Leonardo Da Vinci: cinco siglos de la muerte del Homo inventor

Por Pablo Esteban
para Pagina 12
publicado el 2 de mayo de 2019 al cumplirse los quinientos años del fallecimiento del genio florentino 

Pintor, inventor, ingeniero, arquitecto, científico, escritor, Leonardo Da Vinci nació el 15 de abril de 1452 y murió el 2 de mayo de 1519. Opinan sobre su vida y su obra los especialistas.

Hoy se cumplen 500 años del fallecimiento de una de las personalidades más emblemáticas de la cultura y la ciencia mundial. Museos y centros culturales alrededor del globo homenajean a Leonardo Da Vinci, el exponente más fiel del Renacimiento italiano, que nació el 15 de abril de 1452 en Vinci, un pueblo situado a unos pocos kilómetros de Florencia, y murió en Francia, a los 67 años, el 2 de mayo de 1519. Su extenso currículum dice que fue pintor, arquitecto, artista, científico, escritor, filósofo, ingeniero y otras tantas cosas más. La pregunta inmediata: ¿cómo fue posible todo eso junto? Bueno, el escenario era distinto: a comienzos de la era moderna no existía la híperespecialización que caracteriza a la división del trabajo intelectual del presente y ello estimulaba a las mentes curiosas a repartir sus atenciones. Lo que en todo caso no deja de sorprender fue el talento que demostró en cada una de ellas: Leonardo hizo de todo y todo lo hizo bien.

“En la historia de Occidente no ha existido un ser humano que haya tenido su inteligencia y devoción por comprender todo respecto de su época. Es la figura principal que sintetiza la aspiración por alcanzar el conocimiento total”, afirma José Burucúa, doctor en Filosofía (UBA), docente (Unsam) y especialista en historia del arte y patrimonio cultural. Repasemos su historia. Nunca aspiró a ser notario porque era hijo “ilegítimo”: su padre, Piero Fruosino di Antonio, lo abandonó tras nacer del vientre de Caterina di Meo, una jovencita, hija de campesinos pobres que apenas arañaba los 15 años. Dice Sigmund Freud que esta situación signaría el futuro de toda su obra artística madura: según su hipótesis, a Da Vinci le costó sostener una atención de tiempo prolongado en su arte –razón por la que muchas obras quedarían inconclusas– y así reflejaría la actitud que su progenitor tuvo con él. Aunque el derecho de sangre le fue negado desde el principio, su creatividad y su pulso extraordinario le permitieron ingresar a la escuela del artista más popular de Florencia, Andrea del Verrocchio. Tal vez, su único maestro en la vida que, según narra la historia, entraba seguido en cólera siempre que advertía que el joven Leonardo tenía más talento que él. 

“Constituyó el mejor ejemplo de una mente sintética. Desde su juventud, su curiosidad lo movilizaba, ya que demostraba una pasión cotidiana por el simple hecho de querer conocer. Salvo lo que pudiera aprender con Verrocchio, no tuvo una educación universitaria formal”, dice Esteban Ierardo, escritor, docente y filósofo (UBA). Pintó, entre otras maravillas, La última cena (1498) a pedido del duque de Milán, Ludovico Sforza –que inspiró El código Da Vinci, bestseller de Dan Brown– y La Gioconda, dos de las obras más emblemáticas de la historia de la pintura, dueñas de un aura que todavía conmueve. La historia cuenta que La Mona Lisa fue retocada varias veces por Da Vinci entre 1503 y 1519, porque no conseguía conformarlo. En 1919, cuatro siglos después, Marcel Duchamp creó “L.H.O.O.Q.”, un readymade realizado sobre una postal barata donde se la ve con un popular bigote y barbilla. 

