Pobreza, ancianidad y muerte de Juan Manuel de Rosas

Por Manuel Gálvez*
Del libro Vida de Juan Manuel de Rosas. Buenos Aires EDITORIAL TOR 1940. Pags. 485 y 486

Y con el pasar de los días va aumentando la pobreza. Los peones, aquellos a los cuales les dejaba algunas libras en herencia, lo han robado; y él ha tenido que echarlos a todos. Sus amigos y parientes de Buenos Aires, los que lo socorrían, se marchan de este mundo. Estas muertes significan para él mayor pobreza y un acrecentamiento de soledad.

El 73 le ha escrito desde San Nicolás el coronel Prudencia Arnold. Le llama “el hombre de mi predilección y mis simpatías”. Don Juan Manuel le contesta hablándole de esa carta: “Es un calmante a mi malestar por pobreza en que vivo” Son un gran consuelo para el viejo las cartas de ese hombre fiel. “Su retrato de bulto es el único que hay en la salita de mi casa, en esta ciudad, frente a las ventanas de la calle”. No solamente, pues, lo admira y lo quiere. Desea que todos lo sepan, el viejo soldado que no se avergüenza de haber servido a sus órdenes.

¡Cuántos recuerdos lejanos evocarán en Rosas las cartas del coronel Arnold! Pensar que pronto hará cincuenta años que ambos pelearon en el Puente de Márquez, en ese combate que fue para Rosas el verdadero comienzo de su gloria.

El año 75 el anciano recibe el más cruel de los golpes: ha muerto Josefa Gómez. Esta mujer admirable ha sido la buena hada del desterrado. ¡Cuánto le debe! Lo socorrió con dinero, le obtuvo la ayuda de Urquiza, le reunió las suscripciones. Sus cartas debían hacerle sentirse un poco menos solo. Esa mujer abnegada, esa amiga fidelísima, raro ejemplo de lealtad, debía representar para Rosas la Patria; y sus cartas con ella, su diálogo con la Patria. Ahora él va a quedar en la sima de su soledad. Ahora podrá volver a escribir, con más razón que antes, que la vida, si ha de ser así, “es una agonía”.

Una agonía…Tanta pobreza que , un día de diciembre de 1876, se decide a escribirle a la hija de su amiga. Se decide a pedirle plata, sencillamente. ¿Cómo ella no ha continuado ayudando al viejo, siquiera por cariño a su madre, ya que no es capaz de comprender el honor que semejante ayuda la significaría? Don Juan Manuel le manda su protesta de veinticuatro años atrás. Le refiere cómo debió recurrir a personas amigas, las cuales, en su totalidad, han muerto. Y recordando su amistad con la madre y “los sentimientos virtuosos del corazón de usted y el de su amante esposo –le dice-, me he animado a enviar a usted esta manifestación, por si le es posible auxiliarme con algo anualmente”. ¡Doloroso, ver humillarse así al hombre altivo y fuerte de sus años y grandeza y de poderío! Han de haber sangrado el corazón y el alma de Rosas. Hay una densa tragedia moral en esas líneas solemnes que dirige a quien conoció cuando era una criatura, a la hija de su íntima y noble amiga.

Pero ya poco le queda por sufrir. Un día de marzo, el 22, en que Manuelita, anciana también, pues tenía sesenta y un años, se encuentra sola –Máximo se ha marchado, en febrero, a Buenos Aires, a gestionar la devolución de bienes- es llamada desde Swanthling por el doctor Wibblin. Acude junto a su padre y lo encuentra gravemente enfermo. Ocurre que el jueves 8, don Juan Manuel, sin preocuparse del frío invernal, salió a la tarde  a caballo para dirigir el encierro de unos animales.

Había vuelto a la casa de la chacra con tos. A la noche tenía fiebre. El médico ha diagnosticado una congestión pulmonar, gravísima en un hombre de ochenta y cuatro años. Al otro día ha arrojado sangre y le ha sobrevenido la fatiga.

Cuando ese día 12, que es lunes, llega Manuelita, su padre está casi moribundo. Ella le escribe a Máximo: “¡Pobre Tatita! ¡Estuvo tan feliz cuando me vio llegar!” No obstante su gravedad, el enfermo dispone el turno de los que han de cuidarlo. Al día siguiente de llegar Manuela, reacciona poco. Charla con ella y con el médico. Le ordena a su hija que vaya a descansar y que lo cuiden sus criadas Mary Ann y Alice.

