Un testimonio de una guerra al estilo estadounidense El Tío Pentágono
Frida Berrigan*
TomDispatch [x]
Traducción: Carlos Riba García (Rebelión)
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Introducción de Tom Engelhardt
Se trata de un edificio de cuya verdadera magnitud casi no tenemos idea; su construcción empezó en septiembre de 1941. Con sus 612.500 metros cuadrados, era la mayor construcción de Estados Unidos hasta que en 1973 fue desplazada de ese primer puesto por el World Trade Center –una posición que recuperó, a pesar del vuelo 77 de American Airlines el 11 de septiembre de 2001. Tiene cinco fachadas, cinco plantas (y dos plantas de sótanos) y 28 kilómetros de pasillos.
Es difícil incluso asimilar lo enorme que es el Pentágono. James Carroll, columnista del Boston Globe lo describe vividamente en su monumental libro House of War, tal como él lo percibió en los cincuenta del siglo pasado, cuando era niño (su padre, un general de la fuerza aérea, fue el primer director de la agencia de inteligencia de la defensa; para el niño, el Pentágono era su lugar de juego).
“Había 18 comedores en los que cada día se servía 60.000 comidas. Dos peluquerías, un drugstore, una clínica de vacunación y cinco “barras para beber”, cada una de ellas con más asientos giratorios de los que un niño podía mantener girando. Había 600 fuentes de agua para beber; yo bebí en la mayor parte de ellas. Una sala de relojes tenía la hora exacta de todos los jugares del mundo, incluso Moscú. Hombres adultos se movían con unas bicicletas de tres ruedas con cestas; eran mensajeros con sus timbres sonando ruidosamente ¡para abrirse camino con sus secretos! En los rincones, había descoloridas banderas en su asta con colgantes cintas. En las paredes habían colgado pinturas con aviones militares y caballos, tanques y tiradores con su fusil. Partenón, Panteón... no recuerdo bien las palabras. Digamos Paraíso. Era todo lo que podía desear una criatura de 10 años”.
Hoy día, 23.000 personas –civiles y militares– (como también otras 3.000 del “personal de apoyo no asignado a la defensa”) trabajan en ese edificio. Pensad en ese elenco de 26.000 actores de esta manera: el total es mayor que todo el personal militar de, entre otros países, Burundi, la Republica Checa, Dinamarca, Finlandia, Ghana, Hungría, Kenya, Nueva Zelanda, Noruega, Paraguay, Uruguay y Zambia. Y, por supuesto, el Pentágono está a la cabeza de una “base mundial” (como Chalmers Johnson la llamó una vez) cuyo tamaño y ámbito no tiene precedentes en la historia, y preside un estado de guerra, incluso un estado de guerra permanente, de un modo que debería –pero no lo hace– dejarnos pasmados a todos.
El Pentágono se ha convertido en una “parte integrante” o un “dato conocido” de nuestro mundo estadounidense, dado que alrededor de él se ha desarrollado lo que, desde la despedida del presidente Dwight Eisenhower en 1961, ha sido conocido como el complejo militar-industrial. Aun así, aparte de algunos momentos de excepción, somos pocos los que sabemos que el Pentágono ha sido objeto de –y lugar de– casi continua protesta desde los sesenta del siglo XX. Frida Berrigan creció en el corazón mismo de esa incesante protesta y de una modesta comunidad de activistas sobre todo religiosos que, tanto dentro como fuera de la cárcel, se mantiene viva (y aún hoy continúa con su interminable protesta contra nuestro estado de guerra). Ese pequeño grupo –sus padres y otras personas– nunca ha dejado de estar tras los pasos del mundo belicista del Pentágono y lo que este mundo representa para este país y el mundo entero (incluso cuando el resto de los estadounidenses lo hacen). Berrigan escribió una sorprendente monografía de ese mundo, It Runs in the Family: On Being Raised by Radicals and Growing into Rebellious Motherhood. Hoy, de un modo particularmente vívido, nos sumerge en su infancia de testigo de unas guerras al estilo estadounidense.
