Ramón Carrillo*. La grandeza y el exilio

Por Guillermo Marin*
para Medicina y cultura
Año 4 Nº 39 Abril de 2010 

Parte I

La vida y la obra de Ramón Carrillo son monumentales, acaso como su humanidad: medía un metro ochenta y, en sus momentos de mayor gordura, llegó a sobrepasar los ciento veinte kilos. “El Negro”, como lo llamaban sus amigos, era un hombrón de frente amplia, mofletudo, de mirada bonachona y de caminar lento; y, aunque sus manos eran grandes y pesadas laceraban el tejido del cerebro humano con la delicadeza de un arpista. Sufría de una leve dispersión. Por momentos parecía que su mirada tenía la facultad de traspasar el concreto, pero cuando volvía de ese lugar al que sólo acceden los seres dotados de una inteligencia excepcional, regresaba con las maletas desbordadas de proyectos. A los dieciséis años ya había escrito un libro al que llamó “Glosa para humildes”, un ensayo crítico en el que desnudaba la situación por la que atravesaban los empleados públicos que no tenían posibilidad de jubilarse. Ramón Carrillo escribió ciento cuarenta y cuatro trabajos científicos, fundó ciento cuarenta y un hospitales, sesenta institutos de especialización, cincuenta centros materno-infantiles, dieciséis escuelas técnicas, veintitrés laboratorios e instituciones de diagnóstico, nueve hogares-escuela, numerosos centros sanitarios en veinte provincias y llevó a cabo la duplicación del número de camas hospitalarias en el país. Consiguió erradicar el paludismo de la Argentina, la difteria y reducir en forma drástica la tuberculosis y el Chagas. Creó la EMESTA (Especialidades Medicinales del Estado), la primera fábrica nacional de medicamentos como una forma de ponerle coto a los sobreprecios de la manufactura extranjera. Pero además, y entre otras cosas, fue docente, decano interino de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires y el primer ministro de Salud que tuvo la Nación. Probó el éxito y la notoriedad pública cuando trabó amistad con el entonces coronel Juan Domingo Perón y su mujer, Eva Duarte. Podría decirse que su existencia estuvo regida por una sola pendiente: la ejecución. El ejemplo más elocuente es que sin duda el doctor Carrillo revolucionó la medicina sanitaria: su Plan de Salud Nacional, que formó parte del Plan Quinquenal instrumentado por Perón, tenía nada menos que cuatro mil páginas. Allí, Carrillo planteaba un modelo sanitario descentralizado en regiones, la posibilidad concreta de que todo ciudadano pudiese acceder a la atención primaria sin restricción alguna. Todo eso lo hizo con la ayuda de una computadora (fue el primero que trajo un ordenador al país) que había alquilado en Inglaterra. Con esa inmensa máquina que ocupaba todo el subsuelo del Ministerio, realizó una estadística sin precedentes sobre la salud en la Argentina. De todo aquello, el doctor deducía que la salud “es un derecho inalienable de los pueblos y obliga al Estado a garantizarlo en forma indelegable”. Quienes conocieron a Carrillo en persona, lo describen como a un ser con un sin número de capacidades extraordinarias. Por ejemplo, de su obra “Teoría del Hospital”, de cinco tomos, se desprenden dos volúmenes más sobre “Arquitectura Hospitalaria”, que proponen un estudio minucioso sobre el diseño de hospitales, pero teniendo en cuenta las ideas más avanzadas sobre urbanismo europeo. Eso se tradujo en la construcción de centros de salud espaciosos, luminosos y funcionales. Otro tanto habla de su potencialidad creativa y de su conocimiento sobre la mente humana, un particular tratado llamado “La guerra psicológica”. Carrillo fue también un prolífico estadista, el primer hombre de ciencia que en el país empezó a hablar sobre una disciplina hasta ese momento desconocida llamada cibernología, o la aplicación de la cibernética como instrumento para la organización del Estado. Todas estas ideas revolucionarias cautivarían a un gran seductor de masas: el fundador del peronismo en la Argentina. 



