Una ciudad librada a la voracidad del mercado

Alejandro Sehtman*
Le Monde diplomatique

El incremento de los precios de la vivienda y los problemas de transporte, infraestructura y equipamiento exigen un enfoque urbanístico para la gestión de la Ciudad de Buenos Aires y el conurbano bonaerense, que recupere capacidad de orientación del hábitat frente a la desregulación del mercado inmobiliario.
Horacio Coppola, Toldos, 1931 (Gentileza Galería Jorge Mara-La Ruche)


El dato aparece con cierta frecuencia en los diarios pero tiene vida corta en la agenda pública. Hace falta recorrer el cementerio de las estadísticas para encontrar cuántos sueldos hacen falta para comprar una vivienda en la Ciudad de Buenos Aires. La relación entre salario y propiedad de la residencia varía, y mucho, de acuerdo a de qué salario y de qué inmueble se trate. Pero para la mayoría de los porteños el precio de una vivienda mediana requiere sumar más de cien recibos de sueldo (1). Otro tanto sucede con el alquiler, cuyo apetito es capaz de dar cuenta de la mitad de cualquier ingreso del uno al diez de cada mes (2).

Los datos que reflejan la relación entre los ingresos salariales y el acceso a la vivienda surgen de distintos relevamientos. Pero a los porteños no les hace falta ningún guarismo para saber lo que salta a la vista con cualquier mirada rápida a los clasificados: para los sectores de ingresos bajos y medios, acceder a una vivienda en la Ciudad con recursos propios es un desafío cada vez más difícil. Entre las principales causas de esta situación se encuentra el aumento sostenido de los precios del suelo, cuyo incremento en dólares durante la década pasada dio lugar un escenario inédito para el mercado inmobiliario local: nunca antes el metro cuadrado había sido, en términos relativos y absolutos, tan caro.

Otros problemas

Pero la dificultad para acceder a la vivienda es sólo uno de los problemas que afectan la relación de los porteños con el espacio urbano. De la puerta hacia afuera, vivir en Buenos Aires también es complicado. Por eso, aunque un benevolente genio de la lámpara le diera a cada hogar su vivienda, de todos modos permanecerían una serie de problemas vinculados con el hábitat. El transporte público, por el sufrimiento que inflige a sus pasajeros, suele ser el más saliente. Pero también el espacio público, el equipamiento urbano, la infraestructura y los demás servicios son de difícil acceso. No se trata sólo de las casas sino de todos los problemas de una ciudad que recibe demandas cada vez más complejas por parte de residentes y usuarios que la viven de manera muy distinta a la tradicional: moviéndose a cualquier hora, yendo de la casa al trabajo, y luego a formarse o divertirse. Pero también trabajando, formándose y divirtiéndose en casa. Y usando todos los servicios y equipamientos que encuentra a su paso, sin importar que sean “los del barrio”. 

A medida que los precios de las viviendas se alejan del bolsillo y que la ciudad compartida pierde capacidad de respuesta, la idea de que en Buenos Aires se puede vivir mejor, que supo atraer inmigrantes de todo el territorio nacional, de los países limítrofes y de media Europa, tiene cada vez menos sustento.

La Ciudad y el hábitat

A pesar de que los problemas ligados a la configuración y uso del espacio físico son un componente sustancial de la calidad de vida de los habitantes de cualquier ciudad (y sobre todo de una de tres millones de habitantes que es el corazón de un área metropolitana con once millones más), los sucesivos gobiernos de la Ciudad de Buenos Aires se han mostrado particularmente reacios al diseño e implementación de políticas urbanas explícitas (es decir, políticas caracterizadas por su focalización en el espacio urbano y no en asuntos –como la educación, la salud, etc.– o categorías de personas –niños, pobres, ancianos, etc.–). En general desde la refundación democrática, pero muy particularmente desde la autonomización, el gobierno de la producción y los usos del espacio urbano no han sido la especialidad del gobierno porteño. Este carácter desurbanizado de la gestión pública porteña responde a, por lo menos, tres causas distintas. 

