Las Malvinas y las desventuras de la diplomacia militar


Mario Rapoport

La ocupación de las islas Malvinas, en abril de 1982, no sólo significó para el gobierno dictatorial un intento de ganar a la opinión pública ante el fracaso de sus políticas y la naturaleza de un régimen oprobioso, algo que ya habían intentado sin éxito con el Mundial ’78. También se debió a la peculiar inserción de la Argentina en el mundo de los años ’70 y ’80 y a los intereses de los sectores dominantes, que mostraban, en sus principios y en su accionar, profundas contradicciones. Ahora que reverdece su importancia tanto del lado de la solidaridad latinoamericana como del de la prepotencia británica, y se vuelve a escarbar en lo ocurrido al poner en conocimiento del público el Informe Rattenbach, que se mantuvo secreto y donde se hace un balance crítico de todo el operativo, resulta oportuno rememorar algunos hechos destacados de ese pasado, apoyados en parte, en una serie de entrevistas que hicimos con algunos de sus protagonistas a fines de la década del ’80. Ante todo, el golpe militar de marzo de 1976 expresó elementos de ruptura y continuidad en la historia económica y política del país. En lo económico significó un punto de inflexión negativo con respecto al proceso de industrialización predominante desde la crisis de 1930. En este sentido –vía una indiscriminada apertura comercial, el endeudamiento externo, las políticas de ajuste o la reprimarización de la economía– inauguró una nueva etapa destinada desgraciadamente a perdurar tras el retorno de la democracia. A su vez, su accionar interno tuvo profundas repercusiones vinculadas tanto con la terrible represión y con el aniquilamiento de las organizaciones políticas y sociales existentes juzgadas subversivas o peligrosas y de sus líderes y militantes, como al drástico cambio del modelo económico y social, que afectó notablemente las condiciones de vida de la población.


En lo que respecta a las relaciones con el mundo la continuidad con el pasado fue mayor, aunque tuvo matices diferentes en las distintas etapas del poder militar y en aspectos claves de su política. La primera cuestión tenía que ver con la fuerza subyacente del triángulo de relaciones con América del Norte y Europa. Si la dictadura militar se proclamaba prooccidental y anticomunista, las conflictivas relaciones con Washington, como la discusión sobre los derechos humanos o la negativa a plegarse al embargo de cereales contra la ex URSS, revivían viejas controversias. En cuanto al vínculo con Europa Occidental, venía deteriorándose desde los años ’60 tanto en el terreno económico como en el político, mientras iban expandiéndose las relaciones con la entonces Unión Soviética y con Europa oriental. Aquí las razones económicas prevalecían: la superpotencia del Este se fue constituyendo desde principios de la década del ’70 en el principal mercado de los productos argentinos, lo que derivó en un fortalecimiento de los vínculos políticos y castrenses con esa parte del mundo durante los años iniciales de la dictadura militar. En este sentido, el período de Videla y Viola representó una especie de continuidad con respecto al anterior gobierno militar de Lanusse (1971-1973) y, salvando la distancia por sus diferentes naturaleza y objetivos con los gobiernos peronistas que lo sucedieron (1973-1976). El gobierno de Galtieri buscó mejorar las relaciones con los Estados Unidos colaborando más estrechamente con la política de ese país en América Central, donde los “contras” nicaragüenses armados por Washington intentaban liquidar el régimen sandinista. Quería así volver a establecer vínculos estrechos con el Pentágono y con la derecha norteamericana, proceso que se veía favorecido con la llegada de Reagan a la Casa Blanca. Pero los presuntos réditos de esta política no llegaron al caso Malvinas. Por otra parte, el nombramiento como canciller de Nicanor Costa Méndez, funcionario de Onganía en el mismo cargo entre 1966 y 1968, expresaba la ideología nacionalista, católico-conservadora, de un sector influyente de las fuerzas armadas para quienes el tema Malvinas respondía a un sentimiento profundo de los argentinos y podía ser una solución a los problemas internos. En este contexto, las idas y venidas de la diplomacia argentina antes de la ocupación de las islas, mostró la escasa consistencia del complejo de fuerzas que sostenía el régimen de Galtieri. El canciller Costa Méndez decía que el problema de la Argentina “era la hipoteca de las Malvinas, que nos estaba costando carecer de la independencia que tenía Brasil, mientras nosotros teníamos que votar en Naciones Unidas junto a los Estados Unidos, que se oponían a nuestros derechos sobre las islas”. Luego, ya producido el hecho bélico, el mismo Costa Méndez criticó abiertamente la mediación del secretario de Estado Haig, a quien llegó a considerar un enemigo, aliado a los británicos y solicitó el apoyo de Moscú que “nos” debía la no adhesión al embargo norteamericano en su contra. Pero los soviéticos se negaron a utilizar su poder de veto en la ONU condenando la acción británica. Los vínculos comerciales, políticos e incluso castrenses con ese régimen no sirvieron de mucho. Por otra parte, a pesar de la presencia de tropas argentinas en Nicaragua colaborando con los Estados Unidos, los únicos países que se solidarizaron con la Argentina fueron los latinoamericanos (salvo Chile) y algunos no alineados, y el canciller local tuvo que declarar que pertenecíamos al Tercer Mundo. A su vez, Eduardo Roca, el embajador ante las Naciones Unidas, señalaba que “era imposible prescindir y desprenderse de las relaciones con los No Alineados en tanto y en cuanto los intereses argentinos con respecto a Malvinas pasaban fundamentalmente por ese organismo donde este sector tenía muchos votos”. La necesidad de contemporizar con el Movimiento de No Alineados llevaba a la política argentina a tener un nuevo factor de confrontación con los EE.UU.



En resumen, la guerra de Malvinas no significó sólo una derrota militar y política con Gran Bretaña, o el comienzo del derrumbe interno de la dictadura; tuvo muchos otros matices, sobre todo diplomáticos. Entre otras cosas: 1) Nos malquistó aún más con Europa Occidental –donde siguió pesando el tema de los derechos humanos– que apoyó totalmente a Londres. 2) De nada sirvió la política colaboracionista con Washington en América Central. Los Estados Unidos mediaron en definitiva en favor de Gran Bretaña. 3) Poco éxito tuvo el acercamiento económico y político con Moscú, que se desentendió de la cuestión. 4) La única diplomacia que dio sus frutos fue la que no se hizo antes. La solidaridad de países hermanos y de los no alineados, muchos de los cuales estaban en contra de la dictadura militar pero en favor de las reivindicaciones argentinas. La ocupación de las Malvinas llevaba a la política exterior a un callejón sin salida: la devolución de las islas representaba un derecho legítimo pero se la quería forzar a través de una guerra insensata, conducida por una dictadura odiada e incapaz y a quien no le importaba la considerable pérdida de vidas humanas. El enemigo, además de contar con una indudable superioridad bélica, comprendió bien esta contradicción que lo fortalecía políticamente en un momento de debilidad interna. La crisis económica que padece el Reino Unido como consecuencia del engendro neoliberal del que la misma señora Thatcher fue precursora constituye otro momento de debilidad, que ninguna amenaza militar de una potencia venida a menos puede ocultar. La aventura de la diplomacia argentina durante la dictadura no terminó mal sólo por la derrota en la guerra sino porque no entendió que los poderes mundiales actúan de acuerdo con sus intereses, no a los favores, concesiones o negocios que se hacen con ellos. Es lo que debemos hacer nosotros, utilizando las armas de la paz.