Crónica desde el Tren a las Nubes Viaje al fracaso

 Por Eduardo Blaustein* 

para SOCOMPA

publicado el 30 de noviembre de 2021

Cincuenta minutos reales de recorrido por trocha angosta es lo que dura la excursión del Tren a las Nubes. Es todo lo que queda de vida del mítico ramal C-14 que partía de Salta, atravesaba el paso de Socompa a seis mil metros de altura y llegaba a Antofagasta, en Chile. Iniciado por Yrigoyen, rematado por Perón, la travesía puede convertirse en una lección de historia argentina.



Aquí sobrevive la vieja estación de trenes de Salta: grande, de andenes extensos, bien conservada, con silos de cemento y galpones de portones imponentes en su punta norte. Aunque alguna fecha aún se discute, parece que el primer tren llegó el 20 de febrero de 1889 guiado por un maquinista porteño llamado Pedro Antonio Saporitti. Hubo festejo en la plaza 9 de julio, corazón histórico de la  ciudad desde 1582. Hasta allí llegó la locomotora machaza, con masas y vivas abajo; arriba, en los balcones virreinales atestados, con banderas y más vivas. El doctor Leandro N. Alem se llegó con su boina blanca ese día o poco después. Más vivas y más aplausos. Pasó la noche en casa de don Luis Güemes y Puch, descendiente de patriota.

El país prometía, Salta también, avanzaba la red ferroviaria nacional. El periódico La Conciliación publicó este aviso el 28 de diciembre de 1892, en página 6: “Los trenes de combinación llevarán lujosos salones-dormitorios, coches, coches-confiterías y todo lo necesario para el confort de los pasajeros”.

En aquellas épocas el tren partía de la estación varias veces por día en direcciones varias. Por entonces no se decía vagones, sino que se usaba una primera transliteración del inglés: wagones. El desarrollo ferroviario no necesariamente articuló a las regiones ni los modos de producción. Los nuevos trenes convivieron con el transporte hecho con tropas de carros y arreo de mulas, según fueran las geografías. La riqueza de Salta, con rumbo a los puertos de Rosario y Buenos Aires, más bien drenaba a la provincia. Lo conocido: Scalabrini y la cabeza de Goliat.

Ahora son las seis de la mañana y los asuntos vinculados con el protocolo COVID se cumplen en filas prolijas que ingresan a la estación Salta, al lado de la placita Ameghino. Dan la vuelta por un andén, pasan por las ventanillas de las boleterías y luego encaran el ascenso a varios ómnibus de larga distancia. Ordenaditos, calmos, los turistas van como chicos sabiendo que deben ascender a esos ómnibus según lleven un cartel rojo, azul, rosado o naranja. A todos se los instruyó o se instruyeron: para no sufrir los efectos de los cuatro mil metros de altura de las vías que rozan las nubes debieron descansar bien el día anterior, comer liviano, evitar el alcohol. Puede que el madrugón a las cinco de la mañana tenga a algunos mal humorados. Es entonces que llega la mala señal, un mal augurio en forma de diálogo matrimonial.

Casi al fondo del ómnibus, altura asiento treinta y pico, una señora porteña muy, pero muy indignada, encara al marido sin mayor delicadeza:

-¿Qué hacemos acá? No podés ser tan inútil.

-Son los asientos que nos tocaron.

-Una mierda los asientos. ¿Arriba? Arriba me mareo. Arriba me descompone.

-Todos tienen un asiento asignado. Y dejá de hablar que te escuchan todos.

-Todos me importa una mierda.

La frase es exquisita. Ya sea para retratar a un matrimonio mal llevado o como definición política.

Ya antes, en el hall de la estación, y muy previsiblemente emperifollada con sombrero de gaucho salteño de ala ancha, la misma señora había reclamado a su marido con gestos imperiosos por el solo hecho de hacer la cola para presentar el boleto de viaje y ambos DNI.

Ahora la señora, ya sentada, resopla:

-Una hora y media para esta bosta.

Ya se la verá luego posando en el primer viaducto importante en el que se detiene el ómnibus para la foto ritual, simulando felicidad para Instagram.

