Jorge Luis Borges

Por Iciar Recalde

Tras 1935 la labor de reescritura, negación, silenciamiento, tachadura y extirpación de textos íntegros es furiosa en Borges. Sus siete primeros libros de juventud cambian radicalmente: borra todo rastro de su nacionalismo de comienzos, de su querencia por el país y por sus hombres, de la búsqueda de una estética arraigada en el espíritu de la tierra, de la esperanza puesta en nosotros mismos, todo eso que había aprendido junto a Scalabrini Ortiz de su maestro, Macedonio Fernández. Siempre pienso cuánto hubiese aportado al ser nacional de no haber sido presa dilecta del Aparato de la Colonización Cultural que abrazó a partir de Historia Universal de la Infamia y de ahí para siempre.


Porque hay en los 4 primeros libros de ensayo una búsqueda apasionada de la conciencia nacional de los argentinos. Hay en los tres primeros poemarios una sensibilidad y un apego a lo nuestro que pocos poetas consiguieron forjar en el período: desde el revisionismo de corte popular propone dar a los argentinos una historia en verso donde mirarse y reconocerse. Valga un pasaje de El Tamaño de mi Esperanza (1926), cuando la esperanza de Borges por el país era grande y estaba enraizada en nuestro suelo:

“A los criollos les quiero hablar: a los hombres que en esta tierra se sienten vivir y morir, no a los que creen que el sol y la luna están en Europa. Tierra de desterrados natos es esta, de nostalgiosos de lo lejano y ajeno: ellos son los gringos de veras, autorícelo o no su sangre, y con ellos no habla mi pluma. Quiero conversar con los otros, con los muchachos querencieros y nuestros que no le achican la realidá a mi país. Mi argumento de hoy es la patria: lo que hay en ella de presente, de pasado y de venidero. Y conste que lo venidero nunca se anima a ser presente del todo sin antes ensayarse y que ese ensayo es la esperanza. ¡Bendita seas, esperanza, memoria del futuro, olorcito de lo por venir, palote de Dios!” (…) ¿Qué hemos hecho los argentinos? El arrojamiento de los ingleses de Buenos Aires fue la primera hazaña criolla, tal vez. La Guerra de la Independencia fue del grandor romántico que en estos tiempos convenía, pero es difícil calificarla de empresa popular y fue a cumplirse en la otra punta de América. La Santa Federación fue el dejarse vivir porteño hecho norma (…) Nuestro mayor varón sigue siendo Don Juan Manuel. (…) Sarmiento (norteamericanizado, indio bravo, gran odiador y desentendedor de lo criollo) nos europeizó con su fe de hombre recién venido a la cultura y que espera milagros de ella.”