Arturo Jauretche. Ni un pelo de zonzo

publicado el 29 de junio de 2014

A cuarenta años de su muerte (el 25 de mayo de 1974, muy poco antes de la de Perón), Arturo Jauretche no sólo encontró una inusitada vigencia a causa de su pensamiento político sino también por haber presagiado formas de comunicación que hoy son de uso frecuente, tanto en la política como en la vida de todos los días. Aníbal Fernández (autor de un aggiornado Manual de Zonceras Argentinas); Gustavo López, de la agrupación Forja; el historiador Norberto Galasso y Juan Carlos Kreimer (que acaba de editar Pensamiento Nacional para principiantes) reflexionan sobre los dichos, las historias de vida y la personalidad del hombre que forjó el puente de plata entre el radicalismo y el peronismo.

“Mañana, pasado mañana tal vez, pero algún día fatalmente, en alguna vuelta del camino argentino los pueblos comprenderán... y, desde la cumbre, midiendo la profundidad del abismo en que nos debatimos hoy, se maravillarán de haber podido ser lo que somos actualmente. Qué importa qué se diga, hoy como ayer, con tal que vayamos... qué importa también que brame la tormenta: todo taller de forja parece un mundo que se derrumba.”

De ese discurso barroco, atravesado y, por momentos, hermético a cargo de Hipólito Yrigoyen, Arturo Jauretche filtró una palabra, una única palabra en esa maraña verbal con la que condensaría, en todo su esplendor, no sólo lo dicho por Yrigoyen (lo cual ya sería bastante) sino también la voluntad de aquel movimiento que, desde un sótano de Corrientes, primero, y de Lavalle después, y con un elenco estelar conformado por Gabriel del Mazo, Luis Dellepiane, Scalabrini Ortiz, Jorge del Río, Amable Gutiérrez Diez, Homero Manzi y el propio Arturo Jauretche, significó un hecho inédito en la historia política argentina, y un verdadero faro dentro de la oscuridad de la Década Infame.

Forja cero

Con ese mismo poder de síntesis, (y no olvidar que, en esos casos, dar nombre significa también estar al tanto) Jauretche definiría como “estatuto legal del coloniaje” la acumulación de políticas tan reaccionarias como injustas implementadas por el gobierno de Agustín P. Justo, haciendo hincapié en el Pacto Roca-Runciman sobre el cual se articulan, efectivamente, los instrumentos legales para el retorno a la economía dependiente que ya había sido aplicada en 1880.

Pero esa palabra acuñada por Jauretche tenía a su vez otro doblez y, en su función de sigla, de acrónimo, condensaba también la identidad de esa Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina que se desarrolló entre junio de 1935 y octubre de 1945, cuando la mayoría de sus miembros se incorporan al movimiento nacional.

Jauretche era el que prendía y apagaba la luz: redactó desde el acta de fundación hasta la letra de la marcha de la guardia forjista que, con música del entrerriano Ricardo Seritti, proclamaba: “Forjista que estás de guardia,/ si te preguntan dirás/ que estás velando las armas/ que mañana empuñarás./ ¡Qué lindo será mañana,/ mañana de libertad!”.

Indudablemente, mañana iba a ser mejor porque peor no se podía estar: sin aparatos de difusión (eran nulas las publicaciones de la época que se preocupaban por lo que hiciera el grupo), sin medios económicos ni estructura (son conocidos los ardides que ponían en práctica para justificar la permanente dilación del pago de alquiler ante el dueño del sótano), el grupo encarnó de manera perfecta el verdadero espíritu del ir de menor a mayor, de hacer del defecto una virtud, con el único medio de su participación callejera y publicaciones de edición propia –desde folletines hasta los célebres Cuadernos de Forja– que les permitía formular esas denuncias que nadie estaba dispuesto a escuchar y una multitud terminó por atender.