La primera tiene que ver con la trayectoria del desarrollo urbano de la Ciudad durante fines del siglo XIX y todo el siglo XX y su relación con el desarrollo urbano del área metropolitana. A diferencia de otras capitales latinoamericanas, Buenos Aires fue capaz de incorporar grandes cantidades de población expandiéndose con una estructura urbana inclusiva. La particular dinámica expansiva de Buenos Aires tuvo un enfoque marcadamente progresista, al estar, en palabras de Adrián Gorelik (3), montada sobre una triple tensión: hacia afuera en el territorio (expansión urbana), hacia adentro en la sociedad (movilidad social) y hacia adelante en el tiempo (idea de proyecto). A pesar de que, al desbordar los límites de la entonces Municipalidad de Buenos Aires, la expansión perdió parte de su capacidad integradora (debido a la menor capacidad de los municipios del conurbano de proveer infraestructura y servicios), lo cierto es que su inercia siguió llevando a la periferia las presiones por el acceso a la Ciudad. 

No hay mejor confirmación de esto que el freno del crecimiento demográfico en la Ciudad en alrededor de 3 millones de habitantes ya para 1940, mientras que los partidos del Gran Buenos Aires casi duplicaron su población entre 1970 y 2010 (de 5.380.445 a 9.910.282) (4). Hace más de sesenta años que la Ciudad de Buenos Aires está alejada del gran frente de batalla por el espacio residencial urbano, cuya trinchera se fue corriendo siempre hacia el borde exterior de la mancha. 

Pero dentro de los muros invisibles de la Ciudad la demanda por el acceso a la vivienda existe en sordina: en las familias que demoran su desglose por falta de recursos para comprar o alquilar una vivienda para los hijos ya grandes, en la verticalización y microtomas que tienen lugar en las villas, en la usurpación de inmuebles. A pesar de que la cuestión habitacional se fue agudizando en los últimos años hasta conformar una emergencia nada despreciable (5), la Ciudad sigue gozando de la suculenta herencia de su urbanización originaria y puede tratar de que los melones del hábitat se acomoden solos, sin que haga falta articular una política urbana que dé cuenta del problema.

La segunda razón por la cual el gobierno porteño tiene una orientación urbana débil se encuentra en el particular marco político e institucional en el que la Ciudad de Buenos Aires se constituyó como una jurisdicción autónoma. Definida en el contexto de una reforma constitucional que reconfiguró fuertemente la base político-territorial del Estado, la autonomía tuvo menos que ver con la voluntad de los porteños de potenciar las capacidades de su administración local que con un acuerdo entre las elites partidarias nacionales para despejar la ecuación electoral general. Al igual que muchas capitales de provincias gobernadas por el justicialismo, Buenos Aires debía ser el bastión, esta vez nacional, del radicalismo. En términos políticos, el cálculo no era errado: la reluctancia del electorado porteño a elegir una administración local peronista se verificó elección tras elección. Sólo que el destinatario final de los votos no fue el implosionado radicalismo sino el progresismo del Frepaso primero y el conservadorismo del PRO después, dos fuerzas nacidas y criadas en la Ciudad pero con la mirada puesta en el escenario nacional. 

Esta especie de vecinalismo nacionalizante de la política porteña no es una novedad, y es acompañado por otras esferas en las que lo porteño y lo nacional suelen confundirse, como sucede en la prensa gráfica y el fútbol de primera división. Sin embargo, el marco institucional en el que se efectivizó la autonomía reforzó esta tendencia al quitarle a la naciente Ciudad Autónoma injerencia sobre aspectos fundamentales para cualquier gobierno en lo que respecta a la producción y el uso del espacio, como el manejo del puerto y la regulación del transporte y los servicios públicos. Sin un mandato político claro en tal sentido y sin capacidad institucional para encarar la cuestión, el gobierno porteño nació de espaldas a la cuestión urbana.

