Israel, Palestina y la estrategia de BDS

Noam Chomsky*

El sufrimiento ocasionado por las acciones de Israel en los Territorios Ocupados ha causado seria preocupación al menos entre algunos israelíes. Uno de los más francos ha sido, durante muchos años, Gideon Levy, columnista de Haaretz, que escribe que “habría que condenar y castigar a Israel por hacer la vida insoportable bajo la ocupación, [y] por el hecho de que un país que afirma figurar entre las naciones más ilustradas sigue abusando de todo un pueblo, noche y día”.

Sin duda tiene razón, y habría que añadir algo más: habría también que condenar y castigar a los Estados Unidos por proporcionar decisivo apoyo militar, económico, diplomático e ideológico a estos crímenes. En la medida en que siga haciéndolo, hay pocas razones para esperar que Israel suavice sus brutales medidas políticas.

Un distinguido especialista académico israelí, Zeev Sternhell, escribe, al analizar la marea nacionalista reaccionaria de su país, que “la ocupación continuará, se confiscará la tierra a sus propietarios para ampliar los asentamientos, se limpiará de árabes el Valle del Jordán, la Jerusalén árabe quedará estrangulada por los barrios judíos, y cualquier acto de robo e insensatez que sea útil para la expansión judía en la ciudad será bien recibido por la Corte Suprema de Justicia. Está abierto el camino a Sudáfrica y no quedará bloqueado hasta que el mundo occidental le plantee a Israel una elección inequívoca: o se pone fin a la anexión y se desmantelan los asentamientos y el estado de los colonos o se convertirá en un paria”.

Una cuestión crucial estriba en saber si los Estados Unidos dejarán de socavar el consenso internacional, que está a favor de un acuerdo de dos estados siguiendo la frontera internacionalmente reconocida (la Línea Verde, establecida en los acuerdos de alto el fuego de 1949), dando garantías a la “soberanía, integridad territorial e independencia política de todos los estados de la zona y a su derecho a vivir en paz dentro de fronteras seguras y reconocidas”. Así está redactada la resolución sometida al Consejo de Seguridad del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en enero de 1976 por Egipto, Siria y Jordán, apoyada por los estados árabes…y vetada por los EE. UU.

No era ésta la primera vez que Washington bloqueaba un acuerdo diplomático pacífico. El mérito es de Henry Kissinger, que apoyó la decisión de Israel de 1971 de rechazar el acuerdo ofrecido por el presidente egipcio Anuar El Sadat, eligiendo así la expansión por encima de la seguridad, rumbo que desde entonces ha seguido Israel con apoyo norteamericano. En ocasiones, la postura de Washington se vuelve casi cómica, como en febrero de 2011, cuando la administración Obama vetó una resolución de las Naciones Unidas que apoyaba la política oficial norteamericana: oposición a la expansión de los asentamientos de Israel, que continúa (también con apoyo norteamericano), pese a algunos murmullos de desaprobación. 

La expansión del ingente programa de asentamientos e infraestructura (que incluye el muro de separación) no es la cuestión, sino antes bien su misma existencia: todo ello resulta ilegal, tal como ha determinado el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y el Tribunal Penal Internacional, y como reconoce prácticamente el mundo entero, aparte de Israel y los Estados Unidos desde la presidencia de Ronald Reagan, que rebajó de categoría lo “ilegal” para convertirlo en “obstáculo para la paz”.

Una forma de castigar a Israel por sus atroces crímenes fue la que inició el grupo israelí por la paz Gush Shalom en 1997: el boicot de los productos de los asentamientos. Esas iniciativas se han extendido considerablemente desde entonces. En junio, la Iglesia Presbiteriana decidió desvincularse de tres multinacionales con sede en los EE.UU implicadas en la ocupación. El éxito de mayor alcance es la directiva de política de la Unión Europea que prohíbe financiar, cooperar, premiar investigaciones o cualquier relación similar con toda entidad israelí que mantenga “lazos directos o indirectos” con los territorios ocupados, donde todos los asentamientos son ilegales, como reitera la declaración de la UE. Gran Bretaña ya había dado instrucciones al comercio al por menor para “distinguir entre bienes que proceden de productores palestinos y bienes que tienen su origen en asentamientos ilegales israelíes”.

