La fórmula fiscal de la democracia
Mario Rapoport
Diario BAE
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Cualquier discusión
en torno del sistema impositivo, como la que se impone hoy en nuestro país con
respecto al mínimo no imponible en el Impuesto a las Ganancias, o la aplicación
de tributos sobre las actividades financieras, tiene siempre trascendencia. Los
impuestos generan importantes repercusiones sobre la estructura productiva y la
distribución del ingreso, además de estar íntimamente vinculados a la
correlación de fuerzas políticas y económicas en las distintas instancias de la
evolución de la sociedad argentina.
No debe pasarse por
alto el hecho de que detrás de los planteos que promueven la contracción o el
aumento de la carga tributaria y su composición existe una visión determinada
acerca del Estado y del reparto de las riquezas. En la medida en que el desenvolvimiento
del aparato estatal depende, sobre todo, de los recursos que pueda proveerle la
recaudación impositiva, el alcance y la estructura de la misma condiciona y
delimita la extensión de las funciones estatales. Por ejemplo, una baja presión
impositiva se condice con un Estado mínimo que encuentra en el mercado un
factor eficiente en la asignación de recursos y delega en él, por tanto, toda
función concerniente al perfil de la estructura productiva mientras se
desentiende del conflicto que emerge alrededor de la distribución del ingreso
generado socialmente.
Desde su génesis, el
Estado de la economía agroexportadora basó su financiamiento en el
endeudamiento público, principalmente externo, y la recaudación fiscal
provenía, en su mayor parte, de los impuestos a las importaciones y al consumo
interno. Sin embargo, estos aranceles eran concebidos como un recurso fiscal y
no como parte constitutiva de una política más amplia de protección e impulso a
actividades productivas con mayor valor agregado.
De esta manera, la
mayor parte de los frutos del crecimiento económico hasta la década de 1930
eran apropiados por el sector privado, evidenciado por la magra variación de
los ingresos fiscales per cápita del Estado durante la etapa agro exportadora,
todo lo cual dificultaba las inversiones públicas de infraestructura, de
carácter social y otras funciones concernientes a un Estado moderno. Se muestra
así evidente una contradicción interna del modelo agroexportador: el Estado
intentaba implementar una política librecambista pero basaba su recaudación en
la aduana, con lo cual la expansión de los ingresos públicos, bajo un sistema
impositivo fuertemente dependiente de las transacciones con el exterior,
chocaba contra los objetivos de la política económica.
La primera gran
advertencia fue la crisis de 1890, que produjo una disminución súbita de los
ingresos públicos –que dependían en un 80% de los derechos arancelarios– y
forzó la primera reforma fiscal importante. Los acreedores extranjeros exigían
el pago del servicio de la deuda externa, pero el Estado debía seguir
funcionando. Por consiguiente, el Gobierno introdujo impuestos federales sobre
numerosos bienes de consumo, incluyendo el alcohol y las bebidas alcohólicas,
tabaco y fósforos, artículos que podrían haber sido gravados por las
provincias.
Con la llegada del
radicalismo al gobierno se intentó cambiar esta estructura impositiva pero con
poca suerte. En 1919 Hipólito Yrigoyen presentó en el Congreso un proyecto de
ley de impuesto a los réditos. Para el Poder Ejecutivo, el sistema argentino
basado en los gravámenes aduaneros era deficiente y dependía, en forma
exclusiva, de los avatares del comercio exterior. Se sostenía que el nuevo
impuesto resultaba más equitativo (“la fórmula fiscal de la democracia”,
argüían algunos diputados en el debate parlamentario) y se aplicaba ya en
muchos países. De acuerdo con el proyecto, se aplicaría una cuota fija
progresiva sobre las personas físicas y jurídicas. Las sociedades anónimas y
demás comerciales y civiles tenían una tarifa especial según sus utilidades.
Pero el Congreso, dominado en el Senado por los conservadores, no aprobó esta
iniciativa, que tendía a igualar la estructura impositiva local con la que
comenzaba a imponerse en el mundo. Para el Poder Ejecutivo, el sistema
argentino basado en los gravámenes aduaneros era deficiente y dependía en forma
exclusiva de los avatares del comercio exterior. Frente a la difícil situación
financiera y el creciente déficit fiscal, su objetivo era obtener nuevos
recursos evitando cualquier reducción de gastos basada en la eliminación de
empleados públicos o en la disminución de las prestaciones sociales públicas.
Hubo que esperar la
abrupta caída del comercio internacional a partir de la crisis mundial de los
años ’30, con el consiguiente derrumbe de los ingresos fiscales debido a la
disminución de los derechos aduaneros. Esto puso en cuestión la propia
subsistencia del Estado nacional si no se modificaba la estructura tributaria y
ayuda a explicar por qué se pudo aplicar bajo un gobierno de signo conservador,
como el de Justo, y que haya sido el propio Uriburu, su antecesor, quien lo
propiciara.
Pese a ello, no todos
estaban de acuerdo con el nuevo esquema impositivo. Aun reconociendo la
importancia de gravar proporcionalmente a las personas de mayores ingresos, las
entidades empresarias, entre ellas las rurales, creían que no era la hora para
ello. “El momento de dividir (el ingreso en la sociedad) llega sólo cuando los
bienes han sido acumulados; únicamente allí la gente pobre puede beneficiarse
en el máximo grado de los esfuerzos de los más afortunados y los más
eficientes”, era el argumento utilizado entonces por la Unión Industrial
Argentina y la
Confederación Argentina del Comercio, de la Industria y de la Producción para
oponerse a las reformas tributarias que en los años ’30 buscaban gravar los
ingresos directamente.
El impuesto a los
réditos (ahora ganancias), entró en vigencia por decreto en 1932 y fue tratado,
tras la reapertura del Congreso Nacional, en la sesión de la Cámara de Diputados del 23
de abril de 1932, donde obtuvo rápidamente media sanción. En este caso, algunos
diputados proponían una tasa progresiva más elevada, de hasta el 35% de los
ingresos en las categorías más altas, y lo consideraban un cambio
revolucionario en el sistema rentístico de la nación.
En la divulgación de
sus conceptos y alcances, uno de sus autores, Félix Weil, remarca en especial
su ventaja sobre los impuestos indirectos, mucho más injustos porque gravan sin
diferenciar la situación económica de los distintos sectores de la población.
Pero también en la Argentina
el impuesto a los réditos –decía– tiene otro significado: “La población no se
siente hasta ahora vinculada directamente a los intereses de la nación […] Si
cada vez que el consumidor adquiere un artículo se diese cuenta del impuesto
que paga podríamos decir que se interesaría mucho más de lo que lo hacen en el
destino que se da a las rentas nacionales. El despilfarro de los caudales
públicos en épocas pasadas no hubiese sido posible si la gran masa de la
población se hubiera dado cuenta de que recaerían sobre ella las consecuencias
de tal derroche.
Si esto no fue
exactamente así y pronto muchos sectores, sobre todo los de mayor poder
económico, comenzaron a evadirlo, al menos, este tipo de impuestos, el más
equitativo, llegó para quedarse.