Ay, mirá lo que quedó

Historia Ferroviaria Argentina I: de lo que fue la red ferroviaria salteña queda un recorrido breve: Güemes-Salta-Campo Quijano. Felizmente eso es “en ambos sentidos”, dice una página oficial, aunque con solo tres salidas diarias y eso gracias a un esfuercito muy reciente del gobierno nacional. Son 89 y pico de kilómetros que se recorren en casi tres horas por 30 pesitos. Legisladores salteños y jujeños están tratando de que vuelva a la vida la línea que conectaba La Quiaca con Tucumán. En todo el país uno puede conocer bellas estaciones de tren abandonadas, a veces convertidas en centros culturales, o simplemente caminadas por caballos y gallinas, como sucede en la hermosa Yala, en Jujuy.

Del legendario Tren de las Nubes, o mejor dicho del viejo y extensísimo ramal C-14 del Belgrano, apenas si queda un cachito miserable y ése es el chiste amargo de esta nota. En sus buenos tiempos eran 571 km hasta el paso de Socompa, más otros 329 km hasta Antofagasta, en Chile. 29 puentes, 21 túneles, 13 viaductos, 2 rulos y 2 zigzags para realizar el sueño de la salida al Pacífico. Lola Mora participó del proyecto eligiendo las mejores vistas para el recorrido. Magnífica obra, vamos Argentina.

Como la excursión del Tren de las Nubes solo recorre ese cachito miserable sobre rieles, buena parte de esta crónica transcurre en un ómnibus de rutina, claro que de los Andes orientales a la Puna y atravesando un paisaje extraordinario de rojos, ocres y marrones, cardones florecidos, con los pasajeros más bien subalimentados. En el viaje apenas si dan alguito de comer, las paradas están pensadas para el orto: mucho tiempo donde no vale la pena y en un pedo lo que pinta hermoso. Las guías no son egresadas de La Sorbona: su libreto es livianito, la información histórica es mala y escasa, poco y nada sobre economía regional, fauna, flora, cultura. Eso sí: cada vez que se baja y se sube del ómnibus te preguntan con un tono de Carlitos Balá o Gaby, Fofó y Miliki:

-¿Y? ¿Cómo la pasaron? ¿Bien?

-¡¡¡Bieeeeen!!!.- responden los turistas como niños.

Cuando venga la subida al tren en San Antonio de los Cobres, la guía número dos repetirá más o menos el mismo Lerú –más bien revista Anteojito– empleado por la guía número uno.

Entre Socompa y Socompa

Y he aquí que da la casualidad de que esta web se llama Socompa en doble homenaje al volcán y al paso fronterizo y ferroviario con Chile, tan mítico. O no era un homenaje cuando se pensó el nombre. Era más bien la intención de apelar a una resonancia, a una lengua originaria, el eco lejano, esa cosa de país profundo e interminado lo que nos hizo elegir el nombre Socompa para Socompa. De modo que en la primera nota que se publicó en la web, que debía ser de presentación formal, este cronista descarriló mal. En lugar de decir bueno, muchachos, esta web va a tener tales y tales características y la estamos creando solo porque nos espanta Macri, al que escribe, ensoñado por la historia legendaria del viejo Tren de las Nubes se le dio por apelar a la ficción medio fantástica mixturada con la historia mítica y real del tren. Cuestión que con unas pocas horas de Google el cronista aprendió un par de cosas, o algo más que las guías, e infinitamente más de la nada que dice la horripilante página web del Tren a las Nubes.


En resumen, para quien haya leído un poquito sobre la historia del Tren a las Nubes, las guías, aunque aquerenciadas con lo suyo y amorosas, no tienen mucho para decir. Todo bien con ellas, pero no con la empresa, que las podría capacitar mejor, siendo que te cobran siete luquitas y media por la excursión en estado –decíamos- de subalimentación. Aunque justo es decir que ómnibus y tren son seguidos de cerca por algún vehículo o ambulancia y que a bordo viajan enfermeras y tubos de oxígeno. No sea cosa que a alguno le agarre el soponcio a cuatro mil metros de altura, cosa que presenciamos.




