La Argentina tras la caída de Rosas

Por Juan D. Perón

Es un hecho notable que el General Perón habla de historia, cita a la historia y concluye en sus definiciones con sentido histórico en forma constante. Siempre habrá un ejemplo de la historia que, citado por Perón, sirva de norma o de valor para la vida de los hombres, para la conducción política, para avizorar el futuro de los pueblos. Siempre se los encontrará en sus escritos, en sus libros, en sus discursos, en sus conversaciones. Siempre. La historia pareciera ser entonces su inseparable herramienta para la comprensión de su doctrina y de su conducción política.

Tal vez por eso sea que, virtualmente y aunque parezca paradójico, escribió pocos libros o estudios de historia, porque en realidad, esta lo acompaña inseparablemente en todos lo momentos de la expresión de su pensamiento.

No obstante, una de las pocas publicaciones donde Perón habla casi con exclusividad de historia y se extiende en un periodo considerable de tiempo histórico es en el libro «Así Hablaba Juan Perón», que en rigor es un largo reportaje de Eugenio P. Rom a Perón en Madrid en varias entrevistas a fines de los 60.

Hemos elegido transcribir de ese libro aquellos pasajes que, arrancando con la retirada anglo-francesa durante el gobierno de Rosas, la posterior caída de este del poder y la instauración y desarrollo del liberalismo en la Argentina hasta el momento mismo del nacimiento del peronismo, constituyen una narración vívida, veraz, irremplazable, contundente y única para la comprensión de todo el proceso histórico previo al peronismo de casi un siglo de duración.

La labor de Rom es impecable, ya que el texto es la desgrabación de sus conversaciones con Perón, lo que garantiza la autenticidad del documento.

Además de nuestras propias investigaciones e interpretaciones sobre el mismo periodo, es insoslayable la interpretación y la narración de Perón, siendo que el peronismo es la resultante y consecuencia de todo ese proceso.

Recomendamos la lectura íntegra de este libro «Así hablaba Juan Perón», de Eugenio P. Rom, A. Peña Lillo Editor, Bs. As. 1980.


De página 66 a 122

«El puerto de Buenos Aires, queda nuevamente libre. Brasil da marcha atrás apresuradamente, sabe muy bien que «solo», no puede enfrentar a la Argentina.

En adelante inicia una larga, paciente, y prolija búsqueda de nuevos aliados. Con el tiempo encontrará uno ideal, ya lo veremos.

Mientras tanto, las potencias negocian la paz con Rosas. El sigue «en sus trece»: devolución de todo y desagravio a la Bandera. Tanto Francia como Inglaterra, reciben el mismo trato. Respetuosamente pero irreductible, por parte del Jefe de la Confederación Argentina.

Finalmente en el año 1848, se firman los tratados de paz, en las condiciones que exige nuestro País.

Cumpliendo el mismo, se levanta también a las tropas europeas que están en Montevideo. Las dos escuadras se retiran.

Es el triunfo total de la política de soberanía argentina. Suenen los cañonazos de las escuadras antes de partir, en desagravio a la bandera azul y blanca de nuestra patria. Las escuadras que parten, son nada más, que las de las dos naciones más poderosas de la tierra.

Las noticias llegan a Francia, justo a tiempo para alegrar los últimos días del general San Martín. Muere en 1850.

En un inciso especial de su testamento, lega su sable de la Independencia‘al general argentino Don Juan Manuel de Rosas, como prueba de la satisfacción que como argentino, he tenido al ver con cuanta altura ha sostenido el honor de la Patria’.

Está todo dicho.

Los preparativos bélicos del Brasil sufren una nueva demora. Estallan movimientos republicanos en el interior y se desata una ola de peste amarilla.

Rosas, rompe relaciones con el Imperio y se prepara para la guerra. Reconstruye la escuadra y refuerza con todo el material y hombres que puede, AL Ejército de Operaciones, al mando del general Urquiza.

Como era de esperar los argentinos de Montevideo, preparan un «Plan de Guerra» para ponerlo a disposición del Brasil. Pero el Imperio no se mueve. Hasta que no encuentre un aliado, no piensa hacerlo. Si la guerra comenzara en esos momentos, nadie duda que el triunfo sería para la Argentina.

En eso estaban las cosas al comienzo del año 1851, cuando se produce el hecho más increíble de la historia argentina y uno de los acontecimientos más vergonzosos de la historia Universal.

El general en Jefe del Ejército de Operaciones argentino, para la guerra contra el Brasil, Don Justo José de Urquiza, entra en tratativas con el enemigo, para pasarse a él, y arrastrar las tropas que el país ha puesto bajo su mando y responsabilidad. Así también, todos los pertrechos y armamentos a su disposición.

Por supuesto que las negociaciones son lentas y «secretísimas». La posición de Urquiza, al mando del ejército más poderoso de esta parte de Sudamérica, en esos momentos, le da una carta de triunfo que sólo está dispuesto a entregar a muy alto precio. Sobre todo dinero. Mucho dinero.

Y además la flota del Brasil, que es indispensable en este caso. Con la del almirante Brown no puede contar. El Almirante no «se vende».

La coordinación y el «manejo» de las tratativas, desde luego que está, como siempre, a cargo de los exiliados argentinos de Montevideo. Rosas, que ignora todo esto, declara formalmente la guerra al Brasil.

Urquiza se pronuncia en marzo de ese mismo año contra Rosas. Ya ha «arreglado» con el Brasil. Acto seguido, entra en el Uruguay para atacar al ejército de Oribe que sitia Montevideo y permanece leal.

En cumplimiento de lo «pactado», las tropas del Brasil cruzan la frontera y entran también en el Uruguay. Las comanda el Marqués de Caxias.

No hay batallas. Oribe nada puede contra esas tropas. Entrega su ejército y se le permite retirarse. Otra cosa no podía hacer. Traicionado por Urquiza, el país queda desguarnecido.
Rosas ha perdido en dos meses, sus dos mejores ejércitos.

Se dirige precipitadamente a Santos Lugares, a organizar una fuerza en base a tropas reclutadas a último momento y sin ninguna experiencia, la mayoría de ellos.

Pero, dice, ‘Buenos Aires no se entregará al extranjero sin luchar’.Desoye el consejo de sus generales de internarse en el interior y esperar los refuerzos de los caudillos, que le son adictos en su totalidad.

Urquiza, con su ejército reforzado con las tropas tomadas a Oribe, con más, las tropas del ejército brasileño, emprende el camino de Buenos Aires, Cuenta con casi 40.000 hombres. Antes de movilizarse ha exigido que se le de «todo el dinero prometido».

Se le da la mayor parte, «el resto» al entrar en Buenos Aires. Quedan en el Uruguay 12.000 hombres del Brasil. Por las dudas.

Ante la entrada de las tropas brasileñas al territorio argentino, Rosas recibe numerosas adhesiones. Entre ellas la de varios jefes unitarios, que se sienten «repugnados» por lo que está ocurriendo y vienen a ofrecer sus espadas para luchar contra el extranjero y contra los traidores.

La batalla se dio en Morón. Las fuerzas nacionales poco pudieron hacer contra un enemigo que las duplicaba en número y armamentos.

La historia escolar, la conoce como de Caseros, porque los brasileños exigieron que así se llamara, dado que a la División de ese país le tocó pelear en un sector conocido como «Palomar de Caseros».

En la historia de Brasil, se la llama ‘la revancha de Ituzaingó’ y «fin de la guerra contra Argentina».

En todas las ciudades de ese país, hay una calle o avenida que lleva su nombre. Es lógico!

Lo realmente increíble, es que en Buenos Aires y varias ciudades del interior, también hay calles que se llaman así.

Bueno, Rosas renunció y se asiló en Inglaterra. Urquiza se proclamó Director provisorio de la Confederación. El día 20 de febrero de 1852, aniversario de la batalla de Ituzaingó, el ejército brasilero entró en Buenos Aires, con charangas y banderas desplegadas a su frente.

Se fusiló y degolló a tanta gente, que el río que cruza Palermo, dicen los testigos de la época, bajaba con sus aguas de color rojo.

Urquiza con la cabeza fría, aprovechando la euforia de sus partidarios con el triunfo, pidió más dinero al Brasil. Se lo dieron, pese a que ya habían empezado las discusiones y las desavenencias entre ellos.

En esto estaban, cuando saltan a la luz los acuerdos secretos, y Brasil comunica que se queda en el Uruguay, con su ejército. Exige a ese país, cuatro millones de pesos fuertes, como gastos de guerra y se incauta de los territorios orientales cedidos por Urquiza.

Ante los hechos consumados, Inglaterra movilizó su diplomacia para tratar de recuperar las ventajas comerciales, que había perdido dos años antes, en el fracaso del bloqueo al puerto.
Por lo pronto, exigió la famosa «libre navegación» de los ríos interiores.

Instalado en Buenos Aires, Urquiza también moviliza su estrategia. Por lo pronto, le convenía mantener al elenco de gobernadores rosistas en las provincias del interior.

Si se entregaba totalmente a los unitarios, estos a la larga, seguramente le «presentarían la cuenta» de sus muchos años al servicio de la Federación.

Su «espada libertadora» había cortado muchas cabezas de unitarios y estos no lo habían olvidado. Así que comisionó a Bernardo de Irigoyen al interior, para invitar a las provincias a una reunión conjunta y allí la conducta a seguir.

La provincia de Buenos Aires, fue convocada a «elecciones». Por supuesto que con lista única. Ganan los unitarios.

Eligen Gobernador, por pedido de Urquiza, al viejo don Vicente López y Planes. Presidente del tribunal de Justicia de Rosas.

Los caudillos del interior, se reúnen en San Nicolás de los Arroyos y firman, precipitadamente, un «acuerdo».

Se designa a Urquiza Director de la República Argentina y se llama también a un Congreso Constituyente.