En Forja y la Década Infame, Jauretche afila la puntería: “Forja fue una construcción hecha sobre la marcha y puso en evidencia lo que Scalabrini Ortiz llamaba ‘la política invisible’ y la mano extranjera que manejaba sus hilos (...) Forja no constituye el lenguaje orgánico de una ideología ni de una doctrina. Podría ser a lo sumo su balbuceo. Pero precisamente está ahí su mérito. Históricamente, es más importante descubrir el fuego que la energía atómica”.

Forja como un balbuceo, Forja como el fuego originario (el fuego sagrado) con que se cargarían las municiones de un lenguaje más articulado y complejo con el que tendría, no obstante, más de una disidencia. Más allá de la compleja y volátil relación que mantuvieron Jauretche y Perón –se entrevistaron por primera vez una mañana de agosto de 1943– y en la que, si bien hubo admiración mutua, no existió amistad, muy pronto Jauretche impuso a los suyos una norma primera, la revolución del GOU debía ser apoyada, aunque no se supiera bien qué rumbo tomaría ni cuáles serían sus premisas ya que, sea cual fuere el resultado, significaría el fin de la Década Infame.

Si al principio Jauretche funcionaba como una suerte de asesor, es cierto que después hubo una distancia importante. No tanto por un desencuentro ideológico sino por un malentendido: aparentemente Perón delegó en Jauretche la designación de algunos de los miembros de su gabinete (luego de que rechazara el puesto de interventor porque “un civil sería despedazado por la oposición enconada”). Jauretche se decidió por todos miembros del movimiento forjista a los que, luego, les sería negado ese nombramiento sin ningún tipo de explicación.

Como un desorden inserto en un caos, la relación entre Forja y el peronismo (y su adhesión con reservas) es por demás compleja, aunque otra vez Jauretche vuelve a iluminar: “El mayor número de los militantes de esa minoría combativa y sin recursos que desde oscuros sótanos trabajó para el reencuentro con lo argentino, se sintió descargado de un peso superior a sus fuerzas, cuando en 1945 otras espaldas lo hicieron suyo y otras voces con más aptitud política e instrumentos supieron llevar a la multitud como acción lo que sólo habíamos llevado como idea”.

Caracter en 140 caracteres

Pese a su singular trayectoria –insular, en algún punto paradójico– Arturo Jauretche, a cuarenta años de su muerte (se cumplieron el 25 de mayo), terminó convirtiéndose en uno de los máximos referentes del pensamiento nacional y, al mismo tiempo, en una marca registrada mencionada incluso por aquellos que no lo leyeron ni les interesaría jamás leerlo, circunstancia esta última que también lo emparienta con Jorge Luis Borges.

Galardones, calles, libros, universidades, agrupaciones, citas, monumentos y canciones se vienen tironeando su nombre, con mayor o menor suerte, como nunca antes. Y es que la gramática Jauretche constituye una combinación perfecta de forma y contenido, de cáscara y fundamento. No se trata sólo del slogan certero, preciso, que hace girar la cabeza o despertar una sonrisa, sino que detrás de esos pequeños hallazgos sin importancia hay también una verdad o, por lo menos, una alternativa que acribilla el lugar común, como sucede sobre todo con su Manual de zonceras argentinas.

En ese sentido, la frase de Jauretche combina chispa maradoniana con profundidad martinfierrista, no por el grupo sino por el gaucho cuyo autor era uno de sus referentes ineludibles.

Una antología del fraseo jauretcheano no sólo tiene vigencia (la vigencia, hoy, a esta altura, no significa nada) sino que resulta suficiente para analizar y dar cuenta (con claridad) de casi todo lo que sucede por estos días, incluido el asunto de Griesa y sus fondos buitre, se esté de acuerdo o no con la postura política que sus principios implican.

