Allende y el golpe de las mujeres burguesas

Por Maciek Wisniewski*
para La Jornada (México)
Publicado el 13 de septiembre de 2013

      Una de las simplificaciones acerca del golpe de Estado en Chile (11/9/73) –del que conmemoramos los 40 años– es que Salvador Allende y su gobierno fueron derrocados por Estados Unidos.

Si bien el papel de Washington en orquestar el golpe fue crucial, el socialismo democrático en Chile –también una piedra en el zapato estadunidense, sobre todo desde el punto de vista de la guerra fría– fue suprimido principalmente por sus clases altas, la derecha oligárquica, los círculos empresariales (junto con las trasnacionales) y los militares golpistas traidores, para quienes las reformas de la Unidad Popular (UP) y el fortalecimiento de las clases bajas, que mediante sus luchas la llevaron al poder tres años antes, amenazaban los intereses vitales e incluso la misma existencia de la sociedad burguesa.
Dentro de la burguesía un papel destacado, aunque bastante instrumental, jugó un sector en particular: las mujeres.
Ryszard Kapuscinski, el gran reportero polaco que llegó a Chile en 1967 como corresponsal de la Agencia Polaca de Prensa (PAP), donde permaneció hasta que tuvo que abandonarlo debido a una filtración accidental de un rumor sobre un posible golpe al presidente democristiano Eduardo Frei (que más tarde dijo que estaba dispuesto a sufrir uno si esto le cerrara el camino a la izquierda), un error que no pasó a mayores, gracias, quizás, a la protección del mismo Allende, en aquel entonces presidente del Senado (véase: Artur Domoslawski, Kapuscinski non-fiction,Barcelona, 2010, p. 254), así contó un casual y traumático encuentro con el mundo femenino cuando buscaba casa: Los pisos que me ofrecían pertenecían a mujeres: damas de edad avanzada, viudas, divorciadas, solteras, entradas en años; tocadas con cofias, adornadas con estolas y calzadas con pantuflas. Después de saludarme me enseñaban unas habitaciones increíblemente abarrotadas de trastos, luego nombraban una cifra desorbitante que, se suponía, era una cifra que debía pagarles al mes, y finalmente me entregaban el contrato, que aparte de las condiciones de pago contenía un inventario de los objetos que se encontraban en el piso. No era una hoja de papel, sino todo un legajo, un volumen de considerables proporciones que, en un sentido estrictamente paranoico, podría constituir un documento apasionante para los sicólogos que investigasen el grado de locura al que pueden llevar al ser humano la codicia y el ansia de poseer objetos inútiles y del todo innecesarios. Página tras página se extendía la lista de cientos... no, miles, de absurdas chucherías: gatitos, figurines, platillos, tapetitos, cuadritos, jarroncitos, marcos, pajaritos de cristal, de felpa, de latón, de fieltro, de plástico, de mármol, de viscosilla, de corteza, de cera, de satén, de laca, de papel, de nueces, de mimbre, de conchas, de dientes de ballena, de nonadas, bobadas, combas, trombas, hecatombes (p. 250).
Kapuscinski lo entendió como una expresión de la naturaleza barroca de lo latinoamericano, pero patológica y kitsch; sin embargo, hay otra posible y bastante obvia lectura (política y clasista), que permite verlo como una excelente manifestación del mundo y del imaginario burgués de las mujeres que luego se sintieron amenazadas por los cambios progresistas, volviéndose un bastión del golpismo.