Del mismo modo, Carrillo vive inmerso en su tiempo. Matizaba el inmenso trabajo diario junto con un grupo de bohemios, cuyo escenario se montaba entorno a una mesa de café. Ramón vive no sólo la bohemia literaria y filosófica en los cafetines de la ciudad, donde descollaban las personalidades de Homero Manzi, Arturo Jauretche, Gabriel del Mazo, Raúl Scalabrini Ortiz y Luis Dellepiane, sino que, además, suscribe con las ideas políticas de ese grupo de hombres que se alineaban bajo la Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina. La FORJA, fue un movimiento ideológico que intentó recuperar las ideas nacionalistas de Hipólito Yrigoyen (derrocado por el golpe de estado del general José F. Uriburu) y levantar las banderas de la defensa de la soberanía nacional. Por entonces, Ramón era un muchacho de treinta años, peinado a la gomina, que leía novelas policiales y que creía en la revalorización de los recursos nacionales como única forma de poner en marcha un país que se desmoronaba por la crisis económica y el saqueo. Carrillo vivió desde su infancia rodeado de una atmósfera intelectual. Ramón, el mayor de once hermanos, era hijo de un padre docente, periodista y político y de una madre, si bien ama de casa, instruida. Había nacido en la provincia de Santiago del Estero el 7 de marzo de 1906, en una casona de la calle Córdoba número 49, a dos cuadras de la plaza Libertad. Hizo la escuela primaria en cuatro años (rindió el quinto y el sexto grado libres), de modo que a los doce se encontraba realizando estudios secundarios en el Colegio Nacional de Santiago del Estero. Durante esa etapa educativa escribió una semblanza histórica llamada “Juan Felipe Ibarra: su vida y su tiempo”, con la que ganó una medalla de oro. La misma distinción recibió en 1923 al terminar el bachillerato. Ramón fue un joven apasionado y sensible; tanto es así que durante el viaje hacia Buenos Aires (impulsado por su vocación por la medicina) sintió una gran aflicción, mientras observaba, como un testigo impotente, la angustiosa situación de pobreza e insolvencia sanitaria por la que atravesaban los pueblos vecinos de su provincia natal. Tal vez, esta dura imagen de una realidad emergente, lo llevó a hacerse una promesa: cambiar de raíz el obsoleto sistema de salud en la Argentina.

En 1929 una nueva medalla de oro se balancea sobre su pecho. Diecinueve sobresalientes y ocho distinguidos más el “Premio Facultad”, otorgado por su tesis doctoral, son la mejor carta de presentación para el doctor Ramón Carrillo. Un año después, sobre la base de sus antecedentes, obtiene la beca universitaria para realizar estudios de posgrado en el extranjero. Ramón encuentra tanto en Ámsterdam, París y Berlín la mejor instrucción en base a los adelantos que en medicina neurológica se habían producido en la Europa de entonces. En un último viaje a España, el joven se somete a las órdenes del Premio Nobel de medicina, Santiago Ramón y Cajal. El navarro lo pondría al tanto de su nueva teoría conocida con el nombre de “Doctrina de la neurona”, un original postulado acera de los mecanismos que gobiernan la morfología y los procesos conectivos de las células nerviosas. En el Viejo Continente, Carillo escucha durante seis años lo que para sus oídos fue la melodía sublime de la ciencia, pues, a su regreso al país, los doctores José Arce y Manuel Balado, le confían la organización del laboratorio de neuropatología del Instituto de Clínica Quirúrgica de la Universidad de Buenos Aires.

Ramón Carrillo tenía cuarenta años cuando contrajo matrimonio con Isabel Susana Pomar, una hermosa mujer de enormes ojos color turquesa, diecinueve años menor que él. A Isabel la había conocido cuando fue profesor de un colegio secundario. Con el tiempo, ambos se casaron apadrinados por el General Perón y su esposa. Tuvieron cuatro hijos. La pareja Carrillo – Pomar, fue un vínculo amoroso de dos seres dotados de sentimientos semejantes. Isabel siempre estuvo dispuesta a acompañar a Ramón hasta las últimas consecuencias. Lo hizo cuando era ministro y lo hizo en el exilio. Sin duda, ella siempre defendió a su familia con recelo ante las difamaciones de las que fue objeto su esposo, antes y después de su muerte; ya que Isabel apuntó sus más duras críticas al Coronel Enrique Rotjer, uno de los involucrados en la Revolución Libertadora. En una solicitada patética al diario La Prensa, motivada por la angustia que le provocó el saqueo de su casa cuando estuvo exiliada en el exterior junto con su marido y sus hijos, decía: “Se acuerda usted, cuando se tiró en una cama y revolcándose con las botas puestas, pedía a gritos whisky importado y discos? ¿Se acuerda de que no hallándose en una garconniere (especie de habitación utilizada para encuentros amorosos)1 y sí en una casa de familia, abrió los cajones de las cómodas, extrayendo las piezas íntimas de mujer y levantándolas en alto como trofeos de victoria, acusó al nylon y a la seda de ser productos de contrabando?¿Sabrá usted decirme qué destino tuvo la colección de corbatas de mi marido, las lapiceras de oro, las medallas, las condecoraciones, regalos de sus amigos o pacientes y otros premios otorgados a su valor científico, como la estrella de oro y esmalte azul, regalo de Francia? ¿De la pistola Brownig, del tocadiscos Webster, de las dos radios portátiles y del secreto que contenían cuatro bolsas no identificadas que salieron con usted de mi casa?¿Sabría usted decirme de las otras “chucherías” artísticas que yo tenía en mi hogar y que después de su sonada visita ya a pesar de los focos de luz con que iluminaban el edificio y del cordón policial que rodeaba la manzana, desaparecieron a plena luz o cuando usted impartió la orden de que se hiciera sombra?