La recientemente implantada Legislatura de Buenos Aires, rechazó el acuerdo y el viejo López debió renunciar.

Muy disgustado Urquiza, intervino la provincia y resolvió «asumir el gobierno de la provincia». Días más tarde, le devuelve el gobierno autor de las «Odas Patrióticas». Duró poco, lo hacen renunciar de nuevo los unitarios.

Resultado, Urquiza volvió a «asumir».

En fin, un cuento de nunca acabar. Y lo peor es que más o menos así va a seguir la cosa por bastante tiempo.

Mientras en el resto del País, los gobernadores enviaban a sus diputados por cada estado, para la Asamblea Constituyente a celebrarse en Santa fe, Urquiza se traslada a esa Provincia, para la inauguración. Claro, en un barco de la flota británica.

Los barcos ingleses están aquí, para exigir la libre navegación de los ríos. Después de esto, demás está decir que la obtienen.

Muy bien. Ahora, los unitarios porteños, aprovechan la ausencia de Urquiza para hacer una revolución. Retiran sus diputados al Congreso de Santa Fe y separan el Estado de Buenos Aires de la Confederación.

Inmediatamente comienzan los preparativos para una guerra, esta vez, contra Urquiza. Pero cuando están en eso, se les subleva el Comandante de Luján, coronel Lagos, que fuera rosista y en esos momentos estaba con Urquiza.

Lagos levantó las tropas de la campaña de la provincia y exigió el retiro del gobierno unitario. Acto seguido, puso sitio a la ciudad del puerto.

A los pocos días, la flota Confederada capturó a la del Estado de Buenos Aires, y apoyó el sitio con el bloqueo del puerto.

En medio de esta confusión, a Urquiza no se le ocurrió mejor idea que la de iniciar tratativas para proponer separar Entre Ríos y Corrientes del resto del País y proclamar la República de la Mesopotamia. Inglaterra se lo prohibió.

No tuvo más remedio que presentarse en Buenos Aires en el carácter de «mediador de paz». Los unitarios no lo recibieron.

Se reiniciaron las hostilidades. Urquiza tomó el mando de los ejércitos sitiadores.

Bueno, en esos momentos y en medio de ese ambiente, llegó la noticia de que en Santa Fe, se acababa de votar la Constitución Nacional. Es el año 1853.

La Constitución fue «promulgada» por Urquiza desde su cuartel de San José de Flores.

Muy bien, ahora, los unitarios porteños, consiguen levantar el bloqueo del puerto por parte de la flota de la Confederación.

¿El sistema? El de siempre; sobornar al Jefe, comodoro Coe, con 20.000 onzas de oro. Este cobra, entrega toda la escuadra en el puerto, y se marcha a los Estados Unidos de Norteamérica. No regresa nunca más. El «maestro» tiene buenos discípulos. El mal ejemplo cunde.

El dinero del puerto, comienza a correr a manos llenas entre las filas, de los sitiadores. Poco a poco, corrompe a todos los Jefes. Los oficiales «confederados» abandonan las filas y concurren a cobrar «su parte».

Urquiza se pone nervioso y pierde todo disimulo. Anuncia que lo mejor es que este asunto, lo resuelva el representante de la flota británica, todavía surta en el río de la Plata.

Una actitud realmente poco «soberana».

Acto seguido, recurre al Brasil y le dirige idéntico pedido al Ministro del Imperio en Buenos Aires. Otra.

Y, como final. Triste final, se coloca en la cola de los que reciben dinero de los unitarios «para retirarse».

Sólo que en su caso la suma es mucho más grande, y se recibe como «indemnización». Dos millones. El mejor «negocio», lo hizo Coe.

El bueno de Lagos, que está de buena fe en todo esto, sólo pide una amnistía general para todas las tropas.

Se la dan, por supuesto. ¡A quien le importaba eso!

Concluido este «asunto», las tropas se retiran y el Director de la República Argentina lo hace en compañía del representante inglés. Marcha a la cabeza de una caravana de mulas como transporte del dinero. Se embarca en la escuadra británica, se retira a Santa Fe.

Bueno, tiene que ir allí, pues se acaban de iniciar los festejos «nacionales», con motivo de la proclamación de la Constitución.

Allí reinaba un ambiente de «culto optimismo».

En realidad, no tuvieron demasiado trabajo. Prácticamente las Comisiones se limitaron a copiar el texto de la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica.

Lo hicieron con tan poco disimulo, que en algunos casos, aparecían en inglés. En otros, la traducción literal era tan confusa al no existir sinónimos que resultaba difícilmente comprensible.

Bueno, hubo que pasarla en limpio después de promulgada. Y ya está, los festejos no podían detenerse.

El «Estado de Buenos Aires» la rechazó.

Sus portadores llegaron a la ciudad, pero fueron amenazados con ahorcarlos. Se retiraron precipitadamente.

No era para menos.

Los festejos, después del arreglo del sitio de Buenos Aires, habían incluido gran cantidad de fusilamientos, como parte del espectáculo. Varios rosistas, que se habían salvado de matanzas anteriores, fueron «incluidos» esta vez.

Ellos no estaban «amparados» por la «amnistía». Eran civiles.

A todo esto, en Santa Fe, Urquiza es elegido Presidente de la Confederación.

Buenos Aires, elige a Pastor Obligado como gobernador, y se da su propia Constitución. Ambos Estados, se preparan para una guerra inevitable.

Para matizar el ambiente, se produce una invasión de los indios del sud. Invaden territorios de ambos Estados. Resulta casi cómico. En el interregno, Valentín Alsina reemplaza como gobernador a Pastor Obligado. Hay de todo: sobornos, presiones diplomáticas, fraude, etc., pero sobre todas las cosas, violencia y corrupción.

Aprovechando esta situación, el Brasil permanece militarmente en la República Oriental del Uruguay, con el pretexto de «preservar el orden».

Los Estados guardan silencio. El Brasil domina la región.

Envalentonado, trata de hacer lo mismo con el Paraguay. Le va muy mal. Lo sacan con «cajas destempladas».

Ya para ese entonces el Imperio ha comprado todo el sobrante de la Guerra de Crimea. Nadie duda de adonde pensará usarlo.

Bueno, si no se armó un «zafarrancho» más grande, fue sencillamente porque Inglaterra no le permitió. Brasil dominaba la región, pero Inglaterra gobernaba el mundo.

Urquiza para «tranquilizar» al Paraguay, y no tener problemas en ese frente, le entrega todos los territorios al norte del río Bermejo. Vale decir; toda Formosa y parte de Salta y Jujuy.

El Estado de Buenos Aires enarbola su propio pabellón. Es necesario «distinguirse» del resto del país. ¿Recuerda aquella bandera de Mayo que levantara Lavalle fraudulentamente? ¿La que se embarcó en la flota Francesa? ¿La «celeste y blanca», con el celeste de la divisa unitaria? Esa misma. Se manda a guardar para siempre a la bandera azul y blanca de Belgrano y de la Asamblea del año 13. La de Salta y Tucumán, la de los Andes, la de Ituzaingó, la de Obligado, la de Brown y de Bouchard.

Bueno, esa que se la guarden los «gauchos del interior». La Argentina es un país, y Buenos Aires es otro. Y a otra cosa.

Mitre es el General en Jefe de los porteños. Urquiza, de la Confederación. Lamentablemente, no hay otro. Para no variar, pide dinero al Brasil antes de iniciar la campaña.

El pretexto esta vez es «cuidar las concesiones» que ya les ha otorgado.

Chocan en Cepeda. En un episodio muy confuso, la batalla se inclinó por la Confederación.

En realidad, la batalla en sí, fue un caos. En un momento dado, ambas fuerzas cargaron en forma «oblicua», como estaba de moda en los «tácticos» de la época, y prácticamente se pasaron al lado una infantería de la otra.

Ambos se atribuyeron haber «ahuyentado» al enemigo. No pasó lo mismo con la caballería.
La del interior, literalmente «barrio» a la porteña.

Mitre, que en la confusión de las infanterías, se creyó victorioso, se dio cuenta de golpe que estaba perdido. Procedió a iniciar una «gloriosa retirada», al grito de: ¡victoria!

Llego a San Nicolás y se embarcó en la flota porteña. Regresó así a Buenos Aires. Fue recibido en triunfo.

A los pocos días, al llegar los restos de la caballería, se descubrió la verdad. Cuando los jefes y oficiales, en vez de hablar de la «victoria» empezaron a calificar la batalla como «desastre». Se había perdido toda la artillería, las municiones, las caballadas y 2.000 prisioneros. Además de dejar 500 muertos.

Urquiza que perdió en total, 300 hombres, avanzó con los 16.000 restantes sobre Buenos Aires, donde cundió el pánico.

Pero, una vez más, pasó lo de siempre. No debemos olvidar, quién estaba a cargo del ejército victorioso. Se produjo un «acuerdo de mediación», por parte del general paraguayo Francisco Solano López. Se llegó a un armisticio y un «pacto». «Secreto», por supuesto.

A los 15 días, Urquiza se retira a Santa Fe con todas sus tropas.

Mitre, queda dueño del puerto y es elegido Gobernador al poco tiempo. Mientras en la Confederación, asume Derqui como Presidente.

Se inicia una «luna de miel» entre ambos Estados. A tal punto que Urquiza concurre especialmente invitado a Buenos Aires para los festejos del 9 de julio.

Habló de «retirarse» y colocó fuertes sumas en inversiones de negocios en Buenos Aires. No duró mucho todo esto. Apenas se retiró, los porteños empezaron a hablar de «revancha».

Para empezar, el dinero del puerto, «pilotea» varias revoluciones en el interior, mientras se rearma el ejército porteño.

