La Europa que no queremos

 Serge Halimi
Le Monde diplomatique

Un movimiento joven y lleno de energía pretendía transformar una nación y despertar al Viejo Continente. El Eurogrupo y el Fondo Monetario Internacional (FMI) destruyeron esa esperanza.


Más allá del impacto que para los partidarios del proyecto europeo representan los acontecimientos griegos, se desprenden tres enseñanzas. En primer lugar, la naturaleza cada vez más autoritaria de la Unión Europea a medida que Alemania impone sin contrapeso sus voluntades y sus obsesiones. Luego, la incapacidad de una comunidad fundada en una promesa de paz para aprovechar la más mínima lección de la historia, incluso reciente, incluso violenta, dado que lo importante es antes que nada sancionar a los malos pagadores o a los cabezas duras. Por último, el desafío que representa ese cesarismo amnésico para aquellos que veían en Europa el laboratorio de una superación del marco nacional y una renovación democrática.

En sus comienzos, la integración europea prodigó a sus ciudadanos las ventajas materiales colaterales del enfrentamiento Este-Oeste. Después de la Segunda Guerra, Estados Unidos impulsó el proyecto, buscando una salida para sus mercancías y una barrera contra la expansión soviética. En ese entonces Washington había comprendido que si el mundo que se declaraba “libre” quería competir eficazmente con las repúblicas “democráticas” miembros del pacto de Varsovia, tenía que conquistar tanto corazones como mentes. Demostrando su buena voluntad social. Desde que ya no existe esta estratégica cuerda de seguridad, Europa es dirigida por un directorio, como si fuera un banco.

Algunos actores de la Guerra Fría, como la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), sobrevivieron a la caída del Muro inventándose en otros continentes otros monstruos a los que debía destruir. También las instituciones europeas redefinieron a sus adversarios. Hoy, la paz y la estabilidad con las que se llenan la boca reclaman la neutralización política de los pueblos y la destrucción de las herramientas de soberanía nacional que todavía poseen. Es la integración a marcha forzada, el funeral de las cuestiones políticas en los tratados, el proyecto federal. La empresa no data de ayer; el caso griego ilustra la brutalidad con la que se la maneja hoy.

“¿Cuántas divisiones tiene el Papa?”, habría respondido José Stalin al desdeñar el consejo de un dirigente francés que lo presionaba para que no hiriera las susceptibilidades del Sumo Pontífice. Ocho décadas más tarde, los Estados del Eurogrupo parecen haber razonado de la misma manera a propósito de Grecia. Al estimar que el gobierno que les creaba dificultades sería incapaz de defenderse lo desestabilizaron, obligándolo a cerrar sus bancos e interrumpir sus compras en el extranjero.

A priori, las relaciones entre naciones miembros de la misma “unión”, que frecuentan las mismas instituciones, contribuyen a elegir el mismo Parlamento, disponen de la misma moneda, no deberían permitir ese tipo de maquinaciones. Sin embargo, seguros de su aplastante superioridad, todos los Estados del Eurogrupo, con Alemania a la cabeza, impusieron a una debilitada Grecia un diktat que, todos lo admiten, agravaría la mayoría de sus problemas. El episodio expone la profundidad del defecto de fábrica europeo (1). El pasado enero, cuando Syriza ganó las elecciones, ese partido de izquierda tenía razón en (casi) toda la línea. Razón en vincular el hundimiento de la economía griega a la purga que desde hacía cinco años le administraran al país tanto los socialistas como la derecha. Razón en abogar que ningún Estado con su sector productivo dislocado podría confiar en su restablecimiento si tiene que destinar crecientes sumas para reembolsar a sus acreedores. Razón en recordar que en democracia la soberanía le pertenece al pueblo, el que se vería desposeído si se le impusiera la misma política, decida lo que decida.

Tres naipes imbatibles, pero a condición de jugarlos en buena compañía. En los Consejos Europeos, esas ventajas se volvieron en contra de sus poseedores, asimilados a marxistas meridionales, desfasados de la realidad al punto de atreverse a cuestionar los postulados económicos originados en la ideología alemana. Las armas de la “razón” y la convicción son impotentes en un caso así. ¿De qué sirve abogar por su expediente ante un pelotón de ejecución? En los meses de “negociaciones” en las que participó, el ministro de Finanzas griego Yanis Varoufakis observó que sus homólogos europeos lo miraban fijamente y parecían pensar: “Tienes razón en lo que dices, pero de todos modos vamos a machacarte (2)”.

