Argentina: Prevenidos, serenos y pacientes. Frente a todos los agravios

Julio Semmoloni
APAS


El gobierno nacional y popular alienta múltiples propósitos innovadores que disminuyan la desigualdad social establecida. Su terrible enemigo ideológico y económico, en cambio, sólo fatiga el deseo indeclinable de impedir por todos los medios que lo consiga y si fuera posible derrotarlo para siempre.

Agravio es una fascinante palabra polisémica. Tiene diversos significados que admiten muy bien que se la aplique para designar la variedad de los ataques furiosos que recibe a destajo el proyecto político argentino en ejercicio del legítimo poder constitucional y democrático. Por ejemplo, son agraviantes al gobierno vigente las siguientes acciones: las ofensas a la honra o la fama; los hechos o dichos ofensivos; los perjuicios en los derechos o intereses de cada uno o del conjunto; las humillaciones, los menosprecios; y en el lenguaje forense, los daños, los perjuicios. La escala de esos agravios al gobierno nacional empieza como todas, muy de abajo, pero a diferencia de la mayoría de las otras, no tiene techo. A casi diez años transcurridos en la Casa Rosada, a menudo la principal tarea del gobierno que hoy preside Cristina Fernández parece ser la de enfrentarse a todos los agravios cotidianos que le destinan desde tantos lugares, con el descarado afán de anular o neutralizar el efecto transformador de una obra ciclópea. 


El sábado 15 de diciembre se conoció en su sede de Hamburgo la decisión del Tribunal Internacional del Derecho del Mar -a raíz de una apelación de la Cancillería argentina- que ordenó liberar a la Fragata Libertad de su retención en un puerto de Ghana, y exigiéndole a ese país que de inmediato colabore con los aprestos para que, antes del 22 de diciembre, dicho navío zarpe hacia el país que le da plena soberanía extraterritorial: la República Argentina. La resolución se expidió sin condiciones y por unanimidad de los 21 integrantes del tribunal, incluido un vocal ghanés para la ocasión, fallo que a su vez no tiene antecedentes en la materia específica juzgada: de embargo a una nave de guerra formulado por un fondo “buitre”. La victoria diplomática no pudo ser más completa: el buque escuela partió de regreso el 19 de diciembre. 

Una vez más, se enfrentó con dignidad, convicción y apego legal el insólito agravio que los carroñeros de las finanzas pretendieron infligirle a la nación. Prevaleció la cordura, pues el resultado favorable obtenido ante el ataque perpetrado desde afuera con la complicidad de propios y extraños -que en un principio cayó como un golpe bajo inesperado-, demuestra el vigor de las acciones que es capaz de desplegar en cualquier terreno este Gobierno que marca rumbos en materia de defensa de su planificada reestructuración de la deuda externa. En 76 días, de un augurado por ellos como “revés vergonzoso para el país”, el hecho se transformó en un positivo “leadin case” de la especialidad, pues al no registrar antecedente también sienta jurisprudencia internacional en la materia tratada.

No obstante, es justamente ahora cuando se hace necesario reflexionar sobre el riesgo de fomentar la nerviosa euforia en vez de la serena alegría. Si bien es cierto que los grupos concentrados, las corporaciones o los poderes fácticos -como quiera llamárseles- no parecen tener ingenio suficiente para someter con triquiñuelas lícitas la voluntad de los gobiernos democráticos -a menos que éstos de antemano se muestren sumisos o demasiado lánguidos para tolerar la inclemencia de sus ataques-, también resulta tentador que dado este airoso presente del poder nacional y popular pueda creerse que los gigantes opositores estén a punto de claudicar o de batirse en retirada. Al contrario. Hay que estar precavidos porque sus contraataques arreciarán con mayor fuerza, aunque durante el desarrollo de la fogosa y extenuante contienda habrá que disipar la perturbación que causan en las filas propias los impacientes y los propaladores ad hoc de fanatismo y adulación. 

A los argentinos entusiastas y cargados de buenas intenciones que creyeron, al conocer el resultado electoral del 23 de octubre de 2011, que la manifiesta adversidad hacia el proyecto político triunfante ya no sería posible o, en todo caso, si todavía creen que lentamente esa adversidad irá marchitándose hasta esfumarse -sea como consecuencia de la persuasiva obra gubernamental o debido a la impotencia de un estéril antagonismo contra este modelo por ahora exitoso y fortalecido-, les convendría salir del limbo de ensoñación en el que persisten, no sólo porque nunca se extinguirá esta enconada aversión, sino -sobre todo- porque la cantidad de enemigos que anida en la obcecada oposición tiene la idea fija de que tarde o temprano podrá hacer saltar por el aire la continuidad normativa del actual sistema institucional. 

