La muerte de Don Juan Manuel de Rosas

Por Tomás Eloy Martínez
para Revista Panorama, Nº 136, 2 al 8 de diciembre de 1969.

A nadie parecía importarle aquella muerte. Cuando el cortejo fúnebre salió de la iglesia católica de Saint-Joseph, en Bugle Street —después de un responso que duró doce minutos—, el alcalde de Southampton estaba en los muelles del río Test, apadrinando la botadura de una fragata, y una cuadrilla de peones demolía el primer piso del hotel Windsor, donde el difunto había vivido su primer año de exilio. Era el 15 de marzo de 1877, y en el Southampton Times & Hampshire Express (que dedicaba treinta y dos líneas en su edición del día a trazar una indiferente semblanza de Juan Manuel de Rosas) se anunciaba para el anochecer una tormenta que avanzaba desde Escocia y amenazaba con interrumpir la adelantada primavera de la costa.

El cortejo se desvió lentamente hacia la catedral normanda de Saint-Michael, alcanzó la Calle Mayor y siguió rumbo al norte… En un carruaje descubierto —»un landó reformado para las aventuras funerarias», según narra Elsie Sandell, la historiadora oficial de la ciudad — iba el ataúd de roble, cubierto por una bandera argentina. Detrás, en el pequeño brougham, viajaban Manuela Rosas de Terrero, hija del muerto; Augusta Gordon, hermana del héroe de la campaña de China, y Elizabeth Adams, un ama de llaves que servía a Manuela desde su casamiento, en 1852. Las escoltaban quince jinetes, con las monturas tocadas por crespones; dos de ellos se acercaban a intervalos a las ventanillas del brougham y hablaban con las mujeres: eran Máximo Manuel y Rodrigo Thomas Terrero, de 20 y 19 años, nietos de Rosas.

(…) Los cocheros apuraron la marcha, tomaron la carretera de Londres y enfilaron hacia el Cementerio Común, donde una fosa esperaba abierta desde las 9 de la mañana.

A partir de ese momento, los archivos difieren en los detalles: el Hampshire Echo informa que un capellán tomó la bandera que abrazaba el féretro, la roció con agua bendita y la entregó a Manuela; la señora Sandell asegura que la bandera descendió a la fosa y que Máximo Manuel depositó sobre ella el sable corvo de las campañas de la Independencia que José de San Martín le había regalado a su abuelo. Pero la tumba sigue emplazada en el mismo sitio, cincuenta metros a la derecha de las verjas de entrada, en las que alguien forjó, dos siglos atrás, las rosas de los Lancaster y de los York.

De otras mudanzas se han alimen­tado los años, sin embargo: a partir de 1880 empezó a crecer en torno de la sepultura el cementerio judío de la ciudad; Rosas descansa ahora en un vértice flanqueado por lápidas con ins­cripciones hebreas,  apenas separado de ellas por un cerco bajo y espinoso. Sobre el antiguo túmulo fue erigido en 1938 un pedestal de mármol rojizo, coronado por una cruz. La cara frontal del monumento recuerda al brigadier general, «nacido en Buenos Aires el 30 de marzo de 1793, llegado a Inglaterra en 1852 y muerto en Southampton el 14 de marzo de 1877». Debajo de esa leyenda hay otra que conmemora a Manuela, «la amante hija». Detrás está Máximo, el yerno; hacia la izquierda, Rodrigo Thomas, que sobrevivió 60 años al abuelo. Un castaño de las Indias, ya despojado de follaje por el otoño, deja caer sus ramitas secas sobre el mausoleo y la balaustrada que lo circunda. Separada de sus amos por un par de cruces celtas, yace «la fiel Elizabeth Adams». Treinta pasos hacia el norte, de espaldas a la capilla anglicana, asoma la sepultura de Manuel Máximo, «muerto en 1926 y nieto del ex dictador de la Argentina» (sic).

El guardián del cementerio, George Everton, ha visto detenerse ante el se­pulcro «a no más de un centenar de visitantes, en los últimos cinco años». Ruby, su mujer, y su hijo Raúl —que aprendió a leer debajo del castaño— suelen tropezar los 14 de marzo con ramos de flores silvestres, «que alguien deja caer detrás de la balaustrada». «Sólo eso: flores —dice Everton—. No han molestado a estos difuntos con servicios religiosos ni placas de homenaje.» (…)

