El loco Dorrego: el ultimo revolucionario (Fragmento)

 Por Hernán Brienza 

En un programa de radio, un conductor, hablando sobre mi libro Maldito tú eres, me preguntó sobre el momento en que comenzó la violencia política en la Argentina.  El periodista sostenía, no sin cierta malicia, que todo se había iniciado con el secuestro y posterior asesinato del general Pedro Eugenio Aramburu.  Obviamente, respondí que el crimen del Aramburu estaba enmarcado en lo que era una dictadura y propuse cambiar la fecha de comienzo de las agresiones a junio de 1955 y julio de 1956, años respectivos del bombardeo a la Plaza de Mayo que dejó centenares de víctimas y el fusilamiento de Juan José Valle y otras 27 personas, entre civiles y militares.

 De inmediato, comenzó un juego del Gran Bonete, en el cual él argumentó que el golpe de Estado estaba justificado porque se trataba de un régimen autoritario y yo justifiqué esas restricciones democráticas respecto del fraude patriótico de la década infame y ambos estuvimos casi de acuerdo en consensuar que el mal del siglo xx tiene una fecha exacta, el 6 de septiembre de 1930, día en que el general José Félix Uriburu derrocó el gobierno de Hipólito Yrigoyen.  

Pero el juego continuó y se habló de las represiones a las huelgas en la Patagonia, de la Semana Trágica, de la Revolución del 90 y la de 1905, de los crímenes de la organización nacional contra el “Chacho” Peñaloza, del crimen de Urquiza, del golpe de Caseros, de la Mazorca rosista y de los años de “tiranía” federal y por último llegamos al 13 de diciembre de 1828, día en que fue fusilado Manuel Dorrego. 

Para ser groseros cerramos el litigio con un: “En esa fecha comienza la larga guerra civil que divide a los argentinos”. El libro, “El Loco Dorrego”, entonces, es una continuación de mi preocupación permanente por desentrañar las razones de la violencia que sacudió a mí país en la década de 1970.

La idea de la Argentina quebrada en dos fue bien formulada por Nicolas Shumway, que en su esquemático libro Epílogo La invención de la Argentina concluye con una profecía poco feliz: “La Argentina es una casa dividida contra sí misma y lo ha sido al menos desde que Moreno se enfrentó a Saavedra. En el mejor de los casos, las divisiones llevan a un impasse letárgico en la que nadie sufre demasiado; en el peor, la rivalidad, las sospechas y los odios de un grupo por el otro, cada uno con su idea distinta de la historia, la identidad y el destino, llevan a baños de sangre como las guerras civiles del siglo pasado o a la guerra sucia de fines de la década de 1970”.

 Volver a Dorrego, entonces, es regresar a un punto nodal de la historia, para hender y desmenuzar los conflictos que se agitan dentro de sus vísceras.  Las páginas de mi libro hablaron, a través de la vida de un hombre, del gran desencuentro de los argentinos. Pero ¿por qué Dorrego? No solo porque es el primer crimen político luego de la furia revolucionaria que acabó con Santiago de Liniers y con Martín de Álzaga y de los procesos judiciales que concluyeron en la pena de muerte –como en el caso de la anarquía del año 1820–; sino por las cualidades de Dorrego y por las circunstancias que rodean su asesinato.
  
El 13 de diciembre de 1828 mueren definitivamente los principios que sostuvieron algunos de los hombres más esclarecidos de Mayo de 1810 y el golpe decembrino no es otra cosa que una matriz de los posteriores golpes de Estado que sacudieron al siglo xx. Dorrego, como dice José Ingenieros en La evolución de las ideas argentinas fue “un ariete demoledor –contra el unitarismo que era considerado un monarquismo centralista–; aumentaron su eficacia las vinculaciones sociales y políticas que tanto pesaban en el espíritu de la oligarquía porteña, y, seguramente, su limpieza moral, su ilustración. El Loco Dorrego, su audacia y la firmeza inquebrantable en los ideales con que impendió su vida. 