Los liberales, invaden el interior con su dinero. Derqui, descubre todo el «complot» a Urquiza y le pide respaldo. Este se lo da, pero de mala gana. Está dedicado a otros «negocios». Recibe nuevamente el mando del ejército Confederado. Grave error del Presidente Derqui. Con extraordinaria lentitud, y de mala gana, reinicia las operaciones.

Llegados a este punto, se produjo una verdadera «maratón» de «diplomacia».

Ambos Estados, se disputa el «apoyo» del Brasil y Paraguay.

Bueno, los Ejércitos, se encuentran nuevamente. Esta vez es en el arroyo Pavón, en septiembre de 1861. Mitre, ataca primero. Como de costumbre, la caballería del interior desbanda a la porteña. Esta pone los «pies en polvorosa» con tanto entusiasmo, que no para hasta Luján, en una carrera que dura dos días.

Le fue mejor a la infantería porteña, que logra hacer retroceder a la del general Victorica –yerno de Urquiza- lentamente.

Pero –impredecible Urquiza- cuando se esperaba la entrada en batalla de las reservas de Entre Ríos, que deberían definir todo y no han intervenido aún, el Comandante en Jefe, abandona el campo de batalla ante el desconcierto de todo el mundo.

Se retira «al trotecito» al frente de sus entrerrianos.

El ejército, a cuya mano se le ha confiado queda victorioso, pero abandonado a su suerte. Las fuerzas porteñas, que se han atrincherado, esperando el ataque, no saben que hacer.

Al día siguiente, al salir el sol, se dan cuenta que nadie los ataca. Deciden retirarse nuevamente a San Nicolás, repitiendo el episodio de Cepeda y embarcarse en la flota. Pero, al llegar a San Nicolás, no teniendo ni la menor noticia del ejército de Urquiza, deciden atrincherarse allí y esperar.

Urquiza a todo esto, ya ha cruzado Rosario y está en San Lorenzo. Nadie se explica lo ocurrido y a nadie da explicaciones el entrerriano.

Tranquilamente, embarca sus tropas y cruza a su provincia. De allí a su palacio de San José de Concepción del Uruguay.

Así terminó Cepeda.

A todo esto, Mitre, creyéndose derrotado, sigue atrincherado en San Nicolás. En Buenos Aires, las noticias son trágicas. Las traen los fugitivos de la caballería porteña. Nuevamente se habla de un «desastre». Cunde el pánico otra vez.

Pero allí se enteran, antes que Mitre, de los movimientos increíbles de Urquiza. Cuando éste cruza el Paraná, la gente se lanza a la calle a festejar.

Se recibe un parte de Mitre, diciendo que se retira a San Nicolás, por razones «tácticas». Le creyeron.

Poco a poco, se fueron dando cuenta –antes que Mitre, por supuesto- que se había ganado la batalla.

¡Increíble!

¡Claro! Los habitantes del país, en ese entonces, los dirigentes políticos, y hasta la historia misma, se preguntaron: ¿Qué motivos tuvo el general Urquiza para esa actitud?

Pero nosotros no, nosotros no nos preguntamos. Conocemos bien al hombre y no tenemos dudas al respecto.

La razón es la «de siempre». No creemos que haya variado. Con los antecedentes que contamos, podemos estar seguros.

Más adelante, vamos a ver que de todas las consecuencias que tuvo esta batalla para el interior del País, una sola persona salió indemne. Ni su provincia, ni sus posesiones, o sus inmensos bienes fueron tocados: el general Urquiza.

Lamentablemente, no ocurrió con el interior. Fue «barrido» por los generales uruguayos de Mitre. Contando desde luego, con el aplauso caluroso de los «liberales» unitarios.

En fin, abandonado por todos, el Presidente Derqui terminó por renunciar.

La República, fue «unificada» por la espada del «mitrismo», y se le dio un nuevo presidente: Mitre, por supuesto.

El general Urquiza, encerrado en su feudo de Entre Ríos, nada dijo.

En el resto del país, se fusiló, se degolló y se sometió al «credo» liberal a todas las provincias.

A todas y cada una, se colocó a un gobernador «liberal». Generalmente un oficial de las tropas unitarias que ocuparon el país y que en varios casos, nunca había pisado «su provincia» con anterioridad.

Las tropas porteñas, con la enseña de Mayo al frente, recorrieron el país sembrando el terror.

Confiscando y persiguiendo a todo el que se opuso a sus designios y «borrando» de la faz de esta tierra a todo lo que fuese Nacional y/o siguiese a la vieja y odiada Bandera Argentina.

Así termina esta primera parte de nuestra historia.

Con el entierro de la Patria Grande. De la Argentina concebida para ser el Estado fuerte de América del Sud.

Y con el nacimiento de una «factoría» internacional. Manejada desde el puerto de Buenos Aires, al servicio de una oligarquía que se adueña de todos los resortes del poder y los pone a su disposición.

Los próximos pasos que daremos con nuestro «amigo» el Brasil, estarán encaminados hacia la «eliminación» de nuestro más leal hermano territorial. El país de donde salieron los fundadores del Puerto de Buenos Aires, y donde nacieron sus primeros pobladores. El Paraguay.

Pero, primero antes que nada, había que atropellar a nuestra hermana más débil.

Aquella a quien más obligados estamos a respetar. A nuestra Banda Oriental del Uruguay. Así se hizo.

Todo comenzó con una maniobra de Mitre y su ministro Elizalde. Este que fuera anteriormente el más leal y genuflexo de los diputados federales en la Legislatura rosista se propone «colocar» a uno de sus «generales uruguayos», en la presidencia de ese país.

Mientras el candidato general Flores, se prepara, Elizalde da toda clase de «garantías» al presidente uruguayo Berro, con respecto al apoyo argentino a su persona.

Los brasileños, simultáneamente, inician una campaña de acusaciones al Uruguay, diciendo que ese país está invadiendo sus fronteras. Bueno, esto, ya es realmente gracioso.

Cuando todo está listo en el año 63, Flores embarca sus fuerzas rumbo a la costa oriental.
Las naves son argentinas, por supuesto. Al igual que los uniformes y las armas.

Lleva además, una cantidad de oro en monedas. Mitre y su ministro, Elizalde, ofician al presidente uruguayo manifestándose «sorprendidos» por todo esto.

A las fuerzas de Flores se les incorporan «espontáneamente», tropas reclutadas en Corrientes y en el sur del Brasil.

La poderosa flota del Brasil, llega «casualmente» al Río de la Plata. Ha llegado «de visita».
Flores va y vuelve de una frontera a otra de acuerdo a como le vayan las cosas. Las fuerzas nacionales del Uruguay, no gozan de esa «movilidad».

Cuando no! Urquiza, ofrece «sus servicios» a todos los bandos en pugna. Pero nadie quiere saber con él. En fin. Queda a la expectativa. Algo va a sacar de todo esto, eso es seguro. Por de pronto, los brasileños le mandan algún dinero a cambio de que «no haga nada». Ya es algo.

Libre su camino, Flores avanza sobre Montevideo, mientras una misión del Brasil viaja a Buenos Aires para firmar un acuerdo.

Es extraño, vienen a firmar algo de lo que aparentemente no se ha conversado nada. Las tropas del Brasil «cansadas de los atropellos uruguayos», cruzan la frontera y entran en territorio oriental.

Silencio absoluto del gobierno argentino.

Es entonces, y con ese claro motivo, que se presenta el reclamo paraguayo.

Exige el inmediato retiro de las tropas imperiales.

Ni lerdo ni perezoso, Urquiza ofrece «sus servicios» a los paraguayos. Envía un delegado a tal efecto. Flores, detiene su ofensiva. Espera para unir sus tropas a las de Brasil.

Mientras, desata una verdadera «carnicería» entre sus compatriotas, especialmente en Paysandú, con ayuda del Brasil.

La misión brasilera, llega a Buenos Aires. En el acto, Urquiza aprovecha para venderles 30.000 caballos. «al doble de lo que valen».

Pero, los brasileños no tienen alternativa, es mejor comprárselos a él, a que salga a venderlos a otros.

El jefe de Estado del Paraguay, Mariscal Solano López, que está en tratativas con el entrerriano sobre ese y otros temas, le envía una nota manifestándole la «penosa impresión» que le ha causado el «negocio» de los caballos.

A Urquiza no se le mueve un pelo. Embolsa el dinero y adiós.

Al poco tiempo el ejército brasilero entra en Montevideo. A la cola de las tropas brasileñas, entra el general Flores y asume la presidencia. Corre el año 1866.

Paraguay declara la guerra al Brasil y a la Argentina.

Valiente y digna actitud.

Pero el gobierno argentino, oculta la noticia. Espera a que las tropas paraguayas entren en territorio nacional, para aparecer ante la opinión pública e internacional, como «agredido».

En realidad, las tropas paraguayas sólo pasan por Corrientes con rumbo al Brasil, ellos se ubican muy bien con respecto a quienes son sus verdaderos enemigos.

A los pocos días, se firma en Buenos Aires el trabajo denominado como de la Triple Alianza.

Al general Flores, Presidente del Uruguay, se le informa por una nota que se ha adherido al tratado.

Tanto el Tratado como el Protocolo Adicional, contienen cláusulas tan vergonzosas, que se resuelve mantenerlos en secreto. Después de esto, se inicia una penosa convocatoria de tropas para la guerra.

Nadie quiere ir. Toda la opinión está del lado de los paraguayos y de los uruguayos invadidos por los brasileños. Sólo se presentan como «oficiales» los jóvenes hijos de familias de la oligarquía.

Se confía el mando del Ejército de Vanguardia a: ¡Urquiza!

Ya nadie le responde. Las tropas que recluta a la mañana, «desertan» a la noche, sus generales, directamente, se niegan a acompañarlo, finalmente, con un refuerzo de tropas correntinas y algunas porteñas, emprende una lenta marcha hacia el norte.

