

En el mismo momento en que Juana supo que ya nunca más Hualparrimachi estaría a su lado quizás se permitió interrogarse acerca de lo que realmente sen­tía por el bello cholo. Aceptaría entonces que ese gran afecto estaba fuertemente teñido de atracción amoro­sa, y su memoria muchas veces se solazaría en aque­llos brazos de rocosos músculos que dibujaban luces y sombras debajo de una piel aceitunada y fina que a Juana le gustaba acariciar mientras el rostro de faccio­nes nobles y viriles del muchacho la observaban, y la seguirían observando siempre, más allá de su muerte, con anhelo.

A la esposa de Manuel Padilla difícilmente se le hubiera ocurrido serle infiel, no sólo por amor sino también porque no desconocía que las consecuencias de tal traición podrían haber sido nefastas, pero de lo que estaba segura era de que si con alguien hubiera podido hacerlo era con aquel apuesto lugarteniente, tan corajudo y tan leal. Comprendería entonces, o aceptaría, que era ella la destinataria de las tristes poe­sías de amor de Hualparrimachi.

Ancaj lijranta mañaricuspa

Llantumusckayqui,

Huayrahuan pphuasnayayman

Huayllucusunaypaj.



Prestándome alas el cóndor

te haré sombra.

Con el volar del viento

te acariciaré.
Causaynincajta quipuycurckanchej
Manan huañuypis
T'tacahuasunchu, Huiñay-huiñaypaj
Ujllamin casun.
Nuestras vidas enlazamos.
Y ni la muerte
nos separará. En la eternidad
uno solo seremos.

Capítulo XVII

La guerra era cada vez más brutal y parecía no ter­minar nunca. Sus protagonistas se fueron endureciendo y ­volviéndose más feroces. Quizás fuera ésta la forma de sobrevivir en ella.

Eso mismo le había sucedido al general Manuel Belgrano, tan respetado por los Padilla, quien, en un primer momento, luego de hacerse cargo del segundo ejército del norte en sustitución de Castelli y González Balcarce, habiendo obtenido el magnífico triunfo de la batalla de Tucumán, decidió amnistiar a los vencidos y otorgarles el beneficio de una rendición con honores y dejándolos en libertad. Entre ellos a su comandante en jefe, el arequipeño Pío Tristán, quien juró igual que sus soldados ante la Virgen del Carmen no volver a tomar las armas en contra de los patriotas.

Desde el humanitarismo de este gesto hasta la cruel decisión del mismo Belgrano de hacer fusilar por la espalda, cuidando de no agraviar sus cabezas, a algunos soldados juramentados que luego habían sido apresados en Tambo Nuevo, mediaron sólo algunos meses de cruenta lucha que transformaron el alma del creador de nuestra bandera. Tanto fue así que la instrucción de que los plomos no arruinaran las cabezas de los condenados se debió a que éstas fueron cortadas y colocadas en el extremo de picas erguidas cerca del campamento enemigo, por lo que era indispensable que fuesen reconocibles para escarmentar y horrorizar a los realistas.

Esas extremas condiciones de vida, en que él sufrimiento y el dolor acechaban en cada recodo, provocaría también disturbios en las relaciones de los Padilla con sus subordinados. Fue así como después de la terrible derrota de Carretas, en la que no sólo perdieron a Juan Hualparrimachi sino a una importante porción de sus fuerzas, Manuel Ascencio recriminó acremente a Zárate, pues éste no había respetado sus órdenes de aguardar con reservas en Turuchipa por si fuese necesario contar con su ayuda.

Su lugarteniente, por propia decisión, había emprendido algunas acciones contra el enemigo que no sólo le impidieron recibir y responder a los dramáticos pedidos de ayuda de su jefe, sino que también había diezmado dichas reservas, con las que contaban los esposos para reorganizar sus fuerzas.

Zárate reaccionó con enojo ante el reproche y se dirigió a entrevistar a Antonio Alvarez de Arenales para cuestionar la autoridad de Manuel Ascencio.

Este español al servicio de la causa patriota, quien era reconocido como jefe por todos los caudillos altoperuanos, reafirmó la autoridad de Padilla e instruyó a Zárate a obedecerlo, aunque también pidió a los esposos que moderaran el estilo despótico y algo irreflexivo que imprimían a sus acciones desde un tiempo a esa parte.

Enterados los españoles de las nefastas consecuencias que la Batalla de Carretas había tenido (para los esposos Padilla, consideraron llegado el momento de volver a agrupar fuerzas y asestar el golpe definitivo. El objetivo era no sólo terminar con dichos caudillos sino también dejar expedito el camino para atacar a Warnes.

El coronel Manuel Warnes había sido designado gobernador de Santa Cruz de la Sierra por Belgrano, pero no permaneció mucho tiempo en esta situación por las derrotas en Vilcapugio y Ayohúma, pasando a la lucha guerrillera junto con don Antonio Alvarez de Arenales.

Los dos caudillos se abocaron a la tarea de organizar y preparar sus tropas con miras de sorprender a los chapetones, causarles bajas y regresar rápidamente a sus refugios.

En este accionar de ataques sorpresivos, el 25 de mayo de 1814 ambos enfrentaron a las tropas del jefe realista José Blanco en una sangrienta batalla en la región de La Florida, donde los heroicos guerrilleros destruyeron a las fuerzas realistas y dieron muerte a su comandante.

El coronel Ignacio Warnes reasumió el cargo de gobernador de Santa Cruz, pero la presencia de tropas realistas al mando de Juan Bautista Altolaguirre lo obligaron a ponerse a la cabeza de su ejército, abandonando de nuevo su gobernación. Las fuerzas contendientes se enfrentaron en Santa Bárbara el 27 de noviembre de 1815, con gran valor y coraje por ambas partes. Al final, los patriotas coronaron sus esfuerzos con la victoria, y el jefe realista Altolaguirre quedó muerto junto a la mayoría de sus soldados.

Warnes regresó triunfante a Santa Cruz y volvió a ocuparse de los asuntos de la gobernación.

"Dueño absoluto, desde entonces, de aquella provincia, que gobernaba con dureza, haciendo temer su autoridad -dice don Luis Paz- se hallaba a la cabeza de 700 a 800 hombres de las tres armas con cinco piezas de artillería, sirviendo de base y reserva a la insurrección que se extendía al resto del país. "

Si los realistas pudieran eliminar a los Padilla y lue­go, abierto el camino hacia Santa Cruz, hacer lo mismo con Warnes, la insurrección altoperuana estaría casi completamente derrotada, y ello permitiría al virrey Pezuelá concentrar sus fuerzas en avanzar sobre Buenos Aires o, en caso de confirmarse los rumores, oponerse al asalto por mar que se decía planeaba ese general litoraleño recién llegado de España.

Informados por sus espías de los planes godos, y confirmado el avance de una fuerza considerable al mando de los expertos jefes realistas Benavente y Ponferrada, los Padilla no tuvieron otro remedio que aceptar la propuesta de Umaña de unir sus escuadras, pero dicha reunión no llega a concretarse pues Umaña fue vencido y sus hombres exterminados en las inme­diaciones de Tarabuco, en una acertada estrategia que lo tomó entre dos fuerzas al mando de cada uno de los jefes realistas.

También Manuel Ascencio decidió dividir sus tropas irregulares, una de ellas al mando del caudillo Esteban Fernández, que había respondido a su convocatoria, a quien se le asignó la misión de hostigar al enemigo sin enfrentarlo directamente.

La otra columna estaría a cargo de doña Juana, y su misión,. era la de asaltar y ocupar Tarabuco, con el objeto de confundir al adversario y al mismo tiempo dar evidencias a los habitantes de la región de que la resistencia seguía firme.

Con ello cumplían los Padilla los pedidos que con sus mensajeros les enviara Arenales, rogándoles que impidiesen el paso de las fuerzas destinadas a atacarlo hasta tanto él no pudiese fortalecer su posición en la medida de poder ofrecer la adecuada resistencia.

