Lecciones de historia para vencer a la tiranía

Por Ariel Dorfman*
Publicada el 13 de febrero de 2017

SANTIAGO — Miro hacia la inmensa cordillera de los Andes desde mi casa y eso me sube el ánimo. Desde mi infancia, estas montañas me han brindado la sensación de seguridad y permanencia tristemente ausentes en mi vida, pero en estos tiempos difíciles también me dan algo más: un indicio de esperanza.
La representación de un artista del general argentino José de San Martín proclamando la independencia de Perú el 28 de julio de 1821. Credit DeAgostini/Getty Images
Esto se debe a que, hace 200 años, el 12 de febrero de 1817, un grupo de hombres cruzaron estos mismos Andes, impenetrables, colosales, majestuosos, en una travesía extraordinaria que iba a liberar a Chile del control colonial. Su hazaña se convirtió en un punto de quiebre para la emancipación de todos los países hispanoamericanos.

A partir de 1810, patriotas de todo el continente, motivados por la Ilustración europea y animados por la exitosa revuelta de las 13 colonias en contra de sus dominadores ingleses, se habían esforzado por liberarse del yugo imperialista de España. Desde México hasta el Cono Sur, los movimientos de independencia introdujeron una amplia gama de reformas que incluso hoy enorgullecen a los latinoamericanos.


En Chile, en particular, la libertad fue la consigna: libertad de prensa y libertad de reunión, libertad para elegir a nuestros propios representantes ante el Congreso Nacional, libertad de comerciar con cualquier país y libertad de recibir educación laica, fuera del alcance opresor de la Iglesia. Sobre todo, mi país adoptó la Libertad de Vientres, una ley que establecía que cualquier hijo de esclavo nacía libre.

A pesar de estos logros, esos primeros años del Chile independiente fueron turbulentos. Los conflictos fratricidas entre los moderados y los radicales debilitaron la causa de las reformas. Para 1814, la Corona española había reconquistado muchos de los territorios insubordinados que había perdido, un periodo conocido precisamente como el de la Reconquista.

En octubre de ese año, después de la derrota en la batalla de Rancauga, cerca de Santiago, el contingente que quedaba del ejército independentista se retiró a través de los Andes a la provincia de Mendoza, en Argentina, una de las pocas regiones que permanecían en manos de los insurgentes. Desde ahí, mientras planeaban su regreso, tuvieron que ver cómo los señores españoles restituidos anulaban las transformaciones liberales del movimiento de independencia. Un Tribunal de Vigilancia y Seguridad Pública estableció un reino del terror (torturas, encarcelamientos, ejecuciones, deportaciones y expropiaciones) para frenar la insubordinación.

Un siglo y medio después, en 1973, un régimen tirano y violento se instauró de nuevo en Chile en nombre de valores conservadores e intereses oligarcas. La dictadura del general Augusto Pinochet no solo atacó las reformas izquierdistas de Salvador Allende, nuestro presidente elegido democráticamente, que murió en ese golpe de Estado, sino que también borró de forma sistemática los avances en los derechos civiles y sociales (de hecho, el Estado de bienestar) por los que habían luchado los chilenos por generaciones, desde la independencia.

Después del golpe militar de 1973, al igual que en los oscuros días de la Reconquista, los opositores al régimen que se quedaron en el país así como aquellos que, como yo, mi esposa e incontables más, nos convertimos en exiliados, encontrábamos consuelo en el ejemplo de cómo, a principios de su historia como una nación soberana, Chile había sido liberada mediante una batalla épica en contra del miedo y la subyugación.

Nos repetíamos la historia del Ejército Libertador de los Andes, la valiente milicia de patriotas que cruzaron la misma cordillera que contemplo mientras escribo estas líneas. Miles de tropas (algunas de ellas compuestas por antiguos esclavos), mulas y caballos, decenas de exploradores y una gran cantidad de personal civil, auxiliar y médico tomaron esa peligrosa ruta.

El general argentino José de San Martín y el líder chileno Bernardo O’Higgins, ambos reverenciados como padres de la patria en sus respectivas repúblicas, tuvieron la audacia y el ingenio suficiente para creer que los Andes no serían una barrera contra su búsqueda de justicia, sino más bien aliados. Aunque estaban sedientos, hambrientos y exhaustos, los insurgentes vencieron a las fuerzas españolas de la reconquista el 12 de febrero de 1817 en la batalla de Chacabuco.

Inspirados en esa proeza, los chilenos del siglo XX también encontramos la fuerza, la paciencia, la habilidad y la unidad para vencer lo que nos oprimía: la dictadura de Pinochet. Lo hicimos ocupando cada espacio posible, invadiendo cada rincón y organismo del país, rompiendo una por una todas las cadenas. Tomó 17 dolorosos años, muchos muertos y desaparecidos, pero hoy disfrutamos una democracia pujante que constantemente busca expandir los derechos de todas las personas: hombres, mujeres, inmigrantes, estudiantes, pensionados, trabajadores, artistas.

Desearía poder decir lo mismo de todo el mundo.

En todo el planeta, los logros lentos pero firmes del pasado están sitiados. Peor aún, la Tierra misma está en riesgo de un desastre climático y la extinción. Las fuerzas retrógradas y autoritarias, avatares modernos de la reconquista, avanzan país tras país, alimentadas por el nacionalismo étnico. Se alzan muros entre fronteras con la misma rapidez que se cierran los corazones de muchos a la solidaridad. Derechos que considerábamos inalienables y seguros se están corroyendo.

Desde la iniquidad de Hitler y Mussolini no habíamos vuelto a ser testigos de tal resurgimiento del odio en contra del Otro, y ahora Estados Unidos (uno de los países que condujo la lucha contra el fascismo) es gobernado por hombres que quieren dar marcha atrás al reloj y usar la represión en lugar de la persuasión para obliterar muchos de los logros y glorias que damos por hechos.


Al haber visto en mi propio país la facilidad con que una enorgullecedora democracia puede ser sustituida por la más terrible de las tiranías, creo que nunca es muy temprano para lanzar una advertencia sobre los peligros que se vislumbran. Si invoco, 200 años después, el ejemplo de aquellos patriotas revolucionarios que, en su búsqueda de la libertad, se mantuvieron firmes ante las probabilidades adversas y unas de las más altas montañas del planeta, no es porque crea que una invasión del extranjero sea la respuesta a los desafíos intimidantes que enfrenta la humanidad. Lo hago por lo que podemos aprender hoy en día sobre la resistencia y la esperanza del Ejército Libertador de los Andes.

Así como esos combatientes de la independencia encontraron un santuario de donde tomar su fortaleza, así las multitudes que luchan hoy por la justicia y la igualdad buscan un refugio similar. Desde ese espacio seguro, podemos mantenernos firmes contra las fuerzas del miedo y la reacción y, centímetro a centímetro, tomar de nuevo la tierra en nuestras manos: valientes en la convicción de que ningún obstáculo es demasiado grande, ningún enemigo es demasiado poderoso, ninguna cordillera de desolación y muerte es insuperable.

Cada uno de nosotros ocupa un espacio de calma en medio de la turbulencia, cada uno de nosotros tiene algo que contribuir, nuestros propios Andes que cruzar si hemos de prevalecer. Las montañas de Chile nos dicen que, si tenemos la valentía, los recursos y la imaginación suficiente, nada en este milagroso mundo es imposible.

*Ariel Dorfman es profesor emérito de literatura en la Universidad Duke. Es autor de 'La muerte y la doncella' y de la novela de próxima aparición 'Los fantasmas de Darwin'.

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