El punto cero de la violencia institucional

Adrian Dubinsky
(Horizontes del Sur)

Sin punto cero
No existe, en el caso de la violencia institucional, más que apreciaciones acerca de su origen, de su punto cero, de la génesis del ofidio, del nacimiento de la bestia. En el caso que analizaré, el devenir del tetris de reacomodamiento de la ira vengativa anida en algunos sujetos creados por la interacción de la acción política del gobierno anterior y la reacción de los grupos concentrados del establecimiento político y mediático, que suman, a su vez, a todos aquellos que se sienten amenazados por un horizonte de igualdad que les quite el privilegio de pertenecer a un nimio estatus de diferenciación. Esa postura, más que convertir a quien presume de cierta posición social en un sujeto destacado en la sociedad, no hace otra cosa que congelarlo en un sitial de desprecio compresor; es decir, en una tarima reservada solo para que se suban aquellos que a la corta o a la larga serán presa del escarnio público y del desprecio provenientes tanto de aquellos que se sitúan en una supuesto escalafón inferior, como de aquellos que se erigen como el ideal social a alcanzar por esas pobres estatuas, que además creen preservarse del compromiso de pronunciarse ante las innúmeras interpelaciones a la que son sometidos como sujetos políticos por el solo hecho de opinar y accionar a favor de aquellos sujetos sociales que los miran por sobre el hombro. Se creen a salvo de la marejada neoliberal que inunda a las sociedades por la mera acción del quietismo, como si “no meterse” fuese garantía de un salvoconducto y como si no salir en defensa de quien suscita sus tibias simpatías políticas (tibias, pero simpatías al fin) lo preservase tanto de la “mugre” del roce político, como de la atropellada elitista de quién quiere llevarse puesto a aquellos que sí se someten a la maculación inapelable de la praxis política, y que en definitiva se termina deglutiendo a todos: manchados e impolutos.

En ese sentido, no existe un alumbramiento posible para explicar la violencia enquistada dentro de una sociedad; solo se puede explicar parcialmente, con enfoques de lentes de diferente graduación que exponen solo un matiz posible del surgimiento de la rabia. La violencia a la que nos referimos en este ensayo, no proviene de aquella suscitada por la opresión sino por la que se dedica a disciplinar a la misma desde un lugar que concentra el poder de policía y de represión que el poder popular (el pueblo, el verdadero detentor de la soberanía política) delega en el gobierno de turno.
Desde el cine se han estudiado decenas de casos de posibles génesis de algunas atrocidades cometidas desde el Estado, pero en general, dado lo ligado que está la reacción opresora del Estado con las vertientes coloniales de la violencia (apartheid, en el caso de Sudáfrica, dictaduras motorizadas, preparadas y sostenidas por EE.UU si hablamos de América Latina), las búsquedas del ADN de la virulencia estatizada responden más a gritos de liberación mediante el arte, denuncias concretas y proclama política, que al estudio del origen de la violencia en el interior de las sociedades que las producen. En el caso del nazismo, la revisión del poder exterminador desde el aparato hegemónico no busca culpables ajenos en la lucha antiimperialista, sino que trata de explicar al interior de los clivajes interimperiales eurocéntricos los motivos de la misma. De esta forma, dos obras maestras del cine europeo -“El huevo de la serpiente” de Bergman y “La cinta blanca” de Haneke- intentan comprender de dónde proviene tanto odio concretizado.
La preñez de la violencia a partir del discurso
En un principio está el discurso. El discurso habilita las acciones. Si el discurso vomita una sarta de improperios y lugares comunes que se pasan por el fondillo del entreglúteo una cantidad de años de estudios avalados por la comunidad política y científica internacional, por los organismos de Derechos Humanos del mundo entero y una similar cantidad de experiencias de sociedades que únicamente pudieron recuperarse de los duelos nacionales visibilizando sus calamidades, haciéndolas reales para luego juzgarlas y condenarlas, lo único que queda al descubierto son las fauces de un vengativo moloso de dientes gastados, demente y con la furia de haber estado con la cadena al cuello durante años, que solo quiere abocarse a masticarse todos los derechos adquiridos luego de la gran tragedia nacional que transcurrió entre el golpe de 1976 y el regreso de la democracia.