Otro interesante ardid puesto en juego por Manuel Ascencio y Juana fue el de engañar a los jefes realistas haciéndoles creer que avanzaban a marchas forzadas hacia Chuquisaca, aprovechando que aquéllos la habían dejado casi desguarnecida, obligándolos a abandonar precipitadamente sus posiciones en las proximidades de Tarabuco y liberando así la presión sobre Umaña y Arenales. Todo ello para luego descubrir, agotados y furiosos, que sólo se había tratado de una maniobra!, de distracción y que los Padilla habían desviado su camino y se encontraban nuevamente en Tarabuco.

Capítulo XVIII

Mientras tanto en el vientre de doña Juana había ido creciendo el nuevo retoño, el que, como no podía ser de otra manera, se asomó al mundo en condicio­ne dramáticas y peligrosas.

Las primeras contracciones sobrevinieron cuando los esposos se encontraban en el pueblo de Pitantora, oficiando honras fúnebres al caudillo partidario Gre­gorio Núñez, cuya cabeza cercenada y empicada en la punta de un largo palo habían hallado al costado de su camino, en un macabro gesto de desafío por parte de los realistas.

En el mismo momento en que la mujer comenzó a sentir los dolores del parto, una partida enemiga atacó a los patriotas librándose una breve y encarnizada escaramuza.

Juana, acompañada de las experimentadas indias qué iban a ayudarla, se dirigió hacia las orillas de un río, donde, temiendo la posible aparición de tablaca­sacas guiados por los cantos religiosos y medicinales que según las costumbres indígenas aseguraban éxito en el parto y buenaventura para el recién nacido, dio a luz.

Mientras el cuerpecito era lavado de exudaciones sanguinolentas en las turbias aguas del río, el flamante padre acudía presuroso para estrechar a su esposa en un largo y tierno abrazo e inclinarse sobre la niñita, con el típico pudor de los varones de dañar alguien que parecía tan frágil, impresionado también por ese hecho tan inexplicable y maravilloso.

Llegaron los realistas comandados por el capitán Boza, militar acreditado de valiente, y a pesar de que eran más de doscientos, todos armados de fusil, fue­ron contenidos con redoblada audacia hasta que la noche separó a los contendientes. Entre tanto, doña Juana y su corte parturienta pudieron alejarse más de doce leguas del lugar del combate, llevando consigo las cajas de monedas y objetos valiosos capturados al enemigo y requisados a quienes colaboraban con los partidarios del rey.

Al día siguiente los guerrilleros, sopesando la superioridad numérica de sus enemigos, se dispersa­ron como en estas ocasiones acostumbraban hacer. Pero Padilla, temiendo que su esposa y su hija recién nacida no se hubiesen alejado bastante a causa de su estado, con pocos -guerrilleros armádos de fusil y otros de hondas, sostuvo un encarnizado combate digno de toda admiración por la desigualdad de fuer­zas. Los realistas tuvieron numerosas bajas y se aleja­ron con el objeto de rehacerse, y entonces pudo Padilla retirarse ordenadamente del campo de batalla, reuniéndose a poca distancia con el resto de su gen­te que lo esperaba y continuando su marcha ya sin ser molestados.

Mientras Padilla y los suyos combatían con tanto valor en Pitantora, doña Juana avanzaba penosamente con su bebita y los recursos con que los esposos se aprovisionaban de armas, bestias y víveres, acompaña­da del sargento Romualdo Loayza y cuatro soldados más de su escolta. Estos, considerando la circunstan­cial debilidad de su jefa y tentados por el cargamento que conducían, resolvieron apoderarse de él sacrifi­cando a doña Juana, absorta en la recién nacida que llevaba en brazos, su carita sumergida en el pecho ubérrimo.

La futura teniente coronela comprendió que estaba en peligro y, rugiendo, decidió vender cara su vida, no tanto por ella sino por ese otro fruto de su vientre, decidida a evitarle lo que no había podido ahorrarles a Manuel, Mariano, Mercedes y Juliana.

De un sablazo en el cuello derribó a Loayza de su mula y arengó a los otros n quechua, paralizándolos, impresionados por la ferocidad que irradiaban esos ojos que volvían a parecerse a los de la Pacha­mama. Sobrecogidos, sin poder reaccionar a pesar de los gritos de Loayza revolcándose sobre el suelo, observaron como la mujer apretó el bulto de vida contra su pecho y espoleando salvajemente su cabal­gadura la obligó a zambullirse desde gran altura en las aguas revueltas del río. Luego de una bravía lucha contra la corriente, el noble animal consiguió llegar a la otra orilla, poniendo a salvo a su jinete y a su pre­ciosa carga.

Los esposos Padilla resolvieron entonces, de común acuerdo, que la pequeña a quien bautizaron con el nombre de Luisa no podía acoplarse a una vida que ya se había cobrado nada menos que cuatro hijos, y decidieron ponerla bajo la custodia de una india, doña Anastasia Mamani, en quien confiaban ciegamente y que llevó a cabo su tarea con dedicación y lealtad.

Esta temprana separación, que se prolongó más tiempo de lo que Juana hubiese imaginado y deseado, fue seguramente una de las causas por las que la relación entre ella y su hija no fuera todo lo buena que ambas hubiesen deseado. Quizás había nacido con el sino de una empresa imposible de lograr, sustituir a sus hermanos muertos idealizados por el sentimiento de culpa de su madre, y para colmo de males, mujer, cuando muchas veces repitió en su vejez doña Juana que hubiese deseado un hijo varón, alguien tan maravilloso como su padre, como Manuel Ascencio o como quien conociere más tarde: Martín Güemes.

Capítulo XIX

Buenas noticias corrían de boca en boca por los villorrios altoperuanos: la expedición proveniente del Río de la Plata al mando del general José Rondeau había por fin ingresado al Alto Perú y avanzaba para auxiliar a la resistencia contra los soldados del rey.

Lamentablemente, el jefe argentino no parecía el más adecuado para una empresa tan dificultosa que ya había hecho fracasar expediciones anteriores. Tan difícil que hasta el mismo San Martín, designado para sustituir al general Belgrano, había desistido de ella por considerarla imposible.

Así se lo comunica a Rodríguez Peña, en carta del 23 de abril de 1814, adelantándole su estrategia alter­nativa:

"No se felicite con anticipación de lo que yo pueda hacer en ésta (Salta); no haré nada, y nada me gusta aquí. La patria no hará camino por este lado que no sea una guerra defensiva y nada más; para eso bastan los valientes gauchos de Salta con dos escuadrones de buenos veteranos (...). Ya le he dicho a usted mi secreto: un ejército pequeño y bien disciplinado en Mendoza para pasar a Chile y acabar allí con los godos apoyando un gobierno de amigos sólidos para concluir también con la anarquía que allí reina. Aliando, las fuerzas pasaremos por el mar a tomar Lima. ése es el camino y no éste".

San Martín adujo enfermedad y fue sustituido por el general José Rondeau, designado por el entonces director supremo, Gervasio de Posadas, tío y títere de Carlos María de Alvear, que lo relevó del mando de las tropas que sitiaban Montevideo justamente cuando ésta estaba a punto de caer, para que fuera su sobrino quien tuviese dicho honor.

Es que mientras en el Alto Perú se moría y se mata­ba por nuestra independencia, en Buenos Aires las cosas se veían de otra manera. Así, leamos un párrafo de las varias comunicaciones secretas que sostuvo Alvear con la corona británica:

"Cinco años de repetidas experiencias han hecho ver a todos los hombres de juicio y opinión que este país no está en edad ni en estado de gobernarse por si mismo, y que necesita una mano exterior que lo dirija y contenga en la esfe­ra del orden antes de que se precipite en los horrores de la anarquía.

"La sola idea de reconciliación con los espa­ñoles indigna a los argentinos hasta el fanatismo, y todos juran en público y en secreto morir antes que volver a sujetarse a la metrópoli. En estas circunstancias solamente la generosa Nación Británica puede poner un remedio eficaz a tantos males acogiendo en sus brazos a estas Provincias que obedecerán a su Gobierno y reci­birán sus leyes con el mayor placer".

Al nuevo jefe del Tercer Ejército del Norte le falta­ban condiciones de coraje y de virilidad, lo que se reflejaba en los motes que sus soldados le habían puesto: "el buen José" y "la mama", defectos agravados por el abatimiento que le producía la arbitrariedad cometida en su contra por el gobierno de Buenos Aires. Por otra parte, tampoco adornaban su personali­dad las virtudes de la honestidad y el desprendimiento.

