El mundo a un siglo de la Revolución

Por Luis Bilbao
para América XXI (Venezuela)
Publicado el 7 de noviembre de 2017

Con su ironía siempre cruel, la Historia hace que el 100º aniversario de la Revolución Rusa ocurra cuando un desplazamiento oceánico del aceite mediante el cual funciona el engranaje capitalista mundial, el dólar, seca el mar donde navegan las mercancías y deja en su lugar una playa atiborrada y a la vez desierta, inmensa y desconocida.
A modo de poderosísima turbina cuya naturaleza y dimensiones no tienen todavía perfiles nítidos, una fuerza irrefrenable absorbe la divisa imperial. Tras años de acumulación, esta mutación cualitativa fue detonada –otra vez– por la Revolución Bolivariana de Venezuela que, también una vez más, azotada por el látigo de la contrarrevolución dio un salto adelante en el terreno internacional e inició el inexplorado camino de suprimir el dólar como moneda de intercambio comercial, no sólo para el petróleo, que de ahora en más cotizará según una canasta de Renminbi (Yuan), Rublo, Rupia y Euros.
China y Rusia anunciaron sin demora algo más que el apoyo a la decisión del presidente Nicolás Maduro. Y se puso en marcha un fenómeno mediante el cual la hegemonía política perdida desde hace tiempo por Washington comienza a transformarse en pérdida de la hegemonía monetaria para el manejo del mercado mundial. Reivindicación tardía, pero elocuente, del osado propósito de establecer una moneda latinoamericana, el Sucre, en tiempos de Hugo Chávez
Si es que tienen previsiones respecto de las consecuencias de este volcán en erupción, los altos funcionarios de Estados Unidos y la Unión Europea no las han hecho públicas. Tampoco se perciben las medidas destinadas a contrarrestarlas, si se exceptúa la fuga hacia la demencia explícita del presidente Donald Trump con su discurso en la ONU y sus declaraciones posteriores anunciando la “destrucción total” de Corea del Norte, a la vez que reiteraba su fracaso en el intento de arrastrar a América Latina en una aventura intervencionista en Venezuela, aceleraba su escalada verbal contra Irán y llevaba la situación a punto de no retorno en un choque entre Estados Unidos y Rusia en territorio sirio. En este panorama, hasta parece un sarcasmo el intento del reinado de España de aplastar la autonomía catalana…
Así está el mundo a 100 años del más lúcido y osado intento de acabar con el capitalismo y abrir paso a la historia.
Teoría y política
Antes de seguir con la actualidad, vale refrescar algunos conceptos y acontecimientos.
Para la teoría clásica el socialismo es la superación dialéctica (negación de la negación) del capitalismo más desarrollado. Hacia el final de su vida, Marx dejó entrever en carta a Vera Zasulich la intuición de que Rusia, país todavía feudal con enclaves capitalistas, podría ser el punto de partida de la revolución anticapitalista. No fue más allá.
También hacia el final de su vida Engels comenzó a estudiar ruso, cuando ya no se pretende sumar un idioma más al acervo personal. Tampoco avanzó en previsiones sobre el futuro del imperio zarista. Todas las grandes figuras del movimiento revolucionario ruso siguieron esa línea de interpretación. Y pensaron la revolución en su país como fase democrático-burguesa mientras la transformación socialista ocurría en Alemania, Gran Bretaña, acaso Estados Unidos.
Sólo después de la insurrección de 1905, preludio de la gran revolución, Trotsky se aventuró por un camino diferente (antes esbozado por Parvus, pseudónimo de A. L Hefland) y comenzó a hablar de una “revolución permanente”. Esto es, una revolución que no establecía una barrera entre el derrocamiento del Zar, la liquidación del feudalismo y el inicio de la revolución socialista.