Lo primero que hace, como siempre, es ponerse en contacto con el general paraguayo de las tropas de vanguardia Robles. Le propone entrar en «tratativas».

Por supuesto que el general paraguayo se negó. Lo propuesto por Urquiza era simplemente «traicionar a su País».

En fin al entrerriano no le parecía «nada realmente grave» eso.

El presidente Mitre, Comandante en Jefe de las fuerzas de la Triple Alianza, imparte la orden a Urquiza de avanzar con su ejército. Este no obedece y se va a entrevistar con Mitre a Buenos Aires.

Claro apenas abandona el campamento, sus tropas, que lo conocen, creen que los ha abandonado y comienzan a dispersarse.

Tiene que regresar apresuradamente, cuando ya han desertado 3.000 hombres, de resultas de esto, Mitre retira a Urquiza del mando del Ejército de Vanguardia. Lo sustituye por el general Flores.

Este, inmediatamente moviliza las tropas y derrota a los paraguayos en Yatay, las tropas de los «aliados», se unen en un solo ejército, numéricamente, es muy superior al paraguayo. Mitre toma el mando supremo.

A todo esto el Imperio del Brasil – que no ha abolido la esclavitud- convierte a los prisioneros de guerra paraguayos en esclavos.

Amenaza con vender a quién no quiera pasarse a sus filas, y combatir contra su propia patria. La mayoría no acepta. Son vendidos. Todo esto ante el silencio del Comandante en Jefe.

Urquiza, mientras tanto, ha conseguido que los aliados le den un dinero «para formar otro ejército». ¡Increíble!

Cuando junta algunos hombres, inicia la marcha. Delante de su vista, las tropas se fugan en todas direcciones. Debe regresar a su palacio.

Pero, Don Justo José a esa altura del partido, ya ha descubierto un «nuevo negocio» será el proveedor de carne de los ejércitos aliados, durante cuatro años, ganará millones.

La guerra continúa con un retiro de los ejércitos paraguayos, que cruzan a su propio territorio y se preparan para luchar defendiéndolo hasta morir. La escuadra brasileña domina los ríos, y las tropas aliadas invaden el Paraguay.

Pero tienen que pagar con sangre cada paso que dan. Los paraguayos se defienden heroicamente.

Mitre ha prometido «terminar la guerra en pocos meses». No será así. Su incapacidad en el mando, unida a la valentía de los guaraníes, prolonga este «episodio» a cuatro años. Cuatro años de sangre, fuego y horror.

El mundo entero observa avergonzado esa carnicería.

Bueno, finalmente después de mil equivocaciones, los aliados dan el mando de las tropas, al general brasileño Caxias. Esto, indudablemente contribuye a mejorar el cuadro militar.
La última etapa de la guerra, es triste y vergonzosa. Prácticamente no quedan más que mujeres o ancianos en el país, han muerto hasta niños, combatiendo.

Los vencedores asesinan al Mariscal López y sus hijos, menores de edad, después de desnudarlos, los abandonan sin sepultar.

Así comienza el reparto del Paraguay.

Fue una infamia. Un crimen cometido contra un país humano. Un país al que debíamos sólo apoyo y amistad.

Lejos de brindarle eso, oficiamos de «mercenarios» del Imperio brasileño, nuestro único y natural enemigo. Estúpidamente colaboramos en la masacre de nuestro natural aliado.

Pero aún así, aceptando la guerra, debimos habernos retirado de la contienda, apenas se desocupó nuestro territorio. La prosecución de la guerra, después de que el Mariscal López, pidió condiciones de paz, fue una vergüenza.

Lejos de darnos honor, nos cubrió de desprestigio.

El pueblo y el ejército paraguayos, sí que se cubrieron de gloria. Es por eso que tengo un gran orgullo el que se me haya hecho General de su glorioso Ejército.

A nosotros los argentinos, la guerra nos fue impuesta de «prepo», por el Brasil y una «camarilla» local. Fue un acto de tal deshonor, que nuestro propio país no perdonó nunca a los responsables.

Este resultó ser uno de los pocos casos en que, un Jefe de Estado y General de un «ejército victorioso», finalizada la contienda, no sólo recibe la repulsa general de su país, en una elección, sino que nunca más pudieron retornar al poder ni él ni los principales responsables.

Ni Mitre, ni ninguno de sus «acólitos» volvieron jamás al gobierno del país, que ellos mismos habían «modelado».

La Entrega

Es en este momento de nuestro relato, que debemos detenernos un instante.

A partir del fin de la guerra con el Paraguay, sobreviene un largo período de paz, no podía ser de otra forma.

Los hombres de Buenos Aires, se han quedado con todo el país.

Ese fue desde el comienzo su propósito, y lo han logrado. Para ello, no han reparado en los medios a emplear.

Los «gloriosos exiliados» ahora en el gobierno, han mentido, han asesinado, han sobornado, han hecho lo que sea, lo han sacrificado todo, la integridad territorial o el honor nacional. No se han detenido ante nada, en procura, de su objetivo.

Otros, que no han sido ni «exiliados» ni «gloriosos», se les han sumado.

El viejo sueño, desde la época del Directorio se ha logrado. El país entero, está al servicio del puerto.

Y el puerto y el país, están al servicio de ellos. Bueno, y el puerto, el país y ellos mismos, todos al servicio de Inglaterra.

El nuevo «modelo nacional», tiene las fronteras que quisieron darle. Una Constitución, que tomaron prestada y que pone en sus manos, todos los resortes del poder civil y militar. Y finalmente, sus propios símbolos.

Es otra patria, de ellos.

La otra anterior, murió. Eso creen. Pero se equivocan, la Patria Vieja no está muerta. Está allí al lado de ellos, sólo que no la ven, ya veremos que cada tanto vuelve a surgir.

Una y otra vez. Vuelve y volverá siempre. Por que es La Verdadera. Es La Nuestra.

Y por que otra, No Queremos los Argentinos.

Los hombres de la Independencia que todavía sobrevivían fueron mandados a «cuarteles de invierno». De todas formas, quedaban muy pocos.

En el mejor de los casos, pasaron a formar parte de la «aristocracia nativa». Pero de ningún modo, fueron aceptados en la naciente Oligarquía.

Para pertenecer a esta última, era necesario además de someterse a sus rígidas normas, estar por completo al servicio de los capitales extranjeros. Especialmente de los británicos.

Formaron su núcleo fundador, en primer lugar los hombres de Pavón y los «exiliados» unitarios en general.

Además, consiguieron «entrar» en ella a última hora, un abigarrado núcleo de ex federales. Estos, descubrieron después de Caseros, que habían estado equivocados.

Otros, en cambio, que habían aplaudido calurosamente a Don Juan Manuel en sus épocas de gloria, anunciaron sorprendentemente que «siempre habían sido unitarios». Habían guardado estoicamente su secreto por razones de seguridad. Un «ramillete» de gente realmente «maravillosa».

En fin, después vinieron los «adulones» los «lacayos», los «escribas y los fariseos».

De todo un poco y de lo malo mucho.

Estos últimos, recientemente incorporados, debían suplir su falta de méritos con una mayor devoción por los «ideales».

Y de esos «méritos», ninguno aportaba mayor prestigio que mostrarse entusiasta en la entrega de la soberanía económica. Esa era realmente, la mejor carta de ingreso.

Controlaban y administraban en beneficio de su Majestad, el comercio interno, la banca y las finanzas, los grandes diarios y la opinión sana en general. En cuanto al comercio exterior, allí actuaban como personeros. Se limitaban a recibir órdenes.

En política, su papel se limitaba a cubrir los cargos que se le indicaran, con las personas que se les impusieran. Lo que sobraba, se repartía entre sus amanuenses.

Tuvimos el raro privilegio de llegar a ser la mejor colonia del Imperio Británico, y también una perla en la corona de Su Majestad, según palabras vertidas en el seno del Parlamento inglés.

Resulta extraño, pero mucha buena gente que pertenecía a las familias tradicionales de nuestro país, se sintió identificada o atacada cuando, años más tarde, nosotros condenamos a la oligarquía.

Nada más equivocado. Esas gentes, que justamente eran las primeras víctimas del despojo masivo que se estaba haciendo al país durante décadas, no eran ni fueron en ningún momento nuestros enemigos.

Buena gente, la mayoría sin fortuna. Que vivían de pensiones graciables como descendientes de guerreros y otras cosas por el estilo e integraban una especie de aristocrático proletariado. En su falta de información, se sintieron identificados con la oligarquía o creyeron pertenecer a ella.

Qué confusión!

Nosotros nunca tuvimos nada contra ellos, eran inofensivos. Lo más que podían esgrimir, eran algunos retratos antiguos de sus antepasados y una cuenta bancaria cerrada por falta de fondos. Eso era todo.

La oligarquía es otra cosa. Otra cosa completamente distinta.

En su mayor parte, no es de origen patricio. Ni mucho menos.

La aristocracia no es condición suficiente para integrar la oligarquía. Así como tampoco, la condición de «oligarca» es suficiente para integrar la aristocracia. Esto es evidente. Pero más triste aún es el caso de la «burguesía industrial». Esta, que no pertenece a ninguno de los grupos anteriores, lo debe todo a la clase trabajadora. De la cual ha surgido justamente. Sin embargo, muchos de sus miembros, con el único afán de «relacionarse», han caído en la estupidez de ponerse al servicio de la oligarquía.

Estos que son por naturaleza, sus peores enemigos, los utilizan por un tiempo y después «los ponen en la vereda».

Además, por supuesto, se ríen de ellos. Y no es para menos, ¡resultan tan grotescos tratando de aparentar que son oligarcas!

Bueno, esta estructura oligárquica, duró muchos años. Aún hoy subsiste, deteriorada, pero todavía vigente. Yrigoyen no pudo con ella. La trabó, la enfrentó, pero a la postre, ellos acabaron con él.