Nada de esto sabían o quizás prefiriesen no ente­rarse los jefes de la guerra de recursos altoperuana, y -se alegraron pues podrían de aquí en más, si todo iba como ellos esperaban, luchar en mejores condiciones contra los ejércitos godos.

El general Pezuela decidió salir al encuentro del ejército abajeño y ordenó que sus divisiones de Chu­quisaca, Potosí y Cochabamba se reunieran para darle batalla en Oruro.

Las excursiones de los ejércitos rioplatenses, cuan­do aún no habían cumplido con lo que pareció ser su inexorable destino de ser derrotados, aliviaban la situación dramática de las guerrillas altoperuanas, dis­trayendo a las fuerzas enemigas de la feroz represión en que se empeñaban mientras podían actuar impune­mente contra las heroicas pero dispersas fuerzas irregulares de la resistencia popular.

De dicha crueldad se ocupa Mitre en su Historia de San Martín, y lo citaremos in extenso: "Durante su permanencia al frente del Ejército del Norte tomóse prisionero en Santa Cruz de la Sierra al coronel español Antonio Landivar.

Había sido éste uno de los agentes más despiada­dos de las venganzas de Goyeneche, y en consecuencias el general San Martín le mandó formar causa ‘No por haber militado con el enemigo en contra de nuestro sistema (dice en su auto), sino por las muertes, robos, incendios, saqueos, violencias, extorsiones y demás excesos que hubiese cometido contra el derecho de la guerra'.

Reconocidos los sitios en que se cometieron los excesos y levantaron los cadalsos por orden de Landivar, se comprobó la ejecución de 54 pri­sioneros de guerra, cuyas cabezas y brazos habí­an sido cortados y clavados en las columnas miliarias de los caminos. El acusado declaró que sólo había ajusticiado 33 individuos contra todo derecho, alegando en sus descargos haber proce­dido así por órdenes terminantes de Goyeneche, las que exhibió originales.

"He aquí en extracto algunas de las órdenes de Goyeneche: `Potosí, diciembre 11 de 1812. Marche Ud. sobre Chilón rápidamente y obre con energía en la persecución y castigo de todos los que hayan tomado parte de la conspiración de Valle Grande, «sin más figura de juicio» que sabi­da la verdad militarmente'. Otra: `Potosí, diciembre 26 de 1812. Tomará las nociones al intento de saber los generales caudillos y los que han seguido de pura voluntad, «aplicando la pena de muerte a verdad sabida sin otra figura dé juicio». Defiero (sic) a Ud. todos los medios de purgar ese partido de los restos de la insurrección que «si es posible no quede ninguno»'. En 5 de diciembre de 1813 se reitera la misma orden, y a 11 del mismo mes y año, contestando a Landívar, le dice Goyeneche: Apruebo a Ud. la energía y fortaleza con que ha aplicado la pena ordinaria a unos y la de azotes a otros, y le prevengo que a cuantos aprehenda con las armas en la mano, que hayan hecho oposición de cualquier modo a los que mandan, convocado y acaudillado gente para la revolución, sin más figura de juicío que sabida la verdad de sus hechos y convictos de ellos, los pase por las armas. Apruebo la contribución que acordaba imponer a todos los habitantes que han tomado parte en la conspiración, o la han mirado con apatía o indiferencia’. Por último, en varios otros oficios tanto Goyenecbe como su segundo el general Ramírez, escriben a Landívar: ‘Sólo creo prevenirle que no deje un delincuente sin castigo a fin de fijar el escarmiento en los ánimos de esos habitantes'.

"En vista de esos descargos, la defensa fue echa con toda libertad y energía por un oficial de Granaderos a caballo, quien refutó con argumentos vigorosos las conclusiones del fiscal de la causa, invocando el principio de fidelidad que debía a sus banderas aun cuando fuesen enemi­gas, y la inviolable obediencia que debía a sus jefes, tratando de ponerlo bajo la salvaguardia de los prisioneros de guerra.

"Tal es la causa que con sentencia de muerte fue elevada a San Martín el 15 de enero de 1813, y que él con la misma fecha mandó ejecutar, escribiendo de su puño y letra `cúmplase', sin previa consulta al gobierno, como era de regla.

"Al justificar la necesidad y urgencia de este proceder, San Martín escribía al gobierno: ‘Ase­guro a V.S. que a pesar del horror que tengo a derramar la sangre de mis semejantes, estoy alta­mente convencido de que ya es absoluta necesi­dad hacer un ejemplar de esta clase. Los enemigos se creen autorizados para exterminar hasta la raza de los revolucionarios, sin otro crimen que reclamar éstos los derechos que ellos les tienen usurpados. Nos hacen la guerra sin respe­tar en nosotros el sagrado derecho de las gentes y no se embarazan en derramar a torrentes la sangre de los infelices americanos. Al ver que nosotros tratábamos con indulgencia a un hombre tan criminal como Landívar, que después de los asesinatos cometidos aún gozaba de impuni­dad bajo las armas de la patria, y en fin, que sorprendido en un transfugio y habiendo hecho resistencia, volvía a ser confinado a otro punto en que pudiese fomentar, como lo hacen sus paisanos, el espíritu de oposición al sistema de nues­tra libertad, creerían, como creen, que esto más que moderación era debilidad, y que aún teme­mos el azote de nuestros antiguos amos'. "

Capítulo XX

El abandono de Chuquisaca por parte de los solda­dos godos hizo que Juana Azurduy viviera una de las pocas experiencias gratificantes de su lucha sin cuar­tel, ya que los Padilla aprovecharon la débil defensa de su ciudad natal para tomarla, ingresando luego por su calle principal al lento y elegante paso de sus cabalgaduras, enjaezadas con plata y cuero, mientras los chuquisaqueños, algunos sinceros y otros adulo­nes, los vitoreaban y arrojaban flores a su paso.

Detrás de Juana y de Manuel Ascencio venían en la más correcta formación que pudieron, los "leales" y los "húsares", además de los restos de honderos que fueran conducidos y entrenados por Hualparrimachi. También las bizarras amazonas que impresionaban con su porte feroz que daba pábulo a las leyendas de inaudito coraje y de barbaries superiores a las masculi­nas.

Los Padilla, prepararon a la ciudad para el ingreso de don Juan Antonio Alvarez de Arenales, quien lo hizo algunos días después, con tal algazara que en su informe a Roodeau así se refiere Arenales a esa fecha del 27 de abril: "Me he posesionado hoy de esta plaza, sin oposición, y con imponderables demostraciones de júbilo en lo general del pueblo".

Pero no se queda allí Arenales mucho tiempo ya que él también, movido por su propia historia, se pro­pone reconquistar su querida Cochabamba, de la que había sido gobernador, y así lo hace a mediados de mayo, rindiendo al gobernador realista don Antonio Uriburu y a su jefe militar coronel Francisco J. Velasco.

Arenales deja a Manuel Ascencio Padilla a cargo de Chuquisaca, y éste, dando muestras de responsabili­dad y modestia, convoca para ejercer el poder político a un ciudadano respetable, don Juan Antonio Fernán­dez, dejando para sí sólo el control militar de la región.

Las familias pudientes de la ciudad, que hasta entonces habían preferido apoyar a los realistas con­vencidas de su mayor poderío, habían ocultado sus riquezas, especialmente en los conventos y en los monasterios, descontando el saqueo de los Padilla y sus huestes. Pero Manuel Ascencio dio instrucciones a sus hombres, supuestamente incivilizados, de no tocar un solo doblón que no les perteneciese. Lo que fue religiosamente cumplido.

Se produce entonces su primer encontronazo con el general Rondeau, ya que éste lo conmina a abando­nar Chuquisaca, tratándolo poco menos que de usur­pador, y advirtiéndole que ya está en camino para hacerse cargo de su gobierno el coronel Martín Rodrí­guez. A pesar de su indignación y de los consejos de los suyos, los esposos Padilla obedecen estas órdenes y se retiran a su refugio de La Laguna.

En cuanto llega Rodríguez ordena la requisa de todos los tesoros que pudiesen encontrarse en Chuquisaca, sin obviar conventos y demás lugares sagra­dos con el pretexto burdo de evitar que los mismos cayeran en poder del enemigo y de brindarles la ade­cuada protección.