Entendida así, la descripción de Kapu vale más que 100 análisis políticos: es un material no sólo para los sicólogos, sino también para todos los que quieran entender el principal motor detrás de las maniobras para desestabilizar al gabinete de Allende: la mente reaccionaria.
A los ataques terroristas, la huelga patronal de los camioneros, el paro minero, la asfixia crediticia e inversionista, el boicot estadunidense (¡Ni una tuerca, ni un tornillo para Chile!, Nixon dixit) y el acaparamiento de mercancías por la misma burguesía para fomentar el desabasto y la desafección al gobierno popular (una estrategia diseñada en Washington, hoy realizada en Venezuela) se sumaron las manifestaciones de las mujeres organizadas por Jaime Guzmán (el cerebro de Pinochet) y su gente de la Universidad Católica, que movían las masas pero desde la derecha (una burguesía en la escuela de Lenin, véase: La Jornada, 1/9/13).
Su contribución a la cultura política fue el cacerolazo, una marcha con ollas y cacerolas vacías, símbolo de carestías (inaugurada en 1971, durante la visita de Fidel Castro), una imagen tanto memorable como patética: mujeres cuicas de clases medias y altas que salían de sus casas abarrotadas de chucherías, flanqueadas por los fascistas de Patria y Libertad, algunas con sus empleadas que les cargaban las ollas en que ellas mismas jamás habían cocinado y que nunca tuvieron problemas en llenar. Un producto perfecto de la lucha ideológica.
Margaret Power, analizando este fenómeno subraya que en este sector caló particularmente hondo el anticomunismo y el discurso de la amenaza marxista; aunque el movimiento fue dirigido desde las clases altas, logró agrupar también a mujeres trabajadoras (Acción Mujeres de Chile y Poder Femenino). Pero su principal y más devastadora conclusión es que el éxito de la derecha en mover a las mujeres se debía al abandono de la agenda de género por parte del gobierno de Allende y a la ceguera de la UP que no veía en ellas actoras políticas independientes ( Right-wing woman in Chile: feminine power and the struggle against Allende 1964-1973,Penn State University Press, 2002).
Aunque las mujeres burguesas ayudaron a preparar el camino al 11/9, se requirió de hombres armados para completar la trama golpista y luego de otros para imponer el nuevo modelo económico (al final eran Chicago Boys y no Chicago Girls).
Más tarde las mujeres regresarían a la escena política como uno de los pilares de la dictadura (1973-1990), o al menos eso pretendía aparentar todo el operativo a cargo de la generala, Lucía Hiriart de Pinochet.
Si no fuera por la mujer, el marido tal vez se hubiera ahogado en un mar de vacilaciones. Cuentan que mientras el general Augusto Pinochet titubeaba hasta el último momento si unirse al golpe o no (del cual no fue ningún artífice: finalmente encabezó la junta sólo por su función de jefe de las fuerzas armadas), fue su esposa, Lucía Hiriart, quien lo instó a tomar una decisión. El general temía el fracaso (¡sic!); la generala sabía que ese era el momento.