Ellos (más “ellos” que nunca) creen que podrán una vez más, porque varias veces ya pudieron hacerlo. Ellos creen que podrán, pues disponen de recursos suficientes y se puede verificar que los tienen. Ellos creen que podrán, porque cada vez que lo hicieron también quedaron impunes. Y es penoso que esto último sea lo más cierto de todo lo que pudieron lograr. En Argentina se ha juzgado y se juzga toda clase de crímenes, en especial los de lesa humanidad que distingue a este gobierno nacional de cualquier otro precedente en el resto del mundo, pero aún no se ha hecho nada concreto a través de los tiempos por legislar específicamente, procesar y desde luego condenar a los culpables de derribar gobiernos constitucionales. 

La impunidad se alumbró en 1930 con el golpe a don Hipólito Yrigoyen –si se toma la vigencia de la ley Sáenz Peña como condición, lo cual excluiría la interrupción de facto de 1943-, y siguió con el cruento golpe de Estado de 1955, mediante los hechos inconcebibles del bombardeo a la población civil inerme y los ulteriores fusilamientos a partidarios que resistían el régimen de facto. Después vendría el alzamiento contra el presidente Arturo Frondizi, y a raíz de la mediación de la Corte Suprema de Justicia el gobierno continuó con el senador José María Guido como jefe de Estado en la transición hasta 1963. Luego se produjo la asonada que derrocó a Arturo Humberto Íllia, en 1966, cuyo corto período de tolerancia cívica se vio empañado al no derogarse la proscripción del peronismo unificado en las pujas electorales de entonces. 

Nada se hizo al respecto para juzgar a los que violaron la Constitución. Y aún nada se ha hecho sobre la misma cuestión contra la peor de las dictaduras, surgida en 1976, como consecuencia del reiterado golpe de Estado. Hasta resulta sugestivo que por un lado -¡y vaya que si enhorabuena!- se hayan pronunciado centenares de condenas contra los máximos responsables de esa dictadura por crímenes de lesa humanidad, y en cambio no haya un solo fallo que los condene por interrumpir ilegalmente el orden institucional, por más que el gobierno caído en esas circunstancias –presidido por María Estela Martínez de Perón- hubiese infringido como ningún otro de similar origen civil, las garantías constitucionales. 

Fue precisamente el terrorismo de Estado agravado, impuesto desde el 24 de marzo de 1976 en adelante, el que evitó por ocultación, comparación o desmemoria juzgar hasta hoy el terrorismo de Estado perpetrado durante el año largo final del gobierno civil derrocado. Por lo tanto también debería legislarse contra gobiernos civiles que vulneran flagrantemente y en buscado perjuicio de las mayorías populares, la legalidad constitucional. De lo contrario, poco y nada se avanza para desalentar el larvado golpismo que en ambas direcciones pervive en sectores facciosos de extrema peligrosidad. Como demuestra la historia, capaces de operar tanto desde afuera de la Casa Rosada –antes de 2003-, como desde adentro. 

Por ejemplo, dicha impunidad propició que en 1989 se exigiera la anticipada entrega del mandato constitucional a Raúl Ricardo Alfonsín, mediante lo que se conoció eufemísticamente como un “golpe de mercado”. Resultó que la conjunción opositora entre la dirigencia peronista enrolada en el menemismo triunfante en los comicios de ese año y las corporaciones empresarias que hostigaron al casi inoperante gobierno radical con la desmesurada escalada de precios al consumidor, contribuyó deliberadamente a desplazarlo antes de tiempo de su legítimo sitial. 

Y por otra parte, sería imperioso investigar la conducta de funcionarios del nefasto gobierno de Fernando de la Rúa, quien además de provocar la peor crisis económica y social que asoló el país, antes de huir de su responsabilidad constitucional, decidió reprimir con inusitada fiereza la genuina manifestación popular que en Plaza de Mayo y otras partes del país reclamaba por comida, trabajo y la devolución de sus ahorros bancarios, según el caso. Podría establecerse una conspiración antipopular desde el mismo gobierno que había juramentado hacer una gestión de saneamiento ético, y que para colmo dejó en su fuga una crisis de acefalía inédita, pues el presidente y sus secuaces desertaron abruptamente en la mitad del mandato republicano.

