Un coronel que llevaba el amor a la patria en las entrañas

Por Alberto Lettieri
publicado el 3 de noviembrew de 2019

Corría el año 1816, y la situación militar de las Provincias Unidas del Río de la Plata era sumamente comprometida

En el noroeste, el avance de los realistas obligaría a mudar el Congreso que había proclamado la independencia a la Ciudad de Buenos Aires, mientras que, en el Litoral, los portugueses intentaban avanzar sobre la Banda Oriental y el liderazgo de José Gervasio de Artigas, el protector de los Pueblos Libres, era indiscutido en la Banda Oriental, Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes y las Misiones jesuíticas. 

La dirigencia porteña había convertido a Artigas en su principal enemigo, debido a cerrada negativa a aceptar la hegemonía que Buenos Aires pretendido imponer a sangre y fuego sobre los territorios del fenecido virreynato. El caudillo oriental se había negado a aceptar la propuesta porteña de quedarse con la Banda Oriental a cambio de renunciar a cualquier pretensión de intervenir en el actual territorio argentino. Para el protector, la construcción de la patria grande era un objetivo innegociable, al punto de avanzar en la proclamación de la independencia en el Congreso de Oriente, el 29 de junio de 1815, que anticipó en más de un año la también épica decisión del Congreso de Tucumán. 

Para la dirigencia porteña, Artigas representaba un peligro aún mayor que las tropas realistas y, para tratar de pulverizarla, el director Supremo Juan Martín de Pueyrredón y su círculo había entablado conversaciones con el duque Luis Felipe de Orleáns para designarlo monarca de las Provincias Unidas para convertirlas en un protectorado francés. 

El plan se filtró en la gran aldea y generó rechazo y enojo en la opinión pública porteña. Entonces, un temperamental e inestable coronel, famoso tanto por su valor como por su indisciplina, irrumpió en el despacho del brigadier General Juan Martín de Pueyrredón y le reprochó:  

“Déjese de embromar, Brigadier, con el asunto ese del príncipe y todas esas macanas”.

Pueyrredón se plantó frente al coronel cuya fama le excedía. El oficial marchaba aún rengo por la metralla recibida en la batalla de Suipacha.

“Nuestra situación es muy débil, coronel. Solos no podremos resistir”, atinó a argumentar el director Supremo, sintiéndose atravesado por esa mirada intensa y penetrante que el propio San Martín había destacado en carta dirigida a su amigo millar.

“¿Resistir, a quién?”, insistió el impetuoso coronel: “Nuestros enemigos son los portugueses, no los orientales”.

A esta altura, Pueyrredón ya estaba fuera de sí: “Artigas es un traidor, un anarquista ambicioso”, afirmó. 

Pero el coronel no estaba dispuesto a ceder, y replicó: “Artigas es un americano como nosotros, sólo nos separa un río… Y los celos de quienes están dispuestos a regalar la patria a un principito gringo con tal de no reconocerle su poder y prestigio”.

Pueyrredón entendió entonces que la recriminación del oficial, que había conducido la vanguardia de los ejércitos patriotas de San Martín y de Belgrano, arriesgando la vida a cada paso por la causa de la independencia, implicaba una acusación personal.  

“No se insubordine, coronel –le advirtió Pueyrredón de mal modo-. Respete mi grado”.
Entonces el coronel, a quien no lo afectaban las convenciones sociales ni las jerarquías militares, lanzó una pregunta que impactó como un cachetazo en el rostro de su superior. Sobre todo porque Pueyrredón nunca había dado muestras de arrojo en el frente de batalla: “¿En qué batallas ha conseguido usted esos galones?”.

El coronel no le dio tiempo a ensayar una respuesta inexistente. Volvió sobre sus pasos y se retiró indignado. El director Supremo, enfurecido, no permitió que nadie ingresara a su despacho durante el resto del día.

El 15 de noviembre de 1816, el director Supremo, brigadier General Juan Martín de Pueyrredón ordenó el destierro de Manuel Dorrego, el “defensor de los humildes”, “el loco”, el mártir del primer magnicidio de la historia nacional.