De dónde vienen y adonde van las relaciones con EEUU
Mario Rapoport
Diario BAE
El segundo mandato de Barack Obama abre expectativas
en cuanto a cambios en la política interior y exterior de Estados Unidos. The
Economist, cuyos augurios son más bien pesimistas, no se basa en un análisis de
la política pasada del presidente, sino en un cuadro que compara los segundos
términos de doce ocupantes de la Casa Blanca: un ejercicio más cercano a la
astrología que a la realidad. Porque no pone en evidencia las circunstancias
internas y externas y el tipo de políticas con que las enfrentaron, tanto
cuando llegaron al poder, como cuando fueron reelegidos. Esas experiencias
anteriores no nos dicen tampoco nada de algo que nos interesa: como van a
seguir las relaciones con América latina y, particularmente con la Argentina,
que han sido muy cambiantes históricamente. Éstas, más que de primeros o
segundos términos, dependieron de factores que no parecían seguir un patrón
determinado: cualquier intento de mejorar las relaciones se deterioraba enseguida,
no importa el gobierno que viniera, salvo excepciones, como en el caso de
Menem. Un artículo del South American Journal, influyente diario de negocios
británico que se ocupaba en los años ’40 de analizar la región, decía con
palabras que pueden ser reproducidas hoy: “Es lamentable notar que las
desavenencias entre Argentina y los Estados Unidos no han sido enteramente
resueltas.” Se refería al hecho de que gracias al apoyo de éste último país
–geopolíticamente por propia conveniencia– la Argentina había podido ingresar
en las Naciones Unidas. Y encontraba que el régimen argentino todavía seguía
siendo calificado, en agosto de 1945, “de fascista, una visión distorsionada
mientras que quizás, en verdad, debería más bien ser tratado de otra manera por
su políticas sociales y populistas y su victimización de la minoría
capitalista.” (edición del 4/8/1945)
La
historia no debe ser retocada para adaptarla al presente, pero quizás puedan
aplicarse ciertas similitudes. Hoy existen procesos de integración –UNASUR,
Mercosur– cuyo núcleo principal de integrantes se ha opuesto al ALCA, y
sin embargo la Argentina no es tratada de manera similar al Brasil, por
ejemplo. Siempre parece ser el vecino molesto del pasado (dejando de lado el
caso más reciente de Venezuela). El nombramiento de una nueva embajadora en
Washington, de profesión economista, algo oportuno en relación a los
principales temas pendientes de la agenta bilateral, de los que la gestión
Obama ya tiene conocimiento, quizás haga posible revertir esas imágenes que
todavía allí persisten, provenientes en su mayor parte de una visión del mundo
puesta en cuestión por la crisis. Muchos temas están en juego, como el del
actual déficit comercial, pero los principales, ligados a la deuda externa y a
compromisos imprudentes que nos hacen estar sometidos a la justicia
estadounidense, vienen del pasado, aunque Washington también vive hoy esos
problemas en carne propia y quizás los comprenda más. La cuestión es lograr
plenamente un trato de iguales pese a las diferencias de poder existentes,
aunque esto no dependa sólo de las relaciones mutuas.
En
este sentido, la reciente publicación de un sintético pero muy abarcador libro
de Leandro Morgenfeld sobre la historia de las relaciones
argentino-estadounidenses desde la época de la independencia hasta la
actualidad, permite hacer un balance de lo que sucedió y de lo que puede
esperarse de esos vínculos. En él se aclara no sólo la política de Washington
hacia la Argentina y América Latina en general sino, y sobre todo, las
distintas razones que guiaron el accionar de los gobiernos nacionales. Desde
aquellas fundadas en privilegiar los lazos con Europa, como en los regímenes
conservadores, pasando por las que intentaron obtener mayores márgenes de
autonomía –Yrigoyen, Perón–, hasta las que tuvieron por base la sumisión y la
obediencia ciega; siendo estas últimas las que paradójicamente más daño
hicieron. Tal el caso de las “relaciones carnales” de los años ’90, que
llevaron, entre otras cosas, a la crisis de 2001 y a conflictos que todavía
persisten, producto de una filosofía neoliberal centrada en la apertura
indiscriminada y el endeudamiento externo. No por casualidad el autor comienza
su libro con una de las principales cuestiones que incidieron en los vínculos
comunes: la doctrina Monroe. En 1823 el presidente norteamericano James Monroe
había establecido principios en los que dejaba sentado el deber de impedir
cualquier “intervención en América” por parte de potencias colonialistas
europeas. “América para los americanos”, era su principal postulado, con la
intención, en realidad, de alejar a Europa del continente.
En
1904 otro presidente, Theodore Roosevelt, aclaró en realidad de que se trataba,
enunciando lo que se llamó el “Corolario a la Doctrina Monroe”, donde justificaba
la intervención de EE.UU. de manera unilateral en la región cuando advirtiese
allí la existencia de un peligro para los intereses de la potencia del norte.
Esto le permitió a los gobiernos de Washington avalar la política del “big
stick” (gran garrote) interviniendo cuando le convenía en diferentes países.
Algo que el mismo Roosevelt practicó un año más tarde de su pronunciamiento
tomando las aduanas de la República Dominicana para resarcir a los acreedores
estadounidenses. Una larga saga que continuó por décadas, generando así,
pese a gobiernos adictos, un creciente rechazo en América Latina, donde se
planteó la Doctrina de la No Intervención.
La
segunda gran cuestión, más bilateral, fueron los permanentes conflictos
económicos y comerciales, que en ocasiones tomaron la forma de enfrentamientos
políticos, en especial durante las dos guerras mundiales. Este tema estuvo y
está vinculado al carácter no complementario sino competitivo de ambas
economías y deterioró profundamente las relaciones mutuas. Las numerosas
barreras de todo tipo que los gobiernos de Washington impusieron a la entrada
de productos argentinos en el mercado estadounidense (arancelarias, sanitarias,
etc.) ejemplifican esta circunstancia. Lo que no impidió a Estados Unidos
mantener importantes intereses económicos en nuestro país y lograr con algunos
gobiernos aquellas relaciones de sumisión que mencionamos. No obstante, las
divergencias volvieron a aparecer de uno y otro lado. Para bailar el tango se
necesitan dos y este no fue el caso, como lo demuestran hoy las exportaciones
de carnes o limones o ese resabio del pasado como los “fondos buitre”.
La
primera conclusión, del libro al que nos referimos, es que “la dificultad de
los Estados Unidos para imponer su proyecto del ALCA es una manifestación de
que la dominación estadounidense en América Latina ya no se ejerce como antes”.
La segunda consiste en “abandonar la idea de que el mejor horizonte posible
para Argentina o para cualquier otro país latinoamericano es constituirse en [un]
satélite privilegiado” de Washington. La tercera, la representa, en cambio, el
dilema de que “la relación con Estados Unidos es [igualmente] crucial para el
futuro de América Latina.” La actual crisis económica internacional impone la
necesidad de plantearse alternativas para el desarrollo de los países de la
región, de los que Washington no puede estar alejado y ahora existe la ventaja
de disponer de nuevas herramientas, como los procesos de integración regional
que permiten el trazado de políticas comunes frente al gigante del norte, lo
que daría más fuerza a las negociaciones pendientes. El peso de los hispanos en
el mapa electoral estadounidense, aunque no todos piensen igual, confluye con
esas expectativas. ¿Porqué no un lobby latinoamericano a favor de todo el sur
del continente? Al fin de cuenta los latinoamericanos emigraron al norte en
gran medida como consecuencias de las políticas de Washington más allá del Río
Grande.