Una Humilde Propuesta

 Por  Jonathan Swift

Para evitar que los hijos de los pobres de Irlanda sean una carga para sus padres o su país y para que se conviertan en algo de provecho para el pueblo. 

Hay cierto asunto que provoca un sentimiento de melancolía en aquellos que caminan por esta gran ciudad o que viajan por el país y se manifiesta cuando se encuentran los caminos, las calles y las puertas de las posadas plagadas de mendigos del sexo femenino, con tres, cuatro o seis hijos vestidos, todos ellos, con harapos e importunando a cada viajero para conseguir una limosna. Estas madres, en vez de dedicarse a trabajar para ganarse la vida honestamente, se ven forzadas a pasar todo su tiempo deambulando y mendigando para obtener el sustento de sus indefensas criaturas, las cuales, cuando crecen, terminan, bien convirtiéndose en ladrones por falta de trabajo, bien abandonando su país de origen para luchar en España a favor del pretendiente, o vendiéndose a los terratenientes de Barbados. Creo que todas las partes estarán de acuerdo en que tal prodigiosa cantidad de niños en los brazos de sus madres y a menudo de sus padres, o a sus espaldas, o pisándoles los talones, supone un motivo importante de queja adicional en el deplorable estado en el que se encuentra el reino actualmente; y, por lo tanto, cualquiera que pueda concebir un método justo, fácil y barato para que estos niños se conviertan en miembros sanos y útiles para la comunidad merecería que el pueblo erigiera una estatua en su honor como protector de la nación. Pero lejos de mi intención está limitarme a considerar tan solo a los hijos de los mendigos declarados; se trata de algo de mayor envergadura que afectará a todas las criaturas de una cierta edad que hayan nacido en una familia que, efectivamente, apenas pueda mantenerlos, siendo ese el motivo por el que se ven obligados a suplicar nuestra caridad por las calles. En cuanto a lo que a mí me concierne, después de haber dedicado mis cavilaciones a este asunto tan importante durante muchos años y de haber analizado con madurez los planes de otros promotores, siempre he encontrado errores de bulto en sus cálculos. Es cierto que un niño recién nacido puede ser criado a lo largo de un año trópico sin mucho más alimento que la leche materna o, a lo sumo, no por mucho más de dos chelines o de su equivalente en migajas, algo que la madre puede conseguir, sin duda, gracias al legítimo oficio de pedir limosna. Y es exactamente a la edad de un año cuando yo propongo disponer de ellos para que, en vez de convertirse en una carga para sus padres o para el municipio, o necesitar comida o ropa durante el resto de sus vidas, contribuyan por el contrario a alimentar a otros miles y, en parte, a vestirlos. Mi plan tiene además otra gran ventaja, pues detendrá todos esos abortos voluntarios y esa costumbre horrible que tienen las mujeres de asesinar a sus hijos bastardos —¡algo que es lamentablemente demasiado habitual entre nosotros! —, sacrificando a los pobres niños inocentes para evitar —me temo — más el gasto que la vergüenza, algo que podría arrancar las lágrimas y la compasión del corazón más salvaje e inhumano. Se calcula que en este reino viven por lo general un millón y medio de almas, de las cuales, yo considero, puede haber unas doscientas mil parejas cuyas mujeres están aún en edad de procrear; a esta cifra, le resto treinta mil por las parejas que son capaces de mantener a sus propios hijos, si bien, con los actuales sufrimientos del reino, entiendo que quizá no sean tantas; pero dando esto por supuesto, quedarán unas ciento setenta mil mujeres criadoras. De nuevo descuento cincuenta mil por las mujeres que pierden a sus hijos, o cuyos niños mueren accidentalmente o por enfermedad en su primer año de vida. Solo quedan ciento veinte mil niños que nacen al año en familias pobres. La cuestión, por lo tanto, es cómo mantener y criar a esa cantidad de niños, lo cual, como ya he dicho, y en las circunstancias actuales, resulta absolutamente imposible con los métodos propuestos hasta la fecha. Puesto que no podemos darles un trabajo como artesanos o como agricultores, y tampoco construimos casas, ni cultivamos el terreno (me refiero en el campo), muy rara vez pueden ganarse la vida robando hasta que cumplen los seis años, excepto si nacen en zonas propicias, donde he de confesar que si bien aprenden mucho antes las nociones elementales, a esa edad, no obstante, solo se les puede considerar aprendices, si hablamos con corrección; y así me lo hizo saber el terrateniente más importante del condado de Cavan, quien declaró ante mí solemnemente que nunca había tenido conocimiento de más de uno o dos casos de niños menores de seis años, incluso en esa parte del reino tan renombrada por alcanzar la competencia en tales artes con tanta rapidez. Nuestros mercaderes me han asegurado que un chico o una chica menor de doce años no resulta un artículo fácil de vender y, además, que cuando cumplen esta edad no valen, al cambio, más de tres libras, o de tres libras y media corona, lo cual no genera beneficio ni a sus padres ni al reino, si tenemos en cuenta que el coste de la comida y de los harapos equivale ya, como poco, a cuatro veces dicho importe. Por consiguiente, acto seguido voy a exponer mis propias ideas con humildad, sin riesgo, espero, de encontrarme con la menor objeción. Entre mis conocidos de Londres hay un americano muy entendido que me ha asegurado que un niño sano y bien criado, cuando cumple un año, se convierte en el alimento más saludable, nutritivo y delicioso, tanto si está guisado o asado, como hecho al horno o cocido; y no me queda duda de que sabrá igual de rico cocinado en fricandó o en ragú. Por lo tanto, someto humildemente a consideración popular que, de los ciento veinte mil niños que ya he contabilizado, veinte mil puedan ser reservados para criar y, de estos, que solo sean varones una cuarta parte, lo cual es más de lo que apartamos cuando tratamos con ganado ovino, bovino o porcino; y el motivo, en mi opinión, es que estos chicos rara vez son fruto del matrimonio, una circunstancia no muy contemplada por nuestros salvajes, por lo cual un varón será suficiente para cuatro mujeres; y que los cien mil que quedan con un año de edad puedan venderse a personas de categoría y fortuna a lo largo y ancho del reino, avisando siempre a las madres de que les dejen mamar a demanda durante el último mes, para lograr así que estén rellenitos y regordetes de cara a una buena mesa. De un niño saldrán dos platos para una comida con amigos, y cuando la familia cene sola, con un cuarto delantero y otro trasero se montará un plato bastante bueno; y si lo condimentamos con un poco de sal y pimienta, lo dejamos macerar durante cuatro días y lo cocemos después, resultará muy rico, especialmente en invierno. He calculado que un niño recién nacido pesará unas doce libras, y si se le amamanta aceptablemente durante un año trópico, alcanzará las veintiocho libras de promedio. Reconozco que este alimento resultará bastante caro y por eso mismo muy apropiado para los terratenientes, quienes, como ya han chupado la sangre a la mayoría de los padres, parecen detentar un derecho preferente sobre los niños. La carne de niño estará disponible a lo largo de todo el año, pero será más abundante por marzo, quizá un poco antes o un poco después, porque según hemos sabido por un importante autor, un eminente médico francés, las propiedades del pescado aumentan la fertilidad, motivo por el cual en los países católico-romanos la época en la que nacen más niños, más que en ninguna otra, es nueve meses después de la Cuaresma. Por lo tanto, si calculamos un año desde la Cuaresma, los mercados tendrán por entonces más excedentes de lo normal, pues en este reino la proporción de niños papistas es de tres a uno como poco. Y por consiguiente, el plan producirá otra ventaja colateral, pues reducirá la cantidad de papistas que nos rodean. Ya he calculado que el coste de la manutención del hijo de un vagabundo (en la lista he incluido a los labradores, a los obreros y a cuatro de cada cinco granjeros) será de unos dos chelines al año, incluidos los harapos; y creo que no hay caballero que se vaya a quejar por tener que dar diez chelines al año por el cuerpo de un crío bien gordo, que, como he dicho, equivaldrá a cuatro platos de carne excelente y nutritiva, si este caballero no tiene más que algún amigo especial o que su propia familia con quien cenar. Así, el señor aprenderá a ser un buen terrateniente y ganará popularidad entre sus campesinos arrendatarios; la madre obtendrá ocho chelines de ganancia neta y estará en forma para trabajar hasta que engendre otro niño. Aquellos que son más ahorrativos (pues debo confesar que los tiempos así lo requieren) pueden despellejar el cuerpo y tratar después la piel con medios artificiales para fabricar guantes de mujer dignos de elogio o botas de verano para los caballeros refinados. En cuanto a nuestra ciudad de Dublín, se pueden instalar para este fin unos mataderos en las zonas mejor ubicadas y podemos dar por seguro que no faltarán matarifes; aunque yo preferiría recomendar que se compren a los niños vivos para prepararlos y condimentarlos aún calientes, recién pasados por el cuchillo, como hacemos cuando asamos a los cerdos. Hay una persona muy honorable, un verdadero amante de este país cuyas virtudes tengo en muy alta estima, que realizó complacido una disertación sobre este asunto hace poco con la intención de perfeccionar mi plan. Dijo suponer que muchos caballeros de este reino, al haber acabado recientemente con los ciervos, podrían suplir perfectamente la falta de ganado con cuerpos de muchachos y muchachas jóvenes que no superen la edad de catorce años, pero que tampoco sean menores de doce; estos proliferan en todos los países; son chicos de ambos sexos, a punto de morir de hambre por falta de trabajo y oficio, y a punto de que sus padres, si es que siguen vivos, o sus familiares más cercanos, en su defecto, los abandonen. Pero con el debido respeto a ese amigo tan excelente y patriota tan merecido, no puedo estar totalmente de acuerdo con él; porque en lo que se refiere a los chicos, mi conocido americano me aseguró que, por experiencia, su carne, como la de nuestros muchachos, normalmente es dura y magra debido al continuo ejercicio, y tiene un sabor poco agradable; y el coste de engordarlos no merecería la pena. Luego, en lo referente a las chicas, creo que sería, con mi más humilde respeto, una pérdida para el pueblo, porque estas estarían a punto de alcanzar la edad de concebir. Y, como añadido, no es improbable que cierta gente escrupulosa se mostrara proclive a censurar dicha práctica (aunque de hecho muy injustamente) por acercarse un poco a esa línea que nos separa de la crueldad. Y para mí, debo confesarlo, esta siempre ha supuesto una de las principales objeciones ante cualquier proyecto, independientemente de la buena intención que tenga. Pero, por tratar de justificar a mi amigo, este me confesó que el asunto se lo había metido en la cabeza el famoso Psalmanazar, un nativo de la isla de Formosa que llegó a Londres hace más de veinte años procedente de allí. En conversaciones que mi amigo mantuvo con él, le contó que en su país, cuando se ejecutaba a cualquier persona joven, el verdugo vendía el cadáver a gente de categoría como una exquisitez de primera; y que en su época se puso a la venta el cuerpo de una joven oronda de quince años que había sido crucificada por intentar envenenar al emperador; fue el primer ministro de su imperial majestad, junto con otros grandes mandarines de la corte, quien lo compró por cuatrocientas coronas, recién bajado del patíbulo y cortado en pedazos. Es más, no puedo negar tampoco que si se diera ese mismo trato a algunas jovencitas de carnes abundantes que hay en esta ciudad, que no pueden salir a dar una vuelta sin un palanquín aun sin tener una moneda de cuatro míseros peniques como capital, y que aparecen en el teatro o en las reuniones vestidas con exóticas galas que no pagarán nunca, la situación del reino no podría empeorar. Hay algunas personas que están consternadas y muy preocupadas por la ingente cantidad de pobres que tienen ya una edad, que están enfermos o tullidos, y me han rogado que dedique mis reflexiones a averiguar qué rumbo puede tomarse para despojar a la nación de una carga tan penosa. Pero yo no siento la más mínima pena, porque es del conocimiento general que a diario se consumen y se mueren tantos como cabría esperar dentro de lo razonable, debido al frío y al hambre o a la mugre y a las alimañas. Y, en cuanto a los jóvenes braceros, ahora se encuentran en una situación igual de alentadora; como no pueden conseguir trabajo, ni tienen para comer, languidecen hasta tal punto que si en cualquier momento son contratados para un trabajo ordinario de manera fortuita, no tienen fuerza para llevarlo a cabo; y por lo tanto, tanto el país como ellos mismos se libran afortunadamente de los males que están por llegar. Me he desviado mucho del tema, por lo que voy a volver a centrarme en el asunto. Creo que las ventajas de la propuesta que he realizado son obvias y múltiples, así como de la mayor importancia. Primero, porque como ya he señalado, reducirá enormemente el volumen de papistas que nos invade año tras año, por ser los seres más prolíficos de la nación, lo cual les convierte en nuestro enemigo más peligroso, al permanecer en casa intencionadamente con el propósito de entregar el reino al pretendiente y con la esperanza de ganar ventaja ante la ausencia de tantos buenos protestantes, quienes, en vez de quedarse y pagar diezmos al coadjutor episcopal contra su conciencia, han preferido abandonar su país. Segundo, los campesinos arrendatarios más pobres tendrán algo propio, algo de valor, algo que se les puede embargar conforme a derecho para ayudar a pagar la renta a su terrateniente, después de que este haya tomado ya posesión de su grano y de su ganado, y el dinero con el que paga sea para ellos desconocido. Tercero, aunque la manutención de cien mil niños de dos años en adelante no puede contabilizarse por menos de diez chelines la pieza al año, las reservas de la nación se verán incrementadas en cincuenta mil libras anuales gracias a eso, sin contar el beneficio que aportará la introducción de un nuevo plato en las mesas de todos los caballeros de fortuna y de gusto refinado que hay en el reino. Y el dinero circulará entre nosotros, pues todos los bienes serán de nuestra propia cosecha y fabricación. Cuarto, los constantes engendradores, además de ganar ocho chelines al año por la venta de cada hijo, pasado el primer año quedarán exentos de la carga que supone tener que mantenerlos. Quinto, esta comida supondrá también un buen negocio para las tabernas, donde los dueños serán de hecho lo suficientemente previsores como para hacerse con las mejores recetas y prepararlas a la perfección, y por lo tanto verán cómo sus casas estarán frecuentadas por todos los caballeros selectos, esos que alardean con razón de su conocimiento de la buena mesa. Un cocinero habilidoso, que sepa cómo complacer a sus clientes, se las ingeniará para poner la comida tan cara como ellos estén dispuestos a pagar. Sexto, esto se convertirá en un gran estímulo para el matrimonio, algo que en todas las naciones sensatas se ha fomentado con recompensas o impuesto con leyes y castigos. Se incrementarán el cuidado y la ternura de las madres hacia sus niños, una vez se cercioren del acuerdo que aportará una retribución vitalicia para las pobres criaturas, dinero que, de alguna manera, facilitará el pueblo y reportará beneficios anuales en vez de gastos. Deberíamos realizar una sencilla prueba entre las mujeres casadas, para ver cuál de ellas sería capaz de llevar el niño más gordo al mercado. Los hombres se mostrarán tan apegados a sus mujeres durante el embarazo como lo están ahora con sus yeguas, con sus vacas y con sus cerdas preñadas a punto ya de parir; y se olvidarán de su predisposición a golpearlas o patearlas (práctica que es muy frecuente) por miedo a que pierdan el bebé. Podrían enumerarse otras muchas ventajas. Por ejemplo, que a nuestra exportación de barriles de buey podrán añadirse algunos miles más de reses, que proliferará la carne de puerco y que se mejorará en el arte de fabricar un buen beicon, algo demasiado frecuente en nuestras mesas pero muy escaso entre nosotros a causa de la carnicería realizada con los cerdos; pero nada comparable en sabor u ostentación a un niño de un año, un niño gordo y bien criado que asado en una pieza aportará una presencia notable en la fiesta del alcalde de alguna ciudad importante o en cualquier otra celebración popular. Pero, puesto que se trata de un estudio breve, omitiré esto y otras muchas cosas. Si suponemos que un millar de familias de esta ciudad serán consumidores habituales de carne de niño, junto a otros que la comerán también con motivo de alguna celebración, en particular en bodas y bautizos, calculo que Dublín se llevará anualmente unos veinte mil despojos, y el resto del reino (donde se venderán probablemente algo más baratos) los ochenta mil restantes. No puedo pensar en la posibilidad de que alguien se oponga a esta propuesta, salvo si alegan que, con ella, la población del reino se verá muy mermada. Eso es algo que admito de buen grado y, de hecho, esa fue mi intención principal al hacerla pública. Deseo que el lector sea consciente de que calculé este remedio pensando exclusivamente en este Reino de Irlanda, no en ningún otro lugar que haya existido, exista o creo que pueda existir en la tierra. Por lo tanto, que ningún hombre me hable de otros métodos, como: asignar una imposición de cinco chelines por libra a nuestros ausentes; utilizar solamente ropas o muebles que hayamos fabricado o hecho nosotros; rechazar rotundamente las telas o los instrumentos que fomentan el lujo exótico; subsanar el despilfarro derivado del amor propio, la vanidad, la desidia y el derroche en nuestras mujeres; fomentar la inclinación por la frugalidad, la prudencia y la templanza; aprender a amar nuestro país, algo por lo que nos diferenciamos incluso de los lapones y de los habitantes de Tupinambá; abandonar las hostilidades y las facciones, para no actuar nunca más como los judíos, que mientras su ciudad estaba siendo tomada, ellos andaban asesinándose entre sí; ser algo precavidos para no vender nuestro país y nuestras conciencias a cambio de nada; enseñar a los terratenientes a tratar a sus campesinos arrendatarios como mínimo con algo de piedad; inculcar, por último, en los comerciantes un espíritu de honestidad, industria y habilidad, ya que si pudiéramos tomar ahora la decisión de comprar exclusivamente bienes autóctonos, se aliarían inmediatamente para vengarse y engañarnos en el precio, la cantidad o la calidad, porque si bien se les ha invitado encarecidamente y a menudo a negociar de manera equitativa, nunca se ha conseguido. Por lo tanto, repito, que ningún hombre se dirija a mí con asuntos de este tipo o similares, al menos hasta que los acompañe un destello de esperanza a través del cual pueda vislumbrar que se va a producir un intento claro y sincero de ponerlos en práctica en algún momento. Pero, en cuanto a mí mismo, cansado ya de ofrecer durante muchos años reflexiones vanas, triviales y visionarias, y de abandonar durante mucho tiempo toda esperanza de conseguir algo, se me ocurrió afortunadamente esta propuesta, que al ser totalmente nueva, tiene por tanto algo de sólida y de real; además, no incurre en gastos, sus inconvenientes son pequeños, recae en nosotros toda la potestad de llevarla a cabo, y con ella no corremos riesgo alguno de desobedecer a Inglaterra. Porque este tipo de mercancías no se puede exportar, ya que la carne tiene una consistencia demasiado tierna como para admitir su conserva en salazón por mucho tiempo, si bien quizá podría nombrar un país que estaría encantado de comerse toda nuestra nación sin sal alguna. A pesar de todo, no estoy tan ofuscado con mi propio punto de vista como para rechazar la proposición que pueda plantear algún hombre sensato y que pueda considerarse también inofensiva, económica, fácil y eficaz. Pero antes de que se anticipe algo de este estilo contrario a mi plan, digamos una oferta mejor, deseo que el autor o los autores consideren dos hechos con madurez: primero, que piensen cómo van a ser capaces de encontrar comida y ropa para cien mil bocas y espaldas inútiles según están las cosas; y segundo, que hay alrededor de un millón de criaturas con forma humana a lo ancho de este reino, cuya subsistencia total, puesta en un depósito común, equivaldría a una deuda de dos millones de libras esterlinas, y que a los que son mendigos de profesión hay que añadir el montón de granjeros, labradores y braceros, con sus mujeres e hijos, que son mendigos a todos los efectos. Deseo que esos políticos a los que desagrada mi propuesta, y que quizá sean tan audaces como para intentar ofrecer una solución, pregunten primero a los padres de estos mortales si, a día de hoy, no considerarían digno de celebración que les hubieran vendido como comida al año de existencia del modo que yo he recomendado, ya que gracias a eso habrían evitado la continua sucesión de desgracias por las que han pasado desde entonces debido a la opresión de los terratenientes, a la imposibilidad de pagar una renta por carecer de dinero o de negocio, a la falta de sustento básico, de casa o ropa con que resguardarse de las inclemencias del tiempo, y con la perspectiva más que inevitable de que toda su prole acarreará por siempre miserias similares o mayores. Quiero manifestar de todo corazón que ningún interés personal, por ínfimo que sea, me empuja a promover esta necesaria empresa; que solo pretendo mejorar nuestra industria, manteniendo a los niños, aliviando con ello a los pobres y dando algún placer a los ricos; que no hay otro motivo que el bien de mi país y el de mi pueblo. No tengo hijos con los cuales pueda intentar obtener un solo penique, pues el más joven tiene nueve años y mi mujer ha dejado atrás la edad de concebir.