Hasta la Revolución de 1943, fue todopoderosa. Sólo nosotros logramos herirla de muerte. Por eso nos odian tanto. La herimos, pero no pudimos matarla. Prueba de ello, es que hoy estamos aquí y ellos allí. Gobernando.

Pero volvamos atrás.

A partir del fin de la guerra del Paraguay, los presidentes se suceden unos a otros, como en una «carrera de postas», pasándose la banda y el bastón. Todo esto, por supuesto, bajo la dirección atenta de Gran Bretaña.

El comercio se extiende y hay que traer mano de obra. El criollo «no sirve». No deja explotar y es altanero. Tiene una especie de estúpido orgullo de ser argentino.

Así piensa la oligarquía.

Por lo tanto es mejor traer dóciles europeos. Son mucho más civilizados que nuestros gauchos.

Además, si no se portan bien, se les aplica la «ley de residencia» y ¡adiós! Sabe muy bien que todo depende de su «buena conducta». Y esa buena conducta la determina la «justicia» de la oligarquía. De todas formas, a quién le puede importar que se esté explotando a un país, que, no es el suyo en última instancia?

Mientras se lo deje vivir, ¡adelante!

Pero, con los hijos de estos fue otra cosa. Los hijos nacieron argentinos. Y no les gustó nada lo que vieron cuando crecieron. A esto le dicen en el campo «les salió un hijo macho».

Y así fue.

A la ciudad de Buenos Aires, se la declaró Capital de la República, y Distrito Federal. Ya no importaba que la aduana fuese «nacional» por que «la Nación era Buenos Aires».

La Conquista del Desierto, que, vino a completar la iniciada por Rosas 50 años antes, resultó un hecho positivo. Indudablemente lo fue. Sobre todo con respecto a los problemas limítrofes y la posesión de la Patagonia.

Por supuesto que la oligarquía sacó abundante provecho, quedándose con las tierras y campos ganados al indio. Después vinieron los ferrocarriles. Había que transportar la riqueza nacional al puerto, para que desde allí se la puedan llevar afuera.

La cosa era esa. Que importaba si aquí hubiese hambre, como la hubo en muchas oportunidades. Eso era un problema de la «gente pobre». No de ellos. ¡Cuidadito con que les faltara algo a los ingleses! ¡A ver si se enojaban con nosotros, y entonces, qué sería de nuestro pobre país!

Se transportaba lo que le convenía a ellos, lo demás no.

En fin, así se hizo todo. Se «progresaba», en la medida de que los intereses imperiales sacaran algún provecho. Si no, se decía que «eso no era conveniente para «el país» y ya estaba.

Como la minería, por ejemplo. Europa tenía su problema minero resuelto por otros lados. ¿Para qué quería una industria minera nacional? Para nada. Se decretó: «la Argentina no tiene minerales», y los pocos que tiene, «no sirven» y a otra cosa.

O la industria en general. Europa tenía su propia industria y no le interesaba para nada nuestro desarrollo industrial. Al contrario, sólo le podía producir inconvenientes, por la competencia. Ya bastantes problemas les traían los Estados Unidos con su carrera industrial.

No, de ninguna manera. «A la Argentina no le conviene tener industrias», y se acabó el asunto.

Así fueron pasando los años. Y con los años, los hombres. A los viejos «exiliados» los «mártires» y los primitivos representantes del comercio «libre», los fueron reemplazando sus hijos o en otros casos, sus discípulos.

Pero así como los hijos de los inmigrantes y de los criollos, no resultaron iguales a sus padres, tampoco lo fueron los hijos de la oligarquía primitiva.

No se habían ganado los puestos «con lucha». No supieron conservarlos. O por los menos, empezaron a perderlos. Poco a poco.

Los movimientos sindicales, empezaban a nacer en Europa y en los Estados Unidos.

Aquí, llegó primero el movimiento anarquista.

Vino en la maleta de los inmigrantes. Después vino el socialismo. La oligarquía de «recambio» de los fines del siglo diecinueve, no era como la otra, la anterior hubiese peleado de frente. Esta no. Se asustó y optó por entregar, a principios del nuevo siglo, paulatinamente el poder.

El radicalismo, era un movimiento que podía hacer de «amortiguador».

No era socialista. Tampoco era oligarca. Aunque contara en sus filas con muchos «parientes» de la oligarquía. En sus comienzos, fue revolucionario, pero ya no lo era.

Era nacionalista, pero no demasiado. En fin «no era nada». El ideal.

Era indudablemente «popular», y eso era lo que se necesitaba. Por lo menos «pondría la cara» contra el «anarco-sindicalismo». Y la verdad es que la puso. Hubo choques bastante feos al principio. Pero, con el tiempo, «la vaca se les volvió toro».

El «toro» resultó ser Hipólito Yrigoyen. Un gran hombre. Pertenecía al pueblo y se identificaba con él.

El pueblo lo siguió con esa fidelidad maravillosa, que tiene para quienes saben comprenderlo. El pueblo es así. Cuando da su corazón lo da para siempre. Lo acompaño hasta su muerte.

Pero eso es más adelante.

El 12 de Octubre de 1916, con el acompañamiento de una mayoría popular auténtica, como desde hacía setenta años que no se veía en el país, Yrigoyen asume el poder.

Su programa, un poco confuso, estaba encaminado a restaurar los derechos y libertades civiles. Además de una acción, de un tipo muy genérico, que él denominaba «reparación nacional».

Se consideraba a sí mismo como una especie de apóstol, cuya misión era salvar al país. Por supuesto que de una oligarquía «falaz y descreída». Sólo contaba con el pueblo para esto. Ya que toda la estructura «tradicional» del país y del gobierno, estaba en su contra, y dispuesta a no dejarla gobernar en paz. Todas sus medidas de gobierno fueron criticadas. Algunas prácticamente sin analizarse siquiera.

Todas sus palabras fueron tergiversadas, o, torcidamente interpretadas.

Había soñado llegar al gobierno por una conspiración. No por el camino normal del comicio. Incluso él mismo, nunca pensó en llegar de esa manera.

No se encontraba cómodo en el papel de Presidente. Sentado en el mismo lugar desde donde la oligarquía había gobernado tantos años. Donde se había negociado tanta cosa «sucia».

Para diferenciarse, deliberadamente rompía con todos los «usos» de la época. En lo administrativo y en lo protocolar. Intervino casi todas las provincias y puso en ellas gobernantes del radicalismo, elegidos en comicios puros.

Dictó y propició leyes de contenido social. Leyes que favorecían a «los necesitados».

Pero no encontró comprensión. Ni entre sus opositores, ni dentro del círculo de sus propios «correligionarios».

Su carta más difícil, resultó ser con el tiempo, también la más valiosa. La neutralidad argentina durante la Primera Guerra Mundial. No fue comprendido, en esto, prácticamente por casi nadie. Sus propios ministros, no lo entendían. Sin embargo, impuso su criterio con una valentía y una tenacidad, como muy pocas veces vio el país.

Lamentablemente, no se puede decir lo mismo de su actitud en los conflictos sociales de la época.

Había heredado una situación explosiva de sus antecesores. Y la expectativa que despertó su advenimiento, contribuyó aún más a alentar las esperanzas de los desposeídos, que lo contaban de su lado.

Se desataron una serie de huelgas. Todas de indudable tipo sindical, por lo menos en sus comienzos. Pero sus aprensiones y temores, lo llevaron a confundir el proceso y creerse ante una ola «maximalista».

Allí cometió el error más grave de su gobierno. Permitió que las «fuerzas del orden», tomaran cartas en el asunto. Ya sabemos como procedieron. En aquel entonces, todo ese aparato, estaba en manos de la oligarquía y sus «sirvientes». No sólo eran enemigas de los sindicalistas, sino también lo eran del propio Yrigoyen, cuando se hicieron cargo de la «represión».

Todos recordamos la tristemente célebre Semana Trágica y posteriormente, aunque con algunos atenuantes, los hechos de la Patagonia.

Además, las «fuerzas del orden», no obstante ser las encargadas de reprimir, no por eso dejaron de recriminarle, ser el «responsable» de lo ocurrido. Los obreros habían sido «alentados» por la actitud «paternalista» del presidente.

A Yrigoyen lo sucede Alvear. Un representante de la vieja oligarquía «enancado» en la estructura del radicalismo. Había varios de ellos. Ninguno era bueno.

Yrigoyen lo había puesto en la Presidencia porque creyó que, debiéndole todo, le iba a ser leal. No fue así. También pensó que con la presidencia de un oligarca, el radicalismo iba a tener acceso a todas las estructuras del poder, que se le habían negado a él.

No resultó. Lo primero que hizo Alvear, fue volver a su lugar de origen. Gobernó con y para la oligarquía, a la que siempre perteneció. Este hecho fue denominado por las gentes políticas de ese entonces como la «patada histórica».

No fue otra cosa que una traición. A su amigo y a su pueblo.

Eso fue exactamente.

Sobre su gobierno, podemos decir que se vio beneficiado, por la mejor época de nuestro comercio exterior. Esto como consecuencia de la situación europea después de la guerra. Hubo una demanda masiva de alimentos y eso trajo consigo una gran prosperidad.

Desde luego que esa prosperidad sólo llegó al pueblo común pálido reflejo, realmente se pudo haber hecho mucho más.

Los «secretos del poder», no sólo no interfirieron, sino que colaboraron con el Presidente. Así, completó su período en medio de la aprobación general de los grandes monopolios internacionales.

Tan sólida creyó su situación, que trató de imponer un sucesor de su agrado. Y de los monopolios, desde luego. Esta actitud, no fue muy «leal» que digamos para con su viejo amigo y Jefe del partido.