Alcanza con una muestra: “Los intelectuales argentinos suben al caballo por la izquierda y bajan por la derecha”; “No existe la libertad de prensa, tan sólo es una máscara de la libertad de empresa”; “Las disputas de la izquierda argentina son como los perros de los mataderos: se pelean por las achuras, mientras el abastecedor se lleva la vaca”; “El nacionalismo de ustedes se parece al amor del hijo junto a la tumba del padre; el nuestro, se parece al amor del padre junto a la cuna del hijo”; “Lo actual es un complejo amasado con el barro de lo que fue y el fluido de lo que será”; “La economía moderna es dirigida. O la dirige el Estado o la dirigen los poderes económicos”; “Asesorarse con los técnicos del Fondo Monetario Internacional es lo mismo que ir al almacén con el manual del comprador, escrito por el almacenero”; “En economía no hay nada misterioso ni inaccesible al entendimiento del hombre de la calle. Si hay un misterio, reside en el oculto propósito que puede perseguir el economista y que no es otro que la disimulación del interés concreto a que se sirve”; “Los cabecillas de la plutocracia de la información impiden, por el manejo organizado de los medios de formación de las ideas, que los pueblos tengan conciencia de sus propios problemas y los resuelvan en función de sus verdaderos intereses”; “Mientras en los países totalitarios el pueblo es un esclavo sin voz ni voto, en los ‘democráticos’ es un paralítico con la ilusión de la libertad al que las pandillas financieras usurpan la voluntad hablando de sus mandatos.”

Casi todas esas frases, es notable, podrían entrar en Twitter. En ambos sentidos, claro: en los cientocuarentacaracteres y en la “tonalidad” del canto del pajarito. Semejantes saltos de tiempo, semejante ubicuidad, suele ser obra de la conjunción de dos esencias que no suelen ir de la mano. Jauretche era un hombre de acción y, al mismo tiempo, un escritor reflexivo. La gran prueba es su poema El paso de los libres, sobre la frustrada rebelión radical de 1933 quien contó con un prólogo de Borges que lo incluía en la tradición gauchesca de Ascasubi y José Hernández, de la cual años después lo bajaría con su facón imaginario.

Jauretche era un intelectual que, además de advertir acerca del error de “adecuar la cabeza al sombrero” que cometen los “repetidores del papagayismo intelectual”, renegaba de serlo por su apego a lo que él llamaba la “universidad de la vida”. Un sociólogo que no trabajaba con categorías sino con casos concretos que se vuelven universales (Beatriz Guido como la escritora de medio pelo para lectores de medio pelo, el medio pelo como la situación forzada de quien trata de aparentar un status superior al que posee).

Su escritura es un graffiti que sienta las bases actuales del Estado.

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Corajudo; dos historias de Arturo Jauretche
Por Aníbal Fernández

Por la ventana del café se filtra un sol tibio. El hombre mira sin ver, como si escudriñara el pasado. Las manos amplias, el bigote espeso bien recortado, las cejas tupidas que le dan esa imagen de búho viejo y sabio. Toma su café despacio. Los que lo rodean parece que esperaran algo de él. Arturo Jauretche calla.

En la mesa del costado, un pibe le lustra los zapatos a un “fifí” exageradamente atildado. De repente, se escucha un insulto y la mano del tilingo tira del pelo del “lustra”. La agresión se debe a que, al parecer, el pibe le ha manchado una media con pomada y el “cajetilla” ha decidido castigarlo por eso. Con una velocidad y un vigor extraños para un hombre de su edad, Jauretche se levanta y se va contra el tipo. La trompada se pierde en el aire pero la provocación llega certera: “¡Te voy a enseñar a respetar, hij’una gran puta...!”. El hombre se pone de pie en silencio y se va rápidamente. Jauretche, que ha caído sobre la mesa por el impulso, se recompone. Se arregla el saco, ajusta su corbatín y vuelve a su café mientras masculla: “Se nota que estoy viejo, si ya no puedo pegarle a un malandra”.

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El imaginario cultural suele representar a los intelectuales como individuos blandos, miopes, despistados y descuidados en su aspecto. Los actuales “nerds” son una extensión de este estereotipo. Otra condición que les endosan es la de ser timoratos y asustadizos, cuando no, sencillamente cobardes. No fue el caso de Arturo Jauretche, acaso por ser el paradigma del “intelectual criollo” y, por lo tanto, no tener nada de “afrancesado”, como se decía. Un varón duro, un hombre de esos a los que no se los puede arriar con un palito. Con más carácter que palabras... y eso que se lo distinguía por ser un buen orador.

