Frente a la desigualdad, el rescate del desarrollo

Rolando Cordera Campos* 
La Jornada
Antes de ofrecer mis notas leídas en el 20 Congreso Nacional de Economistas: mi solidaridad con su hijo; con María Emilia, Manuela y Tania; Román y Alejandro; con todos, los muchos suyos que lo quisieron y siguieron en las buenas y las malas, en los días de gloria y gozo y en los años duros donde su valentía y honor pasaron todas las pruebas. Raúl Álvarez Garín: ¡2 de octubre no se olvida!
1. Proponer como tema de este convivio académico y gremial una agenda para reducir la desigualdad social es un acierto y, me atrevería a sugerir, un aporte a los debates sobre el futuro mexicano, que puede permitirnos ir más allá de la bruma impuesta por la crisis y reconquistar la senda del desarrollo económico que se perdió en los dolorosos lustros del ajuste externo. Las decisiones tomadas entonces, y mantenidas en lo esencial hasta hoy, han significado el extravío del gran propósito resumido en el desarrollo social; también el deterioro temprano de una democracia alcanzada de manera costosa.


Enfrentar la desigualdad y proponerse abatirla implica poner a la justicia social en el centro de nuestras preocupaciones nacionales. No es una opción académica más, sino una cuestión que nos sitúa en el ojo del huracán de las deliberaciones políticas actuales sobre el porvenir de las democracias. Obliga a reflexiones de fondo y comprometidas sobre los adjetivos, las opciones y las restricciones que implica la reconquista del desarrollo. Exige plantearse a la globalización como desafío pero también como oportunidad. Demanda, asimismo, poner en otra perspectiva a las reformas actuales, al preguntarles por su impacto preciso, a más del general, sobre la pobreza y la desigualdad que nos inundan.

La difícil conversación entre desigualdad y democracia, en el contexto de una globalidad tormentosa y hostil, nos remite al tema de la política y del Estado. El quehacer de expertos y estudiosos, dentro y fuera de la academia y del Estado, debe inscribirse en la perspectiva indispensable de reconfigurar la cuestión social, hoy sometida a la fractura y la desigualdad que bloquean el bienestar y la equidad, adjetivos clásicos de todo empeño por el desarrollo económico que es, de principio a fin, como lo planteara Joseph Stiglitz, transformación social y aprendizaje democrático.

Hablamos de compromisos, me atrevo a decir que ineludibles, del Estado y la sociedad, para reducir la desigualdad. Permítanme hacer algunas consideraciones iniciales sobre lo que pienso puede ser un escenario útil de referencia para imaginar, diseñar y evaluar dichos compromisos.

Este marco se origina en la economía política del desarrollo, pero busca asumir con claridad lo que sus clásicos, seguidos por Marx y Keynes, entre otros, así como Prebisch y sus compañeros de la Cepal entre nosotros, nos enseñaron: que no hay tal cosa como la economía por sí misma, si no se la entiende como un complejo de historia y poder, de maneras siempre en proceso de cambio de entender y atender las conductas humanas.

No hay economía sin sociedad en su constante mutación, y no hay economía política sin entendimiento del poder, de la sicología y la sociología, y las siempre difíciles y acuciantes tramas de relaciones entre los estados y las naciones, eso que ahora llamamos globalización.

Me parece que lo que contribuye a dibujar un lugar de encuentro promisorio entre nuestras respectivas vocaciones y prácticas es el espacio del desarrollo económico. Ahí se dirime y define el presente y el futuro de un bienestar social hacia la igualdad que debe inspirar nuestra reflexión. unión. Dedico las siguientes líneas a señalar por qué la necesidad de pensar, e impulsar, en un nuevo curso de desarrollo, sometido a una nueva función objetivo articulada por la lucha contra la desigualdad.

2. Las aventuras y desventuras del Estado mexicano posrevolucionario en sus tratos con la desigualdad son conocidas, pero aún son terra ignota si se trata de establecer relaciones entre ella y los usos y abusos del poder político. Menos aún sabemos de lo que este fenómeno implica para condicionar la conducta de las élites económicas y culturales, y prácticamente nada de lo que propicia en aquellos mexicanos urbanos, jóvenes y desamparados, que hoy cubren el panorama nacional.

De cómo leen y entienden este abusivo escenario de concentración de riqueza estos mexicanos sólo vemos las expresiones más violentas o, en el extremo opuesto, apáticas. En ambos casos, estas reacciones aparentemente han tendido a disolverse en la salida al exterior o en la cada vez más intensa migración interna entre ciudades y territorios que recogen a estos ejércitos de jóvenes y adultos jóvenes sin expectativas, salvo las que les ofrece el consumo inmediato, fruto de la piratería o el contrabando, que además se financia en medida creciente con la sordidez de la informalidad laboral o del crimen organizado.

De la desigualdad emanan muchos de los desafíos centrales para la vida en sociedad y para el funcionamiento eficaz de un orden democrático. En esto, como lo ha mostrado el estudio del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo sobre democracia y desarrollo, somos tan latinoamericanos como siempre: nos une la gana de ser modernos, pero nos divide hasta los bordes de la escisión una desigualdad profunda que se ha arraigado, urbanizado y desplegado en todo el territorio nacional. En abuso de la ironía, podríamos decir que la igualdad se ha modernizado.

Las fuentes de las amenazas al discurso democrático y modernizador de los últimos tiempos son varias, pero siempre encontraremos en ellas a la desigualdad económica y social. Ésta articula visiones, disputas, rencores colectivos y decepciones individuales. Superar este laberinto supone una formidable toma de conciencia de la sociedad y de sus élites de la magnitud del desafío y de la pertinencia histórica que tiene encararlo, no sólo por razones de ética y congruencia política sino porque sin hacerlo no será factible vivir la globalización como formación nacional. Así de escueto puede ser el panorama de opciones determinado por una desigualdad que hoy podemos apreciar como fenómeno transversal y ubicuo que se expresa en la salud, la educación o la cultura, y que además se agrava por el bloqueo multidimensional a la movilidad social que define hoy nuestra estructura social, como lo han mostrado los importantes estudios recientes del Centro de Estudios Espinosa Yglesias.

Tomar conciencia, como decimos, significa muchas cosas. Pero para traducirse en compromiso social tiene que derivar en una reconfiguración del Estado que, para ser nacional, tiene que ser también Estado social. Sólo así se puede aspirar a que además sea un Estado democrático constitucional.

3. En esta tesitura, el Estado necesario para esta etapa de nuestra evolución histórica tendrá que combinar un triángulo de adjetivos: social, democrático, de derecho. Lo que está sobre la mesa de las decisiones políticas fundamentales es el diseño de una combinación efectiva entre la acumulación de capital y la redistribución social. La primera, de entrada, supone la modulación del consumo, en un momento en el que lo que resalta es un enorme inventario de carencias cuya satisfacción se pospone sin fecha de término y ha dado lugar a una indisposición colectiva a imaginar y construir un trayecto de futuro sostenido en la inversión productiva. Este es el dilema político mayor, emanado de una desigualdad compleja y multivariada que abruma cualquier agenda de política económica y social que quiera inscribirse en un proyecto de rehabilitación estatal en clave democrática.

La desigualdad, la pobreza de masas y la concentración del privilegio se dan cita en una sociedad eminentemente plebeya, cuyo gobierno y conducción dice querer hacerse por vías plurales y representativas. En esta perspectiva, hay que admitir que la desigualdad, la pobreza y la concentración son vectores insoslayables de la composición del poder constituido democráticamente, así como de la configuración de los poderes de hecho que han emergido con el cambio económico y político de los últimos lustros.

Esta combinación de privilegio, inequidad y vulnerabilidad social, con la emergencia de poderes no constitucionales, que sin incurrir en la ilegalidad criminal sí se conducen como fuerzas que pretenden modular al conjunto de la vida pública y del Estado, se alimenta de, y alimenta la cultura de la satisfacción de que nos hablara J.K. Galbraith, que se concentra en las minorías pero se difunde por todo el cuerpo social. Esta in cultura, siempre acompañada de la mala educación, se ha enraizado en estas décadas de cambio social desbocado, cambio económico segmentado y cuasi dictadura estabilizadora. La conversación entre acumulación y distribución que debería propiciar la democracia tiene en esta cultura su mayor obstáculo.

Un Estado como el que el país requiere para sortear las tormentas globales y encauzar las pugnas distributivas tendrá que forjarse al calor de una dialéctica turbulenta entre la lucha por el poder y la lucha por la redistribución social. Todavía es posible imaginar un cauce productivo para dicha conversación, pero sólo con un discurso que dé sentido histórico global, para la economía política mexicana en su conjunto, a un proyecto de desarrollo orientado a recuperar el crecimiento rápido de la economía, para dar materialidad y credibilidad a propósitos de globalización nacional con equidad y construcción de ciudadanía. De aquí emanan algunos de los desafíos que la desigualdad le plantea al desarrollo; veamos algunos:

a) No puede haber poderío exportador sin un mercado interno robusto. Y no hay mercado interno amplio y dinámico sin cambios en la estructura distributiva y sin un crecimiento alto y sostenido del producto y el empleo. Con el crecimiento se abate la pobreza y puede aminorarse el peso de la desigualdad, pero ésta persiste y aqueja a pobres y no pobres, mientras las distancias entre los pobres y ¡entre los ricos! pueden verse aumentadas en ausencia de políticas destinadas a fortalecer y aumentar sus capacidades para defender su ingreso, ejercer su libertad y fortalecer sus destrezas y visiones para actuar en el mundo del trabajo y de la política.

b) La democracia resiente la desigualdad porque ésta pone en entredicho su discurso, que es igualitario en forma y fondo. Al volverse mal público y combinarse con la pobreza de masas, la desigualdad propicia una doble escisión y alienación: de las masas respecto de los grupos dirigentes y de éstos respecto de la nación en su conjunto. Tiende a predominar en la conducta social la salida sobre la voz, recordando a Albert Hirschman, en tanto que lealtad se deteriora hasta desembocar en la antipolítica, la celebración cínica del crimen organizado y la emergencia de múltiples y superpuestas formas de puja distributiva que bloquean cualquier salida productiva que busque no ser de suma cero.

c) La desigualdad cercena y desafía frontalmente al mercado realmente existente. De aquí la necesidad de una reforma institucional que profundice, amplíe y diversifique la estructura productiva, fortalezca la competencia y contribuya a recrear los mecanismos estatales de mediación del conflicto social y de seguridad colectiva universal. Sin embargo, el primer paso obligado es la recuperación del ritmo de creación de empleos, lo que no ocurrirá si se imponen como tasas históricas las observadas en los últimos 30 años. La inversión es primero. Luego vendrán la consolidación institucional y la llamada democratización de la productividad. No al revés.

Para avanzar en una actualización institucional congruente con el nuevo modelo de economía abierta y de mercado, mediante el cual hemos tratado de inscribirnos en la globalización, es fundamental desplegar políticas que dinamicen el mercado nacional a través de la inversión, el empleo y el salario digno. Será con el crecimiento en marcha cuando las instituciones necesarias se hagan visibles y pueda procederse pragmáticamente a su instalación. No antes.

D) Si en el pasado se habló de fallas del Estado que obligaban a su reforma (sobredimensión de su aparato productivo; rentismo y corrupción; eficiencia sometida a la dictadura del capricho político de corto plazo, etcétera), ahora tendríamos que poner en el centro de ese inventario de fallas la incapacidad del Estado para generar visiones de futuro y de conjunto, así como para articular intereses encontrados y forjar una voluntad cooperativa y realmente mayoritaria, validable democráticamente, para recuperar el desarrollo como proyecto histórico. Sólo así, el Estado estará en condiciones de actuar por fuera y por encima del mercado para corregir sus fallas más aparentes y nocivas para el crecimiento y la equidad.


Sus propias fallas, hoy magnificadas por la obsesión con el Estado mínimo, habrán de enfrentarse y superarse recuperando la esencia deliberativa de la democracia, también otorgando a la participación social la centralidad mínima necesaria para que deje de ser testimonial. Las del mercado, convertidas en grietas profundas como resultado de la forma en que tuvo lugar la apertura y en general el cambio estructural de fin de siglo, no pueden ser superadas por el mercado mismo, por más abierto que se le imagine. Exigen políticas y acciones reguladoras de fondo, desde el mundo laboral al de las finanzas y la organización industrial, dejadas a su suerte con cargo a una ilusoria, en realidad corrosiva, autorregulación.


E) El Estado no se ha mostrado sensible a las señales del mundo desigual. En la práctica se impone la visión de las élites más atrincheradas en la defensa del privilegio, y es por eso que la estabilidad financiera de la macroeconomía se vuelve dogma y verdad única. Es por esto también que en los hechos se entiende como tarea de Estado la contención del crecimiento en aras de una estabilidad estancadora y al final de cuentas desestabilizadora de la dinámica económica real. Sin superar esta grieta política y conceptual no pueden concebirse ni diseñarse las políticas de largo plazo que reclama la agenda del desarrollo.


F) De aquí la pertinencia de un nuevo curso que emane del reconocimiento de la sociedad desigual que es México. Por esto es que, más allá de la economía, en donde hay que buscar la clave para superar las circunstancia presente es en la matriz de valores que ha articulado y articula las prácticas de la política del poder y las creencias de la economía. Es ahí donde se reproduce la sociedad desigual, y la pobreza masiva se vuelve cultura.


Tan a largo plazo como se quiera y pueda, es en un cambio progresivo de algunos de los valores básicos que han producido esta sociedad y esta economía altamente insensibles a la desigualdad, donde podrá encontrarse el hilo para salir del laberinto marcado por la persistencia de la desigualdad. De aquí también la urgencia de poner en acto una nueva pedagogía nacional, republicana y comprometida a fondo con la equidad. De esta reforma, orientada a hacer del Estado un verdadero Estado social, pueden surgir nuevas formas de articulación y cohesión sociales, así como estímulos positivos para reformar las reformas hechas en la economía y la política.


G) Al poner en el centro lo social, se reivindica el papel estratégico del mercado interno, del empleo y del crecimiento económico. Lo ético y lo político podrían darse la mano con lo económico, cuya transformación fue presentada como un sustituto eficiente de los valores públicos, de la concertación política y de los sentimientos morales de la sociedad. Hoy, a casi 30 años de que se iniciara el cambio estructural globalizador, debería ser evidente la urgente necesidad de otro cambio, más que estructural intelectual y moral.


Los esfuerzos empeñados para superar la pobreza y la desigualdad deben ser centrales para la gobernabilidad, que se quiere democrática, y la sobrevivencia de los estados nacionales. Por ello es que, a pesar de que a primera vista se trata de tópicos que suman esfuerzos, la experiencia y los datos indican que se trata de un acuerdo epidérmico que tiende a relegar y trivializar la política social. Superar nuestro estancamiento desigual supone adaptar nuevas visiones que determinen, productivamente, el contenido y el destino de nuestro desarrollo nacional. Apostar por articular nuestra evolución política en torno a la triada virtuosa de desarrollo, democracia e igualdad nos debe llevar a que éstos sean no sólo un componente indisoluble y central de las políticas públicas, sino de una política de Estado que pueda demostrarse efectivamente democrática.



Nacionalizar la globalización y socializar la democracia puede ser la fórmula para una agenda frente y contra la pobreza y la desigualdad. Tal debe ser el núcleo duro del compromiso nacional que el país reclama.

* Intervención en el 20 Congreso Nacional de Economistas, 26/9/14