«Don Hipólito, que siempre fue remiso en lo que a candidaturas se refiere, advirtió la maniobra y se lanzó a la lucha con todo su espíritu. Se llevó todo por delante. Tenía todavía al pueblo de su lado.

En las elecciones de 1928 ganó por una abrumadora mayoría. Pese a los «palos en las ruedas» que le pusieron en todos los círculos de la oligarquía y sus servidores.

En fin, el segundo gobierno de Yrigoyen, no fue como el primero. Realmente una lástima. Ya no se hablaba de «reparaciones». El hombre tenía ya muchos años y el fuego revolucionario se había apagado. La administración se paralizó y el Presidente quedó solo en el poder.

Esta era la oportunidad que estaba esperando desde hace años la oligarquía, súbitamente se dio cuenta de que tenía la posibilidad de apoderarse del gobierno y no la perdió.

El 6 de septiembre de 1930 tomó el poder. Por la fuerza, por supuesto. A partir de allí se inicia un regreso al «viejo régimen». Pero pronto descubren que ya es tarde. Ya, el país no es el mismo. El mundo, tampoco es el mismo.

Todo ha cambiado.

Ellos también deben cambiar. Y así lo hacen. Para mantenerse en el poder, deben recurrir a «métodos violentos» a los que nunca habían recurrido antes. Naturalmente, a muchos les causó repugnancia. No aceptaron compartir ni el poder ni la responsabilidad de esos hechos. Se alejaron.

Para colmo, a lo largo de la «nueva gestión», de la oligarquía, se van descubriendo negocios y manejos de toda clase.

Con el comercio internacional de carnes. Con otros productos, etc. Todo lo cual produce un escándalo en los medios de difusión y en el propio Senado de la Nación, donde cae abatido a balazos un senador de la bancada opositora.

Saltan los «negocios» más diversos. El juego clandestino. Las concesiones de electricidad, la venta de tierras en «El Palomar». Un proceso en el que intervienen ciudadanos extranjeros y que terminan en una acusación de «traición a la patria».etc.

Todo es matizado por una permanente política de fraudes, sobornos y violencia. La estructura de poder y el sistema, realmente, no daban para más. Sólo la innata ineptitud de los radicales impedía que tomasen el poder nuevamente.

El Pueblo

El régimen comenzaba a expirar, cuando yo regresé al país, después de una temporada como Agregado de la Embajada Argentina en Chile.

En Buenos Aires, tuve diversas entrevistas con varios oficiales que me querían hablar de un movimiento de fuerza.

Los objetivos, todavía no estaban suficientemente claros. Por lo que les dije que era mejor esperar un poco. No había que apresurar las cosas. De todas formas el gobierno estaba terminado, y nada se perdía con estudiar un poco mejor las cosas.

Tomar el gobierno para fracasar, era una estupidez. Los convencí a todos de esperar y de permanecer en contacto. Así lo hicieron.

Fui destinado a Italia, en plena guerra. Me tocó presenciar los acontecimientos en el teatro directo de las operaciones.

Pero la experiencia, para mí más importante, fue poder estudiar el experimento político-social y sobre todo económico, que se desarrollaba en ese país.

Además, completé un curso de Economía Política con un grupo de profesores italianos. Considero maravillosa esta experiencia.

No creo que exista en el mundo, mejor escuela de economía que la italiana. Se puede adecuar, al capitalismo, al fascismo y eventualmente al socialismo, sin perder coherencia. Porque tienen muy claro a todos esos sistemas y sus trampas. Resulta imposible venderles «gato por liebre» en materia de producción o comercialización.

Con esta y otras varias y muy valiosas experiencias más, regresé a mi país.

Allí me puse en contacto, apenas llegué, con mis camaradas.

Tal como había previsto anteriormente, las cosas apremiaron para una «definición». Yo pedí tranquilidad, y que primero nos organizáramos nosotros y después qué nos decían los generales.

Entre nosotros, la mayoría de los oficiales eran Mayores, o Teniente coroneles, muy pocos Coroneles y ningún general, y para hacer un «movimiento de fuerza», siempre hay que tener un general, uno por lo menos.

Así fue que nos organizamos bajo la denominación de «Grupo de Oficiales Unidos», más conocido por el GOU, y quedamos a la expectativa. Pero para ese entonces, ya a nivel «generales», estaba caminando una conjura que tenía por cabeza al ex presidente general Justo.

Así que resolvimos que lo mejor era seguir esperando y mientras tanto, organizar más aún el grupo.

De todas maneras, si los generales hacían la revolución, no podrían hacerla sin nosotros.
Todo estaba listo y montado cuando se vino a morir el general Justo. Bueno.

El asunto, se puso mucho mejor para nosotros. En los cuadros de las fuerzas armadas no había quedado, en esos momentos, ningún general con un prestigio o con un peso político definitivo.

No tendrían más remedio que conversar con nosotros y llegar a un comando de tipo «deliberativo». Y nosotros éramos más que ellos, mejor organizados. Bueno, así ocurrió y al poco tiempo se produjo la revolución y la toma del poder.

Como era de esperar, fuimos todos llamados a distintas funciones del gobierno. Algunos con más responsabilidad que otros, pero en casi todos los organismos del Estado, había un oficial del GOU.

Tal como yo había pronosticado. Ni siquiera tuvimos que pedir funciones, nos las ofrecieron.

El problema principal que había en aquel entonces, era la actitud de la Argentina con respecto a la guerra europea.

Sobre todo, la actitud que debía tomarse con respecto a su futuro desenlace. Ya en el año 43, se hacía más o menos evidente que Alemania e Italia, llevarían las de perder.

Pero también era evidente que eso no era motivo suficiente, ni argumento válido para declararles la guerra.

El problema no era tan simple, porque por otra parte, tampoco teníamos nada que ganar con esta postura. Salvo un puesto en la cola de los imperialismos triunfantes.

A mí personalmente, no me parecía compensación suficiente.

En cuanto a los motivos de tipo ideológico o sentimental, eran muy relativos. En ambos bandos teníamos motivos suficientes para no sentirnos identificados. No debemos olvidar que Italia, estaba del lado del Eje y la población italiano-argentina es enorme.

Es más, mucho más. La guerra mundial, fue una magnífica oportunidad, que no podíamos desaprovechar, para reasumir nuestra plena soberanía.

Era evidente que nuestros «países tutelares» no estaban en condiciones de «controlarnos», en esos momentos.

No la dejamos pasar. Pese a que se desató una campaña tremenda en todo el ámbito de opinión dentro del país y en el exterior en pro de que nos alineáramos del lado de nuestros «tradicionales aliados» no lo hicimos.

Por ese entonces, yo había iniciado un desapercibido pero implacable accionar, desde el antiguo Departamento del Trabajo.

Había pedido que se le diera la categoría de Secretaría de Estado, con el nombre de Secretaria de Trabajo y Previsión.

Poco a poco, los dirigentes obreros se acostumbraron a llegarse hasta allí y a ser tratados como amigos.

Unos trajeron a otros y estos a terceros. Al poco tiempo, teníamos el respeto y la confianza, cuando no la simpatía, de casi todo el disperso cuadro del sindicalismo argentino.

Pero, cuando estábamos muy bien encaminados en estas cosas, el Presidente, general Ramírez, pretextando que eso consolidaría la revolución, no encontró mejor cosa que romper relaciones con el Eje. Una macana grande como una casa.

Fue una medida totalmente inconsulta con respecto a los mandos militares. Como consecuencia de eso, lo «reemplazamos» en la presidencia por el general Farrell, un hombre de nuestra confianza.

Mientras estas cosas ocurrían, yo seguía avanzando en el terreno que realmente me interesaba.

La Secretaría de Trabajo y Previsión, era ya una verdadera «asamblea permanente» de trabajadores y dirigentes. A todos se los escuchaba y a todos se les daba una solución. O por lo menos, se dejaba bien en claro que intentábamos dársela.

Así nació, una corriente de confianza entre nosotros, que el tiempo se encargó de demostrar hasta que punto era verdadera.

Bueno, el tiempo pasa y la guerra en Europa toma un cariz dramático. Alemania está prácticamente perdida y esto cambia el panorama de su propio accionar. Nosotros, no hemos perdido el contacto con Alemania, pese a la «ruptura» de Ramírez.

Así las cosas, nos llega un extraño pedido.

Pese a que pueda parecer contradictorio en un primer momento, a Alemania le «conviene» que nosotros le «declaremos la guerra»: si la Argentina se convierte en «país beligerante», tiene derecho a entrar en Alemania cuando se produzca el desenlace final; esto quiere decir que nuestros aviones y barcos estarían en condiciones de prestar un gran servicio.

Nosotros contábamos en ese momento con los aviones comerciales de FAMA y los barcos que le habíamos comprado a Italia durante la guerra. Hicimos como se nos pidió. El Presidente Farrell, declaró la guerra, previa reunión de gabinete a tal efecto.

Así fue, como un gran número de personas pudo venir a la Argentina.

Toda clase de técnicos y otras especialidades con que no contábamos en el país, pasaron a incorporarse al que hacer nacional.

Gente que al poco tiempo fue muy útil en sus distintas especialidades y que de otro modo nos hubiese llevado años formar.

Poco tiempo después, cuando ya en el gobierno, tomamos a nuestro cargo los ferrocarriles ingleses, más de setecientos de esos muchachos venidos de Alemania, entraron a trabajar para nosotros.

Ni que decir, en las fábricas de aviones militares y civiles, u otras especialidades, fue un aporte sumamente útil para nuestra naciente industria. Esto, lo sabe muy poca gente, porque a muy poca gente se lo dijimos.

Nosotros en esos momentos preferíamos hacerles creer a los imperialismos de turno, que habíamos cedido finalmente a sus solicitudes beligerantes. Para ese entonces, nos convenía hacer un poco de «buena letra», sobre todo para ganar tiempo.