Aunque ya había habido violentas diatribas entre Lenin y Trotsky por otras diferencias políticas –la más de las veces injustificables para los hirientes calificativos que se endilgaban– el punto de la existencia o no de una etapa previa a la transformación anticapitalista predominó desde entonces entre ambos. Hasta 1917. En medio de la Primera Guerra Mundial, en febrero de aquel año fue derrocado el Zar y asumió un gobierno burgués presidido por Kerensky.
Mientras hacía arreglos para salir de su exilio en Suiza y viajar a San Petersburgo a través de las líneas alemanas, Lenin pergeñó lo que luego se conocería como Tesis de Abril. Allí, el líder Bolchevique (fracción mayoritaria del Partido Socialdemócrata Ruso, Psdr) trazó su línea de acción: “todo el poder a los soviets”. De regreso de su exilio en Estados Unidos y detenido en Inglaterra por los socios de la guerra contra Rusia, Trotsky proclamaba lo mismo.
Hubo una gran discusión en el Partido de Lenin, quien apeló al extremo de amenazar con su renuncia, hasta que el Comité Central asumió la necesidad de tomar el poder. La brecha se cerró. El líder el Partido que a poco andar tomaría el nombre de Comunista y el presidente del Soviet de Petrogrado, centro de la revolución en curso, marcharon juntos desde entonces.
Así llegó la insurrección de obreros, campesinos y soldados el 25 de octubre –en realidad el 7 de noviembre, para el calendario gregoriano, pronto en vigencia en Rusia– y comenzó “el asalto al cielo”. Desde la caída de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas en 1991, un número creciente de autores descubrió que los bolcheviques no debieran haber tomado el poder. Otros, más creativos y con menos temor al ridículo, concluyeron que, de ahora en más, se trata de hacer la revolución sin tomar el poder.
Unos y otros creen que el papel de un revolucionario es manipular los vericuetos de la historia a gusto y placer. No es casual que esa misma base pseudo teórica esté por detrás de quienes hoy acusan a la dirección revolucionaria político-militar de la Revolución Bolivariana de avanzar, en las circunstancias dadas, contra la burguesía local y el imperialismo, mientras en otras latitudes sus primos ideológicos condenan a Maduro por no consumar la realización del socialismo mientras ellos mismo hacen desesperados e infructuosos esfuerzos por ocupar un lugar en el andamiaje parlamentario del capital.
Como sea, los bolcheviques no podían ni debían eludir la realidad impuesta por el movimiento espontáneo de las masas. E hicieron lo que correspondía, sin desconocer la teoría: su mayor esfuerzo inmediato fue atizar la revolución en Alemania y echar las bases para una nueva Internacional, dado el franco alineamiento de la socialdemocracia con las burguesías europeas.
En los años siguientes fracasó la revolución alemana. Y comenzó el dilema de poner el eje en “construir el socialismo en un solo país”, o hacer de la IIIª Internacional el instrumento efectivo para la revolución mundial. (Ver sección Historia Teoría y Debate, pág. 38). Quienes se interesen en conocer este debate pueden leer los cuatro primeros congresos de la Internacional Comunista y compararlos con los que le siguieron hasta su disolución, en mayo de 1943, por orden de Stalin y en explícito beneficio de la “coexistencia pacífica” con el imperialismo.
Tras una historia de guerras y tragedias colectivas e individuales, de voluntades vencidas e inteligencias obnubiladas, de inenarrables sacrificios frustrados, de búsquedas por veces desesperadas para hallar un camino de salida frente al abismo capitalista, la revolución más creativa, profunda y trascendente de la historia, llegó al fin de su primer ciclo.
Actualidad del debate
Retornar a este magno acontecimiento no es ritual celebratorio, pretensión de copia y mucho menos nostalgia de vencidos. Es el recurso para luchadores que no se rinden y buscan en la historia y la realidad actual el arsenal para continuar el combate. Es la necesidad, urgente como nunca antes por la coyuntura resumida en las primeras líneas, de reatar el hilo de la historia y lograr que la teoría se acompase con la vertiginosa velocidad de los acontecimientos.