A todo esto: los vagones o son de los años 40 y 50 o los imitan. Por lo menos el cronista los vio igualitos –salvo la pintura exterior e interior- a los trenes en que viajaba en los 70 en sus años de mochilero. Con una novedad: las paletas de los ventiladores son de plástico transparente. El vagón comedor, no. El vagón comedor no solo que no se asemeja al lujoso coche-confitería del año 1892 sino que es incluso es más reducido que el vagón comedor de aquellos trenes (El Serranoche, el Estrella del Norte, el Arrayanes que salía de Constitución) en los que los mochileros dormíamos en el piso o sobre los portaequipajes de hierro. No: el vagón-comedor del actual Tren de las Nubes (“Una experiencia de altura internacional”, dice la página web) tiene cuatro mesas y se parece a una despensa paupérrima de camping, pero con menos productos. Está ayuno de cocina y apenas si se pueden comprar galletitas, papafritas de bolsa o unos sánguches de jamón y queso fosilizados.


Al mal tiempo buena cara porque se aprenden cosas en el Tren de las Nubes. Se aprende por ejemplo cómo constituir un matrimonio mudo con hijo. Un pibe mudo, ya crecidito, con sus buenos granos en la cara, que según pudo constatar el cronista no miraba nada. No miraba por las ventanillas del tren, no miraba al paisaje, no miraba hacia adentro, solo estudiaba su celular, o dormía con el celular aferrado a su mano. Mientras que sus padres –señora monstruosa teñida de rubio y morocho muy alto de pelo lacio con ropa impecable- tampoco intercambiaron una sola palabra durante las muchas horas del viaje. Se aprenden también técnicas de higiene dental en la excursión. Esto si uno es dado a la observación minuciosa de lo que hacía un hombre de muy buen porte, buena pilcha, barba entrecana bien recortada, caucásico, nariz griega, uno que a la vuelta puso el celular en modo selfie para examinarse la boca en primerísimo plano. Se dedicó durante un lapso admirable a eliminar verduritas y partículas de carne de entre sus piezas dentales.


El cura parapente

De la página web y programa horario del Tren a las Nubes:


“09:25 hs. El Alfarcito. Fundación Padre Chifri. Desayuno campestre y recorrido”.


El Alfarcito es un caserío de nombre hermoso y poco para ver, o no hay tiempo de ver lo que haya. Una vez descendidos de los ómnibus, el “desayuno campestre” es así: explotan a tres pibas de piel originaria que en una plaza polvorienta atienden en tres pobres mesitas con dos termos, con la opción té de coca. Con gesto más bien tristón las pibas te extienden además un sobre de papel con el “desayuno campestre”: una especie de masita con dulce de leche y un pancito más o menos esférico sin corteza que es mucho más fiero que el peor de los pancitos que te hayan dado en siete años de escuela primaria a la salida o en el recreo central. Una experiencia internacional.


En cuanto al padre Chifri, te cuenta la guía, fue un curita jugado, sensible y con barba –lo imaginamos tercermundista pero solo porque estamos viejos- que ayudó mucho a la gente del lugar, fundó una escuela de montaña, le dio una buena mano a los pibes.


Al curita le gustaba el parapente. Son esas cosas de Dios. Cuestión que un día se estroló contra un cerro y quedó en silla de ruedas según dijo la guía. Las fotos del museíto dedicado al cura desmienten a la guía: se lo ve tullido, sí, pero en muletas. Google nos dice más. El padre se llamaba Sigfrido Maximiliano Moroder, nacido en el ’65. Parece que también le gustaba el rugby, jugaba en el Club Ciudad. Hay fotos suyas con pinta de gaucho de Güemes y otras con guitarra, otra vez ropas gauchas pero de color blanco, como un Cafrune ligero o recatado.


El padre murió de un infarto a los 46 años. Hay algún mural de su rostro pintado en un puente del Tren de las Nubes. Eso lo asemeja un poco al Gauchito Gil y conmueve. Con poco esfuerzo puede rastrearse en La Nación, noviembre del 2011, esto que dijo el padre Chifri cuando tuvo su accidente aéreo: “Pensé en integrar mi actividad pastoral con lo deportivo y tenía más de 200 vuelos cuando me embolsó un remolino y caí 40 metros en picada”.

El cuerpo del padre Chifri descansa en El Alfarcito.