No faltó, por supuesto, un grupo de estúpidos que nos acusaron de «debilidad», esa pobre gente que nunca entiende nada de lo que pasa.

Pero, nosotros proseguimos con nuestra labor.

En el terreno social, creamos los Tribunales del Trabajo, con lo que conseguimos por primera vez en esta parte del mundo, la igualdad de condiciones entre los obreros y los patrones ante la ley.

El Decreto sobre Asociaciones Profesionales le dio a los Sindicatos una nueva dimensión en la vida nacional.

Los Estatutos, de muchísimos gremios. Las vacaciones pagas. La prevención de accidentes de trabajo. Y finalmente, el aguinaldo, terminaron por traer a nuestro lado a la casi totalidad de la masa trabajadora. En adelante, confiaron plenamente en nosotros.

Y puedo decir, que nosotros nunca defraudamos esa confianza.

Además, de estas medidas, extendíamos el régimen jubilatorio, a todos los trabajadores del país.

En la mecánica de la lucha sindical, impusimos la elaboración de los convenios colectivos de trabajo.

En suma. En tres años de labor constante, conseguimos mejorar más las condiciones de vida de los trabajadores, que lo que se había conseguido en casi un siglo de lucha. Y sin derramar una sola gota de sangre argentina.

Pero lo más importante de todo, no fueron las mejoras que íbamos obteniendo, sino la conciencia de su propio valer que fuimos despertando en el alma de la masa trabajadora

Pero la oligarquía, no tuvo ni siquiera la visión de acompañar el proceso. Lejos de ello, se emperró en poner todo de su parte para tratar de impedirlo. Esa fue la carta de triunfo que puso en mis manos. Al atacarme a mí, personalmente y sin quererlo, me colocaron en la cúspide.

El pueblo trabajador identificó mi nombre con su lucha por mejorar su nivel de vida. Instintivamente me respaldó con toda su lealtad.

Además, a esta verdadera ola de torpezas, agregaron un ataque masivo contra los militares y todo lo que fuese militar. Esto también nos favoreció. Mis camaradas, muchos de los cuales no compartían nuestro punto de vista, viéndose atacados, se apoyaron en nosotros. O por lo menos se abstuvieron de atacarnos abiertamente. Bueno, así estaban las cosas, en ese momento crucial del enfrentamiento por el poder, cuando su aparición en el panorama político nacional, el elemento que define toda la situación a nuestro favor.

El nuevo embajador de los Estados Unidos en la Argentina, Spruille Braden, presenta sus credenciales al Gobierno. Desde su llegada, una ininterrumpida serie de torpezas cometidas por su parte, fue colocando del lado nuestro los factores que necesitábamos y que aún no estaban definidos.

Comenzó, por reunirse diariamente y sin ocultarlo, con todas las cabezas de la oposición oligárquica. Se hizo «asesorar» por ellos. Después de un tiempo, pidió verme a mí. Yo no tenía inconveniente, así que nos vimos.

Hablamos de «bueyes perdidos» y luego nos despedimos. Supongo que querría «estudiarme». Pidió otra entrevista, y la misma cosa. Yo no mostraba mi juego y él no encontraba como empezar. Finalmente, otro día, vino a verme al Ministerio de Guerra. Pretendió «explicarme» lo que, a su juicio, según dijo, «debía hacer el gobierno argentino».
Si yo era «buenito», a cambio de mi «comprensión», era posible que los Estados Unidos no «vetaran» mi eventual candidatura presidencial.

Yo le contesté duramente, que eso era colocar al país en una situación de dependencia. Una especie de resurrección del «protectorado». Y agregué: «Yo entiendo que, el que le haga eso a su país, es un «hijo de puta».

Braden, se levantó y se fue, sin despedirse.

La guerra estaba declarada entre nosotros. De allí en más sería «o Braden o Perón».

Yo, ya para esa época, contaba con el inestimable apoyo de Evita. Siempre he sido muy remiso a hablar sobre ella. Más que eso, creo que es la primera vez que lo hago en esta forma.

Yo entendí enseguida, qué era realmente Evita.

Era puro amor por el pueblo.

Era una maravilla. Una muñeca de belleza, acompañada de una tremenda fe. Esa fe, estaba depositada en su amor al pueblo y en su amor por mí. Por que en mí, veía ella la encarnación de ese amor popular.

Porqué fue eso. Fue amor, lo que nos unió al pueblo, a Eva y a mí. Juntos iniciamos el camino. No fue fácil para ella. Había luchado desde abajo.

Un día llegó, al lado mío; era una chiquilla. Tenía luz en los ojos. Era capaz de todo, por su pueblo. Luchó hasta morir por ellos. Hizo de su vida lo que quiso el pueblo.
Hizo una entrega total y absoluta. Tanto fue así que le costó la vida. Ella se fue en su momento. Yo me iré en el mío. Pero lo que hicimos no se puede destruir con la muerte.
Cada uno de los tres, el Pueblo, Eva y Yo, en el otro que subsista, vivirá y el pueblo será el que nos sobrevivirá.

Pudo ser una princesa. Pudo tener el mundo a sus pies. Pero, prefirió ser la madre de los pobres y los descamisados. De los niños desamparados y de los ancianos, era realmente una santa.

Los humildes la adoraron y ella tomó como único precio por su vida, ese cariño, lo prefirió a cualquier otra cosa en el mundo. Esta elección, la hizo ella sola. Absolutamente.

No le fue fácil, pobrecita. Era una mujer muy frágil físicamente. Pero dio todo de sí.

Nunca esperó nada ni pidió nada. Nos quiso y eso fue todo. Nunca nos dejará. Y siempre la necesitaremos. Ella también nos necesitó tanto.

Estará siempre con nosotros. Siempre.

Bueno, después vino la «Marcha de la Libertad». Para que se tenga una idea de lo que fue eso, Basta decir que uno de los «manifestantes», fue el propio Spruille Braden.

La concurrencia se dedicó a cantar estribillos contra mi persona, Evita y algunos funcionarios del gobierno.

De tanto en tanto, interpretaban también «La Marsellesa». En francés, por supuesto.

Yo personalmente nunca he visto a un obrero argentino cantar «La Marsellesa» en francés.
Usted sí?

En fin, como colofón de la «demostración» que acaban de dar, una delegación de «notables», se presentó al Jefe de la guarnición de Campo de Mayo. Lo convencieron que «presionara» al general Farrell y exigiera que se escuche «la voz del Ejército».

Yo, por mi parte, invité a todos los Jefes de la Guarnición a que nos entrevistásemos en el Ministerio de Guerra.

Vinieron al día siguiente.

Allí, los recibí y les dije que Campo de Mayo no era la vos de «todo el Ejército»´, que quería una reunión más amplia. Con todos los Jefes de la Guarnición Buenos Aires y que si yo resultaba en minoría, me retiraría. Pero, si resultaba en mayoría, se retirarían ellos. Dicho esto, se retiraron «con el rabo entre las piernas». Pero, al día siguiente, cobraron valor y pusieron a Campo de Mayo en «pié de guerra».

A mediodía llegó el Jefe, general Avalos, a la capital. Se entrevistó con Farrell y le pidió que se trasladara de vuelta con él. Después de algunas demoras, fue para allí. Le pidieron terminantemente mi renuncia. Era el 9 de Octubre de 1945.

En principio, Farrell aceptó. De todos modos, si no aceptaba, le pedirían la renuncia suya y entonces sí que se pondría fea la cosa.

Yo quise facilitar las cosas y entregué mi renuncia a los cargos de Vicepresidente, Ministro de Guerra y Secretario de Trabajo y Previsión. La deposité en manos del general Pistarini que era mi amigo. Por cuerda separada, pedí mi retiro de la actividad militar.

Hecho esto, me fui a mi casa a descansar, donde al cabo de un rato me vinieron a visitar algunos amigos. Eva estaba conmigo. En la tarde del día siguiente, Avalos fue designado Ministro de Guerra. Ese mismo día, una nutrida delegación de dirigentes sindicales me vino a ver a mi casa para expresarme su total solidaridad.

Allí quedamos en que me despediría de los obreros, en un acto a realizarse al día siguiente, frente al edificio de la Secretaría de Trabajo y Previsión. Muy bien, así lo hicimos y al cabo de unas horas, cuando ya caía la tarde, hablé ante una verdadera multitud de trabajadores.
Los exhorté a tener fe y mantenerse unidos. A estar dispuestos a la lucha, para mantener sus conquistas, si fuera necesario.

Para finalizar, les dije que en adelante podían contar conmigo al lado de ellos en esa lucha, como un trabajador más. Para terminar, de allí me fui al Departamento de Policía a despedirme del general Velasco que había renunciado en solidaridad conmigo.

Desde luego que después de esto, la oligarquía pidió mi arresto «inmediato». Esto fue al mismo día siguiente. Farrell se resistió, al principio. Pidió tiempo. Pero le dijeron que si no procedía en el acto sería reemplazado. En fin, tuvo que ceder.

Mientras tanto, en las calles, se producían choques entre obreros y elementos de provocación contratados. Se creó deliberadamente un clima de violencia.

Se buscaba el pretexto para eliminarme del panorama, de cualquier forma. Por el lado nuestro, Evita y sobre todo Mercante, se estaban moviendo con mucha eficacia entre los muchachos de la Confederación General del Trabajo. Así que decidí dejar las cosas en manos de los amigos y me retiré con Evita a una casa en el Tigre.

Allí me llegó, el 12 de octubre, la orden de detención.

Me llevaron a Buenos Aires. Allí me despedí de Eva que estaba hecha un mar de lágrimas en el puerto, porque me embarcaron para la isla de Martín García. Le pedía a Mercante que cuidara de Evita y le reiteré que dejaba todo en sus manos y en la de los muchachos de la C.G.T.