Este hombre jacobino y liberalísimo se complicó en los manejos de los conservadores y contribuyó a preparar la tiranía de Rosas, sin prever las consecuencias ni sospechar que su nombre se convertiría en bandera del partido que cimentó la dictadura”. Como no podría ser de otra manera, Ingenieros está claramente influenciado por su concepción dualista de la historia argentina a la que divide en la dialéctica revolución- reacción y para él Rivadavia y Dorrego, aunque enemigos irreconciliables, son hombres del progresismo, mientras el Congreso de Tucumán y el federalismo de Rosas significan la restauración de la sociedad conservadora, es decir, monárquica. 

Pero hay dos palabras felices en la prosa de Ingenieros: “jacobino y liberalísimo”.  Dorrego, sin dudas, es el mejor continuador en el poder de Mariano Moreno y de Bernardo de Monteagudo, los dos diamantes jacobinos de la Revolución de Mayo y los dos hombres con mayor visión y proyección política que tuvo aquella época.

La historia argentina está trazada –obviamente, se trata de operaciones ideológicas posteriores– por encadenamientos  políticoculturales que, como con perfidia la definieron Agüero y luego Sarmiento, se puede dividir en “civilización y barbarie”, en “ilustración y salvajismo” o en términos menos pasionales y menos manipuladores en una línea liberal –la denominada por Arturo Jauretche “Mayo-Caseros”– y la línea nacional y popular.

 Adalides de la primera concepción son Bernardino Rivadavia, Bartolomé Mitre, Domingo Sarmiento, el roquismo, la autodenominada “Revolución Libertadora” e importantes sectores del Onganiato (dictadura de Juan Carlos Onganía), del Proceso de Reorganización Nacional –nunca mejor pensado, en término ideológicos, el nombre que se dieron a sí mismos los líderes de la última dictadura militar– y del gobierno de Carlos Menem, sobre todo en los tres casos últimos, los integrados por los equipos económicos e intelectuales orgánicos de esos procesos.  Los paladines que integran la línea nacional, como se sabe, son José de San Martín, Juan Manuel de Rosas, Hipólito Yrigoyen y Juan Domingo Perón. 

En una versión esquemática y un poco naif la línea Mayo-Caseros se ve a sí misma como precursora de la civilización y del orden, del progreso económico y de las libertades del hombre occidental; y la nacional y popular, defensora de los intereses económicos de la Nación y de los sectores populares.  Las acusaciones cruzadas señalan que los primeros son golpistas, tiranos, extranjerizantes y entregadores de las riquezas al extranjero y que los segundos son bárbaros, refractarios, demagógicos y dictatoriales.  Y algo de razón tienen todos, como no podría ser de otra manera. Pero ¿dónde encaja Manuel Dorrego? Sencillamente, no encaja. Y es esa la razón por la que fue condenado al olvido histórico.  Los liberales no pueden recuperar para su panteón un hombre al que asesinaron sin más. Entonces, deciden callar o intentar justificar las acciones de Lavalle echando tierra sobre Dorrego –tachándolo de “loco”o “conspirador”– o, como señala José Pablo Feinmann en su esclarecedor libro La sangre derramada, construir la figura de“Lavalle-víctima”.

 Resulta interesante la operación política develada por Feinmann: “En el fusilamiento de Dorrego se ha insistido en ver a dos víctimas: al fusilado y al fusilador. Dorrego muere y es la gran víctima del federalismo. Lavalle no muere pero permanece hundido en una desdicha que –con frecuencia– pareciera ser mayor que la de Dorrego: es la desdicha que genera la culpa. 