Cuando parecían saldadas algunas controversias históricas, aparecen los dinosaurios del verdadero rostro tapado. No tienen el rostro verdaderamente tapado los sujetos sociales que se exponen cortando una calle, sino aquellos que se escudan a cara descubierta tras un discurso televisable, hipócrita y tan licuado que no permite que se les vea el pañuelo de malhechor del lejano oeste. Cuando la política de Derechos Humanos de la Argentina entre 2003 y 2015 contaba con el beneplácito que avalaba históricamente las investigaciones y las posteriores conclusiones que denunciaban un genocidio político en nuestro país -y también en la región-, la gestión de gobierno macrista se encargó de profundizar aquellas variables que le habían permitido a la oligarquía conservadora y sus adláteres de clase media realizar varias acciones características, al menos, de la historia de la segunda mitad del siglo XX y, parece ser, de las dos primeras décadas del siglo XXI. Desde el golpe de Yrigoyen, pasando por el Bombardeo a la población civil en el 55, la proscripción de Perón y la dictadura militar, hasta la recuperación del ciclo democrático liberal real del año 83, los posibilitadores más invisibles del terrorismo de Estado habían permanecidos en estado de latencia. Decían no saber nada de lo ocurrido, se escudaban en su ignorancia sobre las “cosas de la política”, en desconocer lo que habían hecho “los militares”, dejando de lado la connivencia de la Iglesia, los Medios de comunicación y ellos mismos: la sociedad civil.
Esa sociedad civil reaccionaria, que parecía educada en el mejor de los casos y domesticada en el peor, vio que le abrían las puertas del corral y que nuevamente se les permitía repetir falacias, mentiras, falsedades de toda falsedad y barbaridades nacidas de un interior hiperfrustrado, de un complejo de superioridad inexplicable si no se tiene en cuenta su sentido del progreso más ramplón y más desconectado de las lógicas de competencia del capitalismo que, por supuesto, más lo alejan de sus convicciones de cuna, de sus creencias religiosas y de su buena leche como compatriotas. El mismo tipo o tipa  que se conduele hasta la limosna, o que se conmueve con el tullido que lo espera oportunamente a la puerta de San Expedito, es el mismo que tira una moneda de dos pesos sin siquiera mirar a quien la recibe y el mismo que va a un centro de día a sacar a pasear a un niño pobre para mitigar sus contradicciones; es el mismo que débita de su tarjeta unos morlacos para Médicos sin fronteras o Greenpeace pero que no se pregunta sobre el porqué de la existencia de dichas organizaciones y su correlato inevitable con la política mundial. Lamentablemente, muchas veces -¡No todas!- es el mismo sujeto/a que en algún momento dijo “algo habrán hecho” o que ahora repite barbaridades acerca de la probidad de un militante, sus alcances intelectuales o directamente la carga de la responsabilidad de lo que hace el gobierno actual so pretexto de endosar al gobierno anterior cuanto desaguisado haga este.
La diferencia es notoria. Los militantes, pasibles de ser caracterizados en contextos adversos y reaccionarios como los que corren como “militonto” y “vago” -en el mejor de los casos- o como “chorro” o pichón de “terrorista” -en uno de los peores-, discuten políticas nacionales, políticas de Estado, no personas ni prácticas individuales; la reacción cultivada se ensaña con los particulares, con los nombres propios, lo cual obnubila la capacidad de abstracción para despojar de prejuicio personal cualquier apreciación sobre la dirección que lleva el gobierno. Centrarse en personas y no en planes gubernamentales es violento; es anteponer la condición de unicidad, mediada por la estima o la simpatía más que por la valía profesional, reduciendo a la voluntad mayoritaria de un país a un plebiscito sobre si está bien o mal llevar una cartera determinada o si te gusta el tono de voz de quien transmite, como dicta la ley, las acciones de Gobierno.