El Gabinete Nacional, había renunciado, así que las noticias del día, tomaron estado público dando la impresión de que todo estaba perdido para nosotros. Tres días después, arrestaban a Mercante también.

Era el fin.

El día 16 de octubre, se reunió la Comisión Confederal de la C.G.T. Era un martes. Dispuso una Huelga General para el día jueves 18.

Pero de esto, la mayoría de los trabajadores ni se enteró. No estaban para esperar un día más. Movidos al unísono, por un maravilloso y poderoso vínculo, se lanzaron a la calle en las primeras horas del día 17, arrasando todo cuanto se ponía a su paso.

Piquetes de obreros se apostaron espontáneamente en las entradas de las fábricas y talleres. Invitaban a sus compañeros a no entrar y en cambio, dirigirse a Plaza de Mayo. Nada ni nadie, lo había dispuesto así de antemano. Fue el resultado puro de la improvisación.

La «huega espontánea» corrió como un reguero de pólvora. De una fábrica pasaba a otra y de allí a un taller. A veces, los obreros desde la calle vociferaban en las puertas, hasta que salían los pocos que, por confusión, habían entrado a trabajar.

Yo, por mi parte, ese mismo día había sido trasladado al Hospital Militar Central, debido a una bronquitis.

Allí, tuve la alegría de comunicarme por teléfono con Evita, que me infundió ánimo y me instó a tener fe.

Mientras tanto, miles y miles de hombres y mujeres, cruzaban la Avenida General Paz, desde las zonas industriales. Matanza, San Martín, Vicente López, etc.

Caminando, en su enorme mayoría, algunos en camiones, otros en vehículos de las propias fábricas que habían «decomisado». Además de muchos «tranvías» que fueron tomados y conducidos a la plaza por sus propios guardas.

No había jefes ni soldados, todos eran «compañeros»

Llegó una «orden» de levantar el puente de Avellaneda. Tarde, ya lo había pasado el grueso de los trabajadores de la zona sud. Pero igual, desde Gerli, Banfield, Quilmes y Lanús, en botes o lanchas y luego a pie, marchaba a la Casa de Gobierno, el ejército de los trabajadores.

Sin armas. Uniformados únicamente por sus ropas de trabajo por sus manos callosas de obreros. Muchos con las herramientas de trabajo en los bolsillos de sus mamelucos. Otros con el almuerzo de mediodía en un paquete de bolsillo.

Todos. Eso sí, todos, con la irrenunciable decisión de no regresar a sus hogares sin obtener mi libertad, en las ciudades del interior, ocurría otro tanto.

A mediodía, la Plaza de Mayo estaba repleta. Al caer la tarde, ya no cabía un alfiler.
Era el basamento social del país que afloraba.

Era el país subyacente que la orgullosa gente de la «clase dirigente» no conocía, era el pueblo argentino, fuente de toda soberanía, mando y poder legítimo, sin cuya aprobación nada es válido.

Yo, por mi parte, seguía preso en Hospital Militar. Mercante, que había sido llamado desesperado por Avalos, vino a verme y me informó de todo. Lo habían llamado a Casa de Gobierno, pero en el camino consiguió escabullírseles por unos minutos. Estaba eufórico. Su fe era contagiosa y nos llenó a todos de la seguridad en el triunfo.

Otras informaciones, nos llegaron informándonos de que el paro en el gran Buenos Aires, era total.

Al caer la tarde, Farrell me llamó por teléfono proponiéndome una negociación, nosotros, que ya estábamos al tanto de todo, decidimos que lo mejor era esperar para tener todos los triunfos en la mano. Mercante ya estaba de regreso de la Casa de Gobierno y decidió quedarse con nosotros.

Estábamos deliberando, cuando se presentó el general Pistarini. Venía de parte del Presidente. Me trasmitió en su nombre que yo había ganado la partida. Solo me pidió que fuese considerado con el general Avalos. Muy bien, yo le garanticé su persona, con la única condición de que desapareciese del panorama de inmediato.

Así fue.

Se convino una reunión con Farrell en la Residencia Presidencial y allí fuimos. Conversamos amigablemente y al cabo de un rato terminó por poner todo en mis manos y decirme que, en adelante, yo decidiera.

Así fue que nos trasladamos todos a Casa de Gobierno, cuando ya estaba entrada la noche.

Bueno, allí me encontré con un espectáculo grandioso. La plaza entera vociferaba y pedía mi libertad. Cuando se anunció que iba a hablarles, la ovación duró varios minutos.

Me presenté en el balcón y saludé. Tuve que esperar un largo rato antes de que me permitiesen hablar.

Los tranquilicé y les prometí que en adelante estaría junto a ellos para siempre, les pedí confianza, trabajo y unión.

Que se cumpliera con el paro dispuesto para el día siguiente, pero en el mayor de los órdenes y festejando el triunfo de todos.

Les dejé mi corazón y me despedí de ellos.

Ellos se despidieron de mí, dejando en mi visión el espectáculo más maravilloso a que pueda aspirar un hombre que ha consagrado su vida a la Patria: el amor del pueblo. Después de unos minutos nos retiramos. Me despedí de Farrell y me fui a buscar a mi compañera. Eva me esperaba para retirarnos unos días a una quinta a descansar.

Había terminado el 17 de octubre. El día más importante de mi vida.

El día en que quedó sellada definitivamente nuestra unión con el pueblo. Una unión que no se quebraría jamás.

Definitivamente, el pueblo había tomado conciencia de su propio valer. Entendió claramente que mientras se mantuviera unido, sería invencible. Ese día, habían caducado todos los esquemas políticos tradicionales, y en medio de ese clima comenzó la repechada electoral definitiva.

Bueno, debo decir para finalizar que la oligarquía, siempre tuvo un defecto más desarrollado, que los otros varios que la adorna: su tremenda ceguera.

No entendieron en absoluto lo que acababa de ocurrir en el país. No le hicieron caso. Ni siquiera se detuvieron a analizarlo. Esta nueva demostración de su torpeza, fue definitiva para ellos.

Se unieron precipitadamente en un confuso «paquete» de partidos políticos tradicionales. Allí entraron desde los conservadores de la época del fraude, pasando por los radicales y socialistas, hasta los comunistas de la línea de Moscú.

Se titularon Unión Democrática y recibieron públicamente la bendición de Braden, que escribió desde los Estados Unidos, para «adherirse». Tuvieron, desde luego, una cálida acogida en la denominada «prensa independiente».

Nosotros no contábamos con ningún partido político armado, ni mucho menos con estructuras electorales organizadas y los medios de difusión al unísono, estaban contra nosotros.

Pero teníamos los sindicatos obreros, que movían mucho más gente y con más fe que todos los «comités» tradicionales. En base a esto, formamos nuestro Partido Laborista.

Además y como «postre», para esos días, le sacamos al gobierno un aumento general de salarios. Y para el mes de diciembre, el «aguinaldo».

Aunque parezca increíble, las fuerzas patronales, cometieron nuevamente el error de oponerse a estas mejoras. Esto, provocó un enfrentamiento con las organizaciones laborales que nos permitió colocarnos, cómodamente, del lado de éstas.

No se concibe mayor torpeza. Dos meses antes de la elección, se las arreglaron para que quedara nuevamente bien en claro, que las conquistas obtenidas, solo podían subsistir bajo nuestro gobierno.

Después de muchos tiras y aflojes y de una huelga general, la patronal terminó por pagar todo. Sueldos y aguinaldo. O sea que pagaron y encima quedaron mal. Bueno, no hacía falta nada más.

Pero no. Todavía algo más.

Esto fue algo que realmente cuesta creerlo, pero ocurrió. Un diplomático de carrera, argentino, dirigió una carta a Braden, que estaba en los Estados Unidos, exponiéndole que los aumentos de salarios y el aguinaldo se habían otorgado ¡contra la voluntad del pueblo! Finalizaba su «mensaje» con un pedido de intervención, del gobierno de Norteamérica, para poner remedio a éstas y otras situaciones.

La carta tuvo estado público, e inmediatamente la oligarquía se sintió alentada a hablar de la posibilidad de una intervención militar. Es increíble hasta donde puede llegar la falta de escrúpulos de esa gente.

En medio de ese clima, que se produce la llegada a Buenos Aires del famoso «Libro Azul» publicado por Braden.

En ese «libro», se acusaba a una gran cantidad de civiles y militares argentinos de haber sido «nazis» durante la guerra. Por supuesto que yo encabezaba la lista.

La cosa estuvo tan mal manejada, que prácticamente pareció como si se quisiera acusar al país entero. No a un determinado sector. Esto, aparte de la monstruosidad que significa el hecho de que un diplomático extranjero, se inmiscuya groseramente en los asuntos internos de un Estado Soberano.

Bueno, de allí en adelante, se colocó los términos de la opción electoral en un punto ideal para nosotros.

Denunciamos la injerencia extranjera y lanzamos el «slogan» que nos dio el triunfo definitivo: «o Braden o Perón».

Como el libro de Braden se llamaba «Libro Azul», yo hice publicar nuestra réplica en un libro que llamamos «Azul y Blanco», como los colores de nuestra bandera.

Esto ya era definitivo, no hacía falta realmente nada más.

Terminamos nuestra campaña con el acompañamiento masivo de la clase trabajadora y con el amparo incontrastable de estar defendiendo la Soberanía Nacional. Pueblo y Patria, ambos de nuestro lado.

A la semana siguiente ganábamos las elecciones en todo el País. Fue uno de los comicios más limpios que se recuerdan en la Historia Argentina.

Es a partir de entonces, que comenzó una etapa decisiva en la lucha por la soberanía nacional y popular. Lucha que comenzáramos tres años antes, siendo un oscuro e ignorado oficial de nuestro Ejército. Lucha que continúo todavía y continuaré mientras me quede vida.»

Juan Domingo Perón