Sin embargo, el éxito al menos provisorio del proyecto alemán de relegación de Grecia al rango de protectorado del Eurogrupo también se explica por el fracaso de las apuestas, demasiado optimistas, que en Atenas realizó desde el comienzo la mayoría de la izquierda que esperaba cambiar Europa (3). Apuesta a que los dirigentes franceses e italianos lo ayudarían a superar los tabúes monetaristas de la derecha alemana. Apuesta a que los pueblos europeos, agobiados por las políticas de austeridad que también ellos sufrían, presionarían a sus gobiernos para que difundieran la reorientación keynesiana, de la que Grecia se imaginaba ser la avanzada en el Viejo Continente. Apuesta a que en el interior de la zona euro sería posible ese viraje, incluso al punto de no encarar ni preparar ninguna solución alternativa. Finalmente, apuesta a que la sugestión intermitente de una “opción rusa” pondría freno, por razones geopolíticas, a las tentaciones punitivas de Alemania y haría que Estados Unidos detuviera el brazo vengador de Berlín. En ningún momento ni una sola de esas apuestas parece en vías de ser ganada. Por desgracia, no se enfrenta un tanque blindado con violetas y una cerbatana.

Culpables de su inocencia, los dirigentes griegos pensaron que los acreedores del país serían sensibles a la elección democrática del pueblo griego, en especial de su juventud. Por el contrario, en primer lugar las elecciones legislativas del pasado 25 de enero, luego el referéndum del 5 de julio provocaron la indignada estupefacción de Berlín y sus aliados. Tuvieron tan sólo un objetivo: castigar a los rebeldes y a los que hubieran inspirado su valentía. No bastaba con la capitulación, tendría que ir acompañada de excusas (Atenas admitió que sus elecciones económicas habían provocado la pérdida de confianza de sus socios) acrecentadas con reparaciones: activos públicos privatizables de un valor equivalente a la cuarta parte de producto nacional griego que deberían empeñarse por cuenta de los acreedores. Gracias al decidido e inestimable apoyo de François Hollande, Grecia obtuvo simplemente que esas garantías no fueran transferidas a Luxemburgo. Todos se sienten aliviados: Grecia pagará.

Antecedentes 
“Alemania pagará”. La fórmula, susurrada a Georges Clemenceau por su ministro de Finanzas Louis Klotz al terminar la Gran Guerra, se convirtió en el talismán de los ahorristas franceses que habían prestado al Tesoro durante la sangrienta contienda. Recordaban que en 1870 Francia había abonado el monto íntegro del tributo que exigía Bismarck, a pesar de que era superior a lo que la guerra le había costado a los alemanes. Este precedente inspiró al presidente del Consejo Raymond Poincaré cuando, cansado de no recibir el pago de las reparaciones alemanas que preveía el Tratado de Versalles (4), en enero de 1923 decidió cobrarse ocupando la región del Ruhr.

Sin embargo, el economista británico John Maynard Keynes había comprendido de entrada la futilidad de semejante política de humillación y toma en prenda: si Alemania no pagaba, como hoy Grecia, era porque no podía. Tan sólo los eventuales excedentes de su balance comercial hubieran podido hacer frente a su gigantesca deuda. Ahora bien, Francia rechazaba la resurrección económica de su rival, lo que le habría permitido “pagar”, pero quizás también financiar su ejército, con el riesgo entonces de abrir la perspectiva de un tercer match mortal. Para los pueblos europeos, el éxito económico de la izquierda griega no tendría consecuencias humanas tan dramáticas. Pero hubiera arruinado la justificación de las políticas de austeridad de sus dirigentes…