`El coronel Daniel Ferreira llegó a la casa donde tenía sus sesiones el tribunal confiscatorio designado por el coronel Martín Rodríguez, en los momentos en que se hacía el lavatorio del dinero. Esto era presenciado por el coronel Quin­tana, presidente del tribunal, quien le dijo: Ferreira, ¿por qué no toma usted algunos pesos?'. Este, aceptando el ofrecimiento, estiró su gigan­tesco brazo, proporcionado a su estatura, y con tamaña mano tomó cuanto podía abarcar. Quintana repitió entonces: ¿Qué va a usted a hacer con tan poco?; tome usted más'.

Entonces Ferreira, extendiendo su amplio pañuelo, puso en él cuanto podía cargar, algunos cientos.

"Con más generosidades como ésta, con lo que sustraerían los peones conductores, los cavadores, los agentes subalternos y algunos más, ¿qué extraño es que el caudal, cuando hubo de entrar en arca, hubiese disminuido notablemente? Se dijo que faltaba mas de la mitad. " (José Marta Paz, Memorias.)

No se detuvo aquí la codicia de Martín Rodríguez, sino que, ebrio de poder, hízose designar supremo director de la Provincia del Plata, en un arresto inde­pendentista que erizó la piel de Rondeau, quien orde­nó su inmediata destitución y su reemplazo por el amigo de Manuel Ascencio, don Juan Antonio Fernández.

Lo cierto era que la conducta del general en jefe del Tercer Ejército del Norte no era mejor, y como prueba de ello el mismo José María Paz nos relata lo sucedido después de la única victoria obtenida por Rondeau, en Puesto del Marqués:

"Nunca he visto, ni espero ver, un cuadro más chocante, ni una borrachera más completa. Los licores abundaban, y el frío y la fatiga de la noche antes, las excitaciones de todo género convidaban al abuso, que se hizo del modo más cumplido. Debo hacer justicia a los oficiales, pues, con pocas excepciones, no se vieron excesos en ellos.

"En las inmediaciones de La Quiaca, a tres o cuatro leguas del Puesto del Marqués, había otro cuerpo enemigo cuyo número no sabíamos y que no hizo sino presentarse en las alturas, para ser­vir de apoyo y reunión a los fugitivos. Es proba­ble que si doscientos hombres nos hubiesen atacado en aquellas circunstancias, nos derrotan completamente. Parecíamos más una toldería de salvajes que un campo militar.

"Dispénseme la acritud con que me expreso, porque ese día ha sido uno de los más crueles de mi vida. Veía en perspectiva todos los desastres que luego sufrió nuestro ejército, y las desgracias que iban de nuevo a afligir a nuestra patria."

A pesar de sus diferencias con Rondeau, los espo­sos Padilla esperaron en La Laguna seguros de que serían convocados para engrosar las filas del ejército que se aprestaba a la batalla contra los godos. Como dicho llamado no se produjese, Manuel Ascencio se desplaza hasta Pomata para entrevistarse con Martín Rodríguez, quien le informó que sólo necesitaban cabalgaduras y soldados ya que los puestos de mando estaban suficiente y adecuadamente cubiertos con los oficiales designados por el gobierno porteño.

Los Padilla, tragando saliva, sobreponiéndose a este nuevo desaire, optan una vez más por colaborar con los jefes abajeños convencidos de que todo sacrificio era bueno si las fuerzas realistas eran finalmente derrotadas y ese amado suelo y sus habitantes liberados del yugo hispánico. Cumplen entonces con lo solicitado y envían contingentes de animales y soldados que merecen el displicente elogio del coronel Rodríguez: "las fuerzas que me participó mandar no son despreciables, a ellas y las que pueda reunir en el curso do su marcha las destinaré a Pocoata". También le hace saber, nuevamente y como para que no que­den confusiones, que los esposos deberán permanecer en La Laguna, en espera de instrucciones y custodian­do las vías de acceso de aprovisionamiento realista.

No sólo fueron los Padilla los caudillos dejados de lado por Rondeau sino también todos los demás, con lo que el ejército patriota se vio privado del coraje, del patriotismo y del conocimiento del terreno de otros caudillo como Lanza, Zárate y Camargo. Los historiadores que defienden la decisión de Rondeau indican que éste no quería indisciplinar sus fuerzas incorporando a ellas jefes irregulares que si bien habían dado enorme pruebas de su bravura, no eran adecuados para desempeñarse dentro de las rigurosas estructuras de un ejército formal.

Capítulo XXI

A la Laguna llegaron las funestas noticias de la derrota de Rondeau en Venta y Media, el 21 de octubre de 1,815, y las posteriores depredaciones de los soldados en fuga, acuciados por una geografía avara en recursos naturales y por un clima de tem­peraturas extremas, y desamparados por un comandante que no sabía combatir organizadamente y tampoco era capaz de llevar a cabo una retirada con orden:

"La primera parada, después que salímos de Chayanta -relata Paz-, fue en un lugarejo miserable donde apenas había dos o tres ranchos que estaban, cuando llegué, atestados de gentes y cuando pedí víveres y forrajes para mis cabalga­duras, me contestó el indio encargado de suministrarlos que no los había, porque todo lo habí­an tomado los soldados que traía la coronela tal, la teniente coroneles cual, etc. Efectivamente vi a una de estas prostitutas, que, además de traer un tren que podía convenir a una marquesa era servida y escoltada por todos los gastadores de un regimiento de dos batallones, y las demás, poco más o menos, gozaban de los mismos privilegios. Esto sucedía mientras los heridos y enfermos caminaban, los más a pie, en un abandono difícil de explicar y de comprender".

Estas circunstancias debilitaron el ánimo de Padilla, quien llevó a cabo entonces lo que quizá sea su acción más controvertida, lo que, paradojalmente, lo humaniza y da aún más mérito a su indómito heroísmo, que no se alojaba en el alma de un superhombre sino en la de alguien que también estaba expuesto, aparentemente, a tentaciones.

Lo que sucedió fue que los realistas, conocedores de la postergación que estaban sufriendo los esposos Padilla por parte de Rondeau, e intuyendo sabiamente su bajo ánimo, consideraron que era un buen momen­to para insistir en el soborno.

Con ese fin enviaron una destacada comisión a cuyo mando iba el capitán don Pedro Blanco condu­ciendo a 100 hombres de infantería y 25 jinetes, todos ellos desarmados como evidencia de que iban en son de paz y respeto.

Uno de sus oficiales, el capitán Hernando de Cas­tro, se adelantó a la tropa para anunciarle al caudillo chuquisaqueño que el capitán Blanco deseaba entre­vistarlo para arribar a alguna fórmula de conciliación. Como prueba de confianza Castro se ofreció como rehén, para asegurar a los esposos que no se trataba de una celada, y quedó desarmado bajo la custodia de doña Juana.

El relato de la escritora Anzoátegui de Campero, quien sostuvo largas conversaciones con doña Juana cuando ésta aún vivía, revela que ésta se opuso viva­mente desde un principio a dicha entrevista, rogándo­le de todas las formas posibles a su esposo que no concurriese. Manuel Ascencio insistía en que la entre­vista sería secreta y que nadie se enteraría, y que su motivo para concurrir a ella era desentrañar cuáles eran las verdaderas intenciones de los godos. Doña Juana lo acusó de ingenuidad y le advirtió que si su actitud trascendía, como era muy posible que sucediese dado el estado de gran alerta de toda la gente de la región, los guerrilleros mal interpretarían sus motivaciones.

Según la escritora citada, la discusión habría llegado a un nivel de alto voltaje, inclusive de violencia, ya que doña Juana temía que el espíritu de su esposo se hubiese por fin dañado con tantas privaciones y tantas decepciones.

Habría entonces dicho:

-Escucha, Manuel Ascencio. Conozco la elevación de tus sentimientos y también la firmeza de tu carácter y de tus convicciones... pero sé también la astucia, la habilidad que distingue a los servidores del rey. Si su contacto empañara tu honradez... si te desviases de la senda del deber, ¡te juro que seré yo quien castigue tu infidencia a la causa de la patria!

