“Francia gesticula... pero no dice nada

Dominique de Villepin*
Le Monde Diplomatique
Diciembre de 2014
Irán, Siria, Rusia, Gaza: la diplomacia francesa parece atada a los neoconservadores estadounidenses. Reacciona de forma confusa ante los acontecimientos mediáticos, con intervenciones militares y lecciones de moral. De Villepin, quien inspiró la oposición de Francia a la Guerra de Irak, rechaza esta orientación y propone un nuevo rumbo.
Francia se siente incómoda. Está tentada de desviarse de la política exterior de independencia, influencia y equilibrio encarnada por el gaullismo, a favor de la afirmación progresiva de una línea militarista, moralizante y occidentalista. 

Militarista, no tanto porque Francia multiplique las intervenciones –Libia, Malí, República Centroafricana o Irak–, dado que el primer movimiento puede ser legítimo, sino sobre todo porque las pone en primera línea, a veces única, sin una estrategia real. Con demasiada frecuencia, por algunas horas, la certeza de la impotencia le da lugar, en una extraña unanimidad, a la ilusión de la victoria. La lógica mediática reemplaza al escándalo de imágenes intolerables con el espectáculo de la guerra.

La justificación es la moral. La panoplia de respuestas a las crisis se reduce al tríptico condena, sanción, exclusión. La moral llena el vacío dejado por la diplomacia, fragilizada en régimen democrático por la dificultad de aceptar la razón de Estado, el secreto y la afirmación de intereses superiores nacionales. Sólo hablamos con aquellos que se nos parecen y rechazamos a todos los demás –es el caso de Irán y Rusia– a riesgo de incentivar una espiral de aislamiento y una deriva autoritaria.

A fin de cuentas, el occidentalismo sirve de fundamento a esta moral. Recuperó la excepción francesa. Muchos franceses parecen sentirse hoy a la vanguardia de una civilización declinante y contentos de estar alineados con Estados Unidos, “líder del mundo libre”, al punto de anticipar sus deseos.

En el fondo es un regreso a Guy Mollet, a la expedición de Suez y al alineamiento atlantista. Que persigue la Tercera República de Fachoda, o el Segundo Imperio de México o de Crimea (1). A cada período su ilusión, su estruendo que oculta un profundo silencio. Francia gesticula, pero no dice nada. Los gobernantes no tienen la culpa, porque esta escalada es el síntoma de los momentos de duda existencial, de repliegue en la defensiva –la humillación de la pérdida de Alsacia-Lorena en 1870 y la fragilidad de la joven República; la derrota de julio de 1940 y una descolonización difícil–. País a flor de piel, Francia siempre confundió los tormentos del mundo con sus hedores internos.

Hoy, el drama colectivo es el miedo a la globalización. Francia duda porque se siente impotente. La integración europea impone repensar la soberanía nacional. La globalización priva de sus palancas económicas a un país moldeado en el colbertismo. La democracia mediática favorece la inercia, a los grupos de intereses, la esterilidad de las alternancias.

Francia duda porque cambia sin dominar su transformación. La desaparición de los marcos colectivos familiares, religiosos o sociales bajo la presión individualista y consumista trastocó los modos de vida en apenas cuarenta años. Transformada por las migraciones, la población francesa representa hoy la diversidad del mundo, hasta en sus conflictos.

Francia duda porque su pasado le pesa en un mundo rejuvenecido. Su patrimonio, del que está tan orgullosa, la paraliza cuando su memoria, de la que se avergüenza –por la esclavitud, la colonización, el colaboracionismo–, le da la sensación de estar expuesta a los odios.

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Y es tanto más trágico puesto que la transformación del mundo exacerba los desafíos de identidad y vuelve a poner en juego el rol de cada uno.
En el vuelco hacia la multipolaridad se juega el reconocimiento del rango de las nuevas grandes potencias. Ahora bien, éstas son en general viejas naciones humilladas, preocupadas por no ceder nada, como China en los conflictos territoriales del Mar de China, Rusia en Ucrania oriental y los confetis de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), o incluso India en Cachemira.