Pocos comprendieron –y muchos no lo lograron nunca– las razones por las cuales Hugo Chávez reivindicaba la noción de Revolución Permanente. Menos aún se le escuchó y comprendió cuando dio el paso más audaz de su vida, signada precisamente por la audacia permanente, y convocó a formar la Vª Internacional.
¿Es posible hoy recrear el clima intelectual y político dominante en Europa entre fines del siglo XIX y comienzos del XX? Parece difícil porque el capitalismo le infligió una derrota cultural profunda al socialismo. Millones de militantes sinceros en todo el mundo se desmoralizaron y derrumbaron cuando vieron el inglorioso fin de la gloriosa Revolución Rusa.
Los efectos encadenados de esa involución de masas se agigantaron en universidades y templos del conocimiento cuando profesores aferrados a sus carreras individuales concluyeron que no había otro futuro que el capitalismo, en el mejor de los casos reformado institucional y gradualmente. La resultante de estas conductas cobardes, acomodaticias y, ante todo, ciegas frente a la realidad, creó a escala planetaria generaciones de jóvenes lanzados al individualismo, el escepticismo, la inercia de un sistema entrado en barrena.
Bajo la lógica del capitalismo tardío y agonizante, las maravillas de la técnica se transformaron en juegos de solipsismo inconsciente y mecanismo de aumento circunstancial de la tasa de ganancia. En lugar de impulsar un paso sideral hacia la libertad la formidable revolución telemática ha aumentado la enajenación y desestimulado el estudio, la reflexión y el debate profundos. El pragmatismo más ramplón se adueñó del terreno de la política.
Hoy la intelectualidad integrada al sistema cambia contenido por palabras, canta la melodía escrita en los centros de poder imperialista y reproduce sin dudarlo la biblia de la explotación capitalista. El periodismo se transformó en burda propaganda, sin espacio para el pensamiento crítico, pero tampoco para el ejercicio de la crónica veraz de los acontecimientos: su misión es sostener un sistema basado en mentira y manipulación.
Sí, parece difícil recrear un clima de pensamiento consistente y audaz, científico y apegado a la realidad, honrado al punto de rechazar toda forma de sujeción a becas, prebendas o formas corruptas fincadas en aparatos sindicales, estudiantiles, políticos.
No sería congruente programar semejante paso para la humanidad con base en la facilidad. Es difícil como toda verdadera empresa trascendental. Difícil y posible. Al alcance de manos sin ataduras.
Para lograrlo hay condiciones a cumplir: salir de las trampas a que ha conducido la mentira sobre un hecho histórico de la envergadura de la Revolución Rusa; comprender las causas profundas de su derrumbe y conocer los hechos y personajes que pesaron en ese rumbo; embeberse de las luchas actuales dejando de lado toda pretensión de hacerlas encajar en la dinámica capitalista para beneficio de estructuras políticas inviables por depender de la burguesía o por girar en torno a sí mismas en beneficio de pequeñas burocracias intrascendentes; entablar un intercambio profundo de ideas acerca de la realidad en cada país; asumir que mientras gravite la ley del valor sobre el conjunto de la economía mundial no es posible afirmar definitivamente el socialismo pero, a la vez, que no es posible vencer esa fuerza poderosa si no se la ataca consciente y coordinadamente en cada lugar donde haya un grupo humano dispuesto a hacerlo (¡y los hay en todo el mundo!).
Nada de esto es posible desde un centro de estudios o un partido nacional, aunque aquéllos y éstos son imprescindibles. Además de conmemorar la gesta de las masas rusas y sus lúcidas, generosas, valientes dirigencias, hoy se impone reivindicar la no menos lúcida, generosa y valiente decisión de Chávez cuando en soledad convocó a la creación de una nueva Internacional. Tarea pendiente para el período simbólicamente iniciado con el centenario de la Revolución de Octubre.
Fuente: América XXI