Nuca se sabrá si la actitud del jefe guerrillero fue un quiebre en su moral o si, como siempre argumentase doña Juana en su defensa, sólo trataba de demo­rar a los godos para dar tiempo a que llegasen las partidas de los guerrilleros Cueto y Ravelo, con cuyo concurso se sentina ya en condiciones de darles batalla. Pe­ro lo cierto es que las prevenciones de su esposa se confirmaron, ya que, cumpliendo con un plan preestablecido, los hábiles Blanco y Castro esparcieron el rumor de que Manuel Ascencio Padilla se encontra­ba en Alcalá, considerándose perdido ya para la causa patriota y ofendido con los jefes del nuevo ejército auxiliar, negociando su rendición y la entrega de todas las fuerzas guerrilleras de la región.

Sabido es que en el espíritu humano una honda decepción puede hacer que un gran amor se transfor­me en un gran odio. Fue eso lo que sucedió en cientos de guerrilleros que tanto habían confiado en su gran jefe.

Difundida la noticia de su secreta reunión con los godos, en Alcalá y creída la intención de traicionarlos por parte de Padilla, se levantó un oleaje de hombres y mujeres enfurecidos que deseaban hacer justicia por sus propias manos y acabar con quien tanto los había defraudado.

Padilla, desprevenido, regresaba al encuentro de Juana, cuando fue rodeado por la turba rabiosa que exigía su cabeza.

Dentro de la casa donde a duras penas había logrado refugiarse, en precaria situación, encerrado con lla­ve, su esposa le exigió juramento de que todo lo que se decía de él era mentira. Así lo hizo Manuel Ascencio y eso fue suficiente para que la jefa guerrillera saliese a enfrentar a quienes querían lincharlo.

-¡Esperen! -gritó, haciéndose escuchar-. Si tienen ustedes razón yo seré la primera en atravesar el cuerpo de mi esposo si es cierto que ha querido traicionarnos. Pero antes será necesario someterlo a juicio.

Juana Azurduy quería ganar tiempo, hacer que el fuego homicida de esas personas se aplacase, en la esperanza de que si lograba distraerlos algunas horas la vida de Manuel Ascencio tendría alguna chance.

Varios de los guerrilleros, advertidos de la maniobra, protestaron y exigieron justicia inmediata y sin tanto trámite.

Ella volvió a imponer su voz y su presencia pode­rosas:

Yo soy aquí el jefe, no lo olviden -y luego agregó-: Para que tengan confianza en mis palabras serán ustedes los encargados de custodiar a mi esposo y deberán ustedes garantizarme que él llegará con vida al juicio que se celebrará lo más pronto posible.

Dicho esto, hizo un gesto hacia su esposo, quien pálido y mudo caminó hasta donde estaban sus otrora subordinados.

Además, sería imposible cobrarnos la vida de ninguno de nosotros, pues no está el "Tata" para darle los últimos sacramentos. Y nadie puede asumir la responsabilidad de enviar a uno de los nuestros al infier­no.

Él cura Polanco, a quien apodaban el "Tata", uno de los lugartenientes más confiables de Padilla, había quedado como rehén del capitán Blanco.

El ardid de doña Juana tuvo éxito, ya que las horas pasaron echando aceite en la rabia de quienes se sentían traicionados por quien tanto habían admirado. Y Padilla no tardó en rehabilitarse ante sus soldados con el coraje que demostró en la batalla librada pocos días después contra los hombres del capitán Blanco, quie­nes fueron arrollados por los patriotas a cuya cabeza, más valiente que nunca, iba Manuel Ascencio.

Una anécdota, relatada por el dueño de la casa escenario de los hechos ocurridos, don José Barrero, sugiere que entre doña Juana y el rehén español, el capitán Hernando de Castro, se habría desarrollado una fogosa relación de amor que tuvo como corolario que el oficial realista perdiera la vida durante la referi­da batalla enfrentando a sus propios compañeros de armas en defensa de doña Juana. Dícese que recibió en su cabeza un sablazo que iba dirigido a la jefa gue­rrillera y que luego murió desangrado en los brazos del mismo Barrero, auxiliado por doña Juana.

De ser esto cierto, veríamos que cada uno de los esposos se permitió casi simultáneamente un desliz en la coraza de sus convicciones, quizá para recobrarlas luego aún más vigorosas.

Capitulo XXII

Una vez más los Padilla regresaron a su querida Chuquisaca, donde fueron otra vez recibidos con muestras de cariño. Allí los alcanza una carta del general Rondeau en la que no sólo los anoticia de la injustificable debacle de Sipe-Sipe sino que también, irreverentemente, como si no los hubiese ofendido al dejarlos fuera de su ejército, como si no hubiese diez­mado las fuerzas de los Padilla con su mala conduc­ción, los urge a continuar en la lucha. Es decir, a guar­dar sus espaldas mientras huye desvergonzadamente:

"Cuartel General en Marcha.

"A 7 de Diciembre de 1815.

"Señor Coronel Comandante en jefe del Departamento de Chuquisaca, Don Manuel Ascencio Padilla:

"Después del contraste de nuestras armas en los campos de Sipe-Sipe y Viluma, me hallo en retirada con dirección a la ciudad de Salta, donde cuento con elementos de refuerzo, debiendo luego tomar de nuevo la ofensiva para volver sobre mis operaciones de guerra. Estaré de regreso sin que pase mucho tiempo. U.S. que ha prestado a la causa de la Patria tan constantes y distinguidos servicios, debe ahora redoblar sus esfuerzos para hostilizar entre tanto al enemigo sin perder los medios más activos y que sean imaginables para lo que queda U.S. autorizado ampliamente.

"Espero que en esta ocasiónserá U.S. tan diligente y entusiasta en obsequio de la Santa Causa de la Patria, como ha sido ejemplar y benemérita su conducta y su valor desde un principio en todos tiempos.

"Dios guarde a U.S. -Jose Rondeau. "

Para hacernos una idea del vigor en sus convicciones que evidencia la carta con la que Manuel Ascencio responde a Rondeaur, y en la que reafirma su indómita decisión de continuar en la lucha, hay que tomar en cuenta que un caudillo de los quilates de Antonio Alvarez de Arenales, vencida ya su moral por Sipe­Sipe, convencido ya de que nada cabía por hacer y que la ineptitud de Rondeau y la anarquía y venalidad de sus hombres habrían desperdiciado la última opor­tunidad en el Alto Perú, decide abandonar el campo de batalla y se dirige con sus hombres más fieles hacia Jujuy.

Imaginable es la indignación con que Padilla, seguramente alentado por su esposa, redactó la famosa carta que transcribimos en su totalidad porque así lo merece:

"Reservada.

"Señor General:

"En oficio de 7 del presente mes, ordena U.S. hostilice al enemigo de quien ha sufrido una derrota vergonzosa; lo haré como he acostumbrado hacerlo en más de 5 años por amor a la independencia, que es la que defiende el Alto Perú, donde los altoperuanos privados de sus propios recursos no han descansado en 6 años de desgracias, sembrando de cadáveres sus cam­pos, sus pueblos de huérfanos y viudas, marcado con el llanto, el luto y la miseria, errantes los habitantes de 48 pueblos que han sido incendiados, llenos los calabozos de hombres y mujeres que han sido sacrificados por la ferocidad de sus implacables enemigos, hechos el oprobio y el ludibrio del Ejército de Buenos Aires, vejados, desatendidos sus méritos, insolutos sus créditos y en fin el hijo del Alto Perú mirado como enemigo, mientras el enemigo españoles protegido (sic) y considerado. Sí Señor, ya es llegado el tiempo de dar rienda suelta a los sentimientos que abri­gan en su corazón los habitantes de los Andes, para que los hijos de Buenos Aires hagan desa­parecer la rivalidad que han introducido, adop­tando la unión y confundiendo el vicioso orgullo autor de nuestra destrucción.

