Carlos Ongania. La Verdad verdadera

Por Teodoro Boot

En el hogar del chacarero Carlos Luis Onganía y Sara Rosa Carballo, propietarios de un pequeño almacén en la localidad bonaerense de Marcos Paz, el 17 de marzo de 1914 llegaba al mundo Juan Carlos Onganía, verdadero arquetipo de esa forma extravagante de nacionalismo que cada tanto brota en las colonias iberoamericanas.

Comenzó su carrera militar a los veinte años, revistando en el arma de caballería. A fuerza de levantarse temprano y dormir la siesta en distintos destinos, en 1959 fue ascendido a general de Brigada. Eran tiempos en que fingía gobernar el país el radical intransigente Arturo Frondizi.

Por entonces, ejército había quedado dividido entre la facción gorila y la ultragorila. Los diferenciaba el hecho de que los primeros pensaban que, previamente castrados, algunos peronistas podían ser útiles para contribuir a la defensa del modo de vida occidental y cristiano amenazado por el peligro de la subversión roja, atea y apátrida. Los recontragorilas, en cambio, estaban convencidos de que todos los peronistas, castrados o no, eran chorros y comunistas. Todo lo rojo –desde el sucio trapo con el que se pretendía reemplazar la bandera celeste y blanca de Belgrano y Lavalle, hasta la divisa punzó del Primer Tirano Prófugo– era sinónimo de totalitarismo, insistían los recontragorilas, al parecer inconscientes de que en los enfrentamientos con la otra facción les había tocado en suerte la divisa colorada.

Llegaron a las manos en octubre de 1962, arriesgando valientemente la vida de los soldados conscriptos y provocando serios daños materiales y el consiguiente despilfarro de municiones, combustible y equipos. Gracias al poder de fuego de la unidad que comandaba, Onganía emergió como líder indiscutido del triunfante sector azul que integraban, entre otros demócratas, los generales Alejandro Agustín Lanusse, Julio Alsogaray, Alcides López Aufranc, Osiris Villegas, etc. Designado comandante en jefe del Ejército, su gesto adusto, aire marcial y pocas palabras provocaron reiterados orgasmos periodísticos, que le permitieron ganar renombre público.

Por entonces, las Fuerzas Armadas habían vuelto a ejercer el poder a través del presidente de emergencia José María Guido y los triunfantes azules sorprenden a propios y extraños al hacer suyas las políticas y estrategias de los vencidos colorados: una vez más, proscriben al peronismo, permitiendo así el triunfo del radical Arturo Illia en las elecciones de 1963.

En 1964, en West Point, Juan Carlos Onganía da los primeros indicios de su nacionalismo al sentar las bases de la Doctrina de Seguridad Nacional, según la cual los opositores políticos –y llegado el caso, hasta los propios gobiernantes– serían comunistas embozados que respondiendo a los intereses de la Unión Soviética, atentaban contra el sistema de vida Occidental y Cristiano. Lo hizo con esta clara declaración de propósitos: “El deber de obediencia al gobierno surgido de la soberanía popular habrá dejado de tener vigencia absoluta si se produce al amparo de ideologías exóticas, un desborde de autoridad que signifique la conculcación de los principios básicos del sistema republicano de gobierno, o un violento trastocamiento en el equilibrio e independencia de poderes. En emergencias de esta índole, las instituciones armadas, al servicio de la Constitución no podrán, ciertamente mantenerse impasibles, so color de una ciega sumisión al poder establecido, que las convertirían en instrumentos de una autoridad no legítima”.

Luego de esto, dio un paso al costado.

Arturo Illia, que tímidamente intentaba apartarse de las políticas económicas ortodoxas, había anulado los contratos petroleros firmados por Frondizi y si bien impidió el retorno al país del líder exiliado, se disponía a legalizar su partido. No conforme con eso, envió al congreso una revolucionaria ley de medicamentos y se negaba a sumar tropas a la invasión estadounidense a República Dominicana. Debió soportar entonces el múltiple asedio combinado de los sectores empresarios, la CGT hegemonizada por el metalúrgico Augusto T. Vandor, empeñada en la toma de fábricas, y una violenta campaña de prensa en la que descollaba la revista Primera Plana, dirigida por el inveterado golpista Jacobo Timerman. En enero de 1966, Mariano Grondona bolaceará desde sus páginas “El ejército ha cometido de manera quizá casual una operación de desdoblamiento: hoy las reservas del país son dos: una es el ejército, y otra es Onganía. Una es institucional, la otra personal, como en la época de Aramburu”.

Falto de reacción, apoyo y entusiasmo, el 28 de junio de 1966 el gobierno de Arturo Illia caía como una fruta podrida.

Había llegado la hora del hijo del almacenero de Marcos Paz, que fue designado presidente para algarabía de nacionalistas, liberales, empresarios, medios de comunicación, los dirigentes de las 62 Organizaciones “peronistas” y los gremios más importantes.

Fue entonces que desplegó su peculiar nacionalismo mediante la sumisión a los dictados de Washington, las políticas económicas liberales, el oscurantismo cultural y un moralismo de sacristía que habría pasmado a monseñor Lefebvre. En una idea abstrusa del mundo y de la vida, pretendió que la historia discurriera en tres momentos estancos: el “tiempo económico”, el “tiempo social” y el “tiempo político”. Es que para arreglar este país iba a necesitar cuarenta años de dictadura y disciplina.

“Quiere hacer como Franco”, comentó el joven dirigente sindical Jorge Di Pasquale, que había viajado a Madrid a plantearle su preocupación al Segundo Tirano Prófugo. Risueño, este lo tranquilizó: “No se preocupe. ¿Sabe qué pasa? Que Franco tiene detrás un millón de muertos, y en cambio Onganía tiene detrás un montón de vivos”.

Casi exactamente cuatro años después de asumir el gobierno, el 8 de junio de 1970, falto de reacción, apoyo y entusiasmo también este singular campeón del occidente cristiano caía como un fruto podrido.