Deuda externa. Moderna condena de Sísifo

 Por Mario Rapoport*

Los aspectos y antecedentes jurídicos en el tratamiento y discusión de la deuda externa han sido marginados durante años, de manera sugestiva. Una deuda es, por definición, materia jurídica. La relación entre deudor y acreedor, la exigibilidad o falta de exigibilidad de lo que se pretende adeudado, la legitimidad de los medios para compeler al deudor al pago de la obligación, son todos puntos excluyentemente jurídicos. La deuda externa latinoamericana, en particular la argentina, es esencialmente ilegal y puede ser recusada apelando a doctrinas existentes.

En el largo debate de los gobiernos y sus sociedades por el tema de la deuda la consideración de los aspectos jurídicos era esencial y debió desplegarse por lo menos en tres direcciones. La primera concierne a los muchos países que contrajeron una deuda pública sustancial -luego engrosada por los préstamos destinados a pagar los intereses- o convirtieron perversamente en pública la deuda privada, durante el imperio de dictaduras militares. El Estado es una persona jurídica; como tal, sólo puede y debe responder por los actos y hechos obrados por sus órganos legítimos de dirección y administración. Durante las dictaduras, fruto de los habituales golpes de Estado, estos órganos son violenta e ilegítimamente ocupados por un usurpador que no tiene otro título para gobernar que uno de naturaleza delictual.

Si los órganos de dirección y administración de la persona jurídica del Estado no son los legítimos, sino que están ocupados por unos reemplazantes coactivos y delictuales, está claro que éstos no pueden obrar de un modo que comprometa la responsabilidad y el patrimonio de la persona jurídica objeto de la usurpación. Asumir como propias las obligaciones contraídas por los ocupantes delictuales del poder estatal no es en modo alguna una obligación emergente de la continuidad del Estado, porque precisamente el delito de rebelión consumado implica una clarísima interrupción de esa continuidad. Que gobiernos democráticos lo hayan asumido así no sólo comporta un inmenso daño económico y atroces repercusiones sociales, sino un estímulo a la cooperación entre el poder financiero internacional y las dictaduras. Los países víctimas de dictaduras pudieron haber negado el pago de la deuda contraída por los usurpadores del poder, cosa que no hicieron.

Aun no mediando dictadura militar, una segunda dirección se irradia en el sentido de la inmoralidad del conjunto de las obligaciones conocido como deuda externa. ¿Cómo no va a ser ilícita la causa de una obligación contraída por un deudor que no tenía capacidad objetiva, no ya para devolver el capital, sino para oblar los intereses sin detrimento de su subsistencia o sin renovado endeudamiento? ¿Cómo no inferir que hay colusión dolosa entre deudor fraudulento y acreedor fraudulento cuando el prestamista, de ordinario tan restrictivo, tan prudente y medroso, se lanza a prestar sumas ingentes a quien verosimilmente no tiene ingresos que permitan la devolución del préstamo y el solo pago de los intereses compromete seriamente su existencia? La desproporción entre el monto de la deuda y la capacidad de pago del deudor es el mejor y más elocuente elemento probatorio de la falta de seriedad -es decir de veracidad, de autenticidad, de legitimidad en suma- en la concertación de esas obligaciones descomunales y absurdas. Es posible entonces, respecto a la deuda externa, la aplicación del principio general del derecho que, en Argentina, está ínsito en el articulo 502 del Código Civil, reflejo de la disposición paralela del Código Napoleón (art.1131), según el cual son inexistentes las obligaciones que reconocen una causa ilícita.

Shakespeare y la deuda externa

El tercer radio tiene otro sentido. Aunque las obligaciones externas no hubieran sido contraídas por quien no podía obligar al Estado nacional y aunque esas obligaciones no fueran fraudulentas en su causa -como se infiere de la desproporción entre lo prestado y la capacidad de devolución- correspondería otra decisiva impugnación. Se trata de la prioridad ontológica y axiológica de la persona del deudor sobre su subsistencia y desarrollo, sobre las consecuencias de sus propios actos, incluso aquellos que hacen emerger el principio pacta sunt servanda, es decir el compromiso de cumplir los contratos. Es curioso que los anglosajones, que en estos temas se llenan la boca con the sanctity of contracts (la sacralidad de los contratos), no reparen en que en El mercader de Venecia, Shakespeare ya redujo al absurdo y puso en ridículo esa sacralidad cuando se la invoca y se la quiere hacer prevalecer sobre la integridad de la persona humana. Como el lector recuerda, el abusivo Shylock consigue que el préstamo del deudor sea asegurado con una libra de carne humana. Portia, un juez prudente, detiene la brutal pulsión de la avaricia: la garantía se podría ejecutar si ni una sola gota de sangre de más, si ni un solo gramo más que una libra de carne se extrae del cuerpo del garante. Ni los anglosajones ni sus miméticos colonizados -los vernáculos entusiastas del pago implacable de la deuda externa- reparan en que la trama del El Mercader de Venecia guarda rigurosa analogía con el endeudamiento del Tercer Mundo: en ambos casos se trata de la pugna entre la subsistencia de las personas humanas en niveles de vida tolerables y el cumplimiento rígido de un contrato contraído en abuso del derecho. La pugna obviamente debe resolverse como lo hace Shakespeare: desplazando la pretensión del acreedor, que abusivamente no se interesa por la prevalencia y subsistencia de la condición humana en el deudor o en su garante.

Para apreciar el retroceso sufrido y percibir en todo su dramatismo las claudicaciones y complacencias en que se ha incurrido en estos años en materia de deuda externa, tiene sentido mirar hacia atrás. En una crónica sobre The Cambridge History of Latin America, dirigida por Leslie Bethell, puede leerse este sorprendente párrafo: "El mundo en conjunto estaba menos preocupado con la voz auténtica de los poetas latinoamericanos que con el tono estridente de sus abogados. Los abogados latinoamericanos heredaron la tradición legalista constitucional elaborada por los teólogos y juristas de los siglos XVI y XVII. De diferentes modos estos abogados desafiaron la preponderancia política y económica de los intereses extranjeros, particularmente los de Estados Unidos. En 1895, el Secretario de Estado Richard Olney se había jactado de que Estados Unidos era prácticamente "soberano en el continente", una pretensión que Gran Bretaña vino a admitir en la práctica si no en teoría; los Estados europeos sostenían que podían usar la fuerza e intervenir -como en Nicaragua- para cobrar sus deudas y proteger a sus nacionales contra regímenes inestables y corruptos, usando y abusando de la doctrina de la extraterritorialidad. Entre 1868 y 1896 el abogado argentino Carlos Calvo desarrolló y defendió una versión extrema de la soberanía nacional: los intereses extranjeros y las inversiones foráneas deben estar incondicionalmente sujetas a las leyes nacionales, con prescindencia de las nociones europeas sobre la sacralidad de los contratos. Los Estados deben actuar en función de sus intereses tal como los perciben, aun si esto apareja el desconocimiento unilateral de las deudas. La doctrina Calvo vino a resultar el grito de batalla de los nacionalistas latinoamericanos. "Era -apunta Robert Freeman Smith- el clásico debate entre deudores y acreedores, los desarrollados y los subdesarrollados, los débiles y los fuertes"1.

El comentario sugiere varias observaciones. En primer lugar, la formidable actualidad -para no pocos amenazante- de Carlos Calvo. Luego, la respetuosa mención de la tradición jurídica ibérica, iberoamericana y argentina, heredera de la gran Escuela Española de Derecho Natural de los siglos XVI y siguientes. La lucha de nuestros juristas contra la prepotencia de los países centrales constituye el honor histórico de la profesión jurídica en la región. Finalmente, la deformación y perturbación cultural de considerar "extrema" la versión de la soberanía nacional propuesta por Calvo, quien nunca se sirvió de otros conceptos que los habituales y conocidos. Lo que ocurre es que quiso aplicar en los países periféricos lo que tenía curso legal en los países centrales. Y esto apareció -todavía aparece- como insólito y desconcertante.

Lo que para Francia o Inglaterra era clara aplicación de la soberanía nacional, tanto a estadounidenses como a europeos les parece una grosera anomalía, una grotesca exageración cuando se invoca en favor de Nicaragua o Panamá. Curiosamente, Calvo cita una decisión del gobierno de Washington de 1868, según la cual se formó una comisión para examinar las reclamaciones pecuniarias formuladas por ciudadanos estadounidenses y extranjeros, en razón de pérdidas o actos de desapropiación sufridos durante la guerra civil, por hechos obrados por las autoridades federales. Esta comisión era soberana, es decir que sus decisiones no eran susceptibles de apelación, pero debían sujetarse a una regla rígida: no solamente no debían admitir ninguna intervención diplomática en favor de los reclamantes extranjeros sino que, además, el solo hecho de esa intervención diplomática obligaba ipso facto a rechazar sin más análisis el reclamo en cuestión. Es fácil imaginar el escándalo internacional que se desataría si en un examen pormenorizado de cada una de sus obligaciones externas, un país latinoamericano obrase del mismo modo. Porque en este contexto, debe recordarse que las obligaciones inherentes a la llamada deuda externa no son otra cosa que diversas obligaciones creadas supuestamente en favor de un acreedor privado -un banco generalmente- lo cual de ningún modo autoriza la intervención de gobiernos y diplomáticos extranjeros. En nuestros días el Dogo de Venecia se hubiera puesto entera y entusiastamente del lado del implacable Shylock.

Carlos Calvo y la doctrina Drago

Había en Carlos Calvo una experiencia vivida que fecundaba la labor teórica. La militancia contra los poderosos de su tiempo no era simple postura intelectual sino praxis experimentada muy profundamente. Para Calvo, su contratación por el gobierno paraguayo para reclamar contra los ingleses, fue una experiencia decisiva. Se trataba de una típica tropelía imperialista de las que había tantas entonces y tantas ahora2. Después de esto, Calvo se quedó en Europa y en las décadas siguientes se convirtió en uno de los internacionalistas más eminentes del siglo XIX, miembro fundador del Instituto de Derecho Internacional y correspondiente del Academia de Ciencias Morales y Políticas del Instituto de Francia.

Es entonces pertinente recordar hoy la vocación iberoamericana de Calvo a propósito de la deuda externa. Porque una de las grandes claudicaciones de los gobernantes de nuestros días ha sido no atreverse a unir fuerzas para enfrentar la presión de los acreedores externos. Unirse en un cártel o club de deudores, a imagen y semejanza de los acreedores (con el apoyo adicional del FMI y de los grandes Estados capitalistas), hubiera sido emparejar fuerzas. Pero nuestros pobres, patéticos gobernantes de los años 80 y 90 ni siquiera se permitieron desearlo.

Hacia 1984/85, Argentina, Brasil y Méjico unidos pudieron haber puesto en vilo al sistema financiero internacional -usando el formidable poder de deudas dudosamente exigibles- para imponer de una buena vez un genuino nuevo orden económico internacional. Pero en lugar de eso se limitaron a reiteradas y entristecedoras declaraciones en el sentido de que tal o cual reunión para considerar el endeudamiento externo "de ningún modo" implicaba formar un cartel o club; no fuera que los dominadores externos pudieran interpretar esos inocuos actos rituales de turismo oficial y diplomático como genuina defensa del interés colectivo. No sólo era preciso reconocer una deuda con fuerte presunción de ilicitud o inexigibilidad a través del pago de los servicios financieros; los gobiernos también se sentían obligados a convencer a los acreedores y a sus protectores de que no iban a defenderse del mismo modo, con la misma fuerza plural, con la misma solidaridad, con que ellos tutelaban sus créditos meramente presuntos. También desde esta perspectiva la tragedia de la deuda externa significó un grave retroceso en la integración latinoamericana.

En 1903, tres años antes de morir, Carlos Calvo prestó una contribución específica en el asunto de la deuda externa. Un año antes, exactamente el 29-12-02, en referencia a la agresión británico-germana contra Venezuela por el incumplimiento del pago de los servicios de obligaciones externas, el ministro de Relaciones Exteriores de Argentina, Luis Maria Drago, había expuesto la doctrina (que hoy lleva su nombre), declarando inadmisible en la América ibérica el cobro compulsivo de la deuda pública.

Calvo era en ese tiempo el jefe de la misión argentina ante el gobierno de Francia. Tradujo la nota de Drago y la hizo circular entre sus colegas, los internacionalistas más eminentes de la Europa de entonces, requiriéndoles el apoyo intelectual necesario a la consolidación de lo que es hoy uno de los elementos más honrosos de la tradición jurídica e internacional de los argentinos. Al acercarse al final de su vida Calvo se propuso y realizó con éxito una vasta operación de influencia intelectual, de autoridad moral, de fuerza y efecto de los principios.

La Doctrina Drago presenta hoy una excepcional significación frente a los problemas del endeudamiento externo. La posición argentina fue apoyada entonces, entre otras personalidades eminentes de la época, por el profesor italiano Pasquale Fiore, quien afirmaba literalmente: "Si se debe considerar la injerencia como un atentado a los derechos de la soberanía interna, aun con el objeto de proteger los intereses de los nacionales, con mayor razón se debe considerar ilegítima la intervención". Enlazaba Fiore la doctrina Calvo -sentada en su defensa de Paraguay- con la nueva doctrina de Luis María Drago.

Así pues la mera injerencia de un Estado extranjero en punto al pago de la deuda externa de otro Estado resulta inaceptable. No tiene legitimidad que los funcionarios de ningún Estado hagan de la deuda externa un tema de las relaciones bilaterales, cuando de lo que se trata es del cobro de los servicios supuestamente debidos a los prestamistas de una y otra nacionalidad. Es una interferencia en una relación que empieza y acaba entre el Estado presuntamente deudor y el prestamista presuntamente acreedor. Esa relación no puede alterarse con la indebida y desequilibrante presencia de un tercer término, otro Estado soberano.

Por otra parte, tanto Drago como el francés Féraud-Giraud y Fiore, destacaron algo que en la Argentina y en los otros países del continente se ha estado eludiendo interesadamente: la peculiarísima entidad jurídica del presunto deudor. En virtud de su fin -el bien público o bien común- el Estado nacional tiene un rango superior al de cualquier otra persona en el ámbito de la sociedad humana. Dicho de otro modo, en la deuda pública hay un esencial desnivel. Acreedor y deudor no están en el mismo plano, no tienen la misma entidad ni las mismas potestades. De aquí deriva algo que se ha tratado de disimular todos estos años. El Estado es una entidad soberana; y una de las condiciones propias de toda soberanía reside en que ningún procedimiento ejecutorio puede ser iniciado ni cumplido contra ella porque comprometerían su existencia misma y harían desaparecer la independencia y la acción del gobierno respectivo, como bien decía Drago.

Es lo que ha ocurrido entre nosotros en las dos últimas décadas Se ha sacrificado toda la perspectiva de desarrollo económico autónomo, toda la independencia y la acción de gobierno, todos los contenidos económicos del bien común, todos los contenidos económicos de los derechos humanos, a un dogma que el radical César Jaroslavsky, presidente de la Cámara de Diputados argentina entre 1984 y 1987, expresó alguna vez con una perentoriedad agresiva y desenvuelta que difícilmente hubieran osado emplear los abogados de los acreedores: "la deuda se paga sí o sí". La doctrina Drago enseña lo contrario: el Estado tiene la "facultad de elegir el modo y el tiempo de efectuar el pago", algo para recordar con ahínco en estos años.

Esta conclusión decisiva recibió en su tiempo apoyo adicional de Féraud-Giraud, quien recordaba que en la mayoría de los Estados las acciones de los habitantes contra sus gobiernos están sometidas a reglas excepcionales y restrictivas que tienen por objeto no trabar la marcha de los servicios públicos, preguntándose: "¿Cómo sería posible, aceptando en principio la justicia de esta excepción, no aplicarla a las personas que ligan voluntariamente sus intereses a las eventualidades a correr por un gobierno extranjero y permitirles trabar la acción pública de ese gobierno por la proyección de intereses privados?". Y por su parte agregaba Fiore: "Considero la injerencia de un gobierno en la administración pública de un Estado extranjero como un atentado al derecho de soberanía interna, y reconozco pues como ilégitima toda acción de un gobierno que, con el objeto de proteger los intereses de los particulares tendiera a establecer un control, en cualquier forma que fuere, sobre los actos de administración de un Estado extranjero". Es lo que hacen ahora los Estados hegemónicos a través del FMI.

La transición condicionada

Tal parece que ha habido una suerte de esquema inducido desde fuera para regir el pasaje desde las criminosas dictaduras latinoamericanas de los años 70/80 hacia una suerte de democracia limitada y eventualmente castrada. Se trata de una influencia externa que parece prolongar algunos males de la dictadura.

Celosamente vigilados e inducidos por las administraciones estadounidenses de los años 80 y comienzos de los 90, algunos de los países sometidos a dictaduras militares han estado virando desde entonces hacia una cierta especie de democracia, conforme a un patrón en alguna medida diseñado e impuesto desde la potencia hegemónica, que permite a veces sólo una restringida participación popular.

Uno de los aspectos esenciales de este esquema es, por un lado -en la década del "80- un compromiso rígido e insoslayable por parte de estas democracias condicionadas de pagar los servicios financieros de la deuda, lo cual supone "ayuda financiera" externa (ninguna está en condiciones con recursos propios), lo que genera un aumento descontrolado de la misma deuda (esto no parece importar mucho, si se cumple con los intereses). En la década siguiente, una no menos rígida incorporación al orbe globalizado, la introducción de un discurso e ideología privatizadora, creando la mutua implicancia entre la enorme deuda externa y la necesidad de privatizar las empresas públicas. Este expediente conceptual tuvo en Argentina cuño normativo a través del decreto 1842/87, pieza de legislación de singular y simbólica importancia excogitado por el entonces ministro de Obras y Servicios públicos, Rodolfo Terragno, texto oficial cuya lectura sería de gran interés para el lector.

El profesor valenciano Antonio Colomer Viadel, presidente del Consejo Español de Estudios Iberoamericanos, evoca a este respecto el mito griego de Sísifo, condenado a empujar una roca hasta lo alto de una montaña, desde donde fatalmente volvía a caer, obligado ilimitadamente a empezar de nuevo la onerosa ascensión. Dice Colomer que la deuda del Tercer Mundo tiene una agravada naturaleza sisífica. Porque cuanto más se paga, más crece. La roca que se debe volver a encaramar en la cumbre es, claro está, cada vez más pesada.

"The Invention of Latin America", The New York Review of Books, 3-3-88.

Salvador María Lozada, Los derechos humanos y la impunidad en la Argentina 1974-1999. Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1999.

La ley de dolarización ya está redactada

El proyecto de ley de dolarización para Argentina ya está redactado. Es obra de Steve H. Hanke, profesor de la Johns Hopkins University e investigador del Cato Institute, y Kurt Schuler, economista senior del Joint Economic Committee del Congreso de Estados Unidos. El profesor Steve H. Hanke fue quien inspiró la convertibilidad al ministro Cavallo. La continuidad es perfecta.

El proyecto de ley dice textualmente:

1. El Banco Central de la República Argentina (BCRA) cesará de emitir pesos. Debe retirarse de la circulación la base monetaria de pesos argentinos y reemplazarse con dólares de Estados Unidos a la tasa de cambio de 1 dólar=1 peso. El BCRA cumplirá preferentemente la mayor parte de esta tarea en los 30 días siguientes a la entrada en vigencia de esta ley. Los billetes peso en circulación aceptados para su conversión a dólares, continuarán a ser aceptados por el BCRA o el gobierno por cinco años después de que esta ley entre en vigencia. Después de cinco años, todo billete peso en circulación será desmonetizado por decreto del Poder Ejecutivo.

(Quien dude acerca de la verosimilitud de este texto, puede comprobarlo en la página de Internet: cato.org/pubs/fpbriefs/fpb-052es.html. Corresponde al Foreign Policy Briefing nº 52 del Cato Institute, del 11-3-99).


Este instrumento jurídico de Hanke y Schuler arregla alegremente el problema legal con la cláusula que establece que "toda legislación anterior que se oponga a esta ley queda derogada".

Pero una eventual renuncia del Congreso Nacional a la obligación de emitir moneda sería inconstitucional. El art. 75 inc.6 de la Constitución Nacional determina que corresponde al Congreso, "establecer y reglamentar un banco federal con facultad de emitir moneda, así como otros bancos nacionales". En aplicación de esta norma, el Congreso creó en 1872 el Banco Nacional, reemplazado en 1891 por el Banco de la Nación Argentina. Después, la facultad de emitir billetes fue otorgada a la Caja de Conversión y en 1935 al Banco Central de la República Argentina. La Constitución dice expresamente que el banco emisor deberá ser federal, es decir, argentino. Además, en el inciso 11 de ese mismo artículo 75, la Constitución Nacional establece que le corresponde al Congreso "hacer sellar moneda, fijar su valor y el de las extranjeras". Frente a tales disposiciones expresas de la Constitución, el Congreso Nacional no puede renunciar a esa atribución.

¿Puede argüirse que si la ley de convertibilidad autorizó a que circulara el dólar junto con el peso, también puede eliminarse totalmente al peso? Creemos que no. Una cosa es reconocer que una moneda extranjera pueda circular y sirva para cancelar obligaciones, con un tipo de paridad con el peso fijado por el gobierno argentino (como en la ley de convertibilidad) y otra muy diferente renunciar a tener una moneda nacional y delegar en un gobierno extranjero la obligación de emitir la moneda nacional, hacerla sellar y fijar su valor (como resultaría de la dolarización). Estas son obligaciones del Congreso (el art. 75 dice "corresponde al Congreso"), no facultades que pueden no ejercerse o delegarse en otra autoridad. Una simple lectura de los 32 incisos del art. 75 de la Constitución Nacional evidencia que sería absurdo y hasta ridículo pensar que cualquiera de las atribuciones otorgadas al Congreso fuera ejercida por un poder extranjero.

En lo sustancial se estaría renunciando a una parte importante de la soberanía nacional; y en lo formal, se violaría la Constitución Nacional. Por eso, si se adoptara la decisión política de dolarizar, tal medida debe necesariamente ser precedida por una reforma constitucional. Pero, ¿alguien lee la Constitución?

*Mario Rapoport (Buenos Aires, 1 de julio de 1942) es un economista, historiador, especialista en relaciones internacionales y escritor argentino.Wikipedia