Juana Azurduy (Parte II)

Mario `Pacho´ O' Donnell 





Capítulo VII

Esta vez el jefe era el general Manuel Belgrano, quien, según se había difundido ya por la región, demostraba, muchas mejores condiciones que el anterior, González Balcarce, quien con su comandante político, Joan José Castelli, desperdiciaron la gran oportunidad que se les había presentado al encontrar casi todos los pueblos altoperuanos alzados entusiastamente en armas contra el ocupante.

Belgrano, a diferencia de sus antecesores, no parecía dispuesto a cometer sus mismos errores, sobre todo las manifestaciones sacrílegas, malas copias del revolucionarismo francés, que habían llevado, por ejemplo, a viejo conocido de Manuel Padilla, Bernardo Monteagudo, a oficiar misas negras en la iglesia de Laja y a pronunciar sermones sacrílegos, escandalizando a una población que desde el último indio hasta el primer realista se manifestaba profundamente católica, por convicción o por temor.

Entonces Padilla se había presentado ante González Balcarce ofreciendo sus hombres para fortalecer el ejército abajeño, y el jefe porteño lo había aceptado pero incorporando a esos patriotas como soldados rasos y separándolos de su jefe, a quien concedió un conmiserativo cargo de suboficial.

El gran caudillo altoperuano había debutado así en su conflictiva relación con los ejércitos libertadores que subían desde el Río de La Plata, desempeñando un papel mucho menos preponderante que el que hubiese deseado y merecido en el desastre de Huaqui.

Ahora las cosas parecían ser distintas. Belgrano era un hombre justo y respetuoso de las costumbres y de las creencias de los lugareños, y además había derrotado a los ejércitos realistas nada menos que en dos batallas, en Salta y en Tucumán, luego cíe la cual, en un gesto que le había ganado la simpatía de los habitantes de la región y también el encono de sus superiores en Buenos Aires, había amnistiado a todos los rendidos, inclusive a su jefe, el arequipeño Mariscal Pío Tristán, aceptándoles la rendición y dejándolos en libertad con honores y a tambor batiente con la simple promesa de no volver a emplear las armas en contra de la causa patriota.

Los esposos Padilla se presentaron ante el general Belgrano y de inmediato y hasta el final de sus días se estableció entre ellos una vigorosa corriente de simpatía y de comprensión.

Belgrano supo apreciar que tenía ante sí dos colaboradores de gran valía y así lo reflejó en los informes que enviaba a Buenos Aires.

Doña Juana, enfervorizada, recorre las tierras de Tarabuco convocando voluntarios para unirse a la lucha por la independencia y por la libertad.

Su presencia en los ayllus era tan imponente, encabritada sobre su potro entero y apenas domado, haciendo entrechocar su sable contra la montura de plata potosina, enfundada en una chaquetilla militar que lucía con un garbo varonil que la embellecía como mujer, tan absolutamente convencida de aquello que también convencía a Manuel Ascencio, que llegó a reunir a 10.000 soldados.

-Es la Pachamama -susurraban los indios, ilusionados de que si la seguían les sucederían cosas buenas.

Los esposos habían recibido instrucciones de Belgrano de reclutar voluntarios, alistarlos y unirse a las tropas que pronto chocarían contra las fuerzas realistas.

El hecho de que Juana fuera mujer, y tal estirpe de mujer, decidía a muchos hombres a unirse a la lucha y, lo que era más remarcable, también lo hacían no pocas mujeres, anticipando lo que sería aquel formi­dable cuerpo de amazonas que debería ocupar mejor lugar en nuestra Historia.

Manuel Ascencio, menos aureolado por lo mágico o lo religioso, prometía que, de obtener la victoria, las tierras sobre las que indios y cholos dejaban sus vidas al servicio de patrones despiadados volverían a ser suyas como lo fueron en los tiempos del Collasuyo, el imperio indígena.

Sus dominios, eso era lo que aymaras y quechuas Veían representado en doña Juana, la Pachamama, la madre tierra, aquello que ellos añoraban, que les había sido arrebatado en una guerra que habían perdido y desde la que vivían sometidos entregando su sudor y su sangre sin que a cambio los godos les die­ran más que sufrimiento, indignidad y muerte prematura.

Las tropas argentinas de Belgrano representaban, una vez más, la posibilidad de que el triunfo estuviera próximo.

Aunque Castelli y González Balcarce hubieran fracasado ignominiosamente.

Pero eran los aliados naturales de los caudillos altoperuanos por cuanto tenían el mismo enemigo: las tropas españolas que bajaban desde Lima para sofocar la rebelión que había estallado a orillas del Río de la Plata.

Sin embargo, quizás para no despertar los celos de las tropas regulares y de sus oficiales, en los campos de Vilcapugio Belgrano dispuso que los Padilla y sus hombres se ocupasen de transportar los pesados cañones a través de escarpadas montañas hasta situarlos en los lugares adecuados.

De esta manera, otra ve Manuel Ascencio fue simplemente testigo, tascando el freno y ahogando la rabia, de una. derrota de los ejércitos patriotas en los que él tanto confiaba para asegurar la victoria contra España.

De todas formas cumplieron cabalmente con lis instrucciones posteriores del abatido Belgrano y protegieron la retirada de las divisiones del general Díaz Vélez hacia Potosí.

Doña Juana quiso saber de boca del mismo jefe del ejército por qué se les había negado una participación más directa en la contienda, segura ella que de no haber sido así otra habría sido la suerte de esa batalla.

Al parecer el general argentino le respondió que existían dudas acerca de la disciplina que pudiera imponerse a fuerzas tan desacostumbradas a la formalidad de un ejército regular.

Herida en su amor propio pero demostrando su excepcional espíritu, la amazona decidió organizar un batallón que denominó "Leales", al que le inculcó tácticas y estrategias militares que pudo aprender de algunos textos que el mismo Belgrano le facilitó.

La mística alrededor de la figura de la esposa de Manuel Ascencio Padilla continuaba creciendo en vastas regiones del Alto Perú, adquiriendo características sobrenaturales. Fortalecida su identificación con', la Pachamama, el austero Bartolomé Mitre en su Historide Belgrano dice: "doña Juana era adorada por los naturales, como la imagen de la Virgen".

En campaña solía llevar un pantalón blanco de corte mameluco, chaquetilla escarlata o azul, adornada con franjas doradas y una gorra militar con pluma azul y blanca, los colores de la bandera del general Belgrano, quien le había obsequiado su espada favorita ',,en cierta ocasión en que presenció su bizarría y arrojo, prenda que doña Juana lucía con gran estima.

Los Padilla exhibieron el azul y el blanco en vesti­mentas e insignias en solidaridad con el general porte­ño y en desacuerdo con el Triunvirato de Buenos Aires, que a través de Bernardino Rivadavia obligó a Belgrano a abjurar de su bandera y hacerla desapare­cer.

Buenos Aires era cómplice de la actitud de Gran Bretaña, que se había comprometido a apoyar a los gobiernos revolucionarios de América del Sur siempre y cuando éstas no adoptaran posturas independistas que pudieran afectar su política de hipócritas buenas relaciones con España, a la que pretendía arrancar las mayores facilidades comerciales en sus colonias americanas.