Una vez consumado el golpe, esta mujer de gustos finos y caros, que jamás había trabajado en su vida, puso manos a la obra realizando una importante labor política disfrazada de caridad. Su plan: convertir a las mujeres en uno de los soportes del régimen.
Como gobernanta de CEMA-Chile, una red de centros de enseñanza para las mujeres de bajos ingresos, edificó una impresionante plataforma social para la dictadura; por su disposición, las cursantes, aparte de las clases de macramé o bordado, atendían también las pláticas como Las estrategias de la penetración comunista en la sociedad chilena.
A su servicio puso a esposas, hijas, madres y abuelas de militares y de operadores civiles del régimen, quienes recorrían el país regalando por ejemplo los ajuares para los bebés y pregonando las bondades del nuevo régimen. Así CEMA-Chile se transformó en un poder paralelo al ejército de su marido: Somos mujeres que usamos el uniforme del amor, decía (Marcela Ramos, “El poder de la generala”, en: The Clinic,11/9/13).
Igual que las mujeres burguesas que se oponían al gabinete de Allende (véase la entrega anterior), las buenas mujeres del gobierno militar también rechazaban una postura feminista, defendiendo los valores tradicionales, como naciónfamilia,maternidad, etcétera, una prolongación de la extraordinaria operación de diseminación de falsa conciencia que realizó la derecha chilena, logrando, al explotar el tema de género, no sólo crear una especie de “proto Tea Party femenino”, sino también canalizar el activismo de las mujeres para reforzar su propia agenda patriarcal y ultraconservadora.
Pero mientras la señora Lucía tejía sus redes de poder y las súbditas de ella hacían bordados patrióticos, sus esposos perseguían a otras mujeres que no encajaban en el perfil de la casada con la patria.
Ya en las primeras horas del golpe los milicos, todos buenos católicos ytradicionalistas, detenían por las calles a las mujeres en pantalones porizquierdistas, las humillaban públicamente, cortaban las mangas con bayonetas o de una vez se las llevaban a los centros de detención.
La violencia y el terror desatados tras el 11/9 convirtieron el cuerpo de la mujer en un objeto favorito de los carniceros represores. A la muerte y al inimaginable sufrimiento por violaciones, golpes o torturas con descargas eléctricas hay que sumar el sufrimiento de esposas, hijas, madres, abuelas o nietas de otros detenidos, muertos o desaparecidos.
La apropiación del tema del género tenía también sus dimensiones simbólicas. Cuando Pinochet retomó el peso como moneda oficial de Chile (sustituido brevemente por el escudo 1958-1975), desde 1981 se acuñaron monedas de 5 y de 10 pesos que rendían homenaje al golpe: en el anverso tenían la imagen del Ángel de la Libertad, una mujer alada con brazos en alto rompiendo las cadenas y una leyenda “LIBERTAD – 11.IX.1973” (¡sic!), un símbolo de la liberación del régimen del corte marxista(¡sic!).
Mi ex compañera, chilena, que de niña llevaba en el bolsillo estas monedas para pagar el colectivo al colegio, reflexionando sobre el tema más tarde vio en esto un salvaje acto de violencia simbólica, un ataque cruel a su propia identidad y a la identidad de todas las mujeres chilenas, la mejor muestra de lo nefasto e inhumano de la dictadura.
Retiradas oficialmente en 1990, con el retorno de la democracia, estas monedas circulan hasta ahora ( Télam, 8/9/13), otro pequeño ejemplo de que el legado de Pinochet sigue vivo en Chile.
Aquí es donde, con la mira en las elecciones presidenciales del 17 de noviembre, se pone interesante: no sólo las dos principales candidatas son mujeres, sino representan dos versiones divergentes acerca del golpe y la dictadura.
Michelle Bachelet, favorita en las encuestas, candidata de la Nueva Mayoría (ex Concertación, más los comunistas), ex primera mandataria (2006-2010), ex jefa de la ONU-Mujer, hija del general de fuerza aérea Alberto Bachelet, leal a Allende, arrestado por traición a la patria, torturado y asesinado (odiado por la derecha por ser responsable por el abastecimiento cuando la burguesía obstruía la distribución de bienes), promete liquidar los últimos vestigios del pinochetismo.
Evelyn Matthei, senadora, ex ministra del Trabajo en el gabinete de Sebastián Piñera, postulada por la Unión Demócrata Independiente (UDI) pinochetista, hija de otro general de fuerza aérea, Fernando Matthei, golpista que formó parte de una de las juntas con Pinochet, defiende los logros de la dictadura e incluso asegura que todos los chilenos pedían el golpe (¡sic!; extraña que no dijera pronunciamiento militar, un eufemismo que usa la derecha para disfrazar lo ocurrido el 11/9).
Uno de los principales vestigios del pasado que pesa sobre el presente es la Constitución pinochetista de 1980, redactada en gran parte por el mismísimo Jaime Guzmán, fascista y gremialista, fundador de la UDI, que elaboró una justificación del golpe, de la dictadura y de las violaciones a los derechos humanos y que estuvo detrás de la conversión de las mujeres burguesas en un grupo de choque contra Allende.
Allí y en algunas leyes secundarias aún vigentes plasmó toda su ideología conservadora ( El Mostrador, 9/9/13), también acerca del papel y de los derechos de la mujer (en Chile no está permitido ni siquiera el aborto terapéutico), una oscura herencia que aun a 40 años del golpe tiene amarradas a las mujeres chilenas.
* Periodista polaco

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