Los últimos adioses de Evita...

Por Felipe Pigna
para Clarín
Publicado el 3 de agosto de 2008

Aquel domingo 2 de diciembre de 1951 amaneció soleado en Buenos Aires; eran los últimos días de una primavera que Evita no había podido ver más que desde los ventanales de su habitación de la residencia. Quería respirar el aire de aquella ciudad a la que había llegado para triunfar hacía casi 16 años. Quería recibir sobre su piel otros rayos menos lacerantes y más vitales. Le pidió a Perón que la llevara a pasear en auto. Los médicos estuvieron de acuerdo en que le haría bien, era uno de esos permisos que se otorgan con la triste duda de que podría ser la última vez. 


Tomaron por la recientemente bautizada Avenida del Libertador y Evita miraba todo intensamente con la misma duda de los médicos: ¿sería esta la última vez que vería aquellos árboles añosos y aquellos elegantes edificios en cuyos lujosos departamentos ya se estaban aprovisionando de champagne para festejar su muerte? ¿Sería esta la última vez que les vería las caras a sus queridos descamisados, que al enterarse de su presencia en las calles comenzaron a salir a su paso a saludarla? ¿Qué sería de ellos cuando "la flaca", como le gustaba llamarse , se vaya para siempre? ¿Tendría Perón la paciencia, la constancia para escucharlos y para solucionarles sus problemas? 

Siguieron por la Avenida 9 de julio y recorrieron algunas librerías de Corrientes y de Avenida de Mayo para ver en los anaqueles y en las mesas los ejemplares nuevitos de "La razón de mi vida". Pero a la vuelta del paseo, se reiniciaban las interminables y desesperanzadas sesiones de rayos, aumentaba su deterioro físico, crecían los dolores insoportables que le hacían formular la retórica y estremecedora pregunta "¿cómo puede caber tanto dolor en un cuerpo tan chiquito?". 
Crecía en ella la ansiedad que se iba convirtiendo en desesperación por todo lo que le quedaba por hacer y la bronca por la certeza del inmenso alivio, de la perversa alegría que provocaba su sufrimiento y su inevitable final en sus enemigos. Días más tarde Evita grabó un mensaje radial: su último mensaje de Navidad. 

Que haya una sola clase de hombres, los que trabajan; que sean todos para uno y uno para todos; que no exista ningún otro privilegio que el de los niños; que nadie se sienta más de lo que es ni menos de los que puede ser; que los gobiernos de las naciones hagan lo que los pueblos quieran; que cada día los hombres sean menos pobres y que todos seamos artífices del destino común. 
El 4 de enero volvió a salir de la Residencia para estar presente en un homenaje que le brindaba la CGT al doctor Finochietto al que se distinguió con una medalla de oro "por la intervención que realizó para la curación de la más grande de las mujeres de nuestra época y la de la historia: Eva Perón" (1). En el homenaje se cometían dos errores, el doctor Finochietto no había operado a Evita y, "la más grande mujer" no estaba curada, iba camino a la muerte. Todos trataban de disimular el dolor y de mantener la ilusión de su pronta sanación. Pero Eva sabía y sentía que su final se acercaba; ya no la distraían de sus dolores ni los bocetos que le alcanzaba Paco Jamandreu de los modelos que, sabía, nunca estrenaría, ni la visita cotidiana de su manicura Sara Gatti y su peinador Julio Alcaraz. 


Tuvo que pelearse con todos para asistir al que sería su último contacto directo con sus descamisados, la conmemoración del 1 de Mayo de 1952. El acto estaba enteramente dedicado, la plaza colmada como en los días peronistas, y aquella multitud que la quiso vicepresidenta, era absolutamente conciente de que podría ser la última vez que vieran y escucharan a su abanderada. Tras una cerrada ovación se escuchó un ensordecedor "Evita, Evita..." y por los parlantes resonó otra vez aquella voz inconfundible: "Quienes quieran oír que oigan: estén alertas. El enemigo acecha. Los vendepatrias de adentro.. están también al acecho para dar el golpe en cualquier momento. Pero nosotros somos el pueblo, y yo sé que estando el pueblo alerta somos invencibles, porque somos la Patria misma". 