La historia lo recordará siempre por sus polémicas. Pero seguramente no hará mención a que, para mantener esos debates, había que tener alguna cosa más que conocimiento histórico y convicciones. Sus ideas no eran precisamente amables y su forma de discutir distaba mucho de las formas diplomáticas.

Jauretche tenía coraje. Una valentía que lo excedía. Una bravura que seguramente estaba anclada en su adolescencia; en su dura vida de muchacho de campo, criado en los valores del honor... incapaz de aguantar una injusticia.

Es 1971, es el 15 de junio y hace frío. Y la madrugada parece más helada todavía en esa quinta perdida en la inmensidad todavía despoblada del Gran Buenos Aires. Los hombres tienen largos sobretodos oscuros. El día recién comienza a clarear cuando los duelistas se ponen espalda contra espalda.

Unas semanas atrás, Arturo Jauretche ha escrito una dura columna en el diario La Opinión. Duda de la honestidad de las razones por las cuales el general Oscar Colombo, ministro de Obras y Servicios Públicos del gobierno de Alejandro Agustín Lanusse, ha desplazado al coronel Manuel Raimundes, secretario de Energía y administrador de YPF quien, a juicio del periodista, cuidaba con notable vocación el petróleo argentino.

En su artículo, Jauretche realiza una serie de cuestionamientos a las razones del ministro para ese cambio y éste, ofendido, le envía sus padrinos para retarlo a duelo. Una antigualla, un anacronismo pretencioso del militar que Jauretche acepta a pesar de tener edad para eximirse del compromiso –el Código de Honor rige para quienes no tengan más de 65 años y Jauretche había superado los 70–. Ernesto, sobrino de don Arturo, y Rodolfo Galimberti se ofrecen para suplantarlo. Jauretche los saca como rata por tirante y elige a sus padrinos: uno de ellos, el Bisonte Oscar Alende, todavía dirigente de la Unión Cívica Radical Intransigente (Ucri).

Es precisamente Alende quien convence a Jauretche de que el duelo sea con pistolas a pesar de que el general había ofrecido sables, lo que significaba una ventaja extra para Colombo, más joven y entrenado en esgrima.

El frío no cede. Los duelistas se abrochan el cuello de sus abrigos para evitar que el blanco de sus camisas sirva de guía para el disparo. Dan los respectivos diez pasos, giran y disparan. Ninguno de los dos acierta. En silencio. Sin reconciliación. Cada cual se va por su lado. Los padrinos asegurarán, después, que ambos tiraron a matar.

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El factor "desde"
Por Juan Carlos Kreimer

Un alumno de una escuela nocturna, interpretado por Carlos Carella, le pregunta a la maestra: “Si la Tierra es redonda y gira permanentemente... ¿por qué no nos paramos nosotros arriba y obligamos a los europeos y norteamericanos a caminar cabeza abajo?”. Norberto Galasso recordó esta escena de la película El rigor del destino, de Gerardo Vallejo, cuando le pedimos con Nerio Tello que nos supervisara el original de Pensamiento nacional para principiantes. La cosmovisión de Jauretche hace pie en esa imagen, siguió Galasso. Lo nacional es simplemente lo universal visto por nosotros, abordar los problemas viendo el mundo desde aquí, desde nuestras propias especificidades.

Nunca había evaluado hasta qué niveles el “desde” qué lugar observamos, es capaz de determinar el destino de ese lugar y el de su gente. Algo similar pasa con las palabras que usamos para nombrar determinados hechos. El uso de la palabra “descubrimiento” referido al desembarco europeo del 12 de octubre de 1492, implica aceptar el punto de vista de los descubridores. Del mismo modo, tendemos a ver el planeta desde una convención creada en un observatorio británico que hace pasar el meridiano cero por un suburbio londinense. Desde esa óptica, hacia un lado es Oriente, hacia el otro, Occidente; y allá abajo, los suburbios del mundo. Nosotros, los países soberanos; ustedes los países sin historia (o ignorada por nosotros), nuestras colonias.