Acentuando las interacciones y las interdependencias, la globalización digital disuelve también los Estados-nación, dejándolos expuestos a las histerias raciales, confesionales, lingüísticas, clánicas, a semejanza del islamismo, de los populismos europeos, de los ultranacionalismos chino o japonés o del separatismo rusófono de Ucrania. Los Estados fallidos o amenazados de implosión, como en Libia, Irak, Siria, se multiplican desde el Sahel hasta el Sudeste Asiático. Esta hoguera identitaria reúne los focos de crisis en un desafío a un orden concebido como occidental.

Al mismo tiempo, el derrumbe de la soberanía, pilar de la identidad de los Estados, fragilizó el derecho internacional. En nombre de una justificación moral que va de la responsabilidad de proteger al cambio de régimen, el unilateralismo estadounidense se liberó en 2003 de las reglas del derecho. Rusia abrió una nueva brecha en Crimea en nombre de la autodeterminación de los pueblos en Ucrania.

Es más, los Estados soberanos ya no controlan solos el juego, desafiados a títulos diversos por gigantescas empresas globales capaces de producir normas, para Internet o para las finanzas, pero también por organizaciones no gubernamentales (ONG), el crimen organizado o los activistas sin fronteras, de WikiLeaks a Greenpeace. Resultado, estamos en un mundo sin reglas, imprevisible, en el que ganan actores que, por doble juego, sentido del secreto o locura furiosa, pueden tirar abajo la mesa en cualquier instante.

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Tenemos que cambiar la mirada sobre nosotros mismos y liberarnos del miedo que nos lleva a aislarnos. Orientemos a Francia hacia el mundo. Dejemos de focalizarnos sobre nuestro rango –nuestra banca en el Consejo de Seguridad y nuestra disuasión nuclear– y reforcemos nuestro rol de vocero, de mediador en las crisis y de facilitador de diálogo. Nuestra identidad no es la defensa del orden establecido: es nuestra conciencia aguda de la necesidad de construir una comunidad universal en la que cada vida cuente.

Nuestra riqueza es nuestra apertura, es decir la francofonía, el aporte de los ultramares, Europa, la cultura. Eso significa refundar nuestra política exterior convirtiéndola en una diplomacia de los pueblos que teja lazos y redes por medio de comunidades locales, instituciones escolares, think tanks y medios asociativos, una diplomacia democrática que equilibre las relaciones de Estado a Estado y las relaciones de pueblo a pueblo. Una diplomacia capaz de hundir sus raíces en los intersticios del mundo.

En el centro de nuestro compromiso, tenemos que ubicar las crisis. Reaccionar no alcanza. Frente al agravamiento de las crisis, desde la amenaza de una tercera Intifada hasta la agitación cíclica de Ucrania, debemos tratar las causas políticas, olvidadas con demasiada frecuencia, el lugar de los tuaregs en Malí o el de los sunnitas en Irak.

Salir de la reacción pavloviana, previsible y miope que hoy prevalece exige un método y principios: respeto de la legalidad internacional, por más decepcionante que sea; uso de la fuerza como último recurso; responsabilización prioritaria de los actores regionales. La clave es darle prioridad a la política, de la que se desprenden la exigencia de diálogo, incluso con actores que desaprobamos, y la exigencia del proceso, basado en calendarios, contactos continuos, etapas en vistas de un compromiso. Pero la singularidad francesa en un mundo que suele pensar de manera chata y en el presente es también tener en cuenta la historia, la geografía, la cultura.

Por ejemplo, en Irak y Siria, la Organización del Estado Islámico (OEI) presenta el rostro de un actor oportunista con vocación totalitaria, aliado circunstancial de sunnitas aterrorizados por las milicias chiitas y en búsqueda de legitimidad a través de una respuesta del débil al fuerte, que instrumentalizando el islam se trazó un territorio en los fragmentos de Medio Oriente. Por lo tanto, la “guerra contra el terrorismo” es un error mayor. Porque legitima a la OEI otorgándole visibilidad mundial, solidariza a su alrededor a las poblaciones sunnitas y también exime de responsabilidad a los Estados de la región de Ankara a Riad. 