* * *
Creciendo a la sombra del estado de guerra estadounidense
El Pentágono estaba tan presente en mi infancia que parecía un miembro más de mi familia. Algo así como un tío amenazador que repartía desaires y collejas para que aprendiéramos la lección o una abuela rica y desdeñosa enseñándonos decoro y buenas maneras.
Fuera cual fuera el caso, nuestras vacaciones giraban alrededor de las visitas a los enormes jardines del Pentágono. Allí íbamos en Pascua y en Navidad, incluso en las vacaciones de verano (para recordar los aniversarios de las bombas de Hiroshima y Nagasaky). Cuando éramos pequeños, mi hermano, mi hermana y yo llorábamos llenos de pavor en cuanto veíamos el edificio desde el puente que cruzaba el río Potomac. Para nosotros, el edificio palpitaba con maldad como si nos recibiera con una ominosa banda de sonido extraída de Star Wars.
Me crié en Baltimore, en Casa Jonah, una comunidad radical cristiana integrada por personas comprometidas con la resistencia no violenta a la guerra y la cultura nuclear. Fue fundada por mis padres, Phil Berrigan y Liz McAlister. Ellos adquirieron renombre internacional como activistas pacifistas por la paz que no temían dañar propiedades ni pasar largas temporadas en la cárcel. Los Cuatro de Baltimore, los Nueve de Catonsville, los Ocho del Arado, los Siete Griffiss; estas fueron acciones contra la guerra de Vietnam y contra la bomba atómica que mis padres ayudaron a planificar y en las que participaron, y alguna vez les llevaron a la cárcel. También se trataba de conspiraciones creativas que tenían la intención de cuestionar nuestra responsabilidad personal en relación con nuestro mundo, del mismo modo que la función de la conciencia frente a él. Además, eran exploraciones relacionadas con la forma de ser eficaces y no violentos en la oposición al despilfarro de la guerra. Esas acciones atrajeron mucho la atención mediática y a multitud de adherentes, pero entre una y otra acción siempre volvíamos al Pentágono.
Nuestra mente infantil quedó marcada por las horribles imágenes de guerra de los viejos documentales sobre Hiroshima y Nagasaky y otros más nuevos llegados de Vietnam, primero, y de El Salvador y Guatemala, después. El origen de todos ellos parecía ser un único lugar, aquel imponente edificio de cinco fachadas que dominaba el Potomac y estaba rodeado de parques, prados, rumorosas zonas arboladas y senderos.
Pelo quemado y biberones llenos de sangre
En muchos aspectos, me crié en el Pentágono. Nuestra familia nunca se sentaba para una foto formal. Nunca hacíamos instantáneas en las fiestas o comidas campestres o en vacaciones. Pero sí tenemos álbumes de fotos llenas de imágenes tomadas en el Pentágono cuando protestábamos allí año tras año.
En una de mis fotos favoritas de cuando era bebé, estoy bajando una escalinata con un biberón en una mano y con la otra aferrando con fuerza la mano de mi adulta preferida, Rosemarie Maguire. Al fondo se ven las columnas de la River Entrance. Calcula, es en 1976. Mi hermano descansa en el cochecito que se ve más atrás, junto a mi madre y unos amigos. Podríamos haber estado en cualquier otro sitio pero, por supuesto, no estábamos. Estábamos en el Pentágono, y nuestra protesta ya había acabado o estaba a punto de comenzar.
Frida (de unos dos años) y Rosemarie Maguire en la River Entrance del Pentágono, en 1976. La madre de Frida, Liz McAlister, y su hermano Jerry (en el cochecido) están más atrás.
Cuando después de Vietnam el presidente Gerald Ford solicitó una asignación presupuestaria de 105.000 millones de dólares para el Pentágono, estaba pidiendo un incremento del gasto militar de un 15 por ciento. La capacidad nuclear de Estados Unidos, que ya era enorme, habría de aumentar aún más; las mismo tiempo, también aumentarían las fuerzas convencionales. Sin embargo, el Congreso, después de debatir, recortó el aumento pedido a la mitad.