Esa perspectiva imperial –el pensamiento colonial ocupando el lugar del pensamiento nacional– coloniza la mente de los colonizados –económica, política y culturalmente–, y nos hace ver la globalidad con los ojos de los así llamados países centrales, no desde el lugar donde apoyamos los pies. Independientemente de los usos, abusos y desusos que se puedan hacer de estas ideas originadas en el sentido común, las formulaciones de Jauretche, sus lecturas de la realidad y, en especial sus pedidos de que nos “avivemos” de una vez por todas, constituyen la base más sólida sobre la que se puede empezar (o volver, si tomamos algunos contados ejemplos de nuestra historia) a “pensar en nacional”.

Quizá, para algunos, como perspectiva puedan parecer anticuadas e insistan en que es imposible vivir aislados, nos quedaríamos muy atrás (Jauretche agregaría este argumento a su lista de zonceras criollas). No “pensar en nacional” nos ha colocado en una condición de inferioridad y, al mismo tiempo, afianzó nuestra dependencia. Dependencia al modelo que nos tiene a su servicio, cabeza abajo y en el mejor de los escenarios nos tira algunos huesitos electrónicos para hacernos creer que formamos parte de esa globalidad. A la fórmula materias primas + mano de obra barata ahora le han sumado otro término: carne de mercado, y por no quedar afuera más que por necesidad, compramos sin parpadear.

Hoy, que el mundo se cae a pedazos, las zonceras argentinas que con tanta sensatez contabilizó Jauretche deberían devolvernos a las reflexiones más básicas. A las que a lo largo de la historia de la humanidad hombres y mujeres nos hicimos cada vez que pudimos sacar la mirada de lo inmediato: el sentido de la vida, el amor, el odio... Para qué hacemos lo que hacemos, qué estamos sembrando, ¿un crecimiento basado en el consumo? ¿Consumir para que se pueda seguir produciendo?

En lo colectivo, salirnos de esa rueda para hamsters produce temores similares a los que percibe cualquier empleado que abandona (o quiere abandonar) la dependencia: fin de la sensación de protección que da estar bajo el ala de quien da trabajo y asegura la paga mensual. Los que atravesamos esa barrera y pasamos a ser autónomos sabemos que la realidad se ve distinta de un lado y del otro. Y que exige, primero, un reajuste mental: olvidarse de la seguridad (relativa) del salario y aprender a contar y arreglártelas solo con esto: lo que hago, lo que obtengo, lo que doy...

Sustraernos por un instante del concepto de crecimiento económico, considerado la madre de todos los crecimientos, y volver a la idea del trabajo como un don hace que la relación misma con el trabajo sea lo que modifique las reglas. Dejar de pedirle al trabajo que nos dé y darle lo mejor de nosotros. Esto crea una energía imparable, que unifica a quienes lo practican e imprime a lo que se haga un sentido mayor que el meramente productivo.

Tal vez lo que Jauretche, Scalabrini Ortiz, Hernández Arregui y tantos que les pusieron (y ponen) el cuerpo a estas ideas quieren decirnos es que sólo “desde” esta actitud de servicio podemos recuperar la fuerza –la dignidad– necesaria para descolonizarnos mentalmente, construir la unidad que nunca logramos como país (salvo en los mundiales de fútbol) y abandonar la zoncera-paradigma: que “lo nacional” de los países dominantes “es” lo universal. No. Pensar en nacional significa ver a los demás países y relacionarnos con ellos, desde nuestra perspectiva, nuestras necesidades, nuestros potenciales.

No llegar a ser como ellos por parecernos sino por animarnos a explorar, desarrollar y ser felices llevando adelante lo que nos ha sido dado. En un mundo patas para arriba, quién no te dice que desde esa posición podamos volver a levantar la mirada más allá de una buena cosecha.