No existen más referencias acerca de la vida o el destino que corrió Isabel Pomar, luego de la muerte de Ramón. Acaso aquellas pocas pero audaces líneas son suficientes para vislumbrar su personalidad.

El general tiene quien le escriba

En la década del ´40, a Ramón Carrillo le sobraban antecedentes para cautivar a cualquier funcionario que tuviese el anhelo de sumar a su cartera ministerial, a un hombre con las capacidades intelectuales del doctor. Y es así, eso dicen las crónicas, que conoció al general Perón en el Hospital Militar Central, donde entonces Ramón era jefe del servicio de neurocirugía. Ahí mismo, bajo una cálida admiración mutua, Perón le dice a Carrillo: “No puede ser que en este país tengamos un ministerio para las vacas y no tengamos uno para atender la salud de la gente. Cuidamos más a las vacas que a los pobres”. Fue como si las palabras del general, a Ramón le hubiesen aceitado los resortes de su máquina hacedora; de modo que, de esa charla que ambos mantuvieron, al tiempo surgió la creación del Ministerio de Salud Pública. “Tengo un plan de salud para el futuro”, le dijo Carrillo un día a Perón, como una forma de ponerlo al corriente de lo que en materia de salubridad poblacional había gestado. Como se ha dicho aquí, el doctor Carrillo y sus colaboradores consiguieron redactar, en un tiempo record, las cuatro mil páginas que demandó su plan de salud. Con todo, el programa, que sobretodo apuntaba a la prevención de enfermedades, inauguraba en el país el concepto de medicina social. Pero no sólo eso obtuvo a través de su proyecto. El doctor consiguió articular la actividad de su cartera con otras reparticiones ministeriales, es decir, también mejoró la comunicación entre sus pares y con la cúpula del poder. Incluso, durante su gestión, también construyó una fructífera relación con la Primera Dama. “Estimado amigo, le escribía Eva Duarte al doctor en una nota fechada el 8 de marzo de 1951, es para mí un orgullo asignarlo asesor de la Fundación que presido y al hacerlo estoy reconociendo en el Dr. Ramón Carrillo su enorme devoción hacia la causa peronista y del General Perón”. Desde esa institución, el doctor creó los torneos infantiles Evita, que además de promover el deporte, valieron para elaborar una estadística sanitaria mediante un chequeo médico en niños y adolescentes. Sin embargo, su hermano Arturo confesó muchos años después: “…la relación entre ambos, parecería haber sido conflictiva aunque productiva a la vez”. ¿Acaso se refiere a la forma en que Eva Duarte de Perón manejaba los fondos para la construcción de los hospitales? Si bien la Primera Dama, se sabe, tenía por momentos un carácter arrollador, con Ramón lograba un entendimiento civilizado, es decir, cada cual a su manera sabía imponer sus ideas.

Todo lo que Ramón Carrillo logró crear y organizar como funcionario de gobierno, lo dejó por escrito. Su voz fue motivo de admiración y respeto no sólo en el país; sus trabajos llegaron a todas las naciones limítrofes, incluso, a varios estados europeos. Por ejemplo, el apartado que se desprende de su plan de salud llamado “Política alimentaria en la Argentina”, fue el espejo en el que se reflejó la instauración de estrategias sanitarias en Uruguay, Chile y Brasil. Ramón escribió hasta sus últimos días. Poco antes de morir, le estaba dando forma a su obra más representativa: “Teoría general del hombre” que, según él la describió como “mi obra maestra”. La teoría…era un ensayo filosófico y antropológico de dos mil páginas que Carrillo concibió en su mente y que había comenzado a escribir desde hacía varios años. “Creo que estoy haciendo una obra monumental desde el punto de vista integral, es decir, filosófico y metafísico. Después de eso si no me consideran un Kant o un Bergson, le pasará raspando”, le comentaba en una carta fechada el 20 de marzo de 1956, desde el exilio, y con su típico tono irónico, a su hermana Carmen. Pero aquellos innovadores escritos nunca se conocieron en público (salvo en una conferencia dada en la facultad de derecho del Estado de Do Pará, Brasil, en 1956); de ningún modo fueron editados para ser exhibidos en forma masiva, pues, tras la muerte de Ramón la obra quedó reservada sólo a su círculo familiar. 