El examen de estas inadmisibles omisiones parece visibilizar un flanco muy débil de la encomiable institucionalidad reconstruida en la última década, ya que debería estar a resguardo para protegerse con toda la fuerza normativa posible de cualquier intentona como, por ejemplo, la insinuada durante el peor momento del enfrentamiento -en 2008- entre el gobierno nacional y las corporaciones encabezadas esa vez por la patronal agropecuaria y el poder mediático dominante. 

Pero no siempre la confrontación se expresa tan claramente desde posiciones que por su origen ideológico son notoriamente antagónicas. En ocasiones próximas a finales de año, suele alterarse la paz social mediante patrañas sediciosas enmascaradas en actos de vandalismo y saqueo inducidos por dirigentes gremiales descarriados que, absurdamente, guardan resentimientos hacia este proyecto político, el que según datos del Consejo Económico para América Latina y el Caribe (CEPAL) más dedicación puso en la inclusión social, la generación de millones de puestos de trabajo y el mantenimiento del poder adquisitivo de los salarios. 

La prolongación del actual gobierno está por superar el lapso que duró el inicial mandato peronista del período 1946-1955. Incluso con el suplemento de que el kirchnerismo sigue transmitiendo una sensación de lozanía y vigor que aquel gobierno había perdido tras la muerte de Evita en 1952. Una visión ensimismada de la historia podría incurrir en el equívoco de que el tiempo transcurrido desde 2003 es suficiente para despejar temores. Se correría así un riesgo letal, en la medida que no predomine una lectura crítica de los años basada en la contextualización: apenas se ha recorrido la etapa embrionaria de un proceso de transformación cultural de largo aliento. Pero aun esta conclusión no es sustancial a los efectos de preservar el salto cualitativo. De no prevalecer el criterio de que es menester prepararse para afrontar los agravios cada vez más venales y truculentos que vendrán -lo cual será difícil aunque no imposible de afrontar manteniendo el rumbo-, sería penoso tener que anticipar desde una mirada desprovista de necio reduccionismo, que los años por venir de esta marcha incesante ya están contados.

Se escucha por ahí que algunos se distienden cuando deducen que ya nadie puede “golpear las puertas de los cuarteles” o que si se mantiene una simple mayoría en el Congreso no es posible derrocar a un gobierno sin violentar in extremis las instituciones republicanas, etc., etc. 

Una vez más es necesario repasar la historia nacional para atenernos a las consecuencias en caso de no aprender de los imperdonables errores cometidos otrora por la impericia de no saber calibrar cómo evoluciona a cada momento la relación de fuerzas. Si no se previene desde ya la posibilidad de cualquier tipo de posibles actos sediciosos para desestabilizar la sólida estructura del poder legítimo del Gobierno, es probable que su base de sustentación democrática empiece a erosionarse debido a la combinación de temor, sospecha y desconfianza en el ánimo popular. Bajar la guardia en virtud del regodeo que provoca esta serie de victorias políticas impensadas hasta no hace mucho, sería como provocar, enardecer al feroz depredador que asecha día y noche, porque puede atacar ostensible desde la vereda de enfrente, o camuflado en las propias entrañas de esta plural transversalidad ideológica cuya resolución está en ciernes. 

El antikirchnerismo puede ser peor que el antiperonismo, porque su ámbito excede ahora con creces el restringido contexto partidario nacional y su accionar se nutre de la condición humana maliciosa de quienes se habituaron a lucrar a gran escala y por afuera de la ley, bajo el paraguas protector del capitalismo salvaje. Tratarlos de “gorilas” es poco menos que halagarlos. Hoy en Argentina hay muchos antikirchneristas que son odiosos del Gobierno porque no pueden concebir -debido a su raigambre cipaya- la rotunda evidencia de que se haya hecho posible lo que siempre se sostuvo que era imposible de siquiera intentarse en este país. Y entre ellos anida también un sector de izquierdistas advenedizos y no tanto, que alguna vez alentaron propósitos progresistas en tiempos de pleno retroceso popular, y que al verse hoy superados por la realidad cultural construida desde 2003 por el kirchnerismo, no pueden admitir que quedaron a la derecha de un Gobierno contra el que reaccionan con la misma malevolencia de los derechosos.