“Mil ejemplares de horror pudieran haber irri­tado el ánimo de estos habitantes que U.S. llama en su auxilio. La infame conducta que con el mayor escándalo deshizo, rebajó y ofendió el virtuoso Regimiento de Cbuquisaqueños que babían salido a morir por su patria, la prisión de los Coroneles Centeno y Cárdenas por haber hostilizado a Goyeneche y debilitado sus fuerzas para que él las batiera y premiar a hombres que habían desolado a millares de habitantes (pero eran del Alto Perú), la pena impuesta a los Vallegrandinos por haber propuesto destruir a los enemigos para vengar sus agravios y los de la Patria. La prisión de mi persona por haber pedido se me designe un puesto para hostilizar a Pezuela con altoperuanos, que siempre sin sueldo, siempre a su costa, sin partidos y por solo la Patria, han sacrificado su vida y su fortuna, con otros millones de insultos que han sufrido en general todos los pueblos, desde el primer mandatario hasta el último cadete de Buenos Aires no han podido mudar el carácter honrado y sufrido de los altoperuanos, nosotros amamos de corazón nuestro suelo, y de corazón aborrecemos una dominación extrangera (sic), queremos el bien de nuestra Nación, nuestra independencia y desprecia­mos el distintivo de empleos y mandos, olvidamos el oro y la plata sobre la que hemos nacido y donde ha sido nuestra cuna.

"La justicia de nuestra causa y nuestros sacrosantos derechos, vivifican nuestros esfuerzos y nivelan nuestras operaciones contra esta generalidad de ideas. El Gobierno de Buenos Aires manifestando una desconfianza rastrera ofendió la honra de estos habitantes, las máximas de una dominación opresiva como la de España han sido adoptadas con aumento de un desprecio insufrible, la prueba es impedir todo esfuerzo activo a los altoperuanos, que el ejército de Buenos Aires con el nombre de auxiliador para la Patria se posesiona de todos esos lugares a costa de la sangre de sus hijos, y hace desaparecer sus riquezas, niega sus obsequios y generosidad.

"Los altoperuanos a la distancia sólo son nombrados para ser saheridos. ¿Por qué haberme destinado al mando de esta Provincia amiga sin los soldados que hice entre las balas y los fusiles que compré a costa de torrentes de sangre? ¿Por qué corrió igual suerte el benemérito Camargo mandándolo a Chayanta de Sub-delegado dejando sus soldados y armas para perderlo todo en Sipe-Sipe? ¡Olvídese muy en buena hora el empeño del Alto Perú y sus revoluciones de tiempos inmemorables para destruir la monarquía! Si Buenos Aires es el autor de esa revolución, ¿para qué comprometernos y privarnos de nuestra defensa.? El haber obedecido todos los altoperuanos ciegamente, el haber hecho esfuerzos inauditos, haber recibido con obsequio a los ejércitos de Buenos Aires , haberles entregado su opulencia, un degrado y. otros por fuerza, haber silenciado escandalosos saqueos, haber salvado los ejércitos de la patria ¿son delitos? ¿A quiénes se debe el sosten de un gobierno que siempre nos acuchilló? ¿No es a los esfuerzos del Perú que ha entretenido al enemigo, sin armas por privarle de ellas los que se titulan sus hermanos de Buenos Aires?

¿Y ahora que el enemigo ventajoso inclina su espada sobre los que corren despavoridos y saqueando debemos salir nosotros sin armas a cubrir sus excesos y cobardía? Pero nosotros somos hermanos en el calvario y olvidados sean nuestros agravios abundaremos en virtudes.

"Vaya US. seguro de que el enemigo no tendrá un solo momento de quietud. Todas las Provincias se moverán para hostilizarlo, y cuando a costa de hombres nos hagamos de armas, los destruiremos para que U.S. vuelva entre sus hermanos. Nosotros tenemos una disposición natural para olvidar las ofensas: quedan olvidadas y presentes. Recibiremos a U.S. con el mismo amor que antes, pero esta confesión fraternal, ingenua y reservada, sirva en lo sucesivo para mudar de costumbres, adoptar una política juiciosa, traer oficiales que no conozcan el robo, el orgullo y la cobardía.

"Sobre estos cimientos sólidos levantaría la patria un edificio eterno. El Altoperú será reducido primero a cenizas que a la voluntad de los Españoles. Para la patria son eternos y abundantes sus recursos, U.S. es testigo. Para el enemigo está almacenada la guerra, el hambre y la necesidad, sus alimentos están mezclados con sangre y, en habiendo unión para lo que ruego a U.S. habrá patria.

"De otro modo los hombres se cansan y se mudan. Todavía es tiempo de remedio: propenda U.S. a ellos si Buenos Aires defiende la América para los americanos, y si no...

"Dios guarde a U.S. muchos años. "La Laguna, Diciembre 21, 1815. Manuel Ascencio Padilla."

Un renombrado historiador boliviano señala que en ese potente "y si no..." debe buscarse la base del posterior deseo altoperuano de independizarse no sólo de España sino también de la Argentina, doble cometido que se cumplió en 1825.

Capítulo XXIII

De allí en más la acción de los partidarios altoperuanos fue aún más heroica, ya que al retirarse las tropas porteñas volvieron a quedar, y esta vez para siempre, a merced de la represión de los realistas. Esta fue tan brutal que recordemos que Bartolomé Mitre enumeró 105 caudillos, de los que cuando el Alto Perú logró su independencia en 1825 sólo quedaban vivos 9.

Lo tardío de la ruptura de sus cadenas con España, la más tardía de todas las naciones sudamericanas, indica también a las claras hasta qué punto fue vigoroso el dominio de los godos, quienes tuvieron en sus jefes y oficiales del Alto Perú algunos de sus más experimentados, hábiles y despiadados militares de la guerra americana.

Luego de Sipe-Sipe apenas quedaron el cura Muñe­cas e Larecaja, Betanzos entre Cotagaita y Potosí, Uriondo y Méndez en Tarija, Camargo en Cinti, Lanza en Ayopaya, el argentino Warnes en Santa Cruz de la Sierra y los esposos Padilla cubriendo la región entre Chuquisaca y La Laguna.

La mayoría de los nombrados pagaron caro su patriotismo y tuvieron finales trágicos. Así, por ejemplo, el presbítero Ildefonso Escolástico de las Muñe­cas, nacido en San Miguel de Tucumán, quien llegó a ser cura rector de la catedral del Cuzco. Ya en 1809, en el levantamiento de La Paz, se había decidido por la Revolución Americana y luego en 1814 tuvo activa participación en el alzamiento del cacique Pumacahua, cuyo infortunado desenlace lo obligó a buscar refugio en la inhóspita región montañosa de Larecaja.

Allí desarrolló una vigorosa acción guerrillera, sublevando en masa a las multitudes de esa región de probada tradición revolucionaria, a la que conducía en su doble condición de caudillo y sacerdote.

Cuando en 1815 el tercer ejército auxiliar argentino al mando de Rondeau se internó en el altiplano, el cura Muñecas fue uno de los muchos jefes locales que le prestaron apoyo. Junto con los caudillos Monroy, Carriere y Carrión, dirigiendo una tropa numerosa de indios y criollos, impidió que los realistas traspasaran el río Desaguadero. Finalmente, la superioridad numérica, estratégica y en armamento de su enemigos los deshicieron en los altos de Paucarkolla; Monroy al verse perdido se suicidó de un pistoletazo, en tanto que Carrión, Carrieri y otros cinco jefes revoluciona­rios fueron hechos prisioneros, fusilados y sus cabezas expuestas en picas a la vera del camino hacia La Paz, como escarmiento.

El cura Muñecas logró escapar y en muy poco tiempo había rehecho sus fuerzas, con las que luego de sucesivos encontronazos con las tropas realistas quedó dueño de una vasta región al norte y al este del Lago Titicaca.

Para el virrey Pezuela se transformó en una exigen­cia de primer orden el destruir a este caudillo, uno más de los que le impedía avanzar sobre las provincias rioplatenses, para no dejar al descubierto su reta­guardia. Para ello fue destacado un poderosísimo ejército al mando del coronel Agustín Gamarra, que logró cercar al cura Muñecas al pie del nevado de Sorata y lo aplastó en Colocolo, procediendo luego a pasar por las armas a todos los prisioneros.

Nuevamente logró escapar Muñecas aprovechando su conocimiento de la tortuosa geografía de la zona, pero fue prontamente denunciado por un indio compadre, cayendo en manos de las fuerzas españolas junto con los 30 fieles que aún lo acompañaban, los que fueron fusilados de inmediato.