Parte II

Cartas desde el exilio

La catástrofe de los Carrillo comenzó en Estados Unidos. Tras haber renunciado a su cargo de ministro y de haber solicitado licencia por sus cátedras, Ramón y su familia partieron del puerto de Buenos Aires el 15 de octubre de 1954, a bordo de la motonave “Evita”. La decisión del periplo guardaba dos motivos: mediante una beca otorgada por un laboratorio extranjero, le habían ofrecido la posibilidad de estudiar los efectos de un nuevo antibiótico. La segunda razón respondía a motivos de salud. Ramón Carrillo sufría de hipertensión arterial maligna, (tal vez debido a las secuelas que le dejó una grave difteria padecida a los 31 años) la que lo dejaba literalmente derrumbado en la cama con fuertísimos dolores de cabeza. En los últimos años su salud había empeorado tanto que ya no encontraba en la medicina de su país la forma de controlar las devastadoras cefaleas. Si bien en los Estados Unidos consiguió una leve mejoría, el deterioro de su humanidad seguía en aumento: Ramón llegó a tomar ocho aspirinas diarias. 

El retorno de los Carillo a Buenos Aires era inminente, pero aunque la beca incluía los pasajes de regreso, una huelga portuaria le impidió el retorno. Pese a los reclamos que Ramón realizó ante la flota de ultramar norteamericana, los pasajes, vencidos, no le fueron renovados, de modo que él y su familia de repente se encontraron varados a nueve mil kilómetros del hogar y con una total insolvencia monetaria. Pero aún faltaba lo pero: en cosa de una semana, la Argentina era uno más entre los países latinoamericanos violentados por una dictadura militar. Un golpe de estado, perpetrado por los generales Eduardo Lonardi y Pedro E. Aramburu, había provocado la muerte de más de dos mil personas, entre ellos civiles y militares. La Revolución Libertadora consiguió derrocar al general Juan Domingo Perón (quien huyó al Paraguay) y logró poner tras las rejas a muchos funcionarios del depuesto gobierno, incluso, a Alfredo, uno de los hermanos de Ramón. Con todo, y ante la incertidumbre que estaba viviendo en el exterior, el doctor le escribe a su hermana una desesperada carta de tono telegráfico pidiéndole el envío urgente de dinero. “A fin de mes nos echan de la pieza, departamento en el que vivimos amontonados. No tengo con qué pagar los comestibles. Nadie ayuda aquí. Vivo con dolores de cabeza. De allá la noticia más alentadora es de que en cuanto llegue me meten preso, no sé por qué carajos. No tengo plata para volver. Podría trabajar de mozo de café o de ayudante de cocina, si consigo. Pero realmente, desde el punto de vista físico no estoy capacitado”. La angustia que sintió el doctor en ese momento es indescriptible, a sabiendas de que su apellido formaba parte de una de las “listas negras” del flamante gobierno de facto. Al doctor se lo acusaba de “malversación de fondos públicos y de enriquecimiento ilícito”: una fábula inventada para ponerlo tras las rejas y como una forma de endemoniar lo hecho por la administración anterior. A Carrillo también se lo culpó de haber alojado enfermos mentales en su quinta de Adrogué, y que los hacía trabajar en su provecho. Al tiempo, Ramón se ocupó de aclarar la situación mediante una carta que envió a la Comisión Investigadora y que luego publicó en forma de folleto. No le creyeron, a pesar de que el doctor explicaba que, cuando se planteó la remodelación del Hospital de Neuropsiquiatría (hoy José T. Borda), tuvo que alojar temporalmente en su domicilio a varios internos, dado que “no había nadie quien los hospedara”. Semejante acto de humanidad le costó el descrédito de gran parte de aquella misma sociedad que lo aduló, y que luego terminó por hundirlo en el infundado mar del olvido. Cierto es que, cuando intentaron desalojar a los pacientes de la casa quinta para luego confiscarla, los ocupantes salieron a defenderla a punta de cuchillo.