Desde el volcán

Aquella primera nota de Socompa que hablaba desde un futuro seudo hipotético sobre el ramal C-14 y el paso de Socompa comenzaba así: “Están ustedes posados sobre esta mole de roca, a 6.031 metros de altura sobre el nivel del mar, cagados de frío. Es lo más súper mega alto de los Andes, en lo más remotísimo e ignoto de la puritita puna”. La nota invitaba a los lectores a ascender por el interior del volcán mediante un ascensor vidriado y visitar de ese modo a quienes haríamos Socompa, la web. Luego:

“Nosotros, los de Socompa, nos instalamos acá hace un tiempo cuya duración olvidamos, en las entrañas de este volcán. Discutimos todavía si vamos a crear un foco insurgente, una comunidad utópica, un hostel, un hotel boutique, un local de comida crudivegana o si de verdad vamos a dar el puntapié inicial a una iniciativa colectiva que…”.

Ahí se detenía la cosa por un rato. En si hacíamos o no Socompa, la web.

Luego la nota contaba en clave de leyenda remota, descreimiento y desmemoria la historia de eso que hoy llamamos Tren de las Nubes, subproducto berreta del C-14, y que las guías no terminan de contar bien:

“Más abajo, a la altura del paso de frontera, hubo alguna vez un tren que osó llegar. O eso dicen porque no lo creemos. Era el ramal C14 del Ferrocarril General Belgrano, de la época aquella, cuando existía Argentina. Seguramente escucharon hablar de Argentina, de la leyenda. La extensión de ese ramal era de 554 kilómetros solo entre Cerrillos y Socompa, donde ahora estamos nosotros y a donde ustedes acaban de llegar, con bravura. Los orígenes de aquel trazado ferroviario mítico –o por lo menos dudoso- se remontan a los estudios de alguien que suponemos trabajó dentro del cráneo de H. P. Lovecraft: otro árabe loco pero ingeniero, Abd El Kader. No creemos en nada de esto, pero dicen las tradiciones locales que aquellos delirios del islámico datan del año 1889. Los organismos técnicos del Estado concluyeron: el turco está chapita, mirá que hacer pasar un tren por arriba de estos abismos y estos cráteres rugientes. Pero hubo otros locos que siguieron en sus delirios al árabe y primer orate, Abd El Kader, cuyo nombre significa, dicen los doctos, Servidor del Fuerte.

Fueron esos otros ingenieros que sucedieron al árabe Abd El Kader de apellidos (en orden de aparición) Rauch, Candini, Schneidwin, Cassaffousth. Este último sugirió: ‘Debe utilizarse cremallera para vencer la fuerte pendiente’”.

Ni en el ómnibus ni en el tren ni en la página web se mencionan los apellidos de los sucesivos ingenieros El Kader, Rauch, Candini, Schneidwin, ni Cassaffousth. Abd El Kader no era turco sino un italiano de ascendencia argelina y de nombre Luigi que se vino a las Américas. En el discurso para el turista no hay contexto histórico ni se cuenta si algún sector económico, minero, agrario, el que fuera, hacía lobby para que se construyera el tren. Solo se menciona al ingeniero estadounidense Richard Maury, el realizador final de la obra, que no optó por los sistemas de cremallera para ascender los cerros y que tuvo que dejar su puesto y el país, mirá vos qué casualidad, echado por los milicos cuando el golpe del año 30, que paralizó la obra por seis años.

Antes de que ocurriera eso, decía la nota delirada de Socompa, con los datos históricos reales:

“hubo en tanto un jefe de hordas que pretendió hacer ciertos estos proyectos y unir naciones imposibles: Argentina, Chile, Bolivia, Paraguay, mediante varios trenes irracionales. Se llamaba ese jefe o caudillo de hordas –estamos siempre en un plano conjetural, fábulas y habladurías- Hipólito Yrigoyen. Luego sobrevino una reyerta: que si la construcción de esos ferrocarriles se sufragaba con capitales británicos o estatales, ya que las hordas se habían dado un Estado elemental, pringoso. Las patrañas dicen que fue al cabo un ingeniero estadounidense, Richard Maury, el que se escupió las manos y puso esas manos a la obra en 1921. Nos reímos con risa exquisita de esto. No creemos en nada. No nos consta siquiera la existencia real de algo llamado Argentina”.