El cura fue conservado con vida y el capitán limeño Pedro Salar recibió orden de trasladarlo ante la presencia de Pezuela en Cuzco, donde iba a ser degradado y ahorcado. Pero en el camino, cerca de Tihuanacu, fue asesinado por la espalda por indica­ción de Salar, seguramente cumpliendo órdenes supe­riores.

El cadáver del sacerdote fue rescatado por algunos indios que lo veneraban y enterrado en la capilla de Huaqui.

Otro mártir de nuestra independencia fue el gran caudillo José Vicente Camargo, con quien nuestra historia, igual que con los demás jefes de partidarios que combatieron en el Alto Perú, ha sido inmensa­mente injusta, debido a que sus lugares de nacimiento, como así también las regiones donde guerrearon, pertenecían entonces a las Provincias Unidas del Río de la a Plata, pero pasaron, a partir de 1825, a pertenecer a un nuevo país, Bolivia. Por lo que también dejó de reconocérseles su argentinidad y su ciclópea contribución a algunas de las mejores páginas de nuestra historia, sumergiéndolos en un olvido afren­toso.

Desde Cinti las montoneras de Camargo amenazaban constantemente la fortaleza de Cotagaita y mante­nían así las puertas abiertas para el ingreso de los ejércitos patriotas desde la Argentina. Sus acciones audaces y sorpresivas causaron honda preocupación a los jefes realistas, y decidieron a Pezuela a ordenar en enero de 1816 al brigadier Antonio María Alvarez marchar con 500 hombres sobre Cinti. Al caer la noche pene­traron en el valle, sorprendiéndose al divisar los cerros tachonados por numerosas fogatas. Eran los hombres de Vicente Camargo, que, advertidos por sus vigías, los esperaban armados de hondas, piedras y cuchillos. En la planicie, la caballería del mayor argentino Gre­gorio Aráoz de Lamadrid dio comienzo a sus maniobras, distrayendo al enemigo y permitiendo así que los descalzos y bronceados montoneros cayeran sobre los chapetones y los derrotaran.

Pezuela, sin salir de la sorpresa, ordenó al ''coronel Olañeta que alcanzara a Lamadrid y vengara la derrota de Alvarez. Tal orden se cumplió el 12 de febrero en las márgenes del río San Juan.

Pero seguían las guerrillas de Camargo obstruyendo el avance realista hacia el sur. Era necesario despejar de rebeldes toda la zona y para ello organizó una nue­va y poderosa expedición al mando del coronel Bue­naventura Centeno. En el mes de marzo arrollaron: a las avanzadas patriotas para apoderarse de Cinti, pero entonces chocaron con las milicias de Camargo, las cuales hicieron proezas de valor y causaron considera­bles bajas a las fuerzas de Centeno. Los refuerzos oportunos y las informaciones proporcionadas por dos traidores ayudaron a los del rey a salvar la situación.

“La batalla es de muchos episodios crueles, sangrientos, desarrollados del 27 de mayo al 3 de abril -escribe Heriberto Trigo-. Al amanecer de este último día los realistas toman de sorpresa el campamento de los patriotas. Herido, cae prisionero el guerrillero Camargo, y en el acto es pasado a degüello. No es el único a inmolado, pero su nombre seguirá siendo de gloria y bandera de combate."

Esta etapa marca la aparición de jefes realistas de mayor ferocidad que los hasta entonces conocidos; también de mayor eficacia en el cumplimiento de sus misiones. Entre ellos cabe destacar al coronel Francisco Javier Aguilera, quien se dirigió hacia el oriente para acabar con Padilla y con Warnes, y el mariscal de campo don Miguel Tacón, quien fue destinado a Potosí.

Inauditamente, es éste también un período de triunfos y de victorias de las fuerzas irregulares de los Padilla sobre los cada vez mejor organizados y bien pertrechados ejércitos del rey.

Entre las más importantes se encuentra la de El Villar, en la que, por su valor y por haber conquistado una bandera, doña Juana es premiada, a instancias de Belgrano, con el grado de teniente coronel del Ejército Argentino, lo que la colmará de orgullo.

Cabe señalar que la relación de los Padilla con Buenos Aires siempre fue muy estrecha, a pesar de las decepciones y malos tratos que sufrieran por parte de los porteños. A pesar de ello su insignia siguió siendo la bandera azul y blanca y por ello el color celeste fue la contraseña entre los patriotas, tanto que el cruel Tacón imponía graves castigos y penas para las muje­res que, en Potosí, llevasen algo celeste en su vestimenta.

La buena relación de Manuel Ascencio y Juana fue, esencialmente, con el general Belgrano, a quien apre­ciaban y respetaban, sentimientos que éste les corres­pondía en grado superlativo. Para él era clarísima la gran importancia que los jefes de partidarios como los esposos Padilla tenían para el buen éxito de la revolución desatada el 25 de mayo de 1810, ya que las fuer­zas realistas no podían desguarnecer su espalda ante esa amenaza y por lo tanto se veían impedidos de avanzar victoriosamente sobre Buenos Aires, aunque los ejércitos abajeños hubiesen sido destrozados, como había sucedido luego de Huaqui, de Vilcapugio y de Sipe-Sipe.

Esta fue la razón por la que no sólo distinguió a doña Juana sino también a Manuel Ascencio:

"Señor Coronel de Milicias Nacionales, don Manuel Ascencio Padilla.

"Incluyo a Ud. el despacho de Coronel de Mili­cias Nacionales a que le considero acreedor por los loables servicios que se me ha instituido está ejerciendo en esos destinos de libertarlos del yugo español lo que ya ha jurado nuestro Soberano Congreso, resuelto a sostenerlo con cuantos arbi­trios quepan en los altos alcances de su elevada austeridad. (...)

"En el entretanto, poniéndose Ud. y toda su gente bajo la augusta protección de mi generala que lo será también de Ud., Nuestra Señora de Mercedes, no tema Ud. riesgos en los lances acor­dados con la prudencia, pues ella siempre es declarada por el éxito feliz de las causas justas como la nuestra.(...)

"No deje Ud. de comunicarme siempre que pueda sin inminente riesgo los resultados de sus empresas, sean favorables o adversas, para mi conocimiento y poder y o tomar las medidas que considere oportunas.

"Dios guarde a Ud. muchos años.

"Tucumán a 23 de octubre de 1816.

Manuel Belgrano".

Esta designación llegó cuando hacía ya varias semanas que la cabeza de Padilla, sus ojos vaciados por hormigas, gusanos y caranchos, lucía empicada en el extremo de un palo al lado de otra, de mujer, que sus asesinos supusieron de doña Juana.


 Capítulo XXIV

Don Manuel Ascencio Padilla murió como había vivido: heroicamente, y en la única forma que hom­bres como él morían en ese entonces: ferozmente.

Los realistas habían acumulado más fuerzas que nunca con el objetivo de liquidar a la guerrilla de los esposos. En Tinteros, Padilla con 1000 indios y 150 fusileros había triunfado sobre sus enemigos, aunque a costa de importantes pérdidas entre las que se encontraban Feliciano Azurduy y Pedro Barrera.

En Pitantora la columna de Prudencio Miranda había sido atacada por los tablacasacas, pero había logrado contenerlos y luego ponerlos en fuga. No tuvo tanta suerte el guerrillero Lorenzo Granieta, cuya partida fue deshecha en Tipoyo.

Para Juana y Manuel Ascencio era evidente que su situación era más comprometida que nunca, ya que sus espías les informaron que Miguel Tacón con 2000 hombres había partido de Chuquisaca en una acción combinada con Francisco Javier de Aguílera, quien con 700 hombres también avanzaba desde Vallegran­de. La finalidad era tomar a los Padilla entre dos fue­gos.

Padilla, que siempre tuvo un alto sentido de la estrategia militar, ordenó a los montoneros de Yampa­ráez y Tarabuco, dirigidos por Carrillo, Miranda y Ser­na, que salieran al encuentro de las fuerzas de Tacón para detenerlas. El a su vez se atrincheraría en La Laguna para cortar el avance de Aguilera.