Es así que la utilización de doña Juana de los colo­res celeste y blanco, cuya historia conocía pues solían los esposos Padilla sostener pláticas con el comandante en jefe del ejército argentino, puede considerarse un gesto de reconocimiento y de simpatía hacia quien, cuando izó por primera vez la insignia a orillas del río que luego sería llamado, en conmemoración, juramento, fue severamente reprendido por las autoridades por­teñas, quienes le ordenaron deshacerse de ella y volver a enarbolar la roja y gualda de la corona española.

No le fue mejor más tarde cuando, en camino hacia el Alto Perú, festejando el segundo aniversario de la proclama de Mayo, vuelve a reemplazar el estandarte real por la bandera celeste y blanca, la que hace ben­decir por el cura Gorriti y pasear por las calles de la ciudad.

Enarbolada en el Cabildo y saludada por salvas de los cañones, Belgrano hizo formar las tropas ante ella, arengándolas con lo que para muchos fue una verda­dera declaración de independencia, alejada de las especulaciones politiqueriles de sus gobernantes.

"El 25 de Mayo será para siempre memorable en los anales de nuestra historia, y vosotros tendréis un motivo más para recordarlo porque sois testigos, por primera vez, de la bandera nacional en mis manos, que nos distingue de las demás naciones del globo (...). Esta gloria debernos sostenerla de un modo digno con la unión, la cons­tancia y el exacto cumplimiento de nuestras obli­gaciones hacia Dios (...). Jurad conmigo ejecutarlo así, y en prueba de ello repetid; ;Viva la Patria!".

Su comunicación al Triunvirato le es respondida por el inconfundible estilo de Rivadavia:

"El gobierno deja a la prudencia de V. S. mismo la reparación de tamaño desorden (la jura de la bandera), pero debe prevenirle que ésta será la última vez que sacrificará basta tal punto los respetos de su autoridad y los intereses de la nación que preside y forma, los queja más podrán estar en oposición a la uniformidad y orden. V.S. a vuelta de correo dará cuenta exacta de lo que haya hecho en cumplimiento de esta superior resolución".

Buenos Aires privilegiaba el temor a desagradar al embajador Lord Strangford.

Furioso y despechado, don Manuel responde el 18 de julio de 1812, sincerándose que en las dos oportunidades había izado la bandera para"exigir a V.E. la declaración respectiva en mi deseo de que estas provin­cias se cuenten como una de las naciones del globo". Pero no dictando la independencia el gobierno no le cabía otra conducta que recoger la bandera "y la desharé para que no haya ni memoria de ella -escribe con conmovedor despecho-. Si acaso me preguntan responderé que se reserva para el día de una gran victoria y como ésta está muy lejos, todos la habrán olvidado".

La bandera celeste y blanca se izó en la Fortaleza de Buenos Aires recién tres años más tarde, luego de caído Alvear a raíz de su fracasada intentona de defe­nestrar a San Martín como gobernador de Mendoza sustituyéndolo por el coronel Perdriel.

Ya en los llanos de Ayohúma, Belgrano convocó a los Padilla a integrarse protagónicamente en sus fuerzas, y colocó a doña Juana y a Zelaya, otro de los lugartenientes predilectos de Manuel Ascencio, en su flanco derecho junto con otras fuerzas regulares.

El general Pezuela, militar de experiencia y de pro­badas condiciones, informó al virrey Abascal luego de sus triunfos frente a los ejércitos revolucionarios:

"Las tropas de Buenos Aires presentadas en 1Vilcapugio y Ayobúma, es menester confesar que tienen una disciplina, una instrucción y un aire y despejo natural como si fuesen francesas -el mayor elogio en aquellos años napoleónicos-. Pero si las mandan Belgrano o Díaz Vélez serán sacrificadas; estos jefes no supieron hacer el menor movimiento cuando obligándoles yo a variar su primera posición, no se dieron disposición de ocuparlas alturas".

También José María Paz, quien participó en la batalla, a pesar del afecto y del respeto que evidencia hacia Belgrano, es muy crítico en sus Memorias:

"El general Belgrano en Ayobúma no debió con tanta anticipación ocupar el campo que había elegido, revelando de este modo sus inten­ciones; pudo situarse a corta distancia y, en el Momento preciso, tomar la iniciativa y batir al enemigo, según lo deseaba. Pezuela nos presentó la más bella ocasión de vencerlo, bajando tan lenta como estúpidamente una cuesta que era un verdadero desfiladero, ante nuestra presencia; si en esos momentos es atacado, es más que probable que hubiera sido deshecho. El general Belgrano no se movió, por esperarlo en el campo de su elección. Más tarde, el enemigo se colocó casi a nuestra derecha, destacando una fuerza a flanquearnos, y el plan de nuestro general se trastornó del todo: demasiadamente aferrado en su idea, no pudo salir del circulo que él mismo se había ceñido".

Las tropas regulares del flanco derecho defeccionan rápidamente y se desbandan en completo desorden, pero los "Leales" de Juana Azurduy luchan en forma extraordinariamente corajuda y tenaz a pesar de que enfrentan a las armas de fuego realistas solo con hondas y macanas, pero soportan el ordenado y eficaz embate de las experimentadas tropas del rey durante largo rato hasta que son inevitablemente arrasadas en ese flanco de Charahuayto.

Fue a raíz de esta acción que Belgrano, indignado con sus propias fuerzas y emocionado con el coraje de doña Juana y sus "Leales", le obsequia su espada, que ella lucirá hasta su última batalla.

La de Ayohúrna tiene gran importancia para los Padilla pues no sólo significa la retirada de los ejérci­tos rioplatenses en los que ellos habían depositado tanta esperanza, sino que también implica a la convic­ción definitiva de que de allí en más los caudillos altoperuanos deberían arreglárselas por sí mismos sin esperar demasiada ayuda de tropas abajeñas.

Lamentablemente, la historia por venir les dará la razón.

A partir de allí los esposos Padilla sistematizan lo que hasta entonces sólo ha sido una acción impulsada por el coraje y la desesperación y se esfuerzan por dar coherencia a una estrategia bélica, la guerrilla o guerra de partidarios; de extraordinaria relevancia y precocidad, que sólo tiene parangón con la que lleva a cabo Guemes simultáneamente en Salta y Jujuy.

Quizás en su contacto con los doctores de Chuquisaca, Manuel Ascencio haya escuchado algo sobre la resistencia de las guerrillas españolas contra el invasor francés. Aunque ello es improbable.

Capítulo VIII

Juan Hualparrimachi era un joven cholo que cierto día se presentó ante los esposos Padilla y se propuso para integrar sus fuerzas. Desde el primer momento quedaron éstos muy impresionados por la apostura y la inteligencia de este joven que acababa de salir de la adolescencia, pero que ya expresaba ideas claras en cuanto a su decisión de luchar por un mundo mejor.

Pero mucho más sorprendente fue cuando fueron desentrañando la genealogía de Hualparrimachi: éste afirmaba, y nada lo desmentía, ser hijo natural de Francisco de Paula y Sanz, quien había gobernado Potosí, al servicio del rey de España, durante varios años, haciéndolo con probidad y acierto, lo que le ganara un considerable prestigio en la ciudadanía. De Paula Sanz era, y esto era sabido de uno y otro lado del océano, también hijo ilegítimo, nada menos que de un rey de España, Carlos IV.

