Doce años de la política del terror estadunidense

Lindsey Hoemann

A lo largo del continente americano, las leyes antiterroristas, impulsadas por Estados Unidos, se usan para reprimir movimientos sociales que buscan defender derechos civiles y territoriales.


Los ataques del 11 de septiembre “permitieron que un pequeño grupo de neoconservadores estadunidenses elevara su visión de política exterior a política nacional, bajo la Doctrina Bush, en el 2002,” explica Laura Carlsen, directora del Programa de las Américas del Centro para la Política Internacional. Esta nueva perspectiva ve al mundo en términos de amenazas que requieren que los Estados Unidos actúen como una superpotencia sola, justificando acciones cada vez más agresivas, desde ataques militares preventivos y unilaterales a la tortura y el espionaje.

Después de los ataques, aunque pareció que las Américas fueron relegadas a un plano secundario con respecto al Medio Oriente -provocando inclusive que algunos se quejaran del “abandono” a la región-, de hecho hubo “un plan premeditado para mantener a Latinoamérica dentro de esta visión global y del plan para la hegemonía de Estados Unidos”, sostiene Carlsen. Estados Unidos no sólo ha aumentado su presencia militar en la región (por medio de “bases operacionales avanzadas” más pequeñas), sino que también ha usado a discreción acuerdos comerciales que, aunque parecieran totalmente económicos, en realidad llevan requisitos extensivos en el ámbito de política exterior, en especial en cuanto a cooperación en seguridad. Aunque no haya evidencia de actividades o amenazas terroristas, los países que deciden cooperar con Estados Unidos son obligados a aumentar la militarización y promulgar leyes nacionales parecidas al “Acta Patriótica” de Estados Unidos.

Desde un principio, hubo resistencia por parte de algunos países a la Doctrina Bush y el deseo de mayor militarización en las Américas. Estados Unidos sigue presionando y promoviendo su versión de integración regional y cooperación en seguridad, y dividió al continente a propósito, indica la académica. Explica que, incapaz de convencer a los países andinos y los del Cono Sur – como Brasil, Argentina, Bolivia y Ecuador – de tomar parte en acuerdos comerciales y de seguridad, Estados Unidos busca aislar a aquellos que son reticentes a participar, mientras presiona a aliados más cercanos para que lleven a cabo proyectos más amplios de militarización.

Carlsen considera que esta nueva lógica de seguridad ciertamente encontró un lugar en varios países, con México y Colombia como los ejemplos más claros. La intervención estadounidense en Colombia fue justificada por mucho tiempo como una necesidad para responder a las amenazas del crimen organizado y el narcotráfico. Sin embargo, como dice la investigadora, después del 11 de septiembre, las declaraciones oficiales que clasificaron a las guerrillas como terroristas renovaron los argumentos para justificar la participación de Estados Unidos. El Plan Colombia – una serie de programas de asistencia y cooperación en contra del narcotráfico, que ha enviado millones de dólares de ayuda y entrenamiento al gobierno y ejército colombiano – se presenta como todo un éxito, particularmente después de que fue expandido por la administración Bush. Sin embargo, los costos humanos son significativos, pues dejaron “5 millones de desplazados y una intensificación de expropiaciones de tierra y actividades ilegales en Colombia”, precisa Laura Carlsen.

En territorios más cercanos, Estados Unidos intenta establecer un “perímetro regional de seguridad, extendiendo las fronteras,” explica Carlsen. Incluyó de manera explícita a Canadá y México en estas nuevas prioridades y expandió el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica al ámbito de seguridad. Como resultado, México se vio obligado a incrementar la vigilancia de su frontera sur en contra de la supuesta amenaza de migrantes centroamericanos. También se implementó la Iniciativa Mérida – un acuerdo de cooperación de millones de dólares, muy parecido al Plan Colombia, ostensiblemente impulsado por las peticiones de México para ayuda en la lucha contra el narcotráfico.

En realidad, la Iniciativa Mérida forma parte del plan estratégico general de Estados Unidos para incrementar su influencia y militarización en la región. Inclusive antes de su aprobación en 2008, la idea era “promover un Estado de seguridad más fuerte en el contexto de la integración regional en seguridad”, informa la entrevistada. Este nuevo modelo beligerante y provocador desestabilizó el negocio de los cárteles y engendró guerras violentas por el territorio. Como “consecuencia directa,” Carlsen apunta los cien mil muertos y desaparecidos desde el estallido de violencia en México – reconocidos incluso por quienes promovieron el programa.

En Honduras y otros países vulnerables de Centroamérica – no muy alejados de sus periodos largos de conflictos internos, dictaduras y “horrorosas” guerras civiles–, agrega Carlsen, se ve una especia de “remilitarización” gracias al incremento en la participación de Estados Unidos.

Más importante, sostiene la investigadora, es la erosión del tejido social y de las instituciones democráticas que avanza a medida que se implementa el paradigma antiterrorista en la región. A lo largo del continente, leyes antiterroristas, impulsadas por Estados Unidos, se usan para reprimir movimientos sociales que buscan defender derechos civiles y territoriales. En ausencia de una amenaza de terror verdadera, la lógica antiterrorista se usa como “mecanismo de control social, en un tiempo en el que hay una ofensiva en términos de ganar acceso a recursos naturales y territorio” para proyectos multinacionales de desarrollo, precisa. Mientras se les criminaliza más a los movimientos sociales, más libres son las corporaciones transnacionales para expandir su presencia en la región, señala Laura Carlsen.

A pesar de los efectos de la militarización violenta, el aumento de desarrollo internacional -que se puede ver en los países que siguen este paradigma de seguridad,- y la división que Estados Unidos ha logrado crear entre los que cooperan y los que no, la resistencia sigue creciendo – tanto de gobiernos como a nivel popular, indica la directora del Programa de las Américas. “Muchas comunidades han logrado resistir proyectos multinacionales de minería y la instalación de bases militares, mientras gobiernos progresistas se resisten activamente a las áreas de libre comercio, y forjan sus propias conexiones “de sur a sur”, con lo que logran ver a sus intereses “libres de la carga que viene con la lógica hegemónica de Estados Unidos”.

Aunque los pobladores de Latinoamérica simpatizaron con Estados Unidos inmediatamente después de los ataques del 11 de septiembre, mucha de esa compasión se desvaneció, pues “una mayoría enorme en el continente se opuso a la guerra en Irak,” explica Carlsen. El escepticismo creció entre los gobiernos de la región al ver cómo Estados Unidos utilizó la compasión mundial. El cambio de administración federal en el año 2008 no clamó este escepticismo, más bien, Obama trajo desilusión “ya que seguimos viendo justificaciones para la intervención y una erosión de soberanía alrededor del mundo”. Como señala Carlsen, “estos hechos se ven como amenazas en Latinoamérica, tanto a naciones como a comunidades que están defendiendo sus recursos y formas de vida en contra de un ataque económico y la militarización”.