Un poco más:

“Como sea, añejos documentos de origen más que incierto aseguran que en 1930 este tal medio huno, Hipólito Yrigoyen, fue quitado de su trono, decapitado después, y que las obras del tren inverosímil se interrumpieron de pronto como por antojo de un dios antiguo. Y que llegó otro dios y escupió en la cara al anterior y permitió continuar las obras en puntos perdidos de geografías fantasmales: Olacapato, Unquillal, Tolar Grande. Luego llegó otro reyezuelo llamado Mi General, Cuanto Valés, quien dirigió las obras a veces montado en un caballo pinto desde diversas cimas de montaña, otras veces conduciendo por cornisas un raro vehículo que respondía al nombre de El Justicialista. Acorde a rumores remotísimos y tan poco creíbles, los fanáticos del maléfico culto justicialista golpearon unos bombos gigantescos cuando el tren llegó a Socompa, pero los que realmente conocemos las entrañas del Socompa no creemos en esto”.

Viva la Patria

La excursión del Tren de las Nubes comienza a las 6.15 y termina a las ocho de la noche. Si uno tiene resto puede bajar del ómnibus, hacer una cuadrita, caminar por el paseo Balcarce y meterse en una de muchas peñas que juegan una alegre competencia de chacareras, zambas y bailarines que entran y salen de los locales. Pero no necesariamente uno sale con alegría de la excursión. El recorrido real en tren es de apenas una hora y de esa hora diez minutos se emplean en una rara maniobra que la guía describe en éxtasis, como si se tratara del gol de Maradona a los ingleses. Tan poco tiene para decir que se detiene diez minutos en eso.

A esa altura el ómnibus ya quedó estacionado en la estación San Antonio de los Cobres cuyo nombre también es hermoso. Pero sucede que lo que queda de la vieja San Antonio de los Cobres es poco y ese poco está perdido en un pueblo que es más bien un inmenso campamento de cemento rajado por el sol de la puna, todo enteramente pavimentado, parejitas y feas las casitas ya sean de planes de viviendas populares o de los mineros. A todo esto, a esta altura de las alturas, 3775 metros sobre el nivel del mar, caminar cinco pasos seguidos provoca una taquicardia interesante. Y no te cuenta nadie que San Antonio, el original, fue protector de mulas y arreos ni que en este punto geográfico se traficaban hace siglos las riquezas del Potosí o los salitrales de Chile, ni que eran magnificas las ferias de mulas y toros.

Bienvenidos por fin al tren, aun cuando el trayecto desde San Antonio de los Cobres tiene un paisaje menos atractivo que el que se recorre en ómnibus: puna aplastada en lugar de los rojos, los ocres, los marrones, los cardones florecidos clavados sobre las laderas y esas formaciones extraordinarias que se parecen a inmensas procesiones de monjes rusos medievales o de brujas cubiertas por largas ropas oscuras. Y esos cielos, y esas nubes.

Ya superando los 4.000 metros de altura el tren se va acercando a su destino final: el viaducto La Polvorilla. 224 metros de largo, 63 metros de altura, 1590 toneladas de peso. Luego va lento el tren, en ascenso penoso, pegado a la izquierda a una pared vertical de piedra dinamitada. A unos 500 metros –anunció la guía dos- esperan campesinos y pobladores esperando vender algunas de sus cositas, sus artesanías.

Entonces lo primero que se ve, apretado o adherido a las piedras cortantes y con riesgo de caer a las vías, es a un adolescente de piel curtida con su poca mercadería, como si quisiera venderla por las ventanillas del tren en movimiento. El pibe medio campesino, medio artesano, medio mendigo, medio cabra, en un espacio imposible entre el andar de los vagones, entre lo medio oscuro y la piedra. La imagen recuerda la terrible secuencia de Tiré Dié, el documental histórico de Fernando Birri (1960), en la que los chicos desharrapados de Santa Fe corren por las estructuras de hierro de un viaducto de dos kilómetros sobre el río esperando que los pasajeros les tiren una moneda. Ver acá a partir del minuto 22.