Su odio al español provenía no sólo de su reacción ante la injusticia a que eran sometidos él mismo y sus pares, sino también, a nivel más personal, a la absoluta desconsideración con que su padre, quien fuera luego fusilado por Castelli al entrar en Potosí, había tratado a su madre, una bellísima indígena, quien, para completar una genealogía deslumbrante, era descendiente directa del inca Huáscar.

Ello no impidió que el arrogante español, luego de mantenerla amancebada durante un cierto tiempo, la abandonara más tarde en la miseria y la depresión que la llevaron a una muerte prematura.

Hualparrimachi se ganó prontamente la confianza y el afecto de doña Juana, que lo trató como a uno más de sus hijos, quizás como las señoras distinguidas de entonces trataban a sus criados preferidos.

Mientras que Manuel Ascencio, confiado en el ascendiente que el joven cholo tenía sobre sus iguales y apreciando la habilidad letal que demostraba en el manejo de la huaraca, rápidamente le asignó el puesto de su lugarteniente.

El cholo Hualparrimachi era extremadamente valiente y eficaz en los encarnizados entreveros, y ata­caba a sus enemigos con una ferocidad que impresionaba a propios y ajenos, lo que hizo que su fama, aumentada por los relatos idealizados, se expandiera por la región.

Pero tan sorprendente que parecía descabellado, Hualparrimachi era, entre tanto odio y devastación, poeta. Y los tiempos han demostrado que sus poesías, redactadas en quechua, tenían talento:

¿Chekachu, urpílay,
Ripusaj ninqui,
Caru llajtata?
¿Manan cutinqui?...

“Rinayqui ñanta
Ckabuarichibuay,
Nauparisuspa, buackaynillaybuan
Chajcbumusckayqui.
“Rupbaymantari, nibuajtiyquiri,
Huackayniyllari,
Ppuyu tucuspa
Llantuycusuncka.
“¡Aucharumij buabuan!
¡Auca Kakaj churin!
¿Imanasckataj
Sackeribuanqui?

Traducción de Joaquín Gantier:

¿Es verdad, amada mía que dijiste,
me voy muy lejos para no volver?
Enséñame ese camino, que adelantándome,
Lo regaré con mi llanto.
Cuando me digas del calor del sol,
mi llanto, en nube convertido te hará sombra.
¡Hijo de la piedra! ¡Hijo de la roca!
¿Cómo me has dejado?


 Una de las funciones que Manuel Ascencio le asignaría a Hualparrimachi fue la de colaborar con doña Juana en la custodia de sus hijos.

Capitulo IX

La región en que combatieron los esposos Padilla­ Azurduy, integrante de las Provincias Unidas del Río e la Plata hasta 1825, se extiende desde el norte de Chuquisaca hasta las selvas de Santa Cruz, o sea, la última del contrafuerte andino al oriente, compren­diendo las ramificaciones de la cordillera de Los Fray­les y las serranías de Carretas, Sombreros y Mandinga, por cuyas vertientes corren los ríos de Mojotoro, Tomína, Villar, Takopaya, Tarvita, Limón, Pescado, Sopachuy y otros. Los pueblos principales son Presto, Mojotoro, Yamparáez, Tarabuco, Takopaya, Tomina, Ía Laguna y Pomobamba, pueblos estos últimos que ostentan hoy los nombres de nuestros protagonistas: Padilla y Azurduy.

La zona es propiamente la que comprende en la actualidad el departamento de Chuquisaca, exceptuando la provincia de Cinti, que queda al sur.

De esta guerra, que llama "Guerra de las Republiquetas", dice Mitre en su Historia de Belgrano y de la independencia argentina:

“Es ésta una de las guerras más extraordinarias por su genialidad, la más trágica por sus sangrientas represalias y la más heroica por sus sacrificios oscuros y deliberados. Lo lejano y aislado del teatro en que tuvo lugar, la multiplicidad de incidentes y situaciones que se suceden en ella fuera del círculo del horizonte histórico, la humildad de sus caudillos, de sus combatientes y de sus mártires, ha ocultado por mucho tiempo su verdadera grandeza, impidiendo apreciar con perfecto conocimiento de causa su influencia militar y su alcance político".

Como guerra popular, la de las Republiquetas precedió a la de Salta y le dio el ejemplo, aunque sin alcanzar igual éxito. Como esfuerzo persistente, que señala una causa profunda y general, duró quince años, sin que durante un solo día se dejase de pelear, de morir y de matar en algún rincón de aquella elevada región mediterránea.

La caracteriza moralmente el hecho de que, sucesiva o alternativamente, figuraron en ella ciento dos caudillos más o menos oscuros, de los cuales sólo nueve sobrevivieron a la lucha, pereciendo los noventa y tres restantes en los patíbulos o en los campos de batalla, sin que casi ninguno capitulara ni diese ni pidiese cuartel en el curso de tan tremenda guerra.

Su importancia militar puede medirse, más que por sus batallas y combates, por la influencia que tuvo en las grandes operaciones militares, parali­zando por más de una vez la acción de ejércitos poderosos y triunfantes.

Lo más notable de este movimiento multiforme y anónimo es que, sin reconocer centro ni caudillo, parece obedecer a un plan preconcebido, cuando en realidad sólo lo impulsa la pasión y el instinto.

Cada valle, cada montaña, cada desfiladero, cada aldea, es una Republiqueta, un centro local de insurrección, que tiene su jefe independiente, su bandera y sus termópilas vecinales, y cuyos esfuerzos convergen, sin embargo, hacia un resultado general, que se produce sin el acuerdo previo de las partes.

Y lo que hace más singular este movimiento y lo caracteriza es que las multitudes insurreccionadas pertenecen casi en su totalidad a la raza indígena o mestiza, y que esta masa inconsistente, armada solamente de palos y de piedras, cuyo concurso poco pesó en las batallas ortodoxas, reemplaza con eficacia la acción de los precarios ejércitos abajeños, contribuyendo al triunfo final tanto con sus derrotas como con sus victorias, esporádicas y casi milagrosas.

Sus telégrafos eran tan rápidos corno originales, porque sus comunicaciones las hacían con el fuego. En las cumbres de casi todas las montañas existían puestos de indígenas que con ojos de águila observaban cuanto sucedía en los pueblos, caminos o llanuras.

Una hoguera visible en alguna altura, orientada en tal o cual dirección, encendida con maderas diversas, desde muy larga distancia avisaba a los guerrilleros la ruta que seguían las fuerzas realistas, su composición y hasta su número.

De ahí la razón por que los peninsulares eran casi siempre sorprendidos por los patriotas y el motivo por el que éstos casi siempre lograban burlar las persecuciones de sus enemigos.

"Para ellos no había cuartel, sabían que iban a ser bárbaramente inmolados si eran hechos prisioneros, y a pesar de todo nunca el miedo ni el desaliento tuvo cabida en sus generosos pechos, hasta que después de más de dieciséis años de lucha constante, sin que ésta tuviese tregua ni un día, ni una hora, vieron brillar en el cielo de su patria el hermoso sol de la libertad

Los esposos guerrilleros quedaron vinculados por el norte con Arenales y Warnes, por el oriente con Umaña y Cumbay y por el sur con Camargo y las guerrillas de Tarija.