Se necesita una estrategia de asfixia de largo aliento. Asfixia financiera de los ingresos del petróleo, del comercio y los subsidios provenientes del Golfo. Asfixia territorial mediante el encauzamiento de su expansión, a través del apoyo aéreo de los kurdos de Irak y de Siria, de los jordanos y de los libaneses. Asfixia política, finalmente y sobre todo, privando de apoyos a la OEI. En Irak, eso significa no sólo un gobierno de unión nacional, sino una reforma constitucional para darles más lugar a los sunnitas en la administración y en el ejército. En Siria significa poner fin a la guerra civil convertida en un enfrentamiento de monstruos, promoviendo una transición política gradual, con fuertes garantías de la comunidad internacional y capacidades de interposición. La clave será una conferencia regional que implique a Irán, las monarquías del Golfo, Rusia.

La negociación sobre la proliferación nuclear en Irán se encuentra en un punto de inflexión. Habíamos alcanzado en 2003-2005, movilizándonos junto al Reino Unido y Alemania, el único acuerdo significativo hasta el momento. El acuerdo provisorio de noviembre y su prolongación fueron señales positivas. Al momento de escribir este texto, parece difícil alcanzar un acuerdo definitivo, no sólo porque los republicanos tomaron el control del Congreso estadounidense y porque la situación en Medio Oriente sella el fracaso de Estados Unidos en la región sino también por el estado de salud del guía supremo Alí Jamenei. No obstante, las bases técnicas de un acuerdo existen, en lo que respecta al reactor de Arak e incluso la cantidad de centrifugadoras que Irán podría poner en marcha. Un alto en las negociaciones constituiría un peligro importante, puesto que Irán es un socio indispensable para el equilibrio regional. Resulta indispensable encontrarle un lugar a su medida a esta civilización milenaria, pasarela entre los mundos.

Tercera gran crisis, Ucrania, nación dividida y Estado casi fallido, que depende de Rusia para el gas y de Europa para el comercio. ¿Qué significó el Euromaidán (2)? Antes que nada el hartazgo popular frente a las elites corruptas, el marasmo económico y la ineficacia de la administración. El acercamiento a Europa prometía la recuperación nacional, no el rechazo de Rusia. Implicaba no tener en cuenta la espiral de desconfianza entre occidentales y rusos desde la “Revolución Naranja” de 2004 y la “Guerra del Gas” de 2009, envenenada por el singular juego de Estados Unidos y por la división de los europeos. Para un imperio humillado después de la caída de la URSS y en busca de revancha simbólica, el acuerdo de asociación de Ucrania y la Unión Europea, mal presentado y agrandado por los temores relacionados con la expansión de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), creaba una situación inaceptable. Ucrania es demasiado importante como para convertirse en un conflicto sin fin. Hoy, nuestra única salida, como le dije recientemente al presidente Vladimir Putin, es renovar el diálogo a través de la creación de un grupo de contacto que reúna perdurablemente a Ucrania, Rusia, el triángulo de Weimar –Alemania, Francia, Polonia–, el Reino Unido y Estados Unidos para llevar a cabo una negociación completa y gradual, tanto acerca de la reforma constitucional de Ucrania como de su neutralidad militar, su recuperación económica y su reconstrucción administrativa y judicial.

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Sepamos también dotarnos de una visión sobre las zonas clave del mundo de mañana.

Medio Oriente atraviesa hace treinta años una crisis de modernización histórica que enfrenta a los nacionalistas laicos surgidos de las descolonizaciones, los islamistas que rechazan la modernidad occidental y por último la juventud de las clases medias, preocupada por las libertades democráticas, la igualdad de oportunidades y la apertura al mundo. Europa y Medio Oriente son mundos en espejo, acostumbrados a definirse uno contra el otro, destinados a vivir uno con el otro. Sin embargo Europa agravó por su inconstancia la situación en África del Norte y en Medio Oriente, ya sea reemplazando a los revolucionarios de la “primavera árabe” o refugiándose en los regímenes autoritarios por temor a los islamistas. La transición sólo puede ser larga y dolorosa. Exige el acompañamiento económico y político de Europa, más allá de las promesas no cumplidas del Acuerdo de Deauville (3). Para Francia, es un desafío mayor, porque su población originaria de África del Norte es importante y su memoria sigue mutilada desde la guerra de Argelia.