Al fin el tren de los turistas sobrepasa ese filo y aparece siempre a la izquierda una plataforma chata y mínima, a 4.200 de altura, rodeada de abismos, en lo que a un porteño le parece la nada. La plataforma en altura está súper poblada de campesinos medio artesanos venidos y trepados desde quién sabe dónde. Quién sabe cuánto treparon con sus artesanías y si alguno ligó algún peso partido al medio. De un lado los turistas que pueden, mucho o poco. Del otro lado los que no tienen nada. La pareja del cronista, en ese momento, se puso a llorar y a putear.

Tranquilos todos. Como si la imagen del pobrerío apiñado en una nube no significara nada, en el tren suena a modo épico y triunfal un tramo de la banda sonora de La Misión, Ennio Morricone. Como si el trencito del orto hubiera logrado una hazaña. Como si la Patria gozara de una salud estupenda. Y menos mal que no se cumplió lo anunciado en el programa de la excursión: cantar Aurora.

Último apunte. El cronista esperaba con grandes expectativas el paso por la localidad de Santa Rosa de Tastil. Solo por lo bello –otra vez- de su nombre y por un huayno que cantaban Los Fronterizos. Al cronista, que muy de vez en cuando pela una guitarra, se le da por cantar ese huayno que comienza diciendo “La palomita blanca de los nevados/ vuela por Santa Rosa de Tastil”. Al cronista se le da por cantarla en mi menor, con entonación de blues. El programa horario del Tren de las Nubes decía: “17:20 hs. Santa Rosa de Tastil, Parada técnica con visita opcional al Museo Arqueológico. Merienda”.

La merienda fue otra porquería, la calle que daba vuelta a un cerro pintaba bellísima, pero la parada técnica de 20 minutos no dio tiempo de nada.

Aquella nota delirada del que escribe sobre el volcán Socompa, el paso de Socompa, la historia rota del ramal C-14 del ferrocarril Belgrano, lo interminado, tenía su razón de ser. De la vieja red ferroviaria nacional queda poco y nada. Del ramal C-14 que insumió vaya a saber cuántos miles o millones de toneladas de hierro importado, cuánta muerte de obreros (hay un cementerio para 20 en el camino) y cuántos miles de cartuchos de dinamita solo quedan 50 minutos reales de trayecto sobre trocha angosta a cambio de 7.500 pesos. El tren que llevó al cronista llevaba un mínimo de 500 personas. $7.500×500 =  $3.750.000. Pero las tres pibas originarias te daban una masita con dulce de leche y un pancito reseco. Y el almuerzo en San Antonio de los Cobres lo garpa el turista. Nosotros, cronista y su pareja co-cronista, comimos un estofado de arroz y estofado de pollo que estaba riquísimo. No lo pagamos caro, pero sí con una intoxicación putísima que duró cinco días.

En algún tramo de aquel texto inaugural de Socompa se decía esto:

“Nada de esto importa realmente porque aun si fuera cierto que alguna vez hubo un país llamado Argentina y un tren que llegó a donde nosotros moramos, ese tren de seguro transportaría gentes harto desagradables: oscuras, de pieles cetrinas, con poco dominio de nuestra lengua, menesterosas y hablantes de lenguas arcanas, imposibles. Es fácil imaginar el mal olor que exudaban sus cuerpos y una carga en los vagones de pobres mercancías baratas, más cabras y gallinas, azúcar y sal y papas de todo tipo”.

“Nosotros, los de Socompa, vivimos en las entrañas del volcán y tenemos grandes proyectos y sabemos que nunca hubo un tren ni un país”.

*Eduardo Blaustein. Licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Autónoma de Barcelona. Trabajó en periodismo en España y en Argentina, donde fue editor, jefe de redacción o director de distintas publicaciones: Página/12, Veintiuno, Crítica de la Argentina, entre otros medios. Además de haber ejercido la docencia, es autor de tres libros especializados en Medios, Cultura y Política (uno de ellos, “Decíamos ayer. La prensa argentina bajo el Proceso”, es un clásico de lectura recomendada en las carreras de periodismo). Publicó cuatro novelas, una de las cuales, “Cruz Diablo”, fue premio Emecé. Sus últimas dos novelas son “El Pichi. O la revolución de los frágiles” y "Las Estrafalarias aventuras del santo padre Castañeda".







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