Varios hombres esforzados y audaces combatieron a sus órdenes, como Hualparrimachi, Zárate, Pedro Padilla, Fernández, Torres, Rabelo, Cueto, Carrillo, Callisaya, Miranda, Serna, Polanco y otros.

Hubo algo en esta guerra que doña Juana jamás pudo asimilar: que el grueso de las tropas realistas estuviese compuesta por americanos altoperuanos como ella. No sólo la soldadesca sino también muchos de sus oficiales.

El mismo coronel Francisco Javier de Aguilera, el despiadado, quien años más tarde enlutaría trágicamente su vida, era nacido en Santa Cruz de la Sierra.

¿Cómo reclutaban los godos a los altoperuanos por cuya libertad, en absurda paradoja, sus hermanos ofrendaban sus vidas combatiéndolos?

Muchos de ellos se unían a las tropas del rey por la fuerza y se sometían como durante siglos se habían sometido a encomenderos y mitayos.

Otros lo hacían por la paga, muy superior a la que recibirían alineados en el bando patriota. No eran pocos los que combatían convencidos de hacerlo contra el "supay", convencidos de que se trataba de una "guerra religiosa", exitosa acción psicológica de los realistas a la que estúpidamente contri­buyeron los radicalizados Castelli y Monteagudo con sus "misas negras", irreverencias y sermones blasfe­mos.

-Sueño con los rostros de aquellos compatriotas altoperuanos como yo a los que maté con mi propia lanza -se lamentaba Juana Azurduy en su vejez-. Jamás me lo perdonaré.

Capítulo X

Los Padilla han decidido instalar su refugio en la Laguna y doña Juana envía a Hualparrimachi para que traiga a sus hijos.

El joven cholo cumple una vez más, impecablemente, con la instrucción recibida a pesar de los riesgos que debe sortear en el trayecto hasta el lugar elegido, que de allí en más sería escondrijo y hogar.

Era una posición de difícil acceso ubicada en las serranías entre Chuquisaca y Potosí que además permitía tener base de comunicación con la estación de1 cacique Cumbay, cuyos dominios estaban en San Juan de Piraí.

A veces cuando huidas, luchas o reclutamiento les dejaban algún día de paz, los Padilla observaban como iban creciendo sus niños.

Manuel siempre encaramado a algún árbol, demos­trándose a sí mismo y demostrando a los demás que nada le era imposible; y si alguna rama se partía y lo arrojaba sobre el duro suelo de pedregullo nunca permitía que su rostro expresase el más mínimo dolor.

A pesa de sus pocos años en su cuerpo ya se adivinan músculos y tendones vigorosos, y cuando se enfadaba su mirada era fuerte y altiva.

A Mariano le gustaba jugar con amazonas y soldados, y ­ todos lo hallaban dueño de un encanto muy seductor. Cuando se proponía algo, lo lograba a través de un hábil manejo de las situaciones, y el era capaz de imponer su voluntad sin que el otro se diese cuenta.

Juliana, a diferencia de Mariano que era el más blanco, mostraba la tez cobriza coloreada por su ascendencia indígena. Imitaba en todo a su madre, y a pesar de sus tres años de edad ya conseguía mantenerse sobre la grupa de un caballo lanzado al galope.

En cuanto a Mercedes, todos sus sentidos estaban todavía puestos en mantener el equilibro yendo de los brazos de Hualparrimachi a los de alguna chola sonriente, en incesantes y alborozadas idas y vueltas que no retaceaban revolcones.

A su padre le gustaba arrojarla al aire con sus fuertes brazos y recogerla entre las risas de su hija menor, confiada, en que ese ser amado jamás permitiría que nada malo le sucediese.

Los Padilla continúan la lucha, aunque cada vez más convencidos de que, a la espera de algún milagro proveniente del Río de la Plata, sus aliados deberán hallarlos en la región.

Su buena relación con los indígenas y el conoci­miento de su idioma, de los que Hualparrimachi era sólo un notorio ejemplo, les rindió grandes beneficios en su lucha.

Fue así como el cacique Cumbay, el poderoso jefe indio guaranítico que dominaba las selvas de Santa Cruz y gran parte del este de Chuquisaca, a favor del gran ascendiente que por su heroísmo y rectitud tenia sobre sus súbditos, como así también por su preocupación en la buena formación militar de sus flecheros, se presentó un día en el campamento de los esposos guerrilleros.

Lo hacía a instancias del general Belgrano, a quien Cumbay había querido conocer y rendir honores. El jefe argentino le había hecho grandes elogios de los Padilla.

Cumbay parece interesado fundamentalmente en conocer a doña Juana, tanto es así que desciende de su caballo blanco que le obsequiara Belgrano e inclina, en un gesto inusitado para un jefe tan poderoso, su cabeza en señal de pleitesía, mientras sus hombres disparan sus flechas hacia el cielo lanzando ese alari­do colectivo que tanto terror siembra en sus enemi­gos.

Doña Juana, emocionada y vacilante, como que­riendo de alguna manera corresponder el gesto de Cumbay, atina a quitarse el vistoso y multicolor pon­cho que manos fervorosas y laboriosas han tejido para la Pachamama y se lo entrega a su nuevo amigo. También su esposo busca el mejor trofeo de guerra, un arcabuz de chispa, y se lo obsequia a Cumbay.

Luego, sentados sobre el polvo del suelo, conversan durante largas horas, al cabo de las cuales el cacique guaraní hace señales para que algunos de sus mejores soldados permanezcan a las órdenes de los Padilla.

Este pacto de amistad y de apoyo recíproco durará mucho tiempo y Manuel Ascenció podrá contar con los guerreros guaraníticos de Cumbay aun en los momentos más difíciles.

Como cuando, luego de la derrota de Ayohúma, el desánimo cunde por las regiones bajo su dominio y le resulta extraordinariamente difícil reclutar partidarios de refresco, a los que antaño convencía más con la promesa de lo que la victoria repartiría que por convicciones patrióticas de rebelión contra el opresor.

Las sucesivas derrotas de los ejércitos argentinos terminado por demostrar a los lugareños que las razas realistas son poderosas y que están mejor comandadas que las fuerzas regulares abajeñas, de las que poco pueden ya esperar. Por el contrario, la experiencia les enseña que las fuerzas de Castelli y Balcárce, Belgrano, y más adelante de Rondeau y de Aráoz de Lamadrid, comandantes de los cuatro ejércitos que Buenos Aires enviará para tratar de conquistar Lima atravesando el altiplano, producen consecuencias similares: al principio el entusiasmo y la adhesión de los caudillos de la guerra de recursos, luego una pro­gresiva desilusión por los desplantes y errores de los porteños, y más adelante, al caer éstos derrotados ante los realistas más como consecuencia de sus propios defectos que por virtudes de sus enemigos, quedan al descubierto y expuestos a la feroz represión quienes los han apoyado, ya sea con las armas o con víveres, ya sea integrando sus fuerzas o dándoles refugio en los momentos difíciles.

A pesar de las dificultades y de los negros momen­tos, Manuel Ascencio y Juana no vacilan en continuar la lucha. Y no se trata de que hayan llegado a un pun­to de imposible retorno, ya que los jefes realistas son suficientemente inteligentes como para alternar una feroz represión con los intentos de soborno a las prin­cipales figuras rebeldes.

