La teoría general de Keynes y sus ensayos sobre la coyuntura: el aporte argentino

Mario Rapoport

John Maynard Keynes, fue un profílico ensayista que siguió paso a paso la coyuntura económica británica y mundial, la cual culminó con la gran depresión de los años ’30; de sus escritos periodísticos y ensayos publicados en esa época y recogidos en su mayoría en el libro Essays in Persuasion (Ensayos de persuasión), pueden extraerse jugosas enseñanzas sobre las políticas económicas vigentes en la época anterior a la crisis y durante los primeros años de ésta.

En ellos, el economista británico advierte, ya desde principios de la década de 1920, una posible crisis económica de continuar las políticas ortodoxas entonces en curso. A su vez, cuando estalla la crisis trata de desentrañar sus principales mecanismos sin utilizar todavía un marco teórico previo. El primer eje de la crítica de Keynes es la libertad de los mercados, en un momento en que la opinión indiscutida en los ámbitos políticos y académicos entendía que un orden social deseado implicaba dejar a los individuos actuar libremente siguiendo sus propios intereses. Se había llegado a creer falsamente, como señala Keynes en uno de esos ensayos, The end of laissez faire (1926), que el interés general y el particular siempre terminaban coincidiendo, lo que la realidad no demostraba. La doctrina del laissez faire, junto con la concepción del Estado como una institución corrupta (herencia de los siglos XVIII y XIX), suponía no sólo no intervenir en las decisiones de los individuos sino también evitar cualquier acción estatal por sobre sus funciones mínimas, lo que podía causar resultados no deseados. El dogma predominante entre los economistas consistía en que las fuerzas del mercado aseguraban por sí solas el equilibrio y la plena ocupación de los factores productivos.

En Economy (1931) criticaba las políticas gubernamentales británicas para salir de la crisis, que pretendían reducir los déficits público y del comercio mediante una baja de salarios. Contrariamente al objetivo buscado, Keynes advertía que la reducción en los ingresos de los asalariados llevaría a pérdidas y a una parálisis aún mayor de la economía. El remedio, insistía, no era reducir el déficit público sino redireccionar los gastos para incentivar la producción. Keynes suponía que los más ricos podían soportar una merma de sus ingresos, financiando con recursos provenientes de ese sector a los empleados estatales sin tocar salarios o personal. Procuraba así encontrar soluciones distintas, que reemplazaran las herramientas de políticas ortodoxas aplicadas por los gobiernos para superar una de las crisis más profundas que había vivido el capitalismo. El futuro lord inglés entendía que las anticipaciones pesimistas de los consumidores y de las empresas deprimen la coyuntura por una suerte de autorrealización de temores o excesos de prudencia que refuerzan la recesión. Sólo el gasto público permitía romper este círculo vicioso.

Keynes se estaba refiriendo a lo que se conoce en economía como el “multiplicador del gasto”, un concepto que explica cómo un gasto determinado genera, mediante sucesivas rondas de consumo, un ingreso mayor al que inicialmente se tenía. Al contrario de lo que postula la teoría ortodoxa, sostenía que un incremento de la demanda incrementa también la inversión, y por lo tanto la producción y el empleo, en lugar de disminuirlos.

Estos conceptos aparecerán luego ampliamente desarrollados en 1936 cuando se publica la Teoría General sobre la ocupación el interés y el dinero, que constituyó la culminación de sus estudios teóricos y empíricos sobre las políticas económicas vigentes en su época, tanto en el escenario mundial como en su país. Las ideas keynesianas, consideradas en esos años “extremistas e imprudentes”, revolucionarían el pensamiento económico y fundamentarían el Estado de bienestar, que predominará en la mayoría de los países industrializados en los treinta años dorados que siguieron a la Segunda Guerra Mundial y que ahora los economistas neoliberales quieren terminar de destruir.

Esas ideas “peligrosas” para el orden establecido debían ser contenidas o alteradas. A este fenómenos se dedica Axel Kicillof, un destacado economista, que además de una militancia activa en organizaciones estudiantes progresistas, ha sido desde muy joven profesor en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA. Enrolado dentro de la llamada corriente heterodoxa, que parte de una nueva lectura crítica de los clásicos, ubicados cada uno en su respectiva época –Smith, Ricardo, Marx, Keynes– da batalla desde esa perspectiva a las escuelas neoliberales predominantes que han deformado el pensamiento económico. Su libro principal, cuya base fue una premiada tesis doctoral en torno a la Teoría General del último gran economista inglés, pone los puntos sobre las íes sobre dos temas cruciales para los estudiantes de hoy.

El primero de ellos afirma que a partir de los años ’70 las ideas de John Maynard Keynes fueron marginadas por la oleada neoliberal que comenzó a reinar en los ámbitos académicos de los economistas (así como también las de los otros economistas clásicos).

El segundo critica a la ortodoxia económica, que acompañada por muchos que se dicen keynesianos o poskeynesianos, trató de diluir el pensamiento de Keynes poniendo en duda la coherencia de los fundamentos teóricos de su obra principal y parcializando sus contenidos. Para Kicillof, la división artificial que se creó desde esa publicación entre macroeconomía y microeconomía, no constituye sólo el intento de realizar una síntesis teórica formal que explique mejor las ideas novedosas expuestas en sus páginas. Tuvo, a la vez, como propósito, conservar lo esencial del esquema neoclásico, que Keynes ponía en cuestión.

De allí que procura demostrar la presencia de una lógica implícita que hace de la Teoría General “una unidad teórica” consistente. Esto permite al autor percibir mejor el alcance de los aportes de Keynes a la teoría económica sin excluir diversas críticas al andamiaje keynesiano. En forma muy simplificada, los principales postulados teóricos del influyente economista británico están planteados con nitidez: la crítica a la llamada ley de Say –al considerar que la oferta no crea necesariamente su propia demanda–, la afirmación de que en las economías capitalistas no existen mecanismos para asegurar automáticamente el pleno empleo y la firme creencia de que las políticas macroeconómicas por si solas no alcanzan para lograr los niveles de inversión adecuados. Cuestiones que revelan la necesidad de una intervención activa y reguladora del Estado y vinculan la macro y la microeconomía.

Un acierto de Kicillof es que procura ubicar a Keynes como un hombre de su época, y de miras más amplias que otros economistas contemporáneos suyos. Mucho antes de haber escrito su Teoría General trató de comprender los problemas que generaba el desarrollo capitalista, reconociendo siempre “una férrea vinculación entre la historia y la teoría económica”. La gran depresión de los años ’30 fue el laboratorio histórico de Keynes y aquellos en que sus teorías iban a verse justificadas. La principal contribución de Kicillof es mostrarnos “las consecuencias teóricas de Lord Keynes” en una coyuntura como la actual, donde se advierte el surgimiento de un nuevo espíritu crítico en la teoría y las políticas económicas. Algo para lo cual Keynes puede servirnos otra vez de inspiración.