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Por la vuelta
Por Norberto Galasso

Allá por 1984, cuando la dictadura genocida quedó atrás y retornamos a la democracia, se realizó un acto, con numerosa concurrencia, en el Teatro General San Martín, en homenaje a Arturo Jauretche. Recuerdo que los oradores éramos ocho o diez y que, entre ellos, había algunos que no eran partícipes habituales de estos actos “nacionales”, incluso representantes de la vieja izquierda abstracta que jamás lo había valorado. Resultaba sorprendente, porque durante la dictadura poco habían circulado sus libros –salvo Economía y política, que hicimos con Peña Lillo en 1977 y los tomos de Polémicas, que fueron cuatro y reeditados, aventura que realizamos con uno de sus discípulos más queridos: Darío Alessandro–. Aquel acto parecía significar “la vuelta a Jauretche” a la prédica antiimperialista a favor de la liberación nacional y especialmente a su crítica implacable al predominio de las ideas de la clase dominante, a lo que él llama “la colonización pedagógica”. Sin embargo, la ola de “progresismo” tuvo más fuerza y su regreso se limitó a los sectores de la militancia del campo nacional.

Algo semejante ha ocurrido después de la crisis del 2001, como si una sociedad descreída de sus políticos y de los viejos mitos y fábulas de una Argentina destruida, al ponerse de pie buscando rumbo, recurriese a Jauretche. Su prédica, que venía madurando desde 1935, en F.O.R.J.A., había acompañado la marea social de los setenta iniciada con el Cordobazo, y así como su Medio pelo en la sociedad argentina tuvo más de 15 ediciones entre 1966 y 1974, sus ideas resurgieron en esta última década: “La llamada ‘libertad de prensa’ es ‘libertad de empresa’”, repitieron muchos, con motivo de la ley de medios: “La economía está siempre dirigida: o la dirige el Estado o las grandes corporaciones”, repiten ahora con motivo de los Precios Cuidados; “Hay que ver el mundo desde aquí”, se escucha cuando se habla de la Unasur o de la Celac. Del mismo modo, su Política nacional y revisionismo histórico, así como su Manual de zonceras, son armas con las cuales se cuestiona hoy a la Historia Oficial. Incluso, el mensaje profundo de El medio pelo –la inexistencia o debilidad de una burguesía nacional– reapareció cuando Kirchner, en sus primeros discursos, se preguntaba dónde estaba esa clase social.

Esa prédica jauretcheana de “pensar en nacional” –que anticipó en 1938 el planisferio que hoy presenta el Instituto Geográfico Militar con la Argentina en el centro– está vigente porque, más allá de desencuentros o vacilaciones, vivimos hoy una necesidad de descubrir nuestra propia identidad, no remedo de Europa sino latinoamericana, nuestro propósito de diversificar la economía y evitar la primarización agropecuaria o minera, la vocación por la igualdad después de tanta represión y sangre derramada, el ansia de desempolvarnos de tradiciones denigratorias hacia lo propio y avanzar por caminos de progreso social y cultural. Y ante todos estos desafíos de la historia las ideas de Jauretche nos ayudan en la marcha porque él era “un argentino entero” –como lo señaló Atahualpa Yupanqui– o como lo dibujó cálidamente Ernesto Sabato: “El hombre formado en la Academia fija su posición con brújula y sextante. Jauretche, como los baqueanos de otros tiempos, se agacha, mastica un pastito, observa para dónde sopla el viento, discrimina la huella de un animal que pasó por allí una semana atrás... Así fue construyendo su filosofía de la historia entre dichos y sucedidos..., mezclando palabras como ‘establishment’ y apero, Marx y el Viejo Vizcacha, haciendo la sociología de Juan Moreira y el Gallego Julio. Si agregamos su coraje a prueba de balas, su desaforado amor por esta tierra y su pueblo, su poner la dignidad de la patria, por encima de cualquier cosa, ¡qué lindo ejemplar de argentino viejo este Arturo!”.

Por estas razones está vigente a cuatro décadas de aquella madrugada cuando “al corazón cansado se le durmió su compás”, como dice el poeta.