Para los adultos que protestaban en ese momento, esas sumas eran abrumadoras, Sin embargo, hechos los ajustes por la inflación, hoy en día parecen casi modestas. Cerca de 30 años después, el presidente Barack Obama está solicitando 534.000 millones de dólares para el Pentágono y otros 50.900 millones para continuar las operaciones militares que están en curso en Afganistán, Iraq y Siria. Y este dinero no incluye los más de 12.000 millones necesarios para mantener y reforzar las fuerzas nucleares de EEUU; la mayor parte de los cuales están escondidos en el presupuesto del Departamento de Energía de EEUU, en un momento en el que Washington se ha comprometido en una mejora de esas fuerzas que durará varias décadas y costará un billón [un millón de millones] de dólares.
En una instantánea de ocho o nueve años más tarde aparezco arrodillada detrás de mi hermana pequeña, que entonces era una irresistible y guapa criatura de dos o tres años. Yo estoy ayudándola a entregar panfletos a los empleados del Pentágono que llegaban a trabajar. Una mujer coge un volante mientras un grupo de amigos adultos sostiene una pancarta en la que se lee “La fidelidad al pacto significa desarme”.
Nuestra casa está llena de pancartas como esa, pintadas con letras mayúsculas sobre sábanas. Ese año sería 1983 y en ese momento el Reloj del Juicio Final de los científicos atómicos se detuvo a tres minutos de la Medianoche Nuclear. El secretario de defensa era Caspar Weinberger; por supuesto, su despacho era el Pentágono, y él ya se había ganado el mote de “El jefe del cucharón” por sus esfuerzos para aumentar el gasto en armas nucleares como el misil MX y la futurista y fantasiosa defensa de armas anti-misiles propia de la “Guerra de la Galaxias”.
En la foto, yo llevo una cazadora tejana que me gustaba mucho aunque fuera un harapo –la llevaba sin que me importara el tiempo que hacía– y una lamentable cinta con moña. Los empleados del Pentágono rechazaban sin dudarlo los volantes que yo les ofrecía pero aceptaban los de mi hermanita con una sonrisa. Es muy posible que no los leyeran pero dejar ese panfleto en sus manos nos parecía cierta medida del éxito.
Cuando tenía ocho años, 75 personas de nuestra comunidad fueron detenidas por bloquear las entradas del Pentágono. Mientras tanto, unas pocas personas remolcaron una camioneta averiada hasta su sitio de protesta, la inutilizaron completamente y la dejaron allí con el rótulo “ÚLTIMO RECURSO” en grandes mayúsculas pintadas con spray en el costado. “En Houston, los trabajadores de la industria automotriz están durmiendo en su coche”, le dijo a UPI John Shields, uno de los líderes de la protesta. “Nosotros estamos conectando el problema de la falta de vivienda y la escasez de puestos de trabajo debido a la locura de la carrera armamentística.”
En otra foto, tomada en abril de 1985, estoy bajando los peldaños de la escalinata de la River Entrance. Tengo 11 años y estoy empapada y haciendo una mueca. Recuerdo bien ese momento. Estoy ronca después de haber gritado “¡No podéis lavar la sangre!” mientras un equipo de mantenimiento trata de limpiar una de las imponentes columnas del Pentágono. Lo consiguieron y efectivamente quitaron toda la sangre. A la distancia se ven las mangueras y las columnas están limpias. Extraído de las venas de mis padres y sus amigos, aquel líquido rojo y oscuro era un poderoso símbolo que tenía la intención de marcar el edificio con el resultado final de la guerra. Mis padres tenían la esperanza de que esas manchas recordaran a quienes entraban el significado real de su trabajo, y qué se escondía detrás y más allá de las inmaculadas oficinas en las que trabajaban y los fantásticos trajes o uniformes que llevaban. En ese tiempo, el Pentágono estaba metido en una feroz pelea con la CIA y la Casa Blanca sobre lo acertado o no de intercambiar armas por rehenes con Irán y entregar o no dinero a los mercenarios respaldados por EEUU que estaban combatiendo una sangrienta guerra en Nicaragua contra campesinos, catequistas y comunistas que querían una reforma agraria, educación y democracia.
Frida y un amigo frente a River Entrance en abril de 1985, ambos mojados por las mangueras usadas para quitar la sangre.
