Galbraith, fiel y el control de precios en Argentina

Mario Rapoport
Diario BAE


El reciente congelamiento de precios que estableció el Gobierno por sesenta días, sobre todo con los supermercados y grandes establecimientos de venta de electrodomésticos y otro tipo productos de consumo, nos remite nuevamente a estudiar la eficacia de ese tipo de intervención en los mercados para aplacar un proceso inflacionario.
El ejemplo más conocido lo constituye la experiencia de John Kenneth Galbraith, que no sólo fue el director de un organismo de control de precios en los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, sino que escribió posteriormente un libro explicando esa experiencia desde el punto de vista teórico: A Theory of Price Control.

La creación del organismo que dirigió se hizo posible en el marco de una situación singular: los precios debían controlarse para evitar un proceso inflacionario empujado por la expansión productiva. Tuvo éxito porque la inflación fue mantenida en un 2% anual. Según trata de demostrar en el mencionado libro, toda política keynesiana de pleno empleo debe ser acompañada por controles de precios para ser efectiva y evitar los efectos no deseados de la inflación sobre la distribución de los ingresos. Un espiral inflacionaria provocada, sobre todo, por prácticas empresarias, monopólicas u oligopólicas y alimentada por la puja distributiva. El control de precios impide para Galbraith que la inflación se acelere permitiendo a la economía operar a un nivel más alto de utilización de los recursos que si ese control no existiera.
En la Argentina el control de precios ha sido utilizado por gobiernos de diferente tipo o extracción, con resultados diversos. FIEL, un institución académica de ideología ortodoxa hizo un estudio sobre la experiencia local en 1990, Control de precios e inflación: la experiencia argentina reciente, que fue objeto de un comentario crítico en la revista Desarrollo Económico, Nº 126, 1992. (Sánchez y Sirlin, “Los límites de los controles de precios como arma antiinflacionaria”).
La cuestión radica, como en el caso de las retenciones, en que una parte importante de las experiencias de control de precios se hicieron en el marco de políticas de ajuste por gobiernos liberales o neoliberales: con Krieger Vasena en 1967, con la dictadura militar de 1976 o con el gobierno de Menem (la convertibilidad en el fondo es un gran congelamiento de precios). Las otras se realizaron con el Plan Gelbard de 1973 y en momentos distintos del gobierno de Alfonsín, con el Plan Austral y el Plan Primavera. Una primera conclusión, que no figura ni el informe de FIEL ni en el de sus comentaristas, es que gobiernos que practican políticas neoliberales no han vacilado en aplicar estas medidas pese a que la teoría económica en que se sustentan no las acepta.
FIEL pone el acento en los efectos adversos que los controles de precios tienen sobre aquellos en quienes recaerían: sobre las empresas, en lo que hace a sus márgenes de beneficios y al desgaste negociador que ello les trae; sobre los consumidores, porque resultarían afectados por la menor calidad de los productos y el desabastecimiento; y, finalmente, sobre el grado de competencia de los mercados, que disminuiría. Además, las expectativas de congelamiento aceleran remarcaciones preventivas de precios que tienden a neutralizarlas, lo que disminuye su eficacia.
Sánchez y Sirlin critican con pertinencia este trabajo señalando que “descuida los elementos contextuales, económicos y políticos, internos y externos, que explican los fracasos de políticas de ingreso en mayor grado que las características intrínsecas de tales medidas. Así, FIEL omite los factores que determinan cuáles son, en cada proceso histórico, las modalidades específicas que cobra la dinámica inflacionaria”. Y dan como ejemplo las causas estructurales de la inflación en la posguerra o el cambio drástico que se abre a mediados de los años ’70 con la crisis de régimen de acumulación basado en la industrialización sustitutiva (en este último caso no se trata, a nuestro juicio, de una crisis intrínseca del sector industrial, sino de su arrasamiento por las políticas de financiarización de la economía basadas en el endeudamiento externo y la sujeción a los nuevos códigos del neoliberalismo).
Volviendo al documento de FIEL, en el fondo constituye un análisis sobre las posibilidades de frenar la inflación entre la eficacia de las medidas monetarias y fiscales, que justifica, y el control de precios, que esa institución cree errado, salvo en ocasiones excepcionales (como el Plan Krieger Vasena, aunque tampoco menciona la ineficacia de esas medidas bajo Martínez de Hoz).
Los comentaristas críticos de FIEL, en cambio, consideran que ambos tipos de políticas fracasaron porque son un reflejo de “un factor inflacionario más profundo: el conflicto distributivo en sus distintas dimensiones” debido a la incapacidad o falta de voluntad de los distintos sectores sociales para acordar una determinada distribución de los ingresos.
En este sentido, es preciso señalar la distinta influencia o peso de los sectores sindicales en cada uno de los casos analizados. El Plan Krieger Vasena fue desbaratado por el Cordobazo (una insurrección obrera y popular) y en el Pacto Social los sectores sindicales tuvieron un peso importante. Por el contrario, los planes antiinflacionarios de Martínez de Hoz fueron acompañados por una terrible represión, y su objetivo iba dirigido fundamentalmente al congelamiento de salarios, lo que logró fácilmente ninguna oposición sindical, a pesar de lo cual con la deuda externa, la medidas cambiarias y los mecanismos indexatorios, la inflación no se frenó, demostrando cual era el propósito principal de esos planes.
Pero estos son ejemplos extremos, la discusión radica en si puede o no existir una concertación de este tipo en la Argentina. Los controles de precios de Galbraith fueron exitosos porque se hicieron durante la guerra, cuando las necesidades bélicas permitían al gobierno norteamericano tener una autoridad suficiente sobre los empresarios y los trabajadores. Es evidente que constituyen un recurso para circunstancias especiales.
Sin embargo, su vigencia tiene mucho que ver con lo que podemos llamar el punto de partida. Por un lado, una inflación del 400% o de un 1.000% no es lo mismo que una del 20% o 25%, ni tampoco es igual si las variables macroeconómicas se están comportando positiva o negativamente: crecimiento, inversión, situación fiscal, balanza comercial, etcétera. Por otro lado, el grado de oligopolización de la economía, las políticas monetarias y fiscales, las demás políticas de ingreso, el nivel de endeudamiento externo, el peso relativo de los sectores productivos y financieros, y de los empresarios y trabajadores, entre otras cosas, son factores que, tomados en su conjunto y combinados con la incidencia de las fuerzas políticas y sociales existentes en cada caso, pueden explicar si estas políticas resultan, en determinadas coyunturas, beneficiosas para detener la espiral inflacionaria. Además del peso que pueden tener las condiciones externas.
El último mayor experimento, la dolarización de la economía a través de la convertibilidad y el endeudamiento externo resultó un fracaso. Pero en el momento del informe de FIEL y en el de sus críticos (principios del década del ’90) esto no podía saberse. Esa experiencia, por suerte, nada tiene que ver con las políticas actuales, que no tienen la valorización financiera como objetivo sino la producción y el pleno empleo.