Noche oscura del alma

Las fugas que preceden a los exilios políticos suelen comenzar de un mismo modo en estas latitudes; también son idénticas las escaramuzas del retorno, la soledad, las melancolías. Juan Manuel de Rosas no escapó a esos azares: su aventura final nació de una derrota, la de Caseros, el 3 de febrero de 1852. Aquella tarde, hacia las 3, se refugió en casa de Robert Gore, encargado de negocios inglés (Bolívar entre México y Venezuela), y mandó llamar a su hija Manuela, que había quedado en la quinta de Palermo. Con uno de los dedos heridos (el pulgar de la mano derecha), Rosas se quitó el poncho de su asistente, vistió de negro, y al filo de la medianoche, embarcó junto a Manuela en la fragata de guerra Centaur. El 7, ambos fueron trasbordados al vapor Conflict y zarparon hacia Inglaterra, mientras desvelaban a Buenos Aires las fiestas y los juicios sumarios.

La travesía del Atlántico fue retardada por la explosión de una caldera al salir del puerto de Santos: Máximo Terrero, el novio de Manuela, pudo así adelantarse al Conflict y esperar su llegada en Plymouth. El vapor atracó a fines de abril, entre sones militares y saludos oficiales. La recepción jubi­losa al dictador caído provocó una in­terpelación en la Cámara de los Lores que fue zanjada por el duque de Northumberland, jefe del gabinete, cuyos elogios a la política exterior de Rosas acallaron toda protesta. El 1º de mayo, los emigrados partieron en diligencia hacia Southampton y se alojaron en los hoteles Dolphin y Windsor. Tardarían dos años en descender sobre ellos las traiciones y las desgracias.

Trece días después de la fuga, Vicente López y Planes –gobernador pro­visional de Buenos Aires— ordenó la confiscación de los bienes de Rosas, para «resarcir al Estado de las mal­versaciones» en que habría incurrido. Las protestas de Juan N. Terrero —apo­derado del fugitivo— fueron al fin oí­das el 7 de agosto, cuando el propio Justo José de Urquiza, recién ungido director de la Confederación, anuló el decreto de López. La contramarcha fue providencial para Rosas, que había lle­vado consigo sólo 900 pesos fuertes, recogidos por Manuelita de las gave­tas de Palermo, y que los había gasta­do casi por completo durante el viaje y los dos primeros meses de estada.

Pero los remolinos históricos no con­cedieron sino un corto respiro a los amigos del viejo brigadier general. El 11 de septiembre, cuando Terrero aca­baba de vender la estancia San Martín (en La Matanza) y de enviar a Ingla­terra los cien mil patacones que le pagaron, estalló en Buenos Aires la re­vuelta separatista contra la hegemonía de Urquiza, y la nueva Legislatura de­claró que no iba a reconocer ningún acto del Congreso Nacional.

Quedaron interrumpidas las conver­saciones para liquidar la finca La Blanqueada, en Belgrano, y los predios de Palermo. Pero aquel único golpe de oxígeno le bastó al desterrado: arren­dó la granja de Willis Fleming, en la región de Swaythling, y se dispuso a recomenzar. (…)

La estación de la espera

La espléndida cúpula neogótica de Saint-Joseph, que Augustus Pugin había diseñado en 1792, cayó desmembrada siglo y medio más tarde, durante una incursión de bombarderos alemanes. Los vitrales que vieron entrar a la aja­da Manuela el 23 de octubre de 1852, vestida de raso blanco, sin padre ni amigos que la acompañasen, han sido sustituidos por cristales de monótono color celeste. (…) El párroco John Francis (…) no sabe quién es Ro­sas… (…) no quiere saber, tampoco, que so­bre las mismas losas del atrio, la hija del dictador desobedeció por pri­mera vez a su padre, a los 36 años, y se casó sin que él lo consintiera ni aceptara verla.

De otras enfermedades —más incu­rables que la rebelión filial— se que­jaba el brigadier en aquellos meses: lo atormentaba el encierro en el Wind­sor, lo disgustaban las ocasionales vi­sitas que recibía (Nicolás y Juan Anchorena en noviembre), la lejanía de la pampa, el minúsculo horizonte don­de se frenaba su mirada. Trataba de reinventar la vieja vida cabalgando ha­cia los campos. «Hay en este condado una floresta completamente desierta —escribe en una carta que cita Carlos Ibarguren—. Tiene como diez leguas de longitud y como ocho de ancho. Abun­dan en ella los ciervos, liebres, pája­ros y toda clase de caza. Sus arroyos, pastos y árboles son deliciosos. Allí, en esas inalterables soledades y en ese no interrumpido silencio, encuen­tro mis únicas distracciones, como que mi vida es completamente privada.»

Hacia la mitad de su primer invier­no europeo abandona el hotel y se tras­lada a Rockstone Place.