Esa violencia discursiva, tarde o temprano, tiene su correlato en una acción concreta imbuida de un talante tan violento como las palabras que enhebran la estructura potencial de la acción; de hecho, podrían desgranarse las acciones virulentas y entenderlas a partir de su componente vital, que no es otro que las representaciones ideológicas que se construyen a partir de la posibilidad de demonizar al contrincante político, de la bestialización del otro, de la criminalización de determinado sujeto histórico para enmarcarlo no ya en la discusión democrática o en la tradición del juego que la derecha disfrazada de hoy en día propone desde un inconsistente republicanismo liberal, ni siquiera desde la posibilidad de disputar representaciones justas a partir de la tan trillada y flameada bandera de la libertad de opinión y de prensa, sino a partir de la sustitución del Estado de Derecho por el Estado de opinión instaurado por los formadores de conciencia política que operan desde los megalopolios monolineales del aparato comunicacional mundial.
El caso nacional
Hace menos de un mes, el caso del hostigamiento y el intento de linchamiento mediático y social sufrido por Alicia Kirchner, en cuya casa estaba Cristina y su hija Florencia al momento de los actos vandálicos, no son sino la expresión megalítica de un modus operandi que va avanzando en la horadación del Estado de Derecho del país.
Esa acción virulenta no es protagonizada por las masas sedientas de justicia asaltando el palacio de invierno o estelarizando el 17 de octubre, sino que es actuada por un grupo que concita a su interior una variopinta composición social, que contiene tanto al ingenuo autoconvocado que se siente sujeto político por primera vez en su historia, como al “troll” devenido activista por un día y que se encarga, literalmente, de desparramar sus deposiciones a diestra y siniestra sin medir el maremágnum de salpicadero de heces que provoca con su acción. Esa agresión en Santa Cruz, alimentada a partir de frustraciones que vienen yerrando a fuego a más de seis o siete generaciones en nuestra patria (y quizás me quedó corto), y coligada a las ambiciones de ciertos iluminados de la izquierda Argentina que creen que cuanto peor mejor, y que terminan siendo la fuerza de choque paraestatal de la derecha en el poder, no es más que la versión magnificada de lo que sucede día a día en los barrios de la ciudad de Buenos Aires -solo para referirnos a los casos que mejor conocemos por nuestra ubicación geográfica, nuestra posición situada-.
Si bien los acontecimientos de Santa Cruz nos ponen inevitablemente a ser contrafáctico, a pensar en qué hubiese ocurrido si los manifestantes hubiesen podido derribar la puerta que separaba a la Gobernadora, a la ex-presidenta y a su familia de las voluntades enardecidas -poco racionales y azuzadas con nafta candente por el aparato comunicacional- de los que embestían contra la puerta, también es necesario dejar de proponer posibilidades ucrónicas para centrarse en un análisis concreto de lo que ya ocurre en nuestra ciudad de Bs. As.
Si me pongo a pensar en lo que ocurrió en otros lugares del mundo cuando las huestes azuzadas por el odio se hicieron con el ícono depositario de su desprecio, podemos concluir que la suerte de Khadafi y la de esas mujeres que literalmente no tenían ningún tipo de defensa podía ser similar. Muchas veces las hordas -y no las masas- son rociadas con un combustible que magnifica la cara putrefacta de la realidad, que recuenta octanos en la miseria estructural de un mundo injusto y en un continente que se ha ganado el mote del más desigual del planeta, independientemente de que el mismo guarde en su interior dos riquezas inconmensurables: su riqueza productiva -agua, minerales, petróleo, entre otros- y su riqueza humana, que sin caer en chauvinismos regionales, podemos caracterizar como una de las más creativas del mundo.
No pasó a mayores -si con “mayores” entendemos el factible linchamiento al que hubiesen sido sometida la ex-presidenta de la Argentina y sus acompañantes de no mediar la acción de las fuerzas de seguridad- en esa oportunidad, pero se van dando en la ciudad de Bs. As, y más precisamente en la Comuna 3, determinadas acciones persecutorias que si bien aún no pueden ser calificadas como “mayores”, sí son preocupantes, graves y ante las cuales debemos estar atentos y proceder a visibilizar esas agresiones por dos motivos: primero para no naturalizarlas, y segundo para denunciarlas, ponerlas por escrito y difundirlas para que nadie pueda escudarse el día de mañana en un cándido desconocimiento de lo acontecido.