Es el 14 de marzo de 1877. A las seis de la mañana, Alice avisa a Manuela que su padre está muy mal. Ella salta de la cama, se instala a su lado y lo besa muchas veces, como hacía siempre. Siente la mano helada. “Cómo te va, Tatita?” Él la  mira “con mayor ternura” y le contesta: “No sé, niña”...Y la “niña” de sesenta y un años -¡cuánta ternura hay en esa palabra “niña”, dirigida a una mujer de su edad y en semejante momento!- sale para ordenar que llamen al médico y al confesor. Y cuando ella vuelve, ya su padre no vive.

¡Ha muerto don Juan Manuel de Rosas! Su entierro es muy sencillo y pobre: un solo coche y unas pocas personas. Pero algo le da la grandeza del entierro de un héroe: sobre el féretro va una bandera argentina y la espada de San Martín. La más gloriosa espada de la Patria lo acompaña.Es como un trofeo ganado por su patriotismo y como un símbolo de sus doce años de lucha por la independencia política, económica y espiritual de América.

En su tumba no se ha pronunciado ningún discurso. Pero pocos meses más tarde, Juan Bautista Alberdi escribe unas bellas palabras, que son como una oración antes de sus restos. “Mientras se levantan altares a San Martín –dice el ilustre escritor-, su espada está en Southampton, sirviendo de trofeo monumental a la tumba de Rosas, puesta en ella por las manos mismas del héroe de Chacabuco y Maipo”. Agrega: “Su conducta en Europa no ha sido inferior a la de San Martín”.

Afirma que su respeto al vencedor, “sin coacción ni motivo de temor, es tenido en todo país civilizado como respeto liberal tributado a la Ley. Este solo antecedente lo hace merecedor de que sea la tierra clásica de la libertad la que pese ligera sobre sus restos mortales”. Y en un rasgo de noble arrepentimiento, exclama: “Yo combatí su gobierno.Lo recuerdo con disgusto”.

Pero allá en la patria lejana, donde gobiernan hombres pequeños, casi nadie opina como Alberdi. He aquí que los parientes de Rosas mandan decir una misa por su alma. Trátase de una ceremonia religiosa absolutamente privada, del legítimo derecho de rogar al Altísimo por un muerto.

Pero el “liberal” gobierno de la provincia prohíbe la misa. Uno de los ministros que firman el dictatorial decreto es Vicente Quesada, aquel diplomático que visitara a Rosas en 1873. Dios lo castigará más tarde, encendiendo el alma de su hijo, del muchacho que lo acompañaba, una auténtica pasión por la justicia histórica que lo convertirá en una de las columnas de la rehabilitación del condenado.

Rosas no ha muerto
por Manuel Gálvez
Vida de don Juan Manuel de Rosas. t III. p.924.Ed.Arg.1974   

Don Juan Manuel de Rosas no ha muerto. Vive en el espíritu del pueblo, al que apasiona con su alma gaucha, su obra por los pobres, su defensa de nuestra independencia, la honradez ejemplar de su gobierno y el saber que es una de las más fuertes expresiones de la argentinidad.  Vive en los viejos papeles, que cobran vida y pasión en las manos de los modernos historiadores y que convierten en defensores de Rosas a cuantos en ellos sumergen honradamente en busca de la verdad, extraños a esa miseria de la historia dirigida, desdeñosos de los ficticios honores oficiales.  Y vive, sobre todo, en el rosismo, que no es el culto de la violencia, como quieren sus enemigos o como, acaso, lo desean algunos rosistas equivocados. 

Cuando alguien hoy vitorea a Rosas, no piensa en el que ordenó los fusilamientos de San Nicolás, sino en el hombre que durante doce años defendió, con talento, energía, tenacidad y patriotismo, la soberanía y la independencia de la Patria contra las dos más grandes potencias del mundo.  El rosismo, ferviente movimiento espiritual, es la aspiración a la verdad en nuestra Historia y en nuestra vida política, la protesta contra la entrega la Patria al extranjero, el odio a lo convencional, a la mentira que todo lo envenena.  El nombre don Juan Manuel de Rosas ha llegado a ser hoy, en 1940, lo que fue en 1840: la encarnación y el símbolo de la conciencia nacional, de la Argentina independiente y autárquica, de la Argentina que está dispuesta a desangrarse antes que se estado vasallo de ninguna gran potencia.  Frente a los imperialismos que nos amenazan, sea en lo político o en lo económico, el nombre Rosas debe unir a los argentinos.  Estudiemos su obra y juzguémosla sin prejuicios. Y amémosla, no en lo que tuvo de injusta, excesiva y violenta, sino en lo que tuvo de típicamente argentina y de patriótica.