Pero la prolongación de una guerra desfavorable y la irrefutable evidencia de que las fuerzas argentinas ya no volverían, por lo que el triunfo de los patriotas era, más que difícil, imposible, fomentaban las deser­ciones en las filas rebeldes y también las traiciones.

El guerrillero Mariano Ovando, quien había pertenecido a las partidas guerrilleras y que conocía a fondo las costumbres y las tácticas de los Padilla, se pasó al bando contrario y enseñó al coronel Aguilera la senda para llegar a La Laguna velozmente adelantándose a Manuel Ascencio.

Los expertos que han estudiado la batalla de La Laguna aseguran que Padilla equivocó la táctica, ya que tratándose de un campo abierto envió a su inferior infantería por el centro a atacar las fuerzas rivales mientras la caballería al mando de Cueto debía embestir contra la retaguardia enemiga.

Pero a su frente estaba el coronel Aguilera, un hombre de gran coraje y curtido en muchas batallas, quien odiaba hondamente a Padilla y no sabía lo que era el miedo. Las tropas realistas aguantaron a pie firme el ataque patriota y luego avanzaron resueltamente, envolviendo al enemigo y entablando una lucha cuerpo a cuerpo sangrienta que duró varias horas., al cabo de las cuales los guerrilleros se vieron obligados a retirarse en desorden.

La catástrofe pudo evitarse porque la caballería de Cueto alcanzó a sostener su orden y protegió admira­blemente la fuga de los infantes.

Esto sucedió el 13 de septiembre de 1816. Al día siguiente, Padilla entró al Villar con las fuerzas que le quedaban y allí acamparon en el santuario, que era el lugar prefijado para el encuentro, y esperó a que se le fueran juntando quienes vagaban dispersos por la zona.

Allí estaba también doña Juana, quien había queda­do como reserva con algunos guerrilleros y una pieza de artillería, custodiando el parque de municiones y la caja de caudales.

Las heridas, la derrota y el agotamiento hicieron que los rebeldes perdieran reflejos de prudencia que eran la única garantía de supervivencia en esa guerra tan despiadada. Pero por sobre todas las cosas, nunca sospecharon, porque nunca se habían enfrentado con un jefe como Aguilera, que los seguiría con tanta tena­cidad y sigilo al mando de una fuerte columna de caballería, cayendo sobre los guerrilleros como un alud de pólvora y metralla sin darles tiempo de orga­nizarse y matando a quienes no lograban huir.

La sorpresa, esta vez, sembró pánico y desorden en las filas de los perpetuos sorprendedores. La teniente coronela, imperturbable, acudió sin hesitar a la resis­tencia, con ese vigor nunca desmentido, luchando en primera línea, recibiendo un proyectil en la pierna al iniciarse la lucha y enseguida otro aún más grave en su pecho, aunque se esforzó por que los suyos no se apercibiesen de ello, resistiendo la creciente vehemencia del dolor y el sangrado para no provocar el desá­nimo en las filas patriotas.

Leamos la algo pomposa y emocionada descripción de Joaquín Gantier:

"Deshechas las columnas libertadoras, cundió el desorden en el campamento y no se dejó esperar el desastre. Minutos después los ‘Leales’ y todos huían sin escuchar la imponente voz de su caudillo, ni las amonestaciones de la heroína que aún luchaba a brazo partido.

"Solos ya los esposos Padilla, fueron los últi­mos en abandonar el teatro póstumo de sus heroicas hazañas. Padilla, seguido del padre Mariano Polanco y una mujer que acompañaba a doña Juana, que iba en último término, se alejaban precipitadamente, pero tarde... Un grupo de caballería a cuya cabeza se precipitaba Aguilera estaba apunto de apresar a doña Juana, lo cual notando el valeroso y ejemplar esposo tornó bridas para salvar a su amada compañera, descargó sus pistolas logrando derribar a uno de los oficiales, entretanto, ganaba distancia doña Juana.

"Mas, había llegado el término de las fatigas para el óptimo espíritu del valeroso guerrillero que trabajó e hizo más resistencia que los grandes ejércitos contra las fuerzas coloniales y pasa­se al reposo de la inmortalidad.

"Cargando con el arrojo del que mide el peli­gro y hace abnegación de su vida, sable en mano se lanzó contra sus enemigos, pero pronto una bala hirió de muerte al indomable caudillo que desplomado cayó para dar reposo a su fati­gado organismo y la ascención triunfal a su generosa alma ".

El coronel Aguilera decapitó al derribado Padilla allí mismo, y a continuación, con sus manos ensan­grentadas y con una feroz expresión de triunfo en su rostro alzó el macabro trofeo por los pelos y lo exhibió a soldados y oficiales que prorrumpieron en alaridos de victoria.

Luego, con el mismo sable chorreante, destroncó también a la amazona que iba al lado de Manuel Ascencio y que erróneamente creyeron que era doña Juana.

El mismo Aguilera, satisfecho, anticipando el júbilo que la noticia provocaría en sus superiores en Lima, encajó los cuellos en el extremo de largas picas que ­ luego alzaron en la plaza de El Villar para terror y escarmiento de quienes desearan oponerse al rey.

Existe otra versión de la muerte de Padilla y es la que dio el arriero traidor, Manuel Ovando, cuya declaración fue recogida por el doctor Adolfo Tufiño en 1882, cuando Ovando contaba 105 años de vida:

"Cuando las armas patriotas flaquearon ante las impetuosas cargas de los realistas, dejando un sinnúmero de muertos, emprendió Padilla la fuga, así como los demás, por la abra de la bajada a Yotala.

"Nunca se me hubiera proporcionado mejor ocasión para realizar mi meditada venganza, no perdía de vista al guerrillero en el combate; y tan luego que torció la brida y apretó los ijares de su mula, me apresuré a seguir a Aguilera que se propuso perseguirlo personalmente; pero su bestia fátigada y sin aliento para tal acto se lo impedía, es que entonces aprovechando del brío de mi caballo, me precipité tras el Caudillo, él me amenazó al darse vuelta con la pistola amarti­llada, la que en su desgracia había estado sin cargar. Bajaba precipitadamente envuelto en su poncho de castilla color aurora y a dos brincos me puse a corta distancia de él, en media bajada a Yotala, donde le descargué dos tiros sucesivos de pistola, que lo derribaron en tierra bañado en su sangre; es entonces que descabalgándome y encontrándolo exánime, me asomé con el puñal a cortarle la cabeza, acto que trató de impedírmelo el intruso padre Polanco, conocido por "el Tata", pretexto de prestarle los auxilios espirituales, pero una amenaza enérgica de mi parte, apartó de la escena al desgra­ciado sacerdote, mi paisano.

"La cabeza del Caudillo fue presentada a Aguilera quien se la llevó a La Laguna a exhibirla en una pica".

Juana Azurduy, mientras tanto, sosteniéndose apenas sobre su cabalgadura debido a la importancia de las heridas que la iban vaciando de sangre, continuó la huida acompañada de unos pocos leales.

Pronto la alcanzarían los informes de que su marido había sido muerto y, a diferencia de otras tantas veces en que ella confió en que la sagacidad y el coraje de Manuel Ascencio desmentirían tal tragedia, esta vez estuvo segura de que nuevamente el destino le había asestado un terrible golpe.

Dudó en volver atrás para ella también inmolarse junto a su querido esposo, pero, demasiado débil y convencida por sus compañeros, continuó la difícil fuga hacia el valle de Segura de tan funestas memorias.

Juana Azurduy
(Letra: Féliz Luna - Música: Ariel Ramírez)

Juana Azurduy,
flor del Alto Perú:
no hay otro capitán
más valiente que tú.

Oigo tu voz
más allá de Jujuy
y tu galope audaz,
Doña Juana Azurduy.

Me enamora la patria en agraz,
desvelada, recorro su faz;
el español no pasará
con mujeres tendrá que pelear.

Juana Azurduy,
flor del Alto Perú,
no hay otro capitán
más valiente que tú.

Estribillo

Truena el cañón,
préstame tu fusil
que la revolución
viene oliendo a jazmín.

Tierra del sol
en el Alto Perú,
el eco nombra aún
a Tupac Amaru.

Tierra en armas que se hace mujer,
amazona de la libertad.
Quiero formar
en tu escuadrón
y al clarín de tu voz
atacar.