Durante gran parte del discurso Perón la sostuvo de la cintura y al finalizarlo tenía 40 grados de fiebre. Seis días después, el 7 de mayo, cumplía 33 años. Pesaba 37 kilos. Hubo austero festejo en la Residencia y se tomó algunas fotos donde se ve la huella que fue dejando en ella su enemigo interno, cuando recibió del Parlamento un título que terminaría de enardecer a la Iglesia: "Jefa Espiritual de la Nación". Pero su mayor sacrificio fue el 4 de junio. La salida le fue permitida, en primer lugar, porque su decisión personal de ir al juramento presidencial era absoluta; y en segundo, pensando médicos y familiares, que ya nada podía hacerse. 

En todo el país se multiplicaban los altares, las capillitas para rezar por su salud. Un ambiente de desolación y tristeza comenzaba a invadir los barrios populares mientras manos anónimas, pintaban sobre una pared "Viva el cáncer"; eran manos que venían de otros barrios donde le deseaban larga vida al cáncer y corta vida a su odiada enemiga. Y el cáncer vivió y Evita empezó a morirse aquella fría mañana del sábado 26 de julio de 1952 cuando le dijo a su mucama Hilda Cabrera de Ferrari, "Me voy, la flaca se va, Evita se va a descansar". A las cinco de la tarde entró en coma y a las ocho y veinticinco, rodeada de su madre y sus cuatro hermanos, Perón, su confesor Benítez, médicos, enfermeras y funcionarios, Evita se fue de este mundo. A las 21.36, una voz destinada a pasar a la historia, la del locutor oficial Jorge Furnot, le confirmaba al mundo la noticia a través de la Cadena Nacional: "Cumple la Subsecretaría de Informaciones de la Nación el penosísimo deber de informar al pueblo de la República que a las 20.25 horas ha fallecido la señora Eva Perón, Jefa Espiritual de la Nación".

Seguiría el dolor inconsolable de unos y la indignación silenciosa de otros por las sanciones recibidas por negarse a llevar aquel luto obligatorio. Como se sabe la "vida" de Evita, no terminó con su muerte. No sólo por la notable persistencia de la memoria sino porque su cuerpo embalsamado fue secuestrado en el primer piso de la CGT por un comando de la llamada "Revolución Libertadora". Tras un macabro recorrido que incluyó casas particulares, la pantalla de un cine, casas operativas de los servicios de inteligencia y la propia sede de la SIDE en Viamonte y Callao, fue sacada del país y con la colaboración del Vaticano fue enterrada clandestinamente en el cementerio de Milán bajo el nombre falso de María Maggi de Magistris. Conciente o inconcientemente sus secuestradores la habían llamado en latín, "maestra de maestras". 


El asunto volvió a los primeros planos cuando en 1970, Montoneros secuestró a Aramburu. En los interrogatorios se le preguntó insistentemente por el destino del cadáver de Evita. En 1971, durante la presidencia de Lanussel, como gesto de reconocimiento, se le devolvió el cuerpo a Perón. El cuerpo fue exhumado el 1° de septiembre de 1971, llevado a España y entregado en Puerta de Hierro. Perón regresó con Isabel y López Rega pero sin los restos de Evita. Ya muerto el general, el cuerpo de Evita fue depositado junto al de Perón en una cripta diseñada especialmente en la Quinta de Olivos para que el público pudiera visitarla. El 24 de octubre de 1976, tras largos conciliábulos entre los jerarcas de la dictadura, que incluyeron la propuesta del Almirante Massera de arrojar, según su costumbre, el cadáver al mar, se decidió acceder al pedido de las hermanas de Eva y trasladar los restos a la bóveda de la familia Duarte en la Recoleta. Consultado un alto jefe de la represión ilegal, "¿Por qué urgía más a la Junta trasladar el cadáver de Evita que el de Perón?", la respuesta del militar no se hizo esperar: "Tal vez porque a ella es a la única que siempre, aún después de muerta, le tuvimos miedo"(2). 

Notas: 

(1)Democracia, 5 de enero, 1952.
(2)M.Seoane, S.Boschi, El último viaje de Evita, Clarín, 30 de julio, 1995.