No podemos asistir silenciosos al continuo empeoramiento del conflicto palestino-israelí que gangrena al conjunto de la región. Durante veinte años, la comunidad internacional se preocupó por mantener a cualquier precio la ficción de una negociación en torno a la solución de dos Estados, cuando ésta se alejaba cada vez más tanto en los ánimos como en las realidades, a través del terrorismo y a través de la colonización. Hoy, tras los intensos bombardeos en Gaza por parte del ejército israelí en el verano de 2014, es tiempo de que la comunidad internacional se ponga en situación de imponer la paz, mediante la aceptación de la adhesión de Palestina a la Corte Penal Internacional, el pleno reconocimiento del Estado de Palestina en la Organización de las Naciones Unidas (ONU), y más aun mediante un plan de paz impuesto a las partes sobre las bases de los Acuerdos de Oslo con capacidades de intervención y de administración internacionales.

África es el segundo espacio clave para la Francia de mañana, aunque más no fuera por su juventud y su demografía, que la van a convertir en un continente de 2.000 millones de personas, de las cuales muchas francófonas, y la principal zona de crecimiento mundial. Todo está por construirse para un codesarrollo eficaz, para una asociación basada en las organizaciones regionales y los países más sólidos. Y en cambio nosotros dejamos que otras potencias acompañen el auge económico del continente, al tiempo que llevamos a cabo una política de intervención militar a todos los niveles llena de ambigüedades. Allí como en otras partes, hay que decir “política primero”, como quisimos hacer con Jacques Chirac en Costa de Marfil con los Acuerdos de Marcoussis, favoreciendo los gobiernos de unión nacional, las garantías constitucionales para las minorías y para las oposiciones políticas, aportando un apoyo concreto, financiero y humano a la administración eficaz de los Estados. 

El tercer espacio es Asia, porque allí se juega la confrontación estratégica que viene entre Estados Unidos y China, aunque atenuada por su mutua dependencia económica. El choque comercial entre el Gran Mercado Transatlántico (GMT), articulado en torno a Estados Unidos, y la sociedad económica regional integral (Regional Comprehensive Economic Partnership, RCEP), organizada en torno a China, moviliza a cerca de la mitad de la población y el comercio mundiales (4). Las dos potencias se miden mediante sus estrategias de contención y amague, “collar de perlas” estadounidense contra la Ruta de la Seda marítima propuesta por Xi Jinping. Se agregan conflictos regionales no resueltos nacidos de la memoria viva con Japón, nacionalismo exacerbado de un régimen deseoso de unidad frente a la desaceleración del crecimiento. El restablecimiento de las relaciones diplomáticas con Pekín por el general De Gaulle a partir de 1964 todavía le da a Francia un aire de singularidad, pero ¿por cuánto tiempo? Evitemos que Francia siga los pasos de Estados Unidos también en este caso. Aprovechemos la evolución de una China que se abre al mundo y que desea tener mayores responsabilidades, en la crisis del Ébola, en el desafío climático, en la cooperación contra el terrorismo.

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¿Cómo encarnar nuestra política exterior? Tanto en el destino de las naciones como en la vida de los individuos, saber quién es uno nunca es tan angustiante como cuando uno ya no sabe qué hacer. Es por medio de la acción que vamos a salir de la duda.