A la herencia del desarrollo urbano precedente y la falta de incentivos político-institucionales es posible agregar una tercera razón por la cual el espacio urbano no figura entre las prioridades de la política porteña. Es la relacionada con la tradición de la práctica política partidaria. En Argentina, las grandes fuerzas populares, y el peronismo en particular, se estructuraron en torno a la agenda política nacional. En Brasil, donde la apertura electoral comenzó por el ámbito local, el Partido de los Trabajadores (PT), conformado por vertientes sindicales y de militancia territorial de izquierda y católica, fue antes que nada un “partido de los habitantes” que empezó su experiencia de gestión al frente de municipios como Fortaleza y Porto Alegre, donde innovó en las prácticas y los contenidos del gobierno local. Este perfil urbano del PT y de otras fuerzas políticas populares brasileñas se vio plasmado en el amplio desarrollo que la Constitución de 1988 le dio a la política urbana, en el Estatuto de la Ciudad de 2001 y en la creación del Ministerio de las Ciudades en 2003, apenas iniciado el gobierno de Lula. 

La política argentina en general, y la porteña en particular, carecen de esta aproximación urbana a la gestión pública, con los aportes más relevantes provenientes del activismo católico tercermundista y de la militancia revolucionaria en los 70, y de los movimientos sociales en los 80 y 90. El mismo sesgo antiespacial afecta a la sociedad civil, que no ha producido grandes organizaciones o prácticas en torno al espacio urbano, quedando la cuestión mayormente restringida a las instituciones de perfil técnico. Es por eso que, cuando la cuestión urbana se mete a la fuerza en la agenda política, como sucedió con la toma del Parque Indoamericano de diciembre de 2010, la respuesta siempre remeda la racionalidad de la política social (hay que darles más a los que menos tienen), sin atender a los procesos estrictamente espaciales que subyacen a esos “estallidos urbanos”.

La expansión urbana “exitosa” del siglo XX, los desincentivos institucionales y la tradición política centrada en la escala nacional han impedido incluso la identificación de los problemas eminentemente urbanos de Buenos Aires y su área metropolitana. No resulta sorpresivo que los sucesivos gobiernos y fuerzas opositoras hayan tenido dificultad para siquiera incluir en su agenda el déficit de espacios verdes que tiene la Ciudad –con casi 3 m2 por habitante, Buenos Aires tiene relativamente menos de la mitad de espacios verdes que Rosario o Córdoba (6)– o la necesidad de planificar mejor el destino y la intensidad del uso del suelo frente a una actividad constructiva en fuerte expansión. Y mucho menos para promover dos dinámicas institucionales cuya necesidad es evidente para cualquier habitante o usuario de la Ciudad. Por un lado, la conformación de instancias metropolitanas que les den gobernabilidad a procesos que se desarrollan a esa escala espacial, atravesando los actuales recortes jurisdiccionales. Y por otro, la efectivización de ese proceso de descentralización mancado que son las Comunas. 

Tal como remarca el experto en gobernabilidad metropolitana Pedro Pírez (7), en la brecha existente entre la dimensión urbano-territorial y la dimensión político-territorial se pierde la posibilidad de construir a la ciudad como objeto real de gobierno. No es casualidad que, ante la imposibilidad de dar respuesta a dos de los principales desafíos estrictamente urbanos de la Ciudad, como son la integración urbana de los asentamientos informales y el saneamiento de la cuenca Matanza-Riachuelo, su tratamiento se encuentre fuertemente intervenido por el Poder Judicial de la Ciudad (en el primer caso) y de la Nación (en el segundo). 

Delicias de la reurbanización de mercado

Ante las dificultades para gobernar las transformaciones del espacio urbano, el hábitat porteño se muerde la cola, o se abandona a las caricias de la mano invisible del mercado. El cíclico escándalo que produce la construcción de grandes torres jardín o country en barrios que hasta ahora habían evitado una densificación vertical se espeja con el que genera en parte del público la constatación de que en la mayoría de las villas los vecinos “se van para arriba” a fuerza de loza y ladrillos. Paradójicamente, ambas modalidades constructivas se encuentran en tensión con el formato residencial que había producido el urbanismo público de las primeras tres cuartas partes del siglo XX. Ni la villa ni la torre responden a la división en manzanas y lotes propia de la cuadrícula de la urbanización originaria. Y sin embargo, cada una a su modo, son la chica de tapa de la Buenos Aires que cambia: las torres neoliberales, porque son la categoría residencial que concentra la mayor cantidad de metros cuadrados permitidos para construir a partir de 2003 (8). Y las villas, porque son los barrios que más crecen en una Ciudad que ha prácticamente dejado de crecer: de los 114.013 habitantes que ganó Buenos Aires entre 2001 y 2010, 56.165 residen en villas que, con su contribución, crecieron de un censo a otro más del 50%. 