Hace cuatro años, Human Rights Watch pidió a Israel que se ajustara a “sus obligaciones legales internacionales" de eliminar los asentamientos y poner término a sus “prácticas abiertamente discriminatorias” en los territorios ocupados. HRW pidió también a los EE. UU. que suspendieran la financiación de Israel “en una medida equivalente a los costes del gasto de Israel en apoyo de los asentamientos”, y verificasen que las exenciones fiscales que de las contribuciones a Israel “sean congruentes con las obligaciones norteamericanas de garantizar el respeto al Derecho internacional, incluyendo la prohibición de discriminar”.

Ha habido muchas otras grandes iniciativas de boicot y desinversión en las últimas décadas, ocasionalmente —pero no lo bastante —que tocaban el asunto crucial del apoyo norteamericano a los crímenes israelíes. Entretanto, se ha formado un movimiento por el BDS (que apela al “boicot, desinversión y sanciones”), y que cita a menudo el modelo de Sudáfrica; para ser más precisos, la abreviatura debería ser “BD”, puesto que las sanciones, o las sanciones por parte de los estados, no asoman por el horizonte, una de las muchas diferencias significativas con Sudáfrica.

El llamamiento inicial del movimiento de BDS por parte de un grupo de intelectuales palestinos en 2005 exigía que Israel cumpliera con los requisitos del Derecho internacional “(1) Poniendo fin a su ocupación y colonización de todas las tierras árabes ocupadas en junio de 1967 y desmantelando el Muro; (2) Reconociendo los derechos fundamentales de los ciudadanos fundamentales de los ciudadanos árabe-palestinos de Israel en su plena igualdad; y (3) Respetando, protegiendo y promoviendo los derechos de los refugiados a volver a sus hogares y propiedades, tal como estipula la Resolución 194 de las Naciones Unidas”.

Esta llamada recibió considerable atención, y bien merecidamente. Pero si nos preocupa el destino de las víctimas, el BD y otras tácticas han de meditarse y valorarse cuidadosamente en términos de sus probables consecuencias. La búsqueda de (1) en la lista antedicha tiene sentido: tiene un objetivo claro y la comprende fácilmente el público al que va destinado en Occidente, razón por la cual las muchas iniciativas guiadas por (1) han tenido bastante éxito—no sólo para “castigar” a Israel sino también para estimular otras formas de oposición a la ocupación y al apoyo norteamericano a la misma.

Sin embargo, no es éste el caso de (3). Si bien existe un apoyo casi universal a (1), prácticamente no hay apoyo significativo a (3) más allá del mismo movimiento de BDS. Tampoco dicta (3) el Derecho internacional. El texto de la Resolución 194 de la Asamblea General de las Naciones Unidas es condicional y en cualquier caso se trata de una recomendación, sin la fuerza legal de las resoluciones del Consejo de Seguridad que Israel viola regularmente. La insistencia en (3) es una garantía virtual de fracaso.

La única esperanza tenue para conseguir (3) más allá de una cifra simbólica es que los cambios a largo plazo conduzcan a erosionar las fronteras imperiales impuestas por Francia y Gran Bretaña tras la I Guerra Mundial, que, al igual que fronteras semejantes, carecen de legitimidad. Esto podría llevar a una “solución sin Estado”—en mi opinión, la mejor, y en el mundo real no menos plausible que la “solución de un solo Estado” que se discute normalmente pero de forma errada como alternativa al consenso internacional.

La defensa de (2) resulta más ambigua. Hay “prohibición de la discriminación” en el Derecho internacional, como observa HRW. Pero perseguir (2) abre enseguida la puerta a la convencional reacción de “no tirar piedras sobre el propio tejado”: por ejemplo, si boicoteamos la Universidad de Tel Aviv porque Israel viola los derechos humanos en su país, entonces ¿por qué no boicotear Harvard a causa de violaciones mucho mayores perpetradas por los EE.UU.? Como es previsible, las iniciativas que se centran en (2) han supuesto un fracaso caso uniforme y lo seguirán siendo hasta que los esfuerzos educativos lleguen a un punto en que dejen abonado el terreno para que lo entienda la opinión pública, como sucedió en el caso de África del Sur.

Las iniciativas fallidas perjudican a las víctimas por partida doble: distraen la atención de sus apuros llevándola a cuestiones irrelevantes (el antisemitismo en Harvard, la libertad académica, etc.) y desperdiciando las oportunidades actuales de hacer algo significativo.

