El chavismo y el nuevo sentido común de época

Jesse Chacón e Iñigo Errejón

Las posiciones no están dadas: política y sentidos compartidos
La política no es, como en las visiones simplistas y supuestamente realistas, la lucha descarnada por el poder entre intereses ya constituidos. Por el contrario, la política comienza antes: definiendo las posiciones en torno a interpretaciones compartidas de la realidad, definiciones de qué hechos constituyen problemas relevantes y propuestas de metas comunes. Las explicaciones que generan sentidos compartidos, son discursos que, así, no sólo describen sino que construyen realidad: generan lealtades y determinadas correlaciones de fuerzas.   Los discursos más estables, que consiguen articular sectores sociales distintos y amplios en torno a objetivos, emociones, aspiraciones y mitos comunes, constituyen lo que llamamos “identidades políticas”: un lazo prioritario de solidaridad política, sentido de pertenencia y movilización conjunta por objetivos comunes.
En tiempos de estabilidad política, las instituciones, que representan la cristalización de una determinado equilibrio de fuerzas entre grupos sociales –siempre la preeminencia de alguno, con aliados secundarios y sectores subordinados- satisfacen con éxito la mayoría de aspiraciones y demandas sociales, y dispersa, aísla o invisibiliza con el mismo éxito    las que confrontan frontalmente con el orden establecido.   Esta no es sólo una cuestión institucional, sino cultural, moral e intelectual: hay estabilidad cuando una narrativa fija las posiciones, naturaliza el reparto de roles y bienes sociales y produce certezas sobre el presente y el futuro, cohesionando una comunidad política. En términos gramscianos: genera consentimiento entre los gobernados.   

Sin embargo, se producen crisis orgánicas cuando no sólo algunos actores, sino el conjunto del entramado institucional y cultural es incapaz de responder a la mayoría de demandas ni de producir certezas. En estos momentos, los consensos que antes organizaban la esfera pública se ven desbordados, colapsados, viejos e incapaces de generar confianza de masas. Se trata del tiempo político abierto para el cambio: para la irrupción de nuevos discursos y nuevos símbolos, que propongan una ordenación distinta de las lealtades –a menudo polarizando el espacio contra las élites tradicionales y su arquitectura política- y generen un nuevo horizonte histórico.
La irrupción del chavismo y su impacto en la cultura política
La revolución bolivariana ha sido, entre otras muchas cosas, un proceso como el descrito: la aparición de un nuevo relato, en un momento de agotamiento de los tradicionales, que proponía un orden diferente. Una explicación nueva de qué es la sociedad venezolana,  de cuáles son sus principales problemas, los responsables y las víctimas, propuestas de soluciones y quién esté llamado a protagonizarlas. Este nuevo relato ha cristalizado en torno a la figura de Hugo Chávez, como referente intelectual y afectivo, y como catalizador de posiciones antes muy diversas, hoy articuladas en la principal identidad del escenario político nacional: el chavismo.
Lo más importante, lo que de manera más determinante marca el tiempo político actual en Venezuela, no tiene que ver con el alcance cuantitativo de esta identidad política, sino con su capacidad cuantitativa de reordenar el tablero. El relato del chavismo no es sólo una articulación mayoritaria sino que ha permeado la cultura política venezolana en forma transversal, modificando el sentido común de época: los elementos universales de legitimidad e ilegitimidad, de lo que es justo o injusto, las valoraciones, lo que cabe esperar de la política y el Estado y la posición de cada cual en ellos, las palabras fuertes con las que se piensa –como “Pueblo” o “Patria”-. De tal manera que hasta sus adversarios deben desplazarse, aunque sea sólo declarativamente, hacia los nuevos consensos, lo que no deja de tener efectos en el imaginario colectivo.
No se confunda esta primacía discursiva con  liderazgo político garantizado. Las estructuras económicas, culturales, académicas y mediáticas, los poderes privados y las inercias y costumbres heredadas siguen empujando hacia la restauración del viejo orden oligárquico y colonial. El movimiento popular sigue librando una compleja guerra de posiciones al interior del Estado por, a un tiempo, transformarlo y hacerlo funcionar eficazmente para los de abajo. Pero la disputa política se libra hoy en un terreno atravesado por lo que ayer eran valores de una parte y hoy comienzan a ser suelo común de una percepción de época, favorable al protagonismo político plebeyo.
Esta transformación intelectual y moral es menos sólida pero quizás más profunda –como un junco que es menos robusto que un árbol pero a menudo más resistente a los cambios del viento y las tormentas- que los cambios institucionales o jurídicos: el chavismo ha desplazado el eje de gravedad de la política venezolana hacia un empoderamiento de los sectores tradicionalmente excluidos y una valorización de la democracia como construcción popular cotidiana. Este cambio no se revierte en un proceso electoral.  En un cierto sentido, ha llegado para quedarse.
Entre las características centrales del relato chavista se encuentran esta centralidad de los sectores empobrecidos y revitalización de la política como empoderamiento de los de abajo, la recuperación del orgullo nacional en clave soberanista y  horizonte latinoamericanista, la unión cívico-militar y el nuevo papel de las Fuerzas Armadas, o la prioridad impostergable de la redistribución de la riqueza colectiva y la igualdad social como componente esencial de la democracia. Hoy estos son contenidos y aspiraciones que no pueden ser ignorados abiertamente por nadie que aspire a seducir mayorías en Venezuela. Y eso constituye una victoria cultural.

En tanto que nuevo sentido común de época, se trata de un espacio discursivo sometido a tensiones, contradicciones y disputas. Gran parte de la pugna por la conducción cultural y política en sentido revolucionario está hoy en relación con la capacidad para evitar la fosilización o vaciamiento de este relato e identidad como un referente universal del pasado sin efectos en el presente: la batalla por sedimentar, sistematizar, definir las fronteras del chavismo y ponerlo en relación con los retos del presente, renovando el compromiso popular mayoritario con el proyecto de país  que éste definiera.