En vez de fantasear con el pasado, seamos plenamente nosotros mismos: una democracia, en un mundo en el que la democracia no es –y puede ser cada vez menos– una evidencia; un país europeo en una Europa cada vez menos segura de su destino; una cultura universalista, en un mundo que perdió las llaves de lo universal. En el corazón del destino francés está la idea de progreso. Hay dos siglos de inventos, descubrimientos, empresas francesas, un modelo social sin cesar enriquecido desde el Consejo Nacional de la Resistencia. El progreso es el alma de nuestra visión de la cultura, de Condorcet a Malraux pasando por Hugo, el de una mejora de la humanidad mediante el avance de las artes y de las ciencias. País de historia y esperanza, creer en el progreso es para nosotros rechazar al mismo tiempo al orden establecido y al desorden estéril. 

No es sorprendente que Francia dude, porque en el mundo entero el progreso tecnológico sustituyó el progreso de los hombres por el progreso de las cosas. La cultura es ahora o bien un patrimonio o bien una mercancía; el bienestar, una obligación económica; y la democracia, un horizonte infranqueable.
Volvamos a encontrar la vía del progreso, tanto en el interior como en el exterior.

Progreso de la idea europea, en primer lugar. Europa, si deja de avanzar, cae. Hoy dejó al mismo tiempo de expandirse y de volverse más profunda. Se deshace en la crisis del euro. Se crispa en sus fronteras, inquieta por vecinos inestables o autoritarios. Los pueblos rechazan las reglas de Bruselas, por falta de validación democrática suficiente. La relación construida después de la guerra con la pequeña Alemania de Bonn no puede ser la misma que con la Alemania reunificada y reforzada tanto por su potencia económica como por la expansión oriental de la Unión Europea. Convertida hoy en el centro natural del espacio económico europeo, Alemania no quiere asumir su dirección política. Hace mucho tiempo que propongo un tratado fundador de una unión franco-alemana, que acerque las políticas, las instituciones, las legislaciones. Comencemos por un mercado único del trabajo y de la formación al que otros países se podrían unir posteriormente, conformando el núcleo de una Europa constituida por círculos más o menos integrados –zona euro, Unión Europea, polo amplio paneuropeo que articule Europa con Rusia, Turquía, África del Norte–, para tener un peso conjunto en el mundo multipolar.

Europa tiene las llaves para salir de la espiral deflacionaria, a condición de una política voluntaria del Banco Central Europeo (BCE), de una revalorización salarial en Alemania y de un plan europeo de inversión productiva, en infraestructura e innovación. La armonización fiscal –el impuesto a las empresas prioritariamente– y social –un seguro de desempleo comunitario para los jóvenes activos– es indispensable. La creación de universidades europeas en cada uno de los países miembros permitiría la unificación progresiva de los sistemas universitarios. Por último, la plena responsabilidad de la Comisión ante el Parlamento Europeo o la elección por sufragio universal directo del presidente del Consejo Europeo serán pruebas de democracia europea.

Imposible tener peso en el mundo de los gigantes sin una política exterior y de defensa común. En materia de defensa, avances pragmáticos como una central de compra de armamentos y un Estado Mayor común son la condición de nuestra independencia frente a EE.UU., cuyos intereses divergen cada vez más de los nuestros con su “pivote asiático”. La OTAN es el cerrojo. Yo me oponía a que Francia reintegrase el comando integrado (5). Pero dado que es imposible volver sobre esta decisión sin dar la imagen de una Francia que va de un lado para el otro, pongamos nuestras condiciones: que se reequilibre el peso entre Europa y EE.UU., que se repartan los puestos equitativamente, que se establezca una misión antes que nada defensiva del pacto.

Queda un desafío vital: inventar una diplomacia de la era democrática. Porque la democracia es al mismo tiempo discutida e impotente. Discutida por la emergencia de una oligarquía mundial desconectada de los pueblos y por la creciente potencia de regímenes personalizados, autoritarios, que ofrecen en los vientos de la globalización un refugio comunitario nacional, como en Rusia, en China e incluso en la Turquía de Recep Tayyip Erdogan. Impotente, lo es tanto en su acción exterior, dado que las alternancias vuelven a nuestras democracias cortoplacistas y por el peso de nuestras opiniones públicas versátiles y moralizantes, como al interior, dado que quedaron estáticas y, demasiado a menudo dominadas por el dinero y las reproducciones sociales, y así no parecen ni vivas ni generosas. En 1989, las democracias occidentales cometieron un doble contrasentido. Creyeron que habían ganado la Guerra Fría, mientras que fueron los disidentes los que la ganaron desde el interior, por desgaste. Creyeron que eran infranqueables y se durmieron en sus laureles, por falta de un rival a la altura.