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Botella al mar
Por Gustavo López

Leopoldo Marechal escribió que “el pueblo recoge todas las botellas que tiran al agua con mensajes de naufragio, el pueblo es la gran memoria que recuerda todo lo que aparezca muerto en el olvido. Hay que buscar esas botellas y refrescar esa memoria”. Arturo Jauretche fue pueblo, buscó las botellas en un momento crucial de la vida política argentina en 1935, cuando la vieja UCR había dejado en el olvido las luchas yrigoyenistas y junto a Manzi, Del Mazo, Dellepiane, Scalabrini Ortiz, y tantos otros, fundó F.O.R.J.A., la voz de los náufragos, de los olvidados y abandonados de la Década Infame.

Aquella F.O.R.J.A. representaba el único camino conocido hasta ese momento por los sectores populares, pero quería más. Pretendía darle continuidad al yrigoyenismo, sinónimo en aquel entonces de defensa de los intereses populares, pero resultó mucho más que eso.

No sólo fue el puente de plata que unió a los dos grandes movimientos populares del siglo XX, radicalismo yrigoyenista y peronismo, sino que fundó las bases de lo que después se denominó “el pensamiento nacional”: el aporte de sus pensadores e impulsores a través de los Cuadernos implicó repensar la política desde una mirada latinoamericanista, pero también marcar las contradicciones fundamentales entre pueblo y antipueblo, que luego sería entre liberación o dependencia, y que hoy denominamos democracia o corporaciones. Supieron diferenciar entre coyuntura e intereses permanentes y señalaron al Estado como el gran motor de los cambios estructurales cuando la política se hace junto al pueblo.

Si uno toma el manifiesto de F.O.R.J.A. del 29 de junio de 1935, reconoce la actualidad brutal de aquel pensamiento que el año próximo cumple 80 años.

En la introducción señalaba: “Somos una Argentina colonial, queremos ser una Argentina libre”.

1. “Que el proceso histórico argentino en particular y de Latinoamérica en general, revelan la existencia de una lucha permanente del pueblo en procura de su Soberanía Popular para la realización de los fines emancipadores de la Revolución Americana, contra las oligarquías como agentes de los imperialismos en su penetración económica, política y cultural, que se oponen al total cumplimiento de los destinos de América.”

2. “Que el actual recrudecimiento de los obstáculos supuestos al ejercicio de la voluntad popular corresponde a una mayor agudización de la realidad colonial, económica y cultural del país.”

Cuando analizamos los sucesivos golpes de Estado entre 1930 y 1976 que derrocaron a los gobiernos populares para imponer modelos económicos que implicaron transferencias de riquezas de los sectores menos favorecidos a los sectores concentrados y los golpes de mercado de la era neoliberal, que sirvieron además de disciplinamiento social para cometer esos atropellos, vemos la vigencia de Jauretche en el análisis histórico.

Norberto Galasso conoció a Jauretche en los ‘60 y lo recuerda como quien “le cambió la cabeza... Nos enseñó a ver el mundo desde aquí, cambiándonos el planisferio oficial”. Ese don Arturo está más vigente que nunca en la actual batalla cultural. La perdimos en los ‘90, con el posibilismo, el individualismo y el sálvese quien pueda, que sólo sirvió para que se salvaran algunos vivos en desmedro de las mayorías.

Pero el pensamiento profundo de F.O.R.J.A. se renovó a partir de mayo de 2003, cuando empezamos a dar pelea por la construcción de sentidos. Al volver a hablar de derechos, de dignidad creando trabajo, de justicia respecto de las violaciones a los derechos humanos, cuando se renegoció y redujo la deuda externa, se ampliaron derechos y se volvió a la economía de la producción frente a la especulación parasitaria.

Los jóvenes de hoy recogieron las nuevas botellas tiradas al mar por el neoliberalismo, que fue un viaje con más náufragos que navegantes. Fueron más los que quedaron en el camino que los que llegaron a la otra orilla.

Hoy, el pensamiento jauretcheano volvió a ser un puente, pero esta vez unió a todos los sectores del campo nacional y popular, respetando sus historias pasadas pero forjando juntos un presente y un futuro en común.

Don Arturo renace en cada marcha, en cada militante, en cada acción, y ese es su mayor legado, estar tan presente hoy.