Lavalle ha sido la principal víctima de su temperamento, de su pasión incontrolada, de los malos consejos de sus consejeros.  Esta imagen de Lavalle-víctima, del Lavalle tragedia ha sido desarrollada por el referente masculino de la Nación, Ernesto Sábato, en una trama lateral de su novela Sobre héroes y tumbas.  Convocó con su infalible efectividad, la adhesión, la emoción y el deslumbramiento de los sectores culturales medios argentinos.  En verdad, la vigencia de ese Lavalle se debe en gran medida a las páginas que Sábato le dedicara en esa novela fetiche –deudorakitsch de las filosofías de la tragedia– publicada a comienzos de la década de los 60”.

 Pero resulta muy significativo leer lo que los viejos liberales pensaban del propio Dorrego para comprender también por qué el sector nacional no lo incluye como debiera en su panteón de próceres.  Obviamente, es una operación antirosista, pero vale la pena refrescarla.  Mitre, el padre de la historia y de la mitología argentina, lo define lacónicamente como “el único prócer federal” y Sarmiento ahonda esos conceptos: “Los antiguos unitarios no han alcanzado a comprender que Dorrego con su ambición y sus intrigas era, sin embargo, el único que habría podido organizar la República bajo las formas parlamentarias, sin dar lugar a que ambiciones bárbaras y retrógradas vinieran con Rosas a incorporarla bajo la férula de un despotismo sanguinario, y que ahoga todo germen de civilización y de prosperidad. Dorrego era hijo de la Cámara parlamentaria y de la prensa de oposición, y nunca habría destruido las armas que con tanta gloria habían derrotado a la presidencia deRivadavia”, dice el sanjuanino con su escritura ardiente y belicosa.

 Y en el Facundo, si bien critica duramente a Dorrego, agrega en un párrafo de sutil análisis político: “Dorrego está de más para todos: para los unitarios, que lo menospreciaban; para los caudillos, a quienes era indiferente; para Rosas, en fin, que ya estaba cansado de aguardar y de surgir ala sombra de los partidos de la ciudad, que quería gobernar pronto, incontinente; en una palabra: pugnaba por producirse aquel elemento que no era, porque no podía serlo, federal en el sentido estricto de la palabra; aquellos que se estaban removiendo y agitando desde Artigas hasta Facundo, tercer elemento social, lleno de vigor y de fuerza impaciente por manifestarse en toda su desnudez, por medirse con las ciudades y la civilización europea. [...]  Lo que Lavalle hizo fue dar con la espada un corte al nudo gordiano en que había venido a enredarse toda la sociabilidad argentina: dando una sangría quiso evitar el cáncer lento, la estagnación; poniendo fuego a la mecha que hizo que reventase la mina por la mano de unitarios y federales preparada mucho tiempo atrás”. Incluso Esteban Echeverría se deshace en elogios para el “padrecito de los pobres” y escribe en el Dogma Socialista: Dorrego era caudillo de una facción, y murió víctima de otra facción vencedora [...] Pero la federación Dorreguista no era la federación Rosista. Dorrego, a más de caudillo federal, puede considerarse como la más completa y enérgica expresión del sentido común del país, alarmado en vista de las incomprensibles y bruscas innovaciones del partido unitario; y es indudable que en este terreno era fuerte, y desempeñaba muy bien su papel de tribuno de la  multitud. La federación, por lo mismo, en su boca significaba algo, era el eco de un instinto de reacción popular y una bocina de alzamiento. La federación que Rosas vocifera es todo lo contrario de lo que han pretendido todos los caudillos desde Artigas hasta Dorrego”. 

Está claro –pese a estos elogios– por qué los liberales desprecian a Dorrego: popular, demagogo, alterador del orden y acaso protonacionalista, son algunos de los cargos de los que pueden acusarlo. Y si uno hila más fino encontrará detrás de sus enemigos la verdadera ligazón que las clases dominantes –ilustradas o no– reservan para los sectores populares y sus líderes: el desprecio social.  