Alrededor de un año después de su embargo, Poincaré tuvo que aumentar un 20% los impuestos para financiar los gastos de la ocupación del Ruhr. Para un dirigente de derecha anti-impuestos que no había dejado de pregonar que Alemania pagaría, la paradoja pareció cruel. Poincaré perdió las elecciones: su sucesor evacuó el Ruhr. Todavía nadie imagina consecuencias de ese tipo en uno de los países europeos que acaban de aplastar a Grecia para que pague los vencimientos de una deuda que incluso el Fondo Monetario Internacional (FMI) admite que es “totalmente inviable”. No obstante, en julio su encarnizamiento punitivo ya obligó a los países del Eurogrupo a comprometer tres veces más dinero (unos 90.000 millones de euros) de lo que habría sido necesario si la suma se hubiera desbloqueado cinco meses antes, ya que entretanto la economía griega colapsó por falta de liquidez (5). El rigor del ministro de Finanzas alemán Wolfgang Schäuble costará pues casi tanto como el de Poincaré. Pero la interminable humillación de Atenas valdrá como ejemplo para los próximos recalcitrantes. ¿Madrid? ¿Roma? ¿París? Dicha humillación le recordará el “teorema de Juncker”, formulado por el presidente de la Comisión Europea tan sólo cuatro días después de la victoria legislativa de la izquierda griega: “No puede haber elección democrática contra los tratados europeos (6)”.

¿Un mismo lecho no resulta demasiado estrecho cuando en él conviven diecinueve sueños? Imponer en algunos años la misma moneda a Austria y a Chipre, a Luxemburgo y a España, a pueblos que no tienen la misma historia ni la misma cultura política, ni el mismo nivel de vida, ni los mismos amigos, ni la misma lengua constituyó una empresa casi imperial. ¿Cómo un Estado puede concebir una política económica y social sometida a debate y arbitrajes democráticos si todos los mecanismos de regulación monetaria se le escapan? ¿Y cómo imaginar que pueblos que a veces ni se conocen acepten una solidaridad comparable a la que hoy vincula Florida con Montana? Todo se basaba en una hipótesis: el federalismo a marcha forzada debía acercar a las naciones europeas. Quince años después del nacimiento del euro, la animosidad llega a su apogeo.

El 27 de junio, cuando anunció su referéndum, el primer ministro Alexis Tsipras recurrió a expresiones cercanas a las de una declaración de guerra. Vilipendió “una propuesta [del Eurogrupo] en forma de ultimátum dirigido a la democracia griega”. Y acusó a algunos de sus “socios” de tener por objetivo “humillar a todo un pueblo”. Los griegos apoyarán masivamente al gobierno; los alemanes constituirán un bloque detrás de exigencias rigurosamente contrarias a las suyas. ¿Podrían asociar sus destinos más estrechamente sin correr el riesgo de llegar a violencias conyugales?

Pero la enemistad ya no sólo concierne a Atenas y Berlín. “No queremos ser una colonia alemana”, insiste Pablo Iglesias, dirigente de Podemos en España. “Digo a Alemania: ¡basta! Humillar a un socio europeo es impensable”, deja oír el presidente del Consejo italiano Matteo Renzi, aunque con una notable discreción en todo este asunto. “En los países mediterráneos, y en cierta medida en Francia -observa el sociólogo alemán Wolfgang Streek-, Alemania es más odiada de lo que nunca lo fue desde 1945. (…) La Unión Económica y Monetaria que tenía que consolidar definitivamente la Unión Europea, hoy corre el riesgo de estallar en pedazos (7)”.

Los griegos también suscitan sentimientos hostiles. “Si el Eurogrupo funcionara como una democracia parlamentaria, ya estarías afuera, dado que la casi totalidad de tus socios lo desean”, habría concluido, dirigiéndose a Tsipras, Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea (8). Y según una mecánica conservadora bien conocida, esta vez elevada a nivel de las naciones, los Estados pobres fueron alentados a sospecharse mutuamente de vivir asistidos a costa de los otros, sobre todo cuando todavía eran más pobres que ellos. El ministro de Educación estonio sermoneó así a sus “socios” de Atenas: “Ustedes hicieron demasiado poco, con demasiada lentitud, e infinitamente menos que Estonia. Sufrimos mucho más que Grecia. Pero no nos detuvimos a lamentarnos, actuamos (9). Los eslovacos se ofuscaron por el nivel, según ellos demasiado elevado, de las jubilaciones en Grecia, un país que debería ser “por fin declarado en quiebra para limpiar la atmósfera”, agregó con generosidad el ministro de Finanzas checo (10).