Pese a todo, en aquellas desesperantes condiciones, el doctor encontró ayuda en el polémico senador estadounidense, Joseph McCarthy. El “cazador de brujas”, le propuso a Ramón trabajar como médico en una empresa minera de origen norteamericano ubicada en plena selva amazónica. Aunque no hay datos que profundicen las circunstancias por las cuales se produjo la relación amistosa que ambos funcionarios mantuvieron, Arturo Carrillo, hermano y biógrafo oficial de Ramón, admite que el doctor aceptó lo que le ofreció McCarthy. Prueba de ello son las numerosas cartas que en forma periódica el doctor le enviaba a su hermana desde Belém do Pará, Brasil. Lo más cruel de esos textos es la referencia que hace Ramón al siempre postergado viaje de regreso a la Argentina. “Esta espera se me está haciendo cada día más pesada, casi insufrible. Ya estoy prisionero aquí y no creo que me pueda mover”, confesaba. Hay algo más de toda esa abnegación: en Belém, Carrillo llegó una tarde al Hospital Santa Casa de la Misericordia con el intención de incorporase como médico de planta. Su propósito, además, era conseguir más dinero para solventar los cada vez más abultados gastos de su numerosa familia. “¿Qué especialidad hace usted?”, le preguntó el director del dispensario. “Neurología”, contestó Carrillo, sin aclarar quién era ni qué antecedentes tenía. “No hay partida para el puesto”, le disparó el funcionario”. “No me interesa cobrar un sueldo”, remató el doctor, sólo necesito un despacho”. Le ofreció un hueco debajo de una escalera. “¿Algo más necesita, doctor?” “Una mesa y una silla, respondió sonriente Carrillo, el lápiz lo pongo yo”. 

Esa cavidad donde Ramón instaló su consultorio debió cobijarlo por poco menos de un año. Atrás quedaba el recuerdo de su estadía ministerial en la Argentina en un edificio de tres pisos y que ocupaba media manzana. Aquel reducido espacio donde ejerció por última vez su medina, una tarde lo recibió agonizante: el severo derrame cerebral, producto de su altísima presión sanguínea, lo dejó inconsciente durante veinte días y con la mitad de su cuerpo paralizado. El doctor Ramón Carrillo falleció en la mañana del 20 de diciembre de 1956. Tenía entonces cincuenta años. A pesar de que el general Perón le pidió en varias oportunidades que “se viniera a Caracas”, (suponemos con la idea de que el doctor realizara un nuevo tratamiento) Ramón prefirió quedarse en Belém. En poco tiempo había logrado que aquella comunidad (inclusive indígena) lo venerase. La mayoría de las veces atendió a sus pacientes sin cobrarles un centavo, con lo cual hizo numerables amistades y algunos pocos discípulos. Pero esta historia, su inquietante historia, no terminaría en Brasil. Créase o no, después de muerto, Carrillo siguió siendo un exiliado político. Recién en 1972 sus restos fueron repatriados por sus hijos y llevados a su provincia natal, en una íntima y breve ceremonia. Es probable que Carrillo hubiese querido que sus restos quedasen en aquellas tierras que lo refugiaron y que le dieron muchas veces el sustento anímico necesario para terminar con sus escritos. Pero no lo sabemos. Poco antes de morir, en una carta que le dirigió a un amigo periodista, confesó: “…yo no puedo pasar a la historia como malversador y ladrón de nafta. Mis ex colaboradores conocen la verdad y la severidad con la que manejé las cosas dentro de un tremendo mundo de angustias e infamias”. Pero, de todos modos, el recuerdo que queda, entre tanta grandeza y tanto exilio, es el de un hombre dueño de su propio destino, libre, coherentemente libre.

Bibliográfica: 

1. Ramón Carrillo, el hombre, el médico, el sanitarista, Arturo Carrillo, 2ª edición, 2005, sin sello editor.
2. Revista Dinámica Social, Año II Nº 19, marzo de 1952.
3. Conferencia Dr. Raúl Matera, Aula Magna de la Facultad de Medicina, mayo de 1974.
4. Organización General del Ministerio de Salud Pública de la Nación, Ramón Carrillo, T.G.M.S. P. N, marzo de 1952.
5. La medicina tecnológica en la doctrina sanitaria, Ramón Carrillo, M.S.P.N, 1949.
6. Con Perón en el exilio, Américo Barrio, Crónica, Bs. As, 2 de septiembre de 1984.


*Ramón Carrillo neurocirujano, neurobiólogo y médico sanitarista de Argentina, que alcanzó la capacidad político-administrativa de ministro de esa nación. Wikipedia