Como dice Vicente Massot, en su libro Matar y morir,“los unitarios –por afectada que fuese su condición– creyeron ser civilizados por oposición a sus enemigos, a quienes, indistintamente, calificaron como hordas, canallas, gentuza o forajidos”. Y tal vez en ese menosprecio, en ese desdén, se encuentre la causa de los males de la Argentina. Ese desapego, esa ajenización que siente por los sectores populares, le impidió a la clase dominante criolla, a lo largo de dos siglos, construir una sociedad homogénea política y socialmente. 

Tiende a tejer sus alianzas, excepto en contadas ocasiones, con los sectores privilegiados de las grandes potencias antes que conducir el destino de las clases subalternas, como ya bien lo señaló la cohorte de escritores nacionalistas de principiosde siglo xx, como Manuel Gálvez y Ernesto Palacio, entre otros. 

Sin embargo, no queda claro por qué los sectores nacionales no hicieron de Dorrego una bandera propia y eligieron a Rosas como emblema.

 La primera razón posiblemente se deba a que siempre es necesario realizar un  “rescate monumental” –en términos nietszcheanos– de un personaje victorioso, antes que de un mártir.  

La excepción fue el propio Rosas que accedió al poder sobre el cadáver de Dorrego. Pero también hay razones fundamentales en el punto nodal del pensamiento nacional para las que es más funcional Rosas que Dorrego. 

Ambos caudillos no representan lo mismo. Los une sin dudas la pasión por la defensa de la soberanía nacional. Pero tenían proyectos políticos diferentes. Mientras Dorrego era un federalista, republicano, democrático y liberal, Rosas creía en la república aristocrática paternalista de hecho. Y también las bases de sustento político eran diferentes. Así como Dorrego construía poder pivoteando en una alianza entre ganaderos y comerciantes, apoyado por los círculos intelectuales porteños y los caudillos provinciales y representando a los sectores medios y bajos de la ciudad –los orilleros, los milicianos–, Rosas tejió una sólida alianza con los ganaderos de la provincia de Buenos Aires, Entre Ríos y Santa Fe y con los sectores populares del campo, sin demasiado interés por la inclusión de las demás provincias en el Estado. 

 Su federalismo era constitutivamente diferente. Rosas era un hombre del orden, Dorrego de la revolución. Rosas, un estanciero, Dorrego, un burgués.  Rosas estaba ideológicamente cerca de Martín Rodríguez y de Lavalle, Dorrego, en cambio, de Moreno, de San Martín, de Artigas y de Bolívar, pese a los desvaríos dictatoriales del venezolano.

 Pero por alguna razón, la corriente del pensamiento nacional –tradición con la cual siempre me sentí identificado– se deslumbró con la imagen de Rosas y no con la de Dorrego, con las excepciones de René Orsi y Jorge Abelardo Ramos.  Y me animo a arriesgar que fue por el contenido autoritario que abrazó la línea nacional en el siglo xx, ya fuera tanto en sus vertientes de derecha como de izquierda.  El nombre de Dorrego sonaba todavía demasiado liberal, pluralista, para los principales pensadores de esta corriente. Era más fácil operacionalizar la semejanza entre Rosas e Yrigoyen –como lo hizo Manuel Gálvez– entre Rosas y Perón –como lo realizaron José María Rosa, Raúl Scalabrini Ortiz y Jauretche– que hacerlo con Dorrego, después de todo, un republicano derrotado. Dorrego, entonces, es apenas el cruce de dos paralelas: liberal, pero nacionalista; federal, pero ilustrado; porteño, pero federal; ilustrado, pero popular; nacional y popular, pero democrático y republicano; nacionalista, localista, pero profundamente americanista, bolivariano, sanmartiniano. Por eso no encaja en los moldes de las líneas históricas. Su aura reverbera en las figuras de Leandro N. Alem, acaso Hipólito Yrigoyen, tal vez el primer Perón, el John William Cooke preguevarista y posiblemente en Arturo Illia y Héctor Cámpora, aunque todos estos personajes tengan diferencias ideológicas supuestamente irreconciliables.