Es así como Goyeneche hace llegar a Manuel Ascencio una propuesta a través de su lugarteniente, el coronel Díaz de Letona, quien le ofrece todo tipo de garantías y de honores, un cargo bien remunerado y también una importante suma de dinero para que abandone la lucha.

-Qué chapetones éstos, me ofrecen mejor empleo ahora que me porto mal que antes cuando me portaba bien. -Doña Juana no vacila un segundo. Y su esposo tampoco. Ambos redactan una ejemplar nota de respuesta:

"Con mis armas haré que dejen el intento, convirtiéndolos en cenizas, y que sobre la propuesta de dinero y otros intereses, sólo deben hacerse a los infames que pelean por su esclavitud no a los que defienden su dulce libertad como yo lo hago a sangre y fuego ".

No fueron los esposos los únicos en rechazar sobornos. A fines de 1816 el general De la Serna invita al caudillo Francisco Uriondo a cambiar de bando,“seguro -le decía- de que disfrutará de las gracias en mi proclama prometo, de que olvidaré lo pasa­do, y de que se le acogerá sin faltar a nada de lo que ofresco”.

Uriondo contestó con un largo documento en el que afirmaba que su espada"será para emplearla en la más tirana garganta de los gobernadores de esta infeliz provincia, que atropellando todas las leyes justas han provocado a los cielos, han infamado hasta los extremos más degradantes las armas del Rey que dicen defender, han hollado con crueldad los sagrados derechos de la humanidad. Con que vea Vuestra Excelencia si podré yo, sin entrar en público atentado, pasar a la compañía de esos criminosos cuyo extermi­nio impera de mi mano esta ofendida provincia".

Lamentablemente, no todas estas propuestas corruptoras fueron rechazadas, sobre todo a medida a situación que la situación rebelde fue empeorando con el correr del tiempo.

La extremada debilidad política y militar en que los Padilla habían quedado en el Alto Perú luego de las derrotas de Be1grano hacía que los cuatro niños Padilla tuvieran que seguir a sus padres en una interminable marcha de escape y escondite, sufriendo privaciones y dificultades que sus padres y Hualparrimachi trataban de disimular prestándoles toda la atención que les era posible, jugando y enseñándoles.

Dicha debilidad obligaba a los esposos a dar muestras d­e que la lucha continuaba. Y que esta lucha era contra la opresión y la injusticia y nunca con objetivos de beneficio propio, pues ello hubiese terminado por aislarlos completamente. Esto hacía que cuando algún indio o algún cholo era sometido a maltrato por parte de un funcionario del gobierno, subiese hasta el refugio de los Padilla para contárselo o les enviase el mensaje a través de algún chasqui, y entonces los esposos organizaban operaciones de escarmiento.

Por ejemplo, si algún alcalde se había excedido en el cobro de los impuestos, lo emboscaban en algún punto de las sendas que ellos conocían bien, le quita­ban la bolsa del dinero recaudado y la enviaban al pueblo para que se repartiera entre los que habían sido víctimas de la codicia, no sin antes haber separa­do algo para poder dar de comer a sus hijos. También para sostener su lucha comprando vituallas, mulas y armas.

Las necesidades logísticas de sus tropa eran gene­radoras de indisciplinadas incursiones de algún lugar­teniente levantisco y aprovechado que, con pretexto de que los Padilla lo necesitaban, se apoderaban por la fuerza del grano almacenado, las cabras y las galli­nas que constituían las únicas pertenencias y garantías de subsistencia de los habitantes de la región.

No faltaban las oportunidades en que dichas fecho­rías eran cometidas por supuestos lugartenientes de Manuel Ascencio y Juana, sin que jamás hubiesen inte­grado sus fuerzas.

Lo que aliviaba el disgusto de los lugareños con los jefes guerrilleros era que la prepotencia y crueldad de los realistas era, de todas maneras, más terrible.

Cierta vez, para impedir que se cometieran atroci­dades en su nombre, Padilla hizo arcabucear a un impostor en la plaza de Yamparáez. Había sido Hualparrimachi quien lo capturó.


 Capitulo XI

El joven cholo había desarrollado una fuerte relación con los niños, sobre todo los varones Manuel y Mariano, quienes aprendían del joven indio las habilidades de la selva, cómo sacarle punta a una flecha, cómo tensar un arco, cómo atravesar peces con una lanza, cómo cazar monos y hacer sabrosa su carne, cómo trepar hasta la copa de los árboles para vigilar.

Al mismo tiempo consideraban natural que ese joven apuesto de brazos nudosos y de piernas bien tornea­das les recitase bellas poesías acompañándose de su quena:

Luz que me despiertas en cada mañana,
con la sonrisa rosada de otra aurora que llega,
y, muy despacio, va dorando el cielo,
mientras un sol madrugador, entibia
del aire la caricia...

Manuelito aprendió rápidamente a revolear la "huaraca", y lanzaba la piedra, que debía ser de aerolito para tener más peso, lejos y con notable puntería.

Su hermano era menos vigoroso, pero tenía Mariano, en cambio, una notable inteligencia para esconderse haciéndose inhallable o para desplazarse con tanto ssigilo que desconcertaba al mismísimo Hualparrimachi. Felices y jadeantes, los niños rogaban al guerrero­ poeta que los premiase con alguna de sus creaciones.

¡Apu Inti, del mundo todas las maravillas
con ti despiertan y ellas son mis amigas!
¡Buenos días, aurora clara!
¡Buenos días, quieta montaña!
¡Ah sol, toda oro, y en la noche, de plata!

Buen día, cielo limpio con sol recién nacido, pasto
flor, río calmo, arroyo cristalino...
A ti arroyo, te hablo:
Mañanera, suave brisa
si está mi amada despierta,
llévale este hato de besos,
que en mi boca tengo presos.

En cuanto llegas, amigo sol,
lo que la noche esfuma con su oscuridad,
se llena de vida, luz y color
¡Buen día, Apu-Inti! ¡Buen día, mi Dios-Sol

No te vuelvas ardiente,
no la hieras quemante.
Sé bueno, tus rayos entibia.

Torna tu luz tan suave,
que hasta su rostro llegue,
cual tímida caricia, como ese beso leve,
¡que mis labios ansiosos,
a darle no se atreven!

Corriente de agua clara, tú que copias su imagen
y la llenas de besos, cuando la baña tu agua,
¿No te das cuenta cuán feliz eres?

Hoy otro día nace, donde todo está riente,
Y, como todo es un sueño dichoso y transparente,
mi alma enamorada, le envía su saludo.

Se ha dormido mi pena. Se la llevó la noche.
¡Al arribo del día mi dolor queda mudo!

Se sentían orgullosos los niños de que fuese Juan Hualparrimachi, nieto de rey europeo y descendiente de monarca incaico, quien estuviese a cargo de ellos, pues a sus oídos llegaban comentarios de su extraordinario valor en las batallas, de su lealtad hacia sus jefes, de cómo las jóvenes indias suspiraban por su amor.

Una de sus hazañas más mentadas fue cuando él y Juana rescataron increíblemente a Manuel Ascencio, caído preso luego de una acción algo descabellada que tuvo por misión la de escarmentar á un tal Carvallo que en nombre del subdelegado del cantón de Tapala, don Manuel Sánchez de Velasco, cometía toda' clase de abusos contra los nativos.

