El 4 de marzo de 1811 Mariano Moreno muere en alta mar

Por Hugo Montero
para Revista Sudestada 
Edición Nº 8. Mayo de 2002

Con el asesinato en altamar del secretario de la junta, los sueños de revolución se pierden, como el cuerpo de Moreno, en el fondo del mar.





"Algo funesto se anuncia en mi viaje", susurra un débil y enfermo joven a punto de embarcarse en el puerto de Ensenada con rumbo a Gran Bretaña. Con apenas 32 años, débil, enfermo, Mariano Moreno pone un pie en la fragata Fama y cuenta los segundos para perderse mar adentro con su cansancio, con su derrota a cuestas. "Ya está embarcado y va a morir", profetiza sonriente fray Manuel Azcurra en el puerto, mientras ve alejarse la fragata en el horizonte, mientras ve alejarse la amenaza jacobina encerrada en ese frágil cuerpo, en ese pálido rostro marcado con las huellas de la viruela. No muy lejos de allí, Cornelio Saavedra consiente en silencio, informado de la partida, conocedor del final de esta historia, preparado para la contraofensiva contra el resto de los chisperos de mayo. La derrota es inexorable, lo sabe Moreno, lo sabe Castelli, lo saben Belgrano, French, Berutti, todos los jacobinos. Esa mañana de enero de 1811, el impío, el malvado, el maquivélico, según Saavedra, se perdía para siempre en el horizonte, y con él los destinos de una revolución derrotada.

La memoria de Mariano en altamar reúne los fantasmas del pasado, solo en su camarote, repite casi de memoria: "Jamás en ningún tiempo de revolución, se vio adoptada por los gobernantes la moderación ni la tolerancia; el menor pensamiento de un hombre que sea contrario a un nuevo sistema es un delito por la influencia y por el estrago que puede causar con su ejemplo, y su castigo es irremediable". Siente el fuego en las venas, el dolor de la enfermedad que lo consume. Y repite, delirando... "no debe escandalizar el sentido de mis voces, de cortar cabezas, verter sangre y sacrificar a toda costa". Esas líneas, ese plan que fue el fundamento y la doctrina de la revolución. Solo, en su camarote, sudando, Mariano lo ve otra vez a Castelli y otra vez ordena el viaje a Córdoba, otra vez le explica a su amigo la necesidad de fusilar a Liniers, y a todos los que osaran levantarse contra la revolución. Recuerda, con el sudor en las sábanas, los agitados días de mayo, la legión infernal de Berutti, de French, copando a lo guapo la plaza con 600 hombres reclutados en los suburbios, gritando amenazantes, el rostro desbordado de Saavedra prometiendo orden, la concesión, la caída de Cisneros. Todo es rápido, la memoria es la que empuja la fragata en el océano de la fiebre, rumbo al final, a la derrota que ya está firmada. Mariano jadea, escribe en su memoria: "Es justo que los pueblos esperen todo bueno de sus dignos representantes, pero también es conveniente que aprendan por sí mismos lo que es debido a sus intereses y derechos", y sus ojos leen a Rousseau con desesperación, y su mano firma otra vez en La Gazeta y propone el voto a los indígenas y libera esclavos para pelear con ellos en Suipacha, en Tucumán, para perder con ellos en Huaqui, en Vilcapugio, en Ayohuma...

Moreno cierra su puño con fuerza, otra vez. El fuego lo consume. No puede detener tampoco en su memoria la maniobra. Saavedra mueve las piezas con astucia después de ser humillado por el jacobino impío. Y Moreno tiembla de fiebre y de furia por la demora para votar y proclamar la independencia, y suda indignado cuando Saavedra propone incorporar delegados provinciales para dilatar hasta el final el congreso, y su frente arde cuando Saavedra sonríe y la junta lo aprueba. La mano de Mariano en altamar firma la renuncia otra vez, y otra vez acepta en su memoria viajar a Londres para negociar un acuerdo, pero sabe, sabe todo.

Mariano duerme, por fin. La ráfaga de recuerdos lo perdona unos minutos, pero la puerta de su gabinete se abre y el capitán del Fama ingresa, el mismo capitán cuyo nombre la historia no se molestó en conservar, el mismo que jamás volvió a pisar Buenos Aires. Es el capitán quien le suministra ("imprudentemente y sin nuestro consentimiento", jura Manuel Moreno), una dosis de emético, 4 gramos de antimonio tartarizado, que agravan el estado del joven jacobino. Y después las convulsiones, la violencia de las imágenes, la calma cuando su memoria dibuja por fin el bellísimo rostro de María Guadalupe, y sus ojos se cierran y no leerán jamás las desgarradoras cartas de su esposa que seguirían acumulándose por meses en Londres, sin respuesta.


La madrugada del 4 de marzo de 1811, el cuerpo de Mariano Moreno, envuelto en una bandera inglesa, fue empujado al océano. Muy lejos de allí, en Buenos Aires, se desataba la ofensiva final contra los jacobinos. La revolución se desvanece, como el pequeño cuerpo de Moreno, en el fondo del mar. Quizás Mariano sabía, claro que sabía, que en una revolución se triunfa o se muere, si es verdadera. Y Mariano, ahogado por la fiebre de la derrota, tuvo que llevarse el fuego consigo, hasta el fondo.

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