Lanzada con biberones, salpicada lo más alto posible en el poroso mármol blanco, la sangre era difícil de quitar. Los trabajadores de mantenimiento trabajaban con ahínco alrededor de nosotros y trataban de no mojarnos. De tanto en tanto, la policía nos apartaba pero nosotros no tardábamos en volver saltando sobre la espuma y los charcos de agua rosada.
Chorros de arena, agua a presión, espátulas: todo se intentó para quitar esas manchas. Con los años, las columnas se erosionaron perceptiblemente; en esta modesta medida, tuvimos nuestro éxito. Estábamos cambiando el Pentágono, molécula a molécula. Ha sido un atrabajo arduo, sin embargo quizá más fácil que cambiar el corazón y la mente de los hombres y las mujeres que pasaban junto a esos charcos de sangre para entrar en ese edificio de suelos tan brillantes.
Todos esos años manifestando en el “Ministerio de Guerra” –a mis padres les gustaba llamarlo con el antiguo nombre de los tiempos de la Segunda Guerra Mundial–, tantas horas dedicadas a alegar, a arengar, a implorar, a condenar, a solicitar y a enfrentar, se desarrolló un forzado decoro alrededor de nuestras acciones. Es cierto, tienes razón, el Día de Hiroshima.
Nosotros éramos el recordatorio, el pellizco en la conciencia, el costo menor de hacer negocios. Nos aborrecían pero también nos toleraban, nos daban la bienvenida como si fuéramos un complemento o un desafío. Ahora, recordando aquellos tiempos, parece algo increíble que “ellos” nos dejaran estar allí, año tras año. Quizás apreciaran nuestra creatividad. Hay una cosa indiscutible: nosotros sabíamos montar un espectáculo.
A finales de los ochenta unas cuantas mujeres se cortaron el pelo a cero y lo quemaron en la escalinata del Pentágono. Llenaron unos sacos de arpillera con su pelo y después se pusieron de rodillas en señal de duelo por las víctimas de la guerra; puedo aseguraros que el pelo cuando arde huele igual que la muerte, que la guerra, que el terror. Es posible que sea el olor más horrible del mundo.
En ese momento, yo era una adolescente enamorada de mi largo pelo y me aferraba a él con fuerza; como mujer, admiré a esas mujeres que se habían rapado (mi madre lo llevaba tan corto que cortárselo a cero no fue un drama para ella). Más tarde, yo veía con asombro esas cabezas rapadas y reí cuando una de las mujeres quiso reducir el daño con una pequeña tijera y un peine. El hedor de su testimonio se me quedó atragantado e impregnó mi chaqueta durante el resto del invierno. “Este es el olor del Pentágono”, me decía cada vez que pensaba meter mi chaqueta en el lavarropas. “Es bueno recordarlo.”
En las primeras horas de una mañana durante la breve y devastadora primera guerra del Golfo de 1991 –¿quién recuerda hoy “la autopista de la muerte”?– bloquemos las carreteras de acceso al Pentágono con montones de trozos de hormigón con sus barras de refuerzo. Un puñado de personas con pancartas que señalaban los montones como los “escombros de Bagdad”. La policía les detuvo pero tuvo que dejarles en libertad porque no consiguió un solo testigo que les hubiese visto arrojar allí todo ese material. Incluso un oficial de policía le dijo a mi madre que conseguirían “¡un premio de la Academia [el Oscar] por esta [acción]! ¡Es la mejor de cuantas habéis hecho!
En otra fotografía, yo tendría unos 18 años, estoy en lo más alto de la escalinata de River Entrance junto a mi hermano y otro amigo. Sostenemos una pancarta en la que en parte se lee “RECORDAMOS, RECORDAMOS”. Estoy con los ojos entrecerrados en la luz de la primera mañana y tengo una mano en el pecho. Y recuerdo muy bien, después de todos estos años, mi sensación de pavor. Miro la foto, y sé que mi alma juvenil apenas respira y mi corazón late rápidamente bajo mi mano, y que tengo miedo. Todavía lo siento.