Por aquellos días las catástrofes cer­caban a Rosas. En diciembre de 1853, el gobierno de Buenos Aires eleva a los legisladores una nota en la que reclama la apertura de un juicio contra el exiliado y la autorización para dispo­ner de sus bienes. Rosas contesta in­mediatamente: «En veinte años que la prensa del mundo sirvió a mis enemi­gos —dice una carta citada por Adolfo Saldías—, a nadie se le ocurrió impu­tarme el cargo de robador del tesoro público, porque nadie podía ni puede comprobarme este cargo sin ser des­mentido por los documentos fehacien­tes que acreditan lo contrario. ¿Debía comparecer en juicio para defenderme? ¿Podía hacerlo ante los que arrogán­dose además una competencia que na­die les ha atribuido daban muestras del espíritu que los animaba? Me limité a suplicar, aun a reclamar por la res­titución de mis bienes. Pero esta peti­ción no mereció resolución alguna. En tal situación, no me queda otro arbitrio que el que las leyes acuerdan al que, en mi caso, no puede defenderse, ni tiene jueces competentes ante quien deba ventilar sus derechos». El remate de sus posesiones se consuma, sin embargo. El gobernador Alsina ordena la división y venta en lotes de la estan­cia La Blanqueada, en Belgrano; los campos de Palermo son convertidos en paseo público.

Desde Paraná, Urquiza envía a South­ampton una carta de consuelo: «Creo que V. no debe perder la esperanza de que sus conciudadanos vuelvan sobre esos actos que son la expresión de la venganza y de los odios mezquinos» (28 de agosto de 1858; citada por Saldías). Ya es tarde: Rosas ha sido con­denado a muerte con calidad de aleve, Urquiza se ha retirado de Buenos Aires sin usufructuar su victoria en Cepeda, y Manuelita —para colmo— abandona al padre, marchándose hacia Londres con el marido y los hijos.

La vejez desgarra al dictador al mis­mo tiempo que el infortunio. Se han terminado las visitas anuales de lord Palmerston —el primer ministro de la Corona—, las cacerías del zorro y los paseos «con otros caballeros aficiona­dos a estas diversiones». Ha fracasado también —sin que jamás se hayan acla­rado las razones— el retorno a la Argentina en un barco de vela, que debía llegar al estrecho de Magallanes por el Pacífico y encontrarse con otra nave salida de Montevideo, hasta desembarcar en Quequén y retomar el poder por sorpresa. Rosas se ha acostumbrado ya a la soledad y al fracaso; a partir de 1859 tendrá, a la vez, que habituarse a la miseria.

Morir de no morir

Hasta 1864 el dictador alternó sus días entre la casa de Rockstone Place y la granja de Burgess, en Swaythling —unos diez kilómetros al norte de la ciudad, sobre la carretera de Londres—. El casco de la finca estaba casi derruido cuando Rosas tomó la decisión de arrendarla. Empleó parte de los cien mil patacones enviados por Terrero en techar la casa de nuevo y en levantar tres ranchos a su alrededor, para que asumiera el aspecto de una estancia bonaerense. Construyó corrales, galpones y bebederos, plantó robles y castaños, compró vacas, gallinas, caballos y cerdos, sembró algunas hortalizas. Eran 50 hectáreas en total, pero le bastaban para sentir cierto perfume de re­surrección dentro de su cuerpo.

Hacia 1862, sin embargo, la fortuna se le había esfumado casi por completo. A 130 kilómetros de Londres —donde vivían Manuela y sus nietos—, y negándose a visitarla, se entregó a «la prisión de mis pensamientos» (como insisten las cartas de aquellos meses) y a largas cabalgatas solitarias por las mañanas. A principios de 1864, la falta de dinero para el pago del arriendo lo desesperó. En una patética carta a Urquiza se zafa para siempre de su obstinado orgullo: «Me encuentro ya precisamente obligado a salir de esta casa (la de Rockstone, escribe), a dejarlo todo, pagar algo de lo que debo y reducirme a vivir en la miseria. Y en tal estado, si Vuestra Excelencia puede hacer algo en mi favor, es llegado el tiempo de admitir las generosas ofertas de Vuestra Excelencia para sacarme o aliviarme en tan amarga y difícil situación. No poco me cuesta molestar a Vuestra Excelencia con pedido de tal naturaleza, pero mi caso, tan claro y notorio, me impone llamar en mi auxilio por asistencia, pues creo que debo, hasta a mi patria, no perdonar medio alguno permitido a un hombre de mi clase para no parecer ante el extranjero en estado de indigencia, quien nada hizo para merecerla».