La nota de lo concreto, la persecución política en la Comuna 3 y Las Madres como destinatarias del odio oligarca
La instauración del estado de opinión por sobre el Estado de Derecho genera la posibilidad de que en determinadas sociedades (la porteña, por ejemplo) se puedan consolidar corrientes de opinión que no solo disculpen determinados accionares autoritarios y represivos de las fuerzas de seguridad, sino que muy zorrunamente, los avalen oportunamente y los desdeñen a posteriori con el mismo pragmatismo conveniente, según sople el tovien.
El discurso que quiere discutir sobre el número de desaparecidos en la última dictadura militar no solo peca de ignorante, sino que además se arroga una sapiencia y un nivel de conocimiento que riñe tanto con documentos desclasificados del Departamento de Estado de EE. UU, como con cualquier proyección integral brindada por parte de los organismos de Derechos Humanos. Aquellos que sostienen las hipótesis de que los desparecidos fueron muy pocos y repiten lugares comunes como aquel que dice que “los desaparecidos están paseando por Europa”, pueden ser tildados metafóricamente como “más papistas que el papa”; si el Departamento de Estado de EE. UU (uno de los ideólogos de las dictaduras de América Latina y profesor emérito de la Escuela de las Américas de Panamá) da una cifra de 22.000 desaparecidos, y esa cifra es divulgada por el órgano de prensa de la oligarquía argentina (Diario La Nación), podemos concluir que la enfermedad del odio efectivamente obstruye la posibilidad de una cadena de razonamiento que se inscriba en una de las corrientes de pensamiento que ellos mismos promulgan: el pensamiento racional, positivista y cartesiano; moderno para más datos. Si un positivista desconoce los datos provenientes de los datos obtenidos mediante el positivismo se constituye en un firme candidato a obtener el premio mayor a la incoherencia.
Pero lo más triste, es que incoherente o no, esa minoría reaccionaria se encarga -con el aval de una minoría más pequeña y patética todavía- de llevar adelante con los recursos del Estado y el silencio de gran parte de la población y sus instituciones, una persecución organizada y focalizada y que si no desemboca en una dictadura completa, solo se deberá a la visibilización continua de los hechos denunciados, a la militancia y tozudez de aquellos que son objeto de la persecución política (leve aún, pero persecución política al fin) y a la posibilidad de interpelar mediante publicaciones que, si son comparadas con las posibilidades de denuncia de otrora, tienen un alcance y una difusión tal que imposibilitan una avanzada violenta mayor por parte de los lacayos del 1% de la sociedad mundial.
Los modos de persecución han ido cambiando. Ya no desaparecen personas -¡por lo general!-, pero aquella/os que están comprometidos con un proyecto de país que opta por una programa Nacional-latinoamericano y Popular, están condenados a ser despedidos de sus trabajos, suspendidos cuando están al frente de un aula, expulsados de los espacios de participación, insultados en las redes sociales por los paramediáticos del oficialismo, excluidos de la sociedad del trabajo y, sobre todo, estigmatizados y calumniados al punto de confrontar el conocimiento empírico de los vecinos que los conocen y el discurso introyectado con una fuerza que presupone que una apreciación tiene fuerza de ley en un Estado de Opinión. El estruendo que produce en una vecina que pasa todos los días por una básica el discurso mediático sobre las muchachas y muchachos que se juntan a trabajar por el barrio no deja de hacer mella, pero tampoco la población de la Ciudad de Buenos Aires es tan ingenua como para comprar una supuesta verdad que se contrapone con aquello que experimenta día a día; y puede no bancar a Cristina y sus cadenas nacionales, pero bajo ningún concepto aceptará que esos pibes y pibas sean criminalizados.