La preocupación por las víctimas nos dicta que al valorar las tácticas, deberíamos ser escrupulosos a la hora de reconocer qué es lo que ha tenido o ha fracasado y por qué. Y esto no ha sido siempre el caso (Michael Neumann discute uno de muchos ejemplos de este fracaso en el número de invierno 2014 de los Journal of Palestine Studies). La misma preocupación es la que dicta que debemos ser escrupulosos respecto a los hechos. Tomemos la analogía con Sudáfrica, constantemente citada en este contexto. Se trata de algo muy dudoso. Hay una razón por la que se utilizaron tácticas de BDS contra Sudáfrica, mientras que la actual campaña contra Israel queda restringida a BD: en el primer caso, el activismo había creado una oposición internacional tan abrumadora al apartheid que los estados y las Naciones Unidas habían impuesto sanciones desde decenios antes de los años 80, cuando se empezaron a utilizar ampliamente las tácticas de BD en los EE.UU. Para entonces, el Congreso ya estaba legislando sanciones y haciendo caso omiso de los vetos de Reagan en este asunto.

Ya años antes —hacia 1960— habían abandonado Sudáfrica los inversores globales, a tal punto que sus reservas habían menguado a la mitad: aunque se produjo cierta recuperación, las señales estaban ya claras. Por contraposición, la inversión norteamericana sigue fluyendo hacia Israel. Cuando Warren Buffett adquirió una empresa de fabricación de herramientas por 2.000 millones de dólares, describió a Israel como el país más prometedor para los inversores aparte de los mismos Estados Unidos. 

Si bien hay, por fin, una oposición creciente dentro de los Estados Unidos a los crímenes israelíes, no puede compararse ni remotamente con el caso sudafricano. No se ha hecho el trabajo educativo necesario. Los portavoces del movimiento BDS pueden creer que han llegado a su “momento sudafricano”, pero eso está lejos de ser exacto. Y si queremos que la táctica sea eficaz, debe basarse en una valoración realista de las actuales circunstancias.

Buena parte de lo mismo resulta cierto de la invocación del apartheid. En el seno de Israel, la discriminación contra los no judíos es severa; las leyes sobre la tierra son sólo el ejemplo más extremo. Pero no se trata de apartheid al estilo sudafricano. En los territorios ocupados, la situación es bastante peor de lo que era en Sudáfrica, donde los nacionalistas blancos necesitaban a la población negra: eran la mano de obra del país y por grotescos que fueran los bantustanes, el gobierno nacionalista dedicaba recursos a mantenerlos y buscarles reconocimiento internacional. En contraste tajante, Israel quiere deshacerse de la carga palestina. El camino por delante no lleva a Sudáfrica, como por lo común se afirma, sino a algo mucho peor.

Adónde lleva este camino es algo que va apareciendo ante nuestros ojos. Tal como hace notar Sternhell, Israel seguirá con sus actuales políticas. Mantendrá un despiadado asedio a Gaza, separándola de Cisjordania, tal como han hecho los EE.UU. e Israel desde que adoptaron los Acuerdos de Oslo en 1993. Aunque Oslo declaraba que Palestina era “una sola entidad territorial”, en la jerga oficial israelí Cisjordania y Gaza se han convertido en “dos zonas separadas y distintas”. Como de costumbre, hay pretextos de seguridad, que se vienen rápidamente abajo en cuanto se analizan.

En Cisjordania, Israel seguirá quedándose con aquello que considere valioso —agua, tierra, recursos —dispersando a la limitada población palestina, a la vez que integra estas adquisiciones en el Gran Israel. En ello se incluye el “Jerusalén” enormemente extendido que Israel se anexionó violando los dictámenes del Consejo de Seguridad, todo lo que hay en el lado israelí del muro de separación ilegal, los pasillos al Este que crean cantones palestinos inviables, el Valle del Jordán, donde de modo sistemático se expulsa a los palestinos y se establecen asentamientos, y los enormes proyectos de infraestructuras que unen todas estas adquisiciones al Israel propiamente dicho. 

El camino por delante no lleva a Sudáfrica, sino más bien a un aumento de la proporción de judíos en el Gran Israel que se está erigiendo. Esta es la alternativa realista a un acuerdo sobre dos estados. No hay razón para esperar que Israel acepte un Estado palestino que no quiere. 