Una nueva diplomacia democrática es en primer lugar una democracia que asuma el atractivo de nuestras democracias, sobre todo europeas. Miremos el mapa de los últimos años. Los “indignados”, los “Occupy”, las “primaveras” florecieron en el mundo entero, bajo la presión conjunta del crecimiento de las clases medias y del freno de la crisis económica, pero no llevaron a la caída de gobiernos y regímenes más que en un círculo preciso, el del vecindario europeo. No es una casualidad, sino la huella de la influencia europea, incluso involuntaria, y la señal de la impotencia de los europeos para acompañar y canalizar los cambios democráticos que están a sus puertas. ¿Por qué además la indignación es sólo para los demás, por qué se tuvieron tan poco en cuenta las reivindicaciones democráticas acá? La lección que se debe aprender es que nuestro ejemplo cuenta más que las lecciones de moral. Vamos a hacer más por la democracia en Europa del Este mediante una Ostpolitik basada en el diálogo, la apertura y el ejemplo de nuestras democracias que mediante una lógica de Guerra Fría que sólo sirve a los intereses estadounidenses.

Una diplomacia de la era democrática exige también nuevos medios. Porque no se puede apoyar en el secreto y las lógicas de intereses; tiene que hacer de la presión de sus opiniones públicas una fuerza, cuando hoy en día es una debilidad. Hay que enriquecer las diplomacias de pueblo a pueblo, para volver a darle aliento a una política exterior que suele limitarse a un pasatiempo presidencial. Démosle más fuerza y unidad por medio de un Consejo de Seguridad Nacional que movilice y coordine a todos los actores en su conjunto. Es nuestro futuro colectivo el que está en juego, y es por eso que se necesita un debate nacional, continuo, pluralista. Nuestra vida nacional se juega en el mundo, en el momento de la recuperación económica y de la necesaria “reglobalización” de una Francia que pierde impulso económico, competitividad, confianza. Fijemos el rumbo y pongamos luego todos nuestros recursos al servicio de esa misión: nuestro personal diplomático de calidad, nuestros liceos franceses, nuestras universidades y nuestras grandes escuelas, nuestro modelo social. Seamos fieles a nuestro genio particular, a la marca de fábrica francesa: en las crisis y la paz, país moderador, facilitador del diálogo, mediador. En la visión del hombre, país de innovación económica, de desarrollo social y humano, en la educación, en la salud, país de cultura y de apertura. 

1. N. de la R.: Entre 1853 y 1856, durante la Guerra de Crimea, la Francia de Napoleón III apoyada por sus aliados (el Imperio Otomano, el Reino Unido y el Imperio de Cerdeña) enfrentó a Rusia. Luego intervino en México en 1861 para instaurar un régimen amistoso; vencida, abandonó el país en 1867. Finalmente, en 1898, Francia fue derrotada en Fachoda (Sudán) por las tropas británicas, lo que puso un término a sus ambiciones imperiales en África (todas las notas al pie son de la Redacción). 
2. Sébastien Gobert, “L’Ukraine se dérobe à l’orbite européenne”, Le Monde diplomatique, París, diciembre de 2013.
3. Ibrahim Warde, “Un plan Marshall sans lendemain pour les ‘printemps arabes’”, Le Monde diplomatique, octubre de 2014.
4. Martine Bulard, “La batalla por el control de Asia-Pacífico”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, octubre de 2014.
5. Francia se retiró de la OTAN en 1966. Se reintegró en 2009 durante la presidencia de Nicolas Sarkozy.


* Ex primer ministro de Francia (mayo de 2005 - mayo de 2007) y ex ministro de Relaciones Exteriores de Francia (mayo de 2002 - marzo de 2004).


Traducción: Aldo Giacometti