 La última exhumación ideológica de Dorrego la hicieron Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde, en el libro El asesinato de Dorrego. Y es apasionante leer esa gran operación cultural de rescate histórico.  En la última página sostienen: “Rosas comprendía, fundándose en la experiencia de Dorrego, que si no destruía el sistema de sus enemigos mediante la violencia, no conseguiría llevar adelante aquella política nacional. [...] Esta línea nacional, como la llamara Raúl Scalabrini Ortiz, era la línea de las clases populares, caracterizada por la resistencia triunfal de la penetración extranjera. Tendrá más tarde sus nuevos mártires: Juan Facundo Quiroga, Martiniano Chilavert, Jerónimo Costa, el Chacho Peñaloza, Aurelio Salazar serían las gloriosas víctimas del sistema del siglo pasado. Tras la derrota momentánea del Movimiento de masas peronista a raíz de la contrarrevolución de septiembre de 1955 –que bombardeara al pueblo en sus plazas–, nuevamente los doctores de casaca negra condenarían sanguinariamente a los militantes del pueblo. El general Juan José Valle, que como Dorrego sabría aceptar con honor la injusta sentencia de la oligarquía, y Felipe Vallese, obrero peronista, serían los símbolos más notables de la larga lista de perseguidos y asesinados en nombre de una ‘revolución libertadora’ que, como la de Lavalle, tenía por único objetivo entregar nuestra Patria al vasallaje internacional.  Tras el asesinato de Dorrego, crimen que la historia hecha por el pueblo no justifica ni justificará jamás, se descubre una experiencia aleccionadora en la guerra total que el pueblo ha decretado contra sus enemigos”. 

 Fascinante prosa de 1965 que será cinco años después la mejor justificación ideológica para cerrar con el secuestro y fusilamiento de Aramburu el círculo histórico iniciado en Navarro. 

¿Y Lavalle? Lavalle no es otra cosa que el Sargento “anti” Cruz de la larga noche de la historia argentina, se podría decir parafraseando a Jorge Luis Borges en su texto Nuestro pobre individualismo. Es el militar que en vez de colocarse del lado del valiente, como en el Martín Fierro, de José Hernández, decide traicionar a Fierro y sumarse a la patrulla para darle muerte al bravo. 

 No es merecedor, en mi opinión, ni de justificación hacia su crimen ni conmiseración ante su arrepentimiento posterior. Simplemente es pertinente marcar una constante de todos los golpes de Estado: los llevan adelante soldados nacionalistas y disfrutan de sus dividendos los liberales económicos y los hombres de negocios cuando consideran que deben recuperar el poder perdido en manos de los sectores populares a los que tanto desprecian. 

 Esta es la matriz real de todos los quiebres institucionales que se produjeron a lo largo de nuestra historia.  Alguna vez los militares argentinos deberán hacerse cargo de todos sus errores históricos y reconocer que han servido solo para impedir la fecundización de un proyecto nacional profundo. Por último, tal vez el peor crimen de Lavalle no haya sido el asesinato de Dorrego, ni la imposición de la primera tiranía en esta tierra, ni la implantación del liberalismo a través del inicio de una tradición golpista, sino, también, el arrebato a los hombres de acción y de pensamiento nacional de la posibilidad de reconciliarse con el republicanismo, el pluralismo y el profundo sentido democrático de los Moreno, los San Martín y los Dorrego. Mi biografía de Dorrego, como todos los trabajos anteriores, también es hija de su tiempo. Y es, sobre todo, hija de su autor. La historia es apenas una sucesión de mitologías que se resiste a dejarse disciplinar en el coto de la ciencia. Creo, como ya dijo Manuel Gálvez, que “toda biografía, toda historia, es siempre una interpretación. La verdad absoluta no la poseemos ni la poseeremos jamás”.  Y seguramente toda interpretación es un anhelo. Y todo anhelo, una convicción.  Mi íntima convicción es que mi país sólo encontrará su destino cuando logre recuperar la tradición perdida de Dorrego.