Phil Berrigan junto a las “ruinas de la guerra” en la River Entrance. Frida es a medias visible a la izquierda, detrás de su padre. Foto tomada por Rick Reinhard el 30 de diciembre de 1996. En la pancarta se puede leer “El producto del Pentágono es la guerra. Cerradlo”.
La protesta es contra un Pentágono que está en todas partes
Nuestro testimonio no era en solitario como sí lo fue el que aquel cuáquero de Baltimore, Norman Morrison, que en noviembre de 1965 se prendió fuego bajo la ventana del despacho del secretario de defensa Robert McNamara para protestar contra la guerra de Vietnam. Morrison, activista por la paz, y su esposa Ann se negaban a pagar unos impuestos que financiaban la guerra. Él estaba buscando la forma de acabar con esa nefasta guerra. Morrison murió como consecuencia de su acción.
Durante la guerra de Vietnam hubo también manifestaciones multitudinarias. En octubre de 1967 hubo una enorme y militante manifestación ante el Pentágono que reunió a 50.000 personas. La demostración incluyó un elemento entre absurdo y místico: un ritual yippie de exorcismo y transformación para hacer levitar el Pentágono.
Nosotros no reuníamos grandes multitudes, pero éramos persistentes y previsibles. Año tras año, mi familia y la comunidad compensaron su modesta presencia con el hecho de ser el más fiel y regular de los visitantes, dispuestos a correr el riesgo de ir a prisión en aras de un espectáculo no violento y un testimonio contra la guerra. Y aún estamos ahí. Cada lunes por la mañana, al romper el alba, un puñado de amigos desafía el frío (o el calor) y hace un largo viaje para plantarse con sus pancartas dentro del espacio vallado llamado “zona de libertad de palabra”.
Pero cuando se trata del estado de guerra, estamos en otra era más estricta y represiva. Los panfletos ya no están permitidos, tampoco las fotografías. Cualquier actividad o demostración fuera del pequeño espacio vallado implica la inmediata detención, que a menudo ocurre sin la presencia mediática o de cualquier otra atención.
Desde el 11 de septiembre de 2001, la naturaleza misma de la guerra se ha modificado. En realidad, aparte del metafórico “gobal” ya no hay un campo de batalla, tampoco ninguna clara delimitación entre civiles y combatientes. No hay una primera línea. Ahora, la guerra es total y ha adquirido una nueva dimensión: se lleva a cabo en el aire o en tierra, en ella intervienen seres humanos y robots, puede ser online o cibernética.
En este cambio, la “huella” del Pentágono se ha ido transformando. Por supuesto, el vuelo 77 de American Airlines destruyó el 11-S uno de los lados del edificio y mató a 125 personas. Incluidas en los trabajos de reconstrucción, hubo una cantidad de mejoras en la seguridad; también se realizaron modificaciones físicas para que los visitantes –incluso los manifestantes– no pudieran llegar a ningún sitio sin atravesar una serie de registros y reconocimientos.
Al mismo tiempo, monstruosamente enorme como es, el Pentágono ya no es un espacio único, en edificio único. A su manera, en la era posterior al 11-S, el Pentágono y el complejo de empresas militares que le prestan servicio y se sirven de él se han diseminado por todo el norte del estado de Virginia. Es posible encontrar un mini-Pentágono en el departamento de Seguridad Interior y otro en el de Estado, por no hablar de los innumerables departamentos de policía de todo el país.
Mucho ha cambiado, pero el Reloj de Juicio Final está funcionando otra vez en su cuenta atrás desde los tres minutes hacia la Medianoche Nuclear y las guerras siguen ensangrentando el mundo en cada tic-tac. Han pasado unos años desde mi última visita al Tío Pentágono. Estoy bastante atrasada.
*Frida Berrigan es autora de Runs in the Family: On Being Raised by Radicals and Growing into Rebellious Motherhood (OR Books, 2015). Es colaboradora regular de TomDispatch, escribe la columna Little Insurrections de WagingNonviolence.Org, participa en el equipo de la War Resisters League y en Witness Against Torture. Tiene tres hijos y vive en New London, Connecticut.
Traducción: Carlos Riba García (Rebelión)