Clausurando a su manera este festival veraniego de la Europa social, Pierre Moscovici, socialista francés y comisario europeo de Asuntos Económicos y Financieros, repitió con especial deleite la misma “anécdota” en todos los micrófonos que se le acercaban: “En una reunión del Eurogrupo, un ministro socialista lituano dijo a Varoufakis:’Es muy simpático que quieran aumentar el salario mínimo un 40%, pero el de ustedes ya es dos veces superior al nuestro. ¡Y quieren aumentarlo con el dinero que nos deben, con la deuda!’ Y bien, es un argumento bastante fuerte (11)”. Muy fuerte, incluso cuando se sabe que hace apenas catorce meses el partido de Moscovici anunciaba: “Queremos una Europa que proteja a sus trabajadores. Una Europa del progreso social y no del desmembramiento social”.

Decisiones 
El 7 de julio de 2015, en la reunión de un Consejo Europeo, varios jefes de Estado y de Gobierno comunicaron a Tsipras la exasperación que les inspiraba: “¡No podemos más! Hace meses que sólo hablamos de Grecia. Hay que tomar una decisión. Si no eres capaz de tomarla, la tomaremos en tu lugar (12)”. Lo que fue hecho algunos días más tarde. ¿Ya no había que percibir allí una forma, por cierto algo brusca, de federalismo? “Tenemos que avanzar” fue en todo caso la conclusión el que el 14 de julio Hollande sacó de este episodio. Avanzar, ¿pero en qué dirección? Y bien, la misma que de costumbre: “el gobierno económico”, “un presupuesto de la zona euro”, “la convergencia con Alemania”. Ya que en Europa, cuando una prescripción degrada fuertemente la salud económica o democrática de un paciente, siempre se duplica la dosis. Porque, según el presidente francés “la zona euro ha logrado reafirmar su cohesión con Grecia”, “las circunstancias nos llevan a acelerar” (13).

En cambio, para un creciente número de militantes de izquierda y de sindicalistas, sería más conveniente detenerse y reflexionar. Incluso para aquellos que temen que la salida del euro favorezca la dislocación del proyecto europeo y el despertar de los nacionalismos, la crisis griega ofrece un caso de manual al demostrar que en la ausencia de un pueblo europeo, la moneda única se opone frontalmente a la soberanía popular. Lejos de limitar a la extrema derecha, tal evidencia la conforta cuando satiriza las lecciones de democracia de sus adversarios. Por otra parte, ¿cómo imaginar que la moneda única pueda un día adaptarse a una política de progreso social después de haber leído la hoja de ruta que los Estados del Eurogrupo, unánimemente, enviaron a Tsipras para ordenar a ese primer ministro de izquierda instaurar una política neoliberal de hierro?

En su historia, Grecia ya planteó grandes cuestiones universales. Esta vez, acaba de revelar a qué se parece hoy la Europa que no queremos.

Notas:

1. Léase Frédéric Lordon, La Malfaçon. Monnaie européenne et souveraineté démocratique, Les Liens qui libèrent, París, 2014. 
2. NewStatesman, Londres, 13-7-2015. 
3. Léase « La gauche grecque peut-elle chager l’Europe ? Le Monde diplomatique, febrero de 2015. 
4. Léase «A Versailles, la guerre a perdu la paix », Manuel d’histoire critique, Ediciones Le Monde diplomatique, 2014. 
5. «Europe reaches rescue deal for Greece», The Wall Street Journal, Nueva York, 14-7-2015. 
6. Le Figaro, París, 29-1-2015. 
7. Wolfgang Streeck, “Une hégémonie fortuite”, Le Monde diplomatique, mayo 2015. 
8. Libération, París, 11-12 de julio de 2015. 
9. The Wall Street Journal, 13-7-2015. 
10. Le Figaro, 3-7-2015. 
11. France Inter, 1-3-2015. 
12. Según Le Figaro, 9-7-2015. 
13. Le Journal du dimanche, París, 19-7-2015.

*Director de Le Monde Diplomatique.

Traducción: Teresa Garufi