El mayor movimiento en los dos polos del mercado habitacional de la Ciudad no puede ser ya una sorpresa para ningún actor atento al desarrollo urbano. Con los precios y las tasas de interés de mercado tan lejos del poder de compra del salario, los constructores se han concentrado sobre los segmentos que mantienen una demanda solvente para adquirir una vivienda. Los sectores de menores ingresos, por su parte, muchas veces prefieren tolerar la precariedad en la tenencia de la tierra y en los servicios básicos antes que competir por un lote en la frontera exterior del conurbano y luego soportar tiempos de viaje al trabajo tan largos como imprevisibles.

En sus versiones formal e informal, el mercado inmobiliario confirma la intuición de cualquier habitante de la Ciudad: empezar un proyecto de vida autónomo dentro de sus límites es muy difícil. Hace falta mucho dinero o hallarse en una situación tal en que el hábitat informal se vuelva una opción aceptable. Siempre está la opción de localizarse a las puertas de la Ciudad o en los barrios porteños del sudoeste, donde los valores del metro cuadrado son sensiblemente menores. Sin embargo, esta decisión aparentemente individual frente a la realidad del mercado inmobiliario genera un subóptimo urbano que pesa no sólo a quien la toma sino a la totalidad de los habitantes de la Ciudad. 

En efecto, si miramos al conjunto del área metropolitana salta a la vista que el área más próxima al centro de Buenos Aires concentra la más alta cantidad de infraestructura de transporte y de equipamiento comercial, educativo y recreativo. Buena parte de esos activos, sobre todo los ubicados al sur de la Avenida Rivadavia (y ni qué hablar al sur de San Juan/Directorio), siguen estando desaprovechados. Así, mientras el mercado inmobiliario genera la verticalización de varias partes del conurbano o del borde de la Ciudad, zonas enteras servidas por el tan polémico e ingobernable subterráneo gozan de una paz barrial casi inmutable. 

En una región metropolitana donde la urbanización originaria se realizó de manera extensiva y mayormente en lotes pequeños para viviendas unifamiliares, hacerle espacio al crecimiento demográfico implica redesarrollar zonas previamente construidas más que ocupar nuevos espacios. El problema pasa por determinar si esos son los que define la rentabilidad de quienes los construyen o los que son mejores para el conjunto de la ciudad. En una región urbana donde el centro sigue manteniendo su magnetismo en términos de oferta de empleo, si a la casona bonaerense de Florida o San Martín le llega el martillo neumático y la hormigonera para construir seis pisos antes que al PH de Boedo o Patricios, no es por el mero gusto de los adquirientes o inquilinos de mirar por la ventanilla del tren sino porque un mercado inmobiliario liberado de la planificación urbana así lo dispone. 

Frente a la situación habitacional de la Ciudad, las acciones para dar cuenta del déficit cuantitativo de vivienda son imprescindibles. Pero no son suficientes. Cuando planes ambiciosos como el Pro.Cre.Ar. traen un alivio efectivo a la demanda insatisfecha de vivienda es cuando más se hace necesario recordar cuáles son los límites de la prestación o el subsidio estatal en el campo de la vivienda. A diferencia de la salud o la educación, donde la provisión pública cubrió, y todavía cubre, gran parte de la demanda, la vivienda no tuvo, ni siquiera en sus mejores años, niveles similares de cobertura. Una ojeada rápida a los precios del suelo y un repaso por los grandes fracasos de la prestación pública de vivienda (algunos todavía vivos como los grandes complejos habitacionales degradados) basta para comprender por qué la política habitacional ha sido una política de protección social débil y frecuentemente sometida a los objetivos de reactivación económica. 