En abril, Urquiza le envía mil libras esterlinas; a fines de aquel año aciago, Manuelita lo auxilia con otras 250 libras. Burgess Farm lo devora, sin embargo. El viejo dictador procura doblegar la desdicha despidiendo a la mitad de sus peones y sometiéndose él mismo a los trabajos más rudos. Durante las épocas de siembra, entre 1867 y 1869, duerme tres a cuatro horas por día.

No queda nadie en Southampton que recuerde esa historia. Toda señal de la finca se ha esfumado. W. H. Matcham, que la compró a la familia Fleming al terminar la Gran Guerra, resolvió demolerla en 1926. Ahora, en el cruce entre la calle Burgess y Langhorn Road, se alza una veintena de casitas de dos plantas, ocupadas por pequeños burgueses. (…)

Ajeno a los combates en el Paraguay, despreocupado tal vez por el ascenso de Sarmiento al poder —porque en aquellos años los tumultos de la patria le parecían, seguramente, una invencible cabeza de hidra—, Rosas despierta de la miseria para lanzar una imprecación, la última, contra el asesinato de Urquiza en el palacio de San José: «Ya le había dicho yo —escribe en mayo de 1870, un mes después del crimen— que su vida y su fortuna no estaban seguras si permanecía en la provincia entrerriana».

Pero ya no tiene fuerzas para los combates políticos: cada día la pobreza le muerde un poco más el corazón. Una carta a doña Josefa Gómez, que data de septiembre de 1866, lo describe en el último resto de su esplendor: «Estoy más derecho, mucho más delgado y más ágil que cuando usted me vio la última vez. No me cambio por el hombre más fuerte para el trabajo, y hago aquí, sobre el caballo, lo que no pueden hacer ni aun los mozos. (…) No estoy completamente calvo, ni aun calvo. Me falta un poco de pelo al frente. Las patillas que uso, del todo blancas, son las mismas casi con que vine el 52. Eso de las barbas como de cinco a seis días es cierto, pues que, por economía, solamente me afeito cada ocho días. Y por la misma necesidad de economizar lo posible, no fumo, ni tomo vino, ni licor de clase alguna. Ni tomo rapé, ni algo de entretenimiento. Mi comida es la más pobre en todo. (…) Nunca uso zapatos. Lo que siempre he usado y uso son botas. No es cierto que me titule S. E. el Capitán General. No me nombro de otro modo sino Juan Manuel Ortiz de Rozas y López. Cierto es que dije que no recibía visitas ni las hacía, por no tener recursos ni tiempo para ello».

Cinco años más tarde iba a privarse también de escribir cartas, y su único goce serían «dos caballos en los que ando diariamente, y el campo en que distraerme». Sólo con Manuela y su yerno se desahogaba de vez en cuando. «Ni yo mismo puedo sufrirme», explica en 1875. Y al año siguiente: «Las gallinas se acabaron, las he comido. Aún he conservado tres lecheras. La mora, que decían no daba suficiente leche. Y la otra, que parecía flaca y ahora está más gorda, nunca ha dado más leche”.  (…)

Un viento final lo agitará, sin embargo, en el otoño de 1876, cuando le escribe a Manuela: «Mi muy querida hija, triste siento decirte que las vacas ya no están en este Farm. Dios sabe lo que dispone y el placer que sentía al verlas en el campo, llamarme, ir a mi carruaje a recibir alguna ración cariñosa por mis manos, y en enviar a ustedes la manteca. Las he vendido por 27 libras y si más hubiera esperado, menos hubieran ofrecido».

No lanzó al aire otras señales de humo: el 10 de marzo de 1877, al atardecer, salió de la casa para vigilar el encierro de un par de ovejas. Cuando volvió e intentó acostarse, un ataque de tos lo doblegó durante media hora. A medianoche, vencido por la fiebre, hizo llamar a su vecino el doctor John Wibblin, que lo había asistido un par de veces. Le diagnosticaron congestión pulmonar. Wibbliln envió un telegrama a Manuelita, instándola a que viajara cuanto antes desde Londres. El 13 a la mañana, cuando la hija y los dos nietos llegaron, la temperatura había subido a los 41 grados y los golpes de tos se convirtieron en vómitos de sangre. Por la tarde, la fatiga y la fiebre empezaron a disipársele. Manuela durmió a su lado, sin soltarle las manos, y cuando despertó, en la madrugada del 14, lo descubrió despierto, con los ojos vueltos hacia la luz azul que entraba por la ventana. «¿Cómo sigue, tatita?» le preguntó. «No sé, niña», dijo el general. Y respiró profundamente, por última vez.