También es verdad que una parte de la población porteña, sí está dispuesta a comprar el rol subversivo del FPV en su conjunto, y en función de esa creencia es que habilita la persecución política que tiene su acmé en Jujuy, con la detención de Milagro Sala, y tiene su acción microscópica -aunque no por microscópica menos contundente, lacerante y preocupante- en una pintada ofensiva como la que agredió el mural realizado en la plaza Ramona Gastiazoro de Brontes. En este caso se dio, no inconscientemente, pero si con la brutalidad a flor de piel que no permite evaluar un cálculo posible de los alcances semánticos de lo que se dice, una intervención de poca ambición estética sobre determinadas manifestaciones artísticas: sobre la palabra “Libertad” (en relación a Milagro Sala), la cual fue tachada, se escribió la palabra “Muerte”, desconociendo la mínima posibilidad de juego antonómico que propondría, a priori, la palabra “Cárcel” o “Encierro”. No: la palabra escogida fue “Muerte”. Sobre las figuras representativas de las Abuelas de Plaza de Mayo, sobre sus posibles rostros, se dibujó un círculo con una cruz dentro. Traducción: una mira telescópica (también remarcó algún compañero, que era un símbolo utilizado durante el golpe instaurado en el 55).
Entre otros casos concretos, se suman: detención de compañerxs durante la realización de un mural en la plaza Velasco Ibarra y acusación de daño a la propiedad pública; disparos sobre una Unidad Básica y pintadas agresivas reiteradas sobre muchos locales políticos; ingreso de un policía armado a la Escuela Mariano Acosta y el chiste del policía cuando la rectora le preguntó qué hacía allí, a lo cual no se le ocurrió otra respuesta, como para romper el hielo, que decirle que tenía una orden de secuestro para ella, para luego sonreír cual psicópata de película y aclarar que era un chiste, que solo se encontraba allí para garantizar la seguridad de aquellos que en ese momento participaban de una actividad de la comunidad educativa, y tantos otros casos debidamente documentados y que consumirían el total del espacio de este artículo.
Entre un caso de persecución política y otro, median una decena de casos de hostigamiento y laceración de Derechos Políticos, que si bien no pueden ser caracterizados como propios de una dictadura, son elementos que en su sumatoria -y en su proyección potencial- constituyen un huevo de la serpiente tan letal como el que dio a luz a las millones de viboritas que avalaron con sus silencio el golpe de Estado de 1976, por mencionar solo una de las atrocidades que las sociedades modernas vieron venir y optaron por negar.
La avanzada fascistoide más reciente, tiene que ver con la intervención del Instituto Universitario Nacional de Derechos Humanos Madres de Plaza de Mayo. Por supuesto, que la destinataria final de la agresión termina siendo Hebe de Bonafini, la presidenta de la Asociación Madres de Plaza de Mayo. El gobierno nacional ha decidido remover al anterior rector, Germán Ibáñez, y nombrar en su lugar a Javier Buján, un hombre del riñón del operador judicial del macrismo y presidente de Boca, Daniel Angelici, y que ya había sido desplazado del INADI. Esta nueva avanzada violenta contra un espacio simbólico por su historia, pero sumamente concreto y efectivo en la formación crítica de sus estudiantes, es otro indicio que no debemos dejar pasar, una acción proyectiva de un intento de hegemonía bajo la hégira de un nuevo consenso de Washington y que, en definitiva, al menos su denuncia es una constancia de que nadie podrá decir dentro de veinte años que no sabía nada de lo que ocurría a su alrededor.
1 – http://www.lanacion.com.ar/791532-el-ejercito-admitio-22000-crimenes
2 – A partir de la devolución de identidad al nieto 122 mediante la acción de las Abuelas de Plaza de Mayo, se consolida la afirmación que vienen haciendo los organismos de Derechos Humanos y que concluye que si los familiares desaparecidos del último nieto recuperado no estaban en ningún archivo sobre desaparecidos, lo más probable es que el caso sea uno de los miles que jamás hicieron la denuncia por varios motivos, desde el más sencillo y paralizante miedo, hasta el intento de olvidar unos de los hechos más traumáticos en la vida de una familia.