La necesidad, para el caso de los beneficiarios que no poseen terreno, de que el Estado subsidie simultáneamente el costo del suelo para los constructores y el de los intereses del crédito para los compradores, nos habla de cuán alta está ubicada la vara de la intervención estatal directa en el campo de la vivienda. Es por eso que, mientras se da la mejor respuesta posible a la demanda urgente, es necesario que se generen instrumentos para conducir la producción del espacio residencial (y de las infraestructuras, servicios y equipamientos que lo acompañan) hacia los lugares donde es más beneficiosa para sus futuros habitantes y para el conjunto de la Ciudad.

Volver al futuro

A diferencia de otras ciudades del continente, Buenos Aires resistió de pie la crisis de su ciclo expansivo y el surgimiento de nuevas centralidades (concentraciones de actividades terciarias) y nuevos polos residenciales dentro de su área metropolitana. Sin dudas la construcción de un entero barrio-country a la orilla de su centro administrativo y de negocios ayudó a conjurar la amenaza de perder definitivamente parte de su actividad económica, residencial y cultural a manos de los espacios periféricos emergentes producto de la inscripción urbana del neoliberalismo, cuyos exponentes más destacados son Pilar y Tigre. Pero lo cierto es que los centros comerciales, los barrios y los conjuntos de oficinas cerrados no lograron derrotar el magnetismo social y económico de la ciudad abierta. Aún hoy, después de toda el agua pasada bajo el puente de la fragmentación territorial y la polarización social, da más ganas de pasear por el centro de Buenos Aires que por el de cualquier otra capital latinoamericana.

Buenos Aires debe dejar de ser una fortaleza impenetrable para la residencia de los sectores de medios y bajos ingresos. Su fuerza de gravedad permanente para la producción, la formación y el ocio la obliga a buscar una solución que le permita volver a tener, en las nuevas condiciones locales, nacionales y globales, el papel que desempeñó cien años atrás: ser una inmensa máquina de integración urbana y de mejora socioeconómica, capaz de hacerles un lugar a las fuerzas, los deseos y los proyectos de todos los que quisieran habitar el suelo porteño. Que para millones de personas fue y es la cara visible del suelo argentino. En una Buenos Aires que crece produciendo espacio para los más ricos o negándoles sus derechos a los más pobres, regenerar una dinámica inclusiva implica avanzar en las condiciones para que cada vez más personas puedan encontrar en ella una vivienda digna y un hábitat adecuado. Desde el punto de vista del acceso a la Ciudad, vuelve a tener sentido el dictum alberdiano: gobernar es poblar. 

1. Natalia Cosacov, “A más metros cuadrados, mayor déficit habitacional”, 30-10-12, www.lpp-buenosaires.net
2. N. Cosacov, “Alquileres e inquilinos en la Ciudad de Buenos Aires. Una radiografía”, 14-11-12, www.lpp-buenosaires.net
3. Adrián Gorelik, Correspondencias, Nobuko - SCA, Buenos Aires, 2011.
4. Los datos surgen del análisis realizado por Leonardo Fernández del Instituto del Conurbano - UNGS, consultables en www.urbared.ungs.edu.ar/pdf/pdf-articulos/Censo%25202010.pdf
5. Al respecto puede consultarse el informe Buenos Aires sin techo redactado en 2009 por la Comisión de Vivienda de la Legislatura Porteña.
6. Según datos del Programa “Buenos Aires Verde” del Ministerio de Desarrollo Urbano de la CABA, para garantizar los 10 m2 por habitante recomendados por la Organización Mundial de la Salud hace falta incorporar 1.905 hectáreas de superficie verde a las 1.129 existentes.
7. Pedro Pírez, “Buenos Aires: ciudad metropolitana y gobernabilidad”, Estudios Demográficos y Urbanos, Vol. 20, Nº 3, Buenos Aires, 2005.
8. Al respecto, consultar los interesantes análisis del geógrafo Luis Baer sobre los mercados de suelo y la producción de viviendas en la Ciudad.

* Politólogo (UBA) y Magister en Políticas Públicas (EPyG-UNSAM).