John Kerry fue agriamente condenado cuando repitió el lamento —corriente en Israel — de que a menos que los israelíes acepten algún tipo de solución de dos estados, su país se convertirá en un estado de apartheid, que gobernará un territorio con una mayoría palestina oprimida y enfrentado al pavoroso “problema demográfico”: demasiados no judíos en un Estado judío. La crítica adecuada es que esta creencia común es un espejismo. Mientras los EE. UU. sigan apoyando las políticas expansionistas de Israel, no hay razón para esperar que éstas se interrumpan. Hay que idear tácticas en consonancia con ello. 

Sin embargo, hay una comparación con Sudáfrica que resulta realista…y significativa. En 1958, el ministro de Exteriores sudafricano informó al embajador norteamericano de que no importaba gran cosa que Sudáfrica se convirtiera en un estado paria. Las Naciones Unidas pueden condenar ásperamente a Sudáfrica, declaró, pero, tal como dijo el embajador, “lo que importaba acaso más que todos los demás votos en conjunto era el de los EE.UU., a la vista de su posición dominante de liderazgo en el mundo occidental”. Durante cuarenta años, desde que prefirió la expansión a la seguridad, Israel ha hecho en lo esencial la misma estimación.

Para Sudáfrica, el cálculo resultó tener bastante éxito durante largo tiempo. En 1970, emitiendo su primer veto de una resolución del Consejo de Seguridad, los EE. UU. se sumaron a Gran Bretaña para bloquear las acciones en contra del régimen racista de Rodesia del Sur, un paso que se repitió en 1973. Finalmente, Washington se convirtió en campeón por amplio margen del veto en las Naciones Unidas, primordialmente en defensa de los crímenes israelíes. Pero ya en la década de los años 80, la estrategia de Sudáfrica iba perdiendo eficacia. En 1987, hasta Israel —quizás el único país que violaba entonces el embargo de armas contra Sudáfrica— se avino a “reducir sus lazos para evitar poner en peligro las relaciones con el Congreso de los Estados Unidos”, según informó el director general del ministerio de Exteriores israelí. La preocupación se cifraba en que el Congreso pudiera castigar a Israel por su violación de la reciente legislación norteamericana. En privado, los funcionarios israelíes aseguraban a sus amigos sudafricanos que las nuevas sanciones serían “pura fachada”. Pocos años más tarde, los últimos sostenedores de Sudáfrica se sumaron al consenso mundial y el régimen del apartheid se vino abajo.

En Sudáfrica se llegó a un compromiso que resultó satisfactorio para las élites del país y los intereses de negocios norteamericanos: se puso fin al apartheid, pero siguió en vigor el régimen socioeconómico. En efecto, se verían algunas caras negras en limusina, pero los privilegios y los beneficios no se verían muy afectados. En Palestina, no hay un compromiso similar en perspectiva.

Otro factor decisivo en Sudáfrica fue Cuba. Tal como ha demostrado Piero Gleijeses en su magistral labor de investigación, el internacionalismo cubano, que no tiene hoy parangón real alguno, desempeñó un destacado papel en la conclusión del apartheid y en la liberación del África negra en general. Hay una razón suficiente para que Nelson Mandela visitara la Habana poco después de su salida de la cárcel y declarase: “Venimos aquí conscientes de la gran deuda que tenemos con el pueblo de Cuba. ¿Qué otro país puede señalar un historial de mayor abnegación que el que ha desplegado Cuba en sus relaciones con África?”

Llevaba mucha razón. Las fuerzas cubanas expulsaron a los agresores sudafricanos de Angola; fueron un factor clave para liberar Namibia de sus brutales garras y le dejaron muy claro al régimen del apartheid que su sueño de imponer su dominio sobre Sudáfrica y la región se estaba convirtiendo en una pesadilla. En palabras de Mandela, las fuerzas cubanas “destruyeron el mito de la invencibilidad del opresor blanco”, lo cual, según dijo, “constituyó el momento de inflexión para la liberación de nuestro continente —y de mi pueblo — del azote del apartheid”.

El “poder blando” cubano no fue menos eficaz, incluidos los 70.000 cooperantes altamente capacitados y las becas a miles de africanos para estudiar en Cuba. Un contraste radical con Washington, que no sólo fue el último en seguir protegiendo Sudáfrica sino que siguió después apoyando a las asesinas fuerzas terroristas de Jonas Savimbi, “un monstruo cuyo apetito de poder había ocasionado horripilantes sufrimientos a su pueblo”, en palabras de Marrack Goulding, embajador británico en Angