De un Banco de la República al Banco Central

Por  Mario Rapoport* 
para Diario Buenos Aires Económico (BAE)
publicado el 7 de abril de 2010

El primer proyecto orgánico para crear un banco central fue el que Hipólito Yrigoyen envió al Congreso en 1917. 


El “Banco de la República”, de capital estatal, tendría como funciones emitir moneda, bonos y títulos; fomentar el crédito comercial, industrial y agrario; controlar los cambios internacionales, regular las tasas de interés y el clearing bancario, realizar descuentos y redescuentos de letras y pagarés, que era la forma usual del crédito en aquella época. Así, este banco podría regular la cantidad de dinero y crédito, proveyendo liquidez en épocas de recesión para suavizar lo más álgido del ciclo económico. El Senado de la Nación, de mayoría opositora, giró este avanzado instrumento de política monetaria activa a la Comisión de Hacienda, que nunca lo trató “Todas las naciones adelantadas- afirmaba el ministro Domingo Salaberry- cuentan con una legislación bancaria que le permite mantener una correlación entre la circulación y las necesidades reales del mercado”. El sistema de la Caja de Conversión se consideraba insuficiente, ya que la circulación dependía de la existencia de oro, y éstas de los saldos internacionales y, en definitiva, de las cosechas.

Presentado nuevamente en 1919, con algunas modificaciones que subsanaban objeciones previas, corrió igual suerte: la oposición era irreductible rechazando los proyectos del presidente. Para poner fin a esta situación Yrigoyen remitió, dos años más tarde, el 27 de septiembre de 1921, un proyecto de ley que, frente a las divergencias entre el Congreso y el Poder Ejecutivo, sometía a la Corte Suprema el pronunciamiento sobre estas cuestiones. La facultad del Congreso para aprobar el proyecto se fundamentaba en el artículo 67, inciso 28, de la Constitución Nacional, que autorizaba “al Poder Ejecutivo a dictar todas las leyes convenientes para poner en ejercicio los poderes concedidos al gobierno de la Nación”. 

Por su supuesto, la mayoría opositora votó por la negativa. Una década más tarde, la desarticulación del comercio y de las inversiones internacionales debido a la crisis mundial, convencieron finalmente a la clase dirigente, ahora de orientación conservadora, y que en su momento se había opuesto a las ideas de Yrigoyen, de la necesidad de separar los movimientos del oro de los de la moneda nacional, y centralizar los instrumentos monetarios, crediticios y cambiarios en una entidad única: un Banco Central. 

El proyecto de su creación fue presentado en inglés, por la misión que encabezaba Otto Niemeyer, funcionario del Banco de Inglaterra. Pero una versión diferente, que reflejaba el pensamiento de Raúl Prebisch, fue la que terminó aprobándose. En 1935, el Banco Central argentino nació con las funciones de mantener el valor de la moneda, adecuar los medios de pago, aplicar la ley de bancos y operar como agente financiero del Estado. 

Su capital era mixto, participaban en él bancos estatales y privados, tanto nacionales como extranjeros. Su capacidad de regular la cantidad de dinero dotaba por fin a la Argentina de una herramienta útil, pero su aplicación dependía de las preferencias e intereses de sus accionistas, que no necesariamente reflejaban los del conjunto de la población. 

Según sus críticos, la participación extranjera en el Banco Central se asimilaba a un caballo de Troya en la política monetaria nacional. Sin embargo, conducido por Prebisch, el BCRA pudo realizar políticas contracíclicas e, incluso, rescatar con reservas disponibles parte de la deuda externa. 

Bajo la influencia del recién electo presidente Perón, en marzo de 1946 un decreto del general Farrell estatizó el Banco Central cesando la participación de capitales privados y extranjeros. Esta reforma también dispuso centralizar los depósitos, que ahora los bancos captarían por cuenta y orden del BCRA, quien asignaba el crédito a los diversos sectores de actividad, de acuerdo a las prioridades estipuladas en los planes quinquenales. Además de instrumento anticíclico, el Banco Central pasó a cumplir un rol de fomento y orientación del desarrollo económico. 

Quedaron bajo su égida todos los bancos oficiales nacionales, el organismo de comercio exterior IAPI, las juntas reguladores de la producción de granos, carnes, vinos, etc., como así también el control de cambios. Las políticas monetaria, fiscal y sectorial comenzaron a coordinarse, con el propósito de estimular crecimiento económico. 

La reforma constitucional de 1949 puso al Banco Central bajo el control del Ministerio de Finanzas, sellando dicha coordinación. En las dos décadas siguientes de la Argentina continuó el predominio del proceso de industrialización, que funcionaba en el paradigma del orden económico mundial de posguerra muy diferente al de la etapa agroexportadora. 

Luego del derrocamiento de Perón, el 2 de agosto de 1956 el gobierno del general Aramburu dispuso la autarquía del Banco Central y comenzó el proceso de reforma financiera culminado en diciembre de 1957. Esta eliminó la nacionalización de los depósitos y la asignación estatal del crédito, apuntó a liberalizar el sistema financiero, a restringir la participación de los bancos públicos, y a limitar la expansión monetaria basada en el crédito doméstico. 

Asimismo, permitió un incremento significativo en el número de firmas y sucursales bancarias. La reforma de 1957, según sus críticos, desarrolló una estructura bancaria inestable, con numerosas liquidaciones, adquisiciones, fusiones y alteraciones en la participación en el mercado de los diferentes bancos individuales. 

Algunos economistas atribuyeron este comportamiento al impacto de las tasas de interés negativas –la “represión financiera”- sobre la rentabilidad de la operatoria bancaria tradicional. 

Las funciones y dimensión del sistema financiero estuvieron siempre en cuestión en la Argentina y más aún en los últimos treinta años, Los ideólogos del liberalismo clamaron por la existencia de un número de entidades determinada por el mercado y de tasas de interés libres y elevadas muy superiores a las tasas de rentabilidad de la actividad productiva. 

Esto se expresó en el predominio del sector financiero sobre el real, en el direccionamiento del crédito hacia las grandes empresas, y en el desfinanciamiento o alto costo para las Pymes y los préstamos para la vivienda. 

Finalizó, como sabemos, en una crisis casi terminal y en un nuevo dimensionamiento del sistema bancario caracterizado por su alta concentración y, al mismo tiempo, por su extranjerización. 

En cuanto al tema de la “autonomía” del Banco Central, para la tesis neoliberal ésta garantiza el propósito de mantener el valor de la moneda libre de la influencia de la política económica de los gobiernos. Una meta situada por sobre cualquier otra que pudiera colisionar con ella –como el crecimiento, el empleo, la pobreza-, aunque tal no sea el caso de la Reserva Federal de los Estados Unidos, que tiene en cuenta también esos objetivos. 

Lo que la historia monetaria no confirma es la relación entre la presunta “autonomía” de los bancos centrales y los procesos inflacionarios en los países emergentes. Por un lado, porque la inflación en estos países es más estructural que monetaria. Por otro, porque todos los que adoptaron esa política en América Latina tuvieron profundas crisis financieras, La pretendida “autonomía” sólo asegura un rendimiento estable, mientras esto sea posible, de los flujos de capitales, como lo hacía la Caja de Conversión en el pasado, pero no la estabilidad del sistema. 

El sistema financiero es inherentemente inestable y sólo la intervención de Estado, puede intentar regularlo o contribuir a salvarlo cuando estalla la crisis. La actual crisis mundial es el último ejemplo que podemos señalar en este sentido.