“Leonardo le otorgó a la pintura un plano superior porque la pensó y la practicó como  una ciencia. Además de su calidad plástica condujo el proyecto humanista para reunir al arte con el conocimiento. Fue la máxima expresión del Renacimiento, un fenómeno que buscó poner en conexión distintos saberes y prácticas, y así quebrar la hegemonía de la teología medieval, a través de una búsqueda racional y de comprobación empírica”, describe Ierardo. Si bien la especialidad de la casa era la pintura, fue un auténtico todoterreno. Desde su adolescencia empleó la escritura especular, como si lo escrito en el papel se viera en un espejo. Ello, según se creía, le salía de manera natural por su condición de zurdo. No obstante, recientes investigaciones aseguran que era ambidiestro y manejaba los dos perfiles con equivalente destreza. Así, por ejemplo, dibujó El hombre del Vitruvio para estudiar la anatomía y las proporciones del ser humano. Exhibió su obsesión por los árboles, el agua, las plantas y los animales, aunque lo que más le interesaba comprender era el vuelo de las aves que, un tiempo más tarde, lo empujó a bocetar un diseño que se asemeja muchísimo al helicóptero actual. 

Su sed de conocimiento demostró una voracidad incalculable, por ello, también regó de luz otros campos: en la mecánica logró intuir los principios de la inercia y el de la composición de las fuerzas; en geología se concentró en explicar el origen de los fósiles; en astronomía buscó dilucidar la luminosidad que reflejaba la Tierra; y en matemáticas se destacó en el manejo de las técnicas del ábaco. Sin embargo, fue a los cincuenta años que su faceta científica adquirió todo su esplendor al comenzar con la práctica de disección de cadáveres humanos, actividad que le trajo numerosos problemas con la iglesia. Creía que para poder representar el cuerpo primero debía entenderlo. En este sentido, documentó la primera muerte por arterioesclerosis de un adulto mayor, tras comparar su sistema circulatorio con el de un niño. Se transformó, de este modo, en un científico experimental que puso a funcionar toda la maquinaria de sus sentidos para interpretar la realidad que le tocaba vivir. Un adelantado que, junto a Descartes, Bacon y otros, dispuso las bases de la primera revolución científica.

Arquetipo del genio universal, también se destacó como un inventor descollante, cautivado por los desafíos tecnológicos. Anticipó múltiples creaciones que siglos más tarde serían revolucionarias: el submarino, la bicicleta y el automóvil. Creó todo tipo de instrumentos para calcular el tiempo, las condiciones climáticas y las distancias y, motivado por la recurrente defensa de la ciudad de los Medici, fue responsable de la fabricación de armas, murallas, catapultas, cañones y tanques. “La cantidad de aparatos y dispositivos que inventó no tienen parangón. Algunos, como el paracaídas o la escafandra de los buzos, pueden ser perfectamente aplicables a partir de sus diseños. Su capacidad fue ‘saber hacer’, moldear el mundo material y aprovechar las fuerzas de la naturaleza que estaban disponibles en todo su esplendor”, subraya Burucúa.  

¿Por qué recordarlo a 500 años de su muerte? “Representa un proceso mental que reflexiona acerca de la realidad, a través del empleo de un esquema de redes, que liga saberes de manera continua. Hoy, frente a la expansión de los localismos y nacionalismos, necesitamos de su visión universal, comprensiva y abarcadora de la vida”, plantea Ierardo. 

Su legado permanece latente en las centenas de anotaciones que realizó en sus cuadernos y apuntes. Sin ir muy lejos, en 1994 Bill Gates compró uno de sus códices (“Leicester”) por 30 millones de dólares. Cuando la muerte se acercaba, como si también fuera capaz de predecir el sitio que le tenía reservado la historia, encomendó la celebración de más de 30 misas en su nombre. No tuvo hijos pero es el padre de millones de cerebros rebeldes, de esos que alimentan su curiosidad día a día y que pretenden conocer siempre un poco más acerca de los misterios que envuelven el enigma más singular de todos los tiempos: el milagro de la vida.

Fuente: pagina12.com.ar