La declinación de los países centrales

Por Aldo Ferrer

El surgimiento de China, el despegue de la India y la consolidación del desarrollo de países asiáticos de menor dimensión pero gran impulso transformador, como Corea y Taiwán, están provocando la redistribución de la actividad económica en el orden global. El surgimiento de la Cuenca Asia Pacífico como un nuevo centro dinámico de la economía mundial pone punto final a la hegemonía que las economías industriales del Atlántico Norte ejercieron desde el inicio mismo de la globalización, a finales del siglo XV.
Dicho en otros términos, está llegando a su fin el monopolio de la gestión del conocimiento de frontera de Europa Occidental y los Estados Unidos, es decir, las antiguas economías industriales del Atlántico Norte, frecuentemente denominadas el Norte o, siguiendo a Raúl Prebisch, “el centro” o “países centrales”. La cuestión es decisiva porque la gestión del conocimiento constituye, desde los albores del proceso de globalización, la fuente fundamental del crecimiento económico y de la organización de las relaciones internacionales. Detengámonos, en estas notas, en observar el surgimiento y la declinación actual de los países centrales.
Los cambios del orden mundial contemporáneo reflejan la velocidad de la transformación y del crecimiento de aquellos países de Oriente, pero resultan, también, de la pérdida de dinamismo de las economías industriales del Atlántico Norte. Desde el fin del “período dorado” de la posguerra (1945-c1975), los Estados Unidos y los mayores países de la Unión Europea no han logrado recuperar posiciones de pleno empleo y tasas de crecimiento compatibles con el potencial de recursos y el acervo científico y tecnológico disponibles. Para analizar las tendencias actuales del sistema mundial no basta con observar el dinamismo de las “economías emergentes”. Al mismo tiempo, es necesario tomar en cuenta la declinación de “Occidente”.
Desde sus orígenes, el desarrollo y la hegemonía de los “países centrales” se construyó sobre dos pilares fundamentales: la fortaleza de su densidad nacional y el protagonismo de los Estados nacionales. La declinación actual de esos países refleja el debilitamiento de ambos pilares. Pero vayamos por parte y observemos, en primer lugar, la formación de esos países y su posición hegemónica.
El surgimiento. El “centro” surgió alrededor del siglo XV, en virtud de la revolución cultural desencadenada en el Renacimiento europeo. Hasta esa época, el conocimiento científico y las tecnologías disponibles en las mayores civilizaciones del planeta (China, India, las naciones árabes, los pueblos cristianos de Europa) eran comparables. Consecuentemente, eran semejantes la estructura de la producción y la distribución de la fuerza de trabajo, la productividad, el bienestar y la esperanza de vida. Las “relaciones internacionales” de la época y los conflictos por la distribución del territorio y los recursos tenían lugar en espacios contiguos (por ejemplo, el Mediterráneo y Extremo Oriente). Allí, los contendientes confrontaban su poder relativo fundado en los datos tangibles de la dimensión de la población y el territorio. En las precarias condiciones tecnológicas de la época era imposible la extensión de la influencia y la dominación a larga distancia y a escala planetaria.
Por razones complejas, hace alrededor de quinientos años, los pueblos cristianos de Europa comenzaron a ampliar el conocimiento científico y, sobre estas bases, a innovar en la forma de producir alimentos, manufacturas y hacer la guerra, a crear nuevos medios de transporte y a ampliar las redes de intercambio. A partir de entonces, el domino de la ciencia y la tecnología y la capacidad de gestionar ese conocimiento y aplicarlo a la producción y a la organización social, se constituyó en el motor fundamental de la aceleración del desarrollo. La influencia de las naciones en el orden mundial emergente pasó a depender de las fuentes intangibles del poder, es decir, de su capacidad de innovar y gestionar el conocimiento. Cuando esto coincidió con una amplia base de recursos tangibles (población y territorio), surgieron las grandes potencias.
En esos cinco siglos, Occidente tuvo un monopolio de la ciencia, la tecnología y la gestión del conocimiento. Consecuentemente, ejerció el dominio prácticamente absoluto de la producción industrial de los sectores dinámicos portadores del progreso técnico. La división internacional del trabajo y el conjunto de las relaciones económicas internacionales, incluyendo las inversiones privadas directas y las corrientes financieras, se fundaron en este predominio industrial de los países centrales y la reducción, del resto del mundo, a la posición de proveedor de productos primarios y demandante de manufacturas. Ésta era la esencia del modelo “centro-periferia”.
Estas tendencias tuvieron dos consecuencias principales. Por una parte, generó una brecha de bienestar creciente entre las naciones occidentales desarrolladas y el resto del plantea, con el 80% de la población mundial, integrado, en su mayor parte, por las antiguas grandes civilizaciones de Medio y Extremo Oriente. Por la otra, los países avanzados extendieron su dominación a escala planetaria y establecieron un orden mundial que privilegió sus intereses y contribuyó a reproducir las causas originarias de la brecha, es decir, a mantener al resto del mundo al margen de la creación y gestión del conocimiento de frontera. En el Nuevo Mundo se repitió la misma fractura que en el resto del planeta. Uno de los vástagos europeos, los futuros Estados Unidos, se convirtieron en líderes del avance científico y tecnológico y su aplicación a la actividad económica y social, mientras el resto del continente, que incluye a las grandes civilizaciones originarias de Mesoamérica y el macizo andino sudamericano, quedó reducido a una posición subordinada y periférica.
La densidad nacional. El surgimiento de los países centrales formó parte de la consolidación de su densidad nacional y consecuentemente de los Estados nacionales de esos países. Entre las condiciones constitutivas de la densidad nacional figuran la integración de la sociedad, liderazgos con estrategias de acumulación de poder fundado en el dominio y la movilización de los recursos disponibles dentro del espacio nacional, la estabilidad institucional y política de largo plazo y la vigencia de un pensamiento crítico movilizador del potencial de desarrollo.
De este modo, la totalidad o mayoría de la población de los países que constituyeron economías avanzadas, participó en el proceso de transformación y crecimiento y en la distribución de sus frutos. Esos países no registraron fracturas sociales abismales fundadas en causas étnicas o religiosas, ni en diferencias extremas en la distribución de la riqueza y el ingreso. En todos los casos, la mayor parte de la población participó de las oportunidades abiertas por el desarrollo.
Esos países contaron con liderazgos empresarios y sociales que gestaron y ampliaron su poder por medio de la acumulación fundada en el ahorro y los recursos propios y de la preservación del dominio de la explotación de los recursos naturales y de las principales cadenas de agregación de valor. Los núcleos dinámicos del desarrollo en cada etapa fueron impulsados por empresas nacionales.
En los países protagonistas en las diversas etapas de la globalización, prevalecieron reglas del juego político institucionales, capaces de transar los conflictos inherentes a una sociedad en crecimiento y construir un sentido de pertenencia y de destino compartido. Bajo distintos regímenes de organización política, republicana o monárquica, federal o unitaria, el ejercicio del poder estuvo respaldado en la aceptación de las reglas del juego por todos los actores sociales y políticos involucrados. La interrupción de la paz interior por conflictos internos (como la guerra civil norteamericana, la unificación alemana bajo el II Reich y la eliminación del shogunato en Japón durante la Restauración Meiji) o la derrota militar y la ocupación extranjera (como en el caso de Alemania en las dos guerras mundiales del siglo XX y de Japón en la segunda), fueron sucesos transitorios y sucedidos posteriormente por la estabilidad del sistema político institucional en el territorio nacional de esos países.
Los componentes de la densidad nacional en la formación de las economías avanzadas del Atlántico Norte estuvieron íntimamente relacionados. La integración social contribuyó a formar liderazgos que acumularon poder dentro del propio espacio nacional conservando el dominio de las actividades principales e incorporando al conjunto o mayor parte de la sociedad, al proceso de desarrollo. A su vez, la participación en las nuevas oportunidades viabilizó la estabilidad institucional y política y ésta afianzó los derechos de propiedad y la adhesión de los grupos sociales dominantes a las reglas del juego político e institucional.
Las condiciones endógenas y necesarias del desarrollo fueron acompañadas por otras también decisivas. Las ideas económicas fundantes de la política económica de los países exitosos nunca estuvieron subordinadas al liderazgo intelectual de países más adelantados y poderosos que ellos mismos. Respondieron siempre a visiones autocentradas del comportamiento del sistema internacional y del desarrollo nacional. Fueron visiones y enfoques funcionales a la puesta en marcha de procesos de acumulación en sentido amplio, fundados en la movilización de los recursos propios disponibles. Concibieron las relaciones internacionales como parte del proceso de acumulación asentado en la preservación del dominio de las actividades más rentables y fuente principal de la ampliación de la capacidad productiva.