Era tal su despotismo que cuando los indígenas no podían oblar los excesivos tributos que él pretendía cobrarles les confincaba por la fuerza todas sus propiedades, la vivienda, las cosechas, los bueyes, condenándolos a la miseria más absoluta y a la inevitable muerte por inanición.

Pero no terminaban aquí sus hazañas sino que a los oídos de los Padilla llegaban inacabables denuncias acerca de torturas y asesinatos que Carvallo y sus secuaces cometían como una forma de imponer su voluntad por el terror.

Ese terror realista que tan bien describiese el Tambor Vargas, un casi analfabeto y modesto integrante de las tropas patriotas que durante años llevó un diario en el que describía con una desapasionada objetividad la tragedia que se desarrollaba ante sus ojos.

Uno de sus relatos más conmovedores es aquel en el que un adolescente es ajusticiado públicamente sin que alcanzase a comprender qué era lo que iban a hacer con él y, mucho menos, por qué:

"Uno de ellos era un jovencito de la puna, así llaman a los de las pampas de Oruro y de todo lugar frígido; dicen que salía de la iglesia al patíbulo comiendo un mollete, que es el pan que hacen del áspero de la harina de la flor, sin saber por qué lo mataban ni dar crédito de que iba a ser víctima, salía con una frescura de áni­mo, y siempre mascando iba el jovencito, el señor cura que lo ayudaba le decía: `-hijo, ya no es tiempo de que comas, en este momento vas a la presencia del divino tribunal, pídele misericordia, llámale que te ayude, te defienda del enemigo malo; a este tenor palabras dirigidas y propias Para el presente asunto, el indiecito nada hablaba comiendo el mollete, hasta que le replicaba al cura. `tata cura, desde anteanoche estoy sin comer, acabaré de comer todavía, llévenme despacio pues, ¿y no pudiera ver todavía cómo estarán mis carneros cargados, después me volviera pronto, y entonces les acompañaré, hasta donde quieran me llevan pues, le suplicaba a un soldado que le dé licencia, después promete que le ayudará a cargar el fusil aunque sea todo el día y mañana más, llega al patíbulo, lo sientan y lo afusilan, todavía el pan en la boca, el indiecito no había acabado de tragar siquiera, lo que causó la mayor compasión, hasta los soldados enemigos se regresaron llorando viendo al difunto con el pan en la boca y en la mano, a este infeliz inocente, aún más dicen que dijo a tiempo de que un soldado y oficial le dicen que se siente:`déjenme nomás ya pues, mi madre me retará, qué dirá de mi tardanza', así pues se manejaban los fieles vasallos de su majestad el rey de España".

Manuel Ascencio y Juana no se amedrentaban y consideraron que una vez más era necesario demos­trar a los habitantes de la región que ellos no eran insensibles a las barbaridades de los godos y plancaron una ­acción de represalia contra el tal Carvallo. Sólo así estarían en condiciones de solicitar colabora­ción cuando la necesitasen, ya sea reclutando guerre­ros o aprovisionándose de víveres; cabalgaduras o municiones.

Eran momentos difíciles, y Padilla sólo contaba para la acción con su esposa, Hualparrimachi y José Ignacio Zárate, un caudillo proveniente de la republi­queta de Porco, que ante la desazón y la deserción que habían cundido entre las filas patriotas después del desastre de Ayohúma había decidido unir sus huestes a las de Padilla para hacerse más fuerte. Estos lo acogieron con gran satisfacción, ya que las mentas sobre Zárate lo señalaban como persona de gran cora­je y gran convicción en su lucha contra los realistas.

Deslizándose en las sombras, el 19 de febrero cíe 1814 Padilla y Zárate penetraron en la alcoba de San­chez de Velasco y lo apresaron. La estrategia que habí­an diseñado consistía en aprovechar el terror que Zárate infundía con sus correrías, en las que no aho­rraba las crueldades de la época, las que difundidas entre los partidarios del rey le habían echado fama de hombre despiadado. Fue así como, para cubrir la acción de comando de Zárate y Padilla, doña Juana y Hualparrimachi recorrieron el rancherío gritando: "¡Aquí está Zárate! ¡Aquí está Zarate! ¡Huyamos! ¡Huyamos!".

La táctica fue eficaz y lograron que la mayoría huyera despavorida y buscara refugio aterrorizada.

Satisfechos con el éxito logrado, los guerrilleros dejaron libre a Sánchez de Velasco y regresaron a su punto de origen, cargados de pertrechos y algunas riqueza que habían logrado saquear. Pero lo que no previeron fue que Carvallo, fortuitamente fuera del campamento, además de ser persona de avería era también avezado militar, logrando reunir velozmente una partida con la que salió en busca de los patriot­as, sorprendiéndolos al descampado y despreveni­dos.

En estas circunstancias fue clara la dificultad que significaba para los esposos llevar consigo a sus cuatro hijos, ya que, ante la sorpresa, Juana y Hualparrimachi se ocuparon de ponerlos a salvo, dejando solos frente a los atacantes a Zárate y a Manuel Ascencio, los que luego de una bravía pero muy, despareja escaramuza fueron heridos y apresados.

Los realistas no perdieron el tiempo en estaquear a Padilla y a su compañero, cuyo nombre aún descono­cían, y comenzaron a torturarlos como una forma de ir preparándose para el goce de la muerte. Juana y Hual­parrimachi comprendieron que debían obrar con gran premura y audacia si querían salvarles la vida, y no vacilaron en hacerlo luego de dejar a Manuel, Mariano y las dos niñas escondidos en la casa de una familia india leal.

En el estiramiento de los tormentos y la consiguien­te demora en la pena capital influyó no sólo el ebrio regodeo sádico sino también la intervención de Sán­chez de Velasco, quien no olvidaba que Padilla y los demás le habían perdonado la vida, y exigía como autoridad que antes de ser pasados por las armas, dado que por la importancia de los reos él debería informar a la superioridad, los prisioneros recibieran la extremaunción de un sacerdote.

Los realistas, ya en un estado de franca borrachera, habían pasado de los golpes a la utilización de las armas blancas, y se divertían ahora en hacerles cortes a Padilla y a Zárate entre burlas y carcajadas.

De pronto del exterior llegaron voces alarmadas que anunciaban el regreso del tal Zárate, ese campeón el terror que erizaba la piel de los godos. Los tortura­dores interrumpieron sus tareas y salieron a preparar la defensa ante tan temible ataque.

Como es de imaginar, se trataba de Juana y de Hualparrimachi, quienes disparando al aire y arrastran­do ruidosas ramas de Cola por el suelo, desgañitándo­se en gritos de amenaza y de alarma, habían tenido éxito en crear confusión, y los prisioneros aprovecha­ron para huir a todo lo que daban sus piernas.

Capítulo XII


Estos éxitos, sumados a la expansiva aureola de Pachamama que seguía adquiriendo doña Juana, per­mitieron a los Padilla engrosar sus tropas. Pero tam­bién ayudaban las buenas nuevas: desde el sur venían gentes anunciando que se estaba organizando otro ejército auxiliar abajeño, financiado en gran parte con los tesoros que Belgrano había saqueado de la Casa de Moneda en Potosí, lo que le había granjeado la antipatía de muchos altoperuanos. Mucho más cuando s­e supo que al retirarse huyendo luego de sus derrotas había intentado volar tan bello e histórico edificio.





Lo relata José María Paz, quien entonces era un joven capitán. Eran los días posteriores al desastre de Ayohúma:

"El enemigo no estaba quieto, y nuestra per­manencia en Potosí no podía ser larga. El 18 por la mañana se dio la orden de marcha para esa tarde, y a las dos estuvo la infantería formada en la plaza, y la caballería en la calle que está al costado de la Casa de Moneda. Las tres serían cuando se marchó el general Belgrano con la pequeña columna de infantería, quedando solamente el general Díaz Vélez con nosotros, que seríamos ochenta hombres. Se empezaron a notar algunos secretos entre los jefes más carac­terizados, y había en el aire algo de misterio que no podíamos explicarnos. Luego estuvimos al corriente de lo que se trataba ".

Se dieron órdenes a los vecinos de la plaza y demás cercanías a la Casa de Moneda para que aban­donasen sus casas con sus familias y se retirasen a una distancia mayor a las veinte cuadras, Nadie compren­día el objeto de estas órdenes, y las casas, lejos de desocuparse, se cerraban con sus habitantes dentro, lo más seguramente que podían. Poco a poco fue acla­rándose el misterio y empezó a divulgarse el motivo de tan extraña resolución:

“Para persuadir al vecindario a que abando­nase por unas horas sus casas y al populacho de la calle que se retirase, se creyó conveniente ir haciendo revelaciones sucesivas. Se les dijo, primero, que corrían inminentes peligros si no obe­decían; luego, que iban a ser destruidas sus casas y perecerían bajo sus ruinas; finalmente, se les confesó que el sólido y extenso edificio de la Casa de Moneda iba a volar a consecuencia de la explosión que baria un gran depósito de pólvora que iba a incendiarse".

Y no se trataba de un engaño, puesto que, efecti­vamente, se había resuelto en la reunión del Alto Mando hacer volar la Casa de Moneda para que los realistas, que se acercaban pisando los talones de los vencidos patriotas, no pudiesen sacar provecho de ella.

"La sala llamada de la fielatura, porque en ella se pesan las monedas que han de acuñarse, queda al centro del edificio y está más baja que lo restante de él. En esta sala se habían colocado secretamente numerosos barriles de pólvora, para cuya inflamación debía dejarse una mecha de duración calculada para que a los últimos nos quedase el tiempo bastante de retirarnos. "

Estaba el sol próximo a su ocaso, cuando el gene­ral Díaz Vélez, cansado de órdenes e intimaciones que no se obedecían, y en que empleó a casi todos los ofi­ciales y tropa que formaban la retaguardia, resolvió llevar a efecto el proyecto, aunque fuese a costa de los incrédulos y desobedientes.

Ya se prendió la mecha, ya salió el último hombre de la Casa de Moneda, ya se cerraron las gruesas y ferradas puertas de la gran casa, cuando se echaron de menos las inmensas llaves que las aseguraban:

"Vi al general en persona agitándose como un furioso y pidiéndolas a cuantos lo rodeaban; pero ellas no aparecieron. Entretanto el tiempo urgía, la mecha ardía y la explosión podía suceder de un momento a otro. Fue preciso renunciar al empeño de cerrar las puertas y, contentándose el genenal con emparejarlas, montó en su 'Doncella­' (su mula tenía este nombre) y dio la voz de partir a galope".

La precipitada marcha no se detuvo hasta el Soca­vón que está a una legua de la plaza, adonde llegaron al anochecer. Deseando gozar en su totalidad del terri­ble espectáculo de ver volar en pedazos un gran edifi­cio y quizá media ciudad, las tropas hicieron el cami­no con la mirada vuelta hacia atrás:

"Yo aseguro que no separé un momento la visa de la dirección en que estaba la Casa de Moneda, lo que me originó un dolor en el pes­cuezo que me duró dos o tres días después".

Llegaron al Socavón desconfiando ya de que Ocu­rriese la explosión. Un cuarto de hora después ya era certidumbre que la mecha había sido apagada o sus­traída.

El general Belgrano, decepcionado y rabioso cuan­do vio fallida la operación, hizo un último esfuerzo por llevarla a cabo:

“El capitán de artillería don Juan P. Luna se presentó ante nosotros con una orden del Comandante en Jefe para que se pusiesen a su disposición veinticinco hombres de los mejor montados con los que debía reingresar en la ciu­dad y en la Casa de Moneda, volver a preparar y encender la mecha encendida que la hiciese volar".

Pero esto ya era imposible, pues el vecindario potosino, que no quería ver destruido el más valioso ornamento de su pueblo, ni derrumbadas sus casas, tampoco morir sepultado bajo sus ruinas, hubiera hecho pedazos al capitán y sus veinticinco hombres. Luna llegó a los suburbios, olfateó de qué se trataba y se retiró prudentemente.

La mecha había sido apagada por el oficial traidor N. Anglada, mendocino, del ejército patriota, quien, bien parecido, se dejó seducir por una dama realista enterada por el mismo Anglada del plan de voladura, quien lo convenció de arrancar la mecha y de ocultar las llaves que cerraban la puerta de acceso.

El plan de Belgrano, absolutamente comprensible desde un punto de vista militar, ya que se trataba de quitar recursos al enemigo, y que mucho se parece al "éxodo jujeño" de tiempo después, es una mancha indeleble que opacó la figura de don Manuel ante los altoperuano, orgullosos de un edificio 
tan vello que recibe el apelativo algo excesivo de “el Escorial de América”.






Capitulo XIII






Doña Juana transcurrió un raro tiempo sin comba­tes, alternando su honda relación con Padilla y su maternal dedicación a sus hijos con la organización de un escuadrón al cual dio el pomposo y excesivo nom­bre de "Húsares", porque los nativos eran muy sensi­bles a los nombres extranjeros. Se encargó también de dotarlos de un uniforme precariamente concebido pero suficientemente marcial, para ser lucido con orgullo y altivez.





Este regimiento tuvo su bautismo de sangre el 4 de marzo de 1814 en la batalla de Tarvita. Enterado el matrimonio guerrillero de que avanzaba un nutrido regimiento realista al mando del comandante Benito López, se emboscaron en un desfiladero con el fin de sorprenderlo y destrozarlo, y en el momento oportuno atacaron con sus fuerzas considerablemente inferiores.

Los tablacasacas eran un escuadrón bien pertrecha­do y disciplinado, y pudieron resistir el embate que Manuel Ascencio condujo a su cabeza, reagrupándose para salir en persecución de los guerrilleros.

Pero fue en ese momento cuando los "Húsares" comandados por doña Juana entraron en acción y se precipitaron contra el flanco izquierdo de los godos, mientras que Zárate hacía lo mismo, en una maniobra bien combinada, contra el derecho.

Después de dos horas y media de cruento comba­te, la acción se definió en favor de los patriotas. López, el comandante español, huyó y buscó refugio en el pueblo de Tarvita.

Habían escogido para atrincherarse la casa del cura, que era espaciosa y de paredes anchas. En los lugares de acceso levantaron barricadas de adobe, convirtie­ron los ventanucos del granero en aspilleras y, así parapetados, esperaron el ataque.

No tardó mucho en oírse el griterío de los indios y cholos que avanzaron sobre la casa, pero varios de ellos rodaron sobre el suelo, alcanzados por los certe­ros disparos que partían desde el interior.

Padilla, cambiando de táctica, ocultó preventiva­mente a sus hombres en los ranchos vecinos e intentos incendiar el refugio enemigo, mas tampoco obtuvo resultado, ya que los precavidos españoles habían cubierto de barro el techo.

-Cuando yo vaya a arrimar una escalera en aque­lla esquina -dijo, indicando con su diestra-, todos a pegar tiros y tiros a las ventanas...

Te van a matar. ¿Qué es lo que vas a hacer? -pro­testó doña Juana.

-Ya lo verás. Con que... denle duro. -Y se alejó por una calle estrecha.

Cesó por unos momentos el ataque. Ningún dispa­ro, ninguna voz. El corazón de la guerrillera latía de inquietud; sus ojos, de tanto mirar el ángulo indicado, se empañaban. Luego el tiroteo se renovó con mayor intensidad, porque cautelosamente Padilla se aproxi­maba ya al granero arrastrando una escalera que arri­mó en el ángulo donde no había troneras y trepó al techo cargando un bulto y su fusil.

¿Qué era lo que intentaba?, se preguntaron sus par­tidarios. Los disparos continuaron aceleradamente y el vocerío de los indios era ensordecedor. Padilla hora­daba ahora el techo con el arma.

-¡Al asalto! ¡Al asalto! -gritó Hualparrimachi ense­ñando su cara ensangrentada y los indios envalentona­dos corearon con ímpetu.

El caudillo continuaba trabajando como un catea­dor de minas. Había hecho un boquete.

Los de adentro no se daban cuenta de lo que esta­ba sucediendo en el techo, atentos a la amenaza de asalto, a los disparos, a esos indios que avanzaban por delante y por detrás del granero.

Rozando la frente de Padilla silbó lentamente una bala. Impertérrito, obcecado, siguió su trabajo hasta concluirlo. Tomó entonces el bulto, que no era otra cosa que un cesto de ají, lo amarró con un lazo de cuero remojado y, convenientemente sujeto a su fusil, lo incendió, dejándolo caer por el boquete. Volvió a cubrir el agujero con barro y paja y saltó desde el techo entre el clamor de sus guerrilleros.

Los realistas vieron pender sobre sus cabezas una brasa gigante que humeaba con insoportable olor y, sintiéndose cegados y al borde de la asfixia, abando­naron la lucha. El humo sofocante del ají los obligó a abrir las puertas, salir al campo y rendirse a discre­ción.

Luego de dicha acción, Hualparrimachi, que sabía husmear donde los demás no encontraban nada sos­pechoso, descubrió disimulada en la vestimenta de algunos de los prisioneros una carta que dirigía San­chez de Velasco al derrotado. comandante López, en la que le anunciaba que el hijo de éste, Francisco López de Quiroga, estaba ya cerca con un escuadrón para unírsele y aumentar su poderío para derrotar a los Padilla.

Estos inmediatamente dispusieron la estrategia ade­cuada para dar cuenta de los nuevos y desprevenidos contingentes enemigos, y así fue como en una embos­cada los derrotaron rápidamente. Tanto Sánchez de Velasco como López de Quiroga fueron hechos prisio­neros y puestos al cuidado de Zárate, quien se repo­nía de algunas heridas importantes recibidas en el combate de Tarvita.

Si bien hasta ahora los Padilla habían logrado sofo­car con habilidad y coraje los embates de sus enemi­gos, era evidente que éstos estaban cada vez más decididos a terminar con ellos concentrando fuerzas, debido a que la resistencia de otros caudillos iba apa­gándose, y preocupados porque la supervivencia de Manuel Ascencio y Juana convencía aún más a quie­nes los imaginaban dotados de condiciones sobrenatu­rales, inmunes a las armas realistas y con capacidad para invisibilizarse en el momento oportuno. De otra manera era inadmisible que los enfurecidos y podero­sos godos aún no hubieran podido dar cuenta de ellos.

El redoblado acoso obligaba a los guerrilleros a moverse con mayor precaución en terrenos cada vez más difíciles, en condiciones climáticas extremas, resultándoles a veces imposible conseguir alimento durante varios días.

Esto producía un progresivo deterioro en la condi­ción física de los niños Padilla. Ya no le era fácil a Manuelito trepar como cabra a las alturas y a veces debía sentarse sobre una roca para recobrar el aliento. En cuanto a Mariano, se lo notaba más apagado, sin entrometerse en todo y con todos, replegado sobre sí mismo. También las niñas alegaban con frecuencia no tener fuerzas para seguir caminando y reclamaban que se las llevase en brazos. En todos ellos eran evidentes una pálida delgadez y una creciente debilidad.

A pesar de tales penurias los jefes realistas, luego de Tarvita, no fueron pasados por las armas sino con­servados con vida e incorporados a la furtiva carava­na. Esta magnanimidad contrastaba con la impiedad de tantos jefes al servicio del rey, pero también, para ser leales a la verdad, con la de otros jefes de Republiquetas que emularon a sus enemigos llevando siempre a cabo una atroz guerra de exterminio, en la que los rendidos, los prisioneros y los heridos de uno y otro bando eran inevitablemente ejecutados, a veces luego de feroces tormentos.

Hasta se dieron casos de canibalismo, como lo rela­ta el Tambor Vargas:

“El 29, día de San Miguel en la fiesta de Lequepalca, estaban los indios de la Patria jun­tando gente, sorprendieron a dos mozos que eran orureños guardas de Alcabalas, los atrope­llaron y mataron a palos, también al hijo de un amedallado del rey (Así se designaba a los nativos altoperuanos distinguidos por sus servicios a España. (N. del A.) lo mataron, después machu­caron el cuerpo del muchacho en un batán, esto es, lo molieron.

"El 30 juntándose los del rey con bastante indiada y tres bocas de fuego llegaron a Lequepalca, después que los patriotas se fueron, sólo lograron pescar a algunos indios de esas inme­diaciones, los encerraron en la iglesia, de donde sacaron a tres, reconviniéndolos para qué mata­ron a un muchacho tierno poniéndolo en ese estado machucado, pues ahora que se lo coman, que para eso lo harían así, mandando ponerlos juntos con las tercerolas, y por no perder la vida comieron naturalmente carne humana ".

Los Padilla no practicaban la crueldad y un testimo­nio de su carisma y nobleza es que sus prisioneros de Tarvita, Manuel Sánchez de Velasco y Francisco López de Quiroga, más tarde liberados, fueron conversos a la causa rebelde, llegando el primero a ser importante magistrado de la Bolivia independizada y dedicando conmovedoras páginas de elogio a doña Juana en su excelente Memorias para la historia de Bolivia. Por su parte, López de Quiroga se incorporó al ejército boli­viano para luchar en contra de su antiguo bando, lle­gando a general de brigada y pasando a la historia por haber salvado la vida del mariscal de Ayacucho, D. Antonio José de Sucre después del motín de abril de 1828 en Chuquisaca.