El "caos", ese viejo proyecto de dominación de la derecha

Demetrio Iramain
Tiempo Argentino[x]
La "crisis institucional" es el lugar común de las últimas aventuras destituyentes en países de América Latina.

Raúl Zaffaroni dice que el 10 de diciembre de 1983 sin dudas empezó la democracia. "Algunos ponen en duda que sean 30 años de democracia, pero lo son, no lo dudemos, porque la democracia no es algo que nace perfecto y queda estático, sino que es un proceso, que debe ser constantemente impulsado, porque su avance ofrece resistencias y nunca es lineal", escribe en la última revista de las Madres de Plaza de Mayo.  

La democracia como un valor en sí mismo viene a cuento de su contexto inmediato anterior: la noche más larga y dramática de la historia argentina, la prepotencia más atroz, el autoritarismo más visceral. Para el ministro de la Corte Suprema, "los pueblos avanzan en ejercicio de su derecho humano al desarrollo progresivo, pero cada pulsión en esa dirección –con errores y fallas– fue brutalmente contenida por la fuerza criminal y regresiva de quienes defendían sus privilegios sectoriales. Hace apenas 30 años que comenzamos a hablar bajo el manto más o menos perforado de un orden constitucional". 

Evidentemente, el camino de la democracia –al igual que los demás caminos de la compleja vida en la sociedad contemporánea– no marcha en una única y previsible dirección. Cómo podría no ser así en una sociedad tan despiadada, desigual y cruel como la capitalista. Los pueblos van como pueden. Como los dejan, y, a veces, como no los dejan también.

Nuestra democracia es una conquista social, cultural e histórica con peso propio. En sus últimos días, ella vivió indudablemente una pulsión contra sí misma. Algunos pretendieron (pretenden todavía) regresarla a las cavernas de donde salió hace 30 años. Y no hablamos ya de formas clásicas de golpes de Estado, iguales a aquellas de las décadas pasadas, sino de un mínimo común múltiplo entre aquellas viejas fórmulas y estas nuevas de hoy. Un sentido similar, un mismo propósito, inconfesable y a la vez obvio, deliberado, las une: de mínima, torcer la institucionalidad para lograr imponerle condiciones a la democracia; de máxima, forzar la salida del gobierno. Un gobierno que, como los caminos transitados por la democracia, va y vuelve de sus pulsiones, arribando siempre a otras nuevas, distintas, que se proponen superadoras y tienen otro centro de gravedad, que lo definen y le dan sentido histórico: el de las clases subalternas, siempre olvidadas, incluso por gobiernos elegidos democráticamente.

Porque una cosa es el método republicano para elegir gobiernos y otra el sentido democrático (o no) de sus políticas. La democracia siempre lleva en las entrañas una puja por su sentido. A veces arriba a síntesis populares, otras todo lo contrario. Pero desde 2003 lo intenta siempre. Para que no lo busque más y sea exiliada brutalmente de la conciencia colectiva la sola idea de la transformación progresiva de la sociedad, es que algunos que son pocos (pero tienen capacidad de daño) violentan la paz y nos amenazan con fracturar la trabajosa solidaridad que alcanzamos los argentinos. Tres años después de alcanzado aquel hito en la cultura argentina, los saqueos y la organización de la delincuencia por los mismos que debieran prevenirla buscan desalojar de la memoria social la fiesta popular del Bicentenario.

Rico y Seineldín son hoy Moyano y el duhaldismo residual. El Martínez de Hoz de hoy son los grupos mediáticos. No hace falta el Ejército ingresando en las universidades. Las policías provinciales prenden la mecha y otros sin rostro, en camionetas último modelo, lo saltan todo por los aires. Hasta la ola de calor se convierte en un hecho político. 

A su turno, las mentes más afiebradas a la izquierda de la pantalla, pintan de color rojo revolucionario la movida desestabilizadora de la derecha más visceral. Se acerca el 20 de diciembre y un buen saqueo no se le niega a nadie. Queda bien. Gimnasia del foquismo para estar en forma antes de la playa.

El ciclo que comenzó en 2003 tuvo su punto de inflexión durante el año 2008, cuando se produjo el conflicto político con las cámaras empresarias del agro. Ahí empezó a asomar la posibilidad de una salida forzada. Desde abril de 2010, cuando los periodistas de los medios hegemónicos se victimizaron en el Congreso Nacional, ese forzamiento incorporó un ingrediente aun más dramático: la muerte política. Aquella vez, por los supuestos ataques a la libertad de expresión; ahora, por la situación social. Situación que esos mismos medios fogonean y terminan creando por defecto. Bajá dos grados más el aire acondicionado, opera TN.

Las últimas aventuras destituyentes en América Latina tienen una fórmula común: se hacen dentro de los límites del sistema. La hipocresía imperialista no toleraría otro envase. Crisis institucional (hay que seguir con atención la fortísima presión contra la procuradora Alejandra Gils Carbó), conflicto entre poderes, y a cobrar en la generosa ventanilla de la "solución extrema". Todo acompañado por denuncias nunca comprobadas de hechos de corrupción y la necesidad de quienes las promueven por encontrar una excusa cara a algún sector significativo, cuanto más abajo en la estructura social mejor, que convenza a la opinión pública respecto de las bondades de una salida drástica.

Los actores sociales con anclaje en lo popular y democrático son muchas veces carne de cañón de sus reales enemigos de clase. O, como se dice ahora, mano de obra tercerizada. Así fue en Honduras, con las clases medias espantadas por el conflicto intrapoderes republicanos. Así fue en Venezuela, cuando se fraguó una represión chavista a una movilización opositora. Así fue en Ecuador, donde los indígenas del Pachakuti y su férrea oposición a la Ley del Agua, armaron el escenario ideal que hizo crisis con la revuelta policial de septiembre de 2010. Así fue en Paraguay, luego del surgimiento de una imprecisa guerrilla marxista con relaciones con el campesinado, que le impuso a Lugo el camino de militarizar el país y luego terminó minando su propio gobierno, del que fue desalojado a través del límpido mecanismo del juicio político. Tan límpido que ni siquiera le reconoció el legítimo derecho a la defensa.

Así las cosas, la derecha vuelve a convocar al caos, la fisura social, y el vaciamiento ideológico y ético como caldo donde volver a cocinar su viejo proyecto de dominación. Seguramente no será la última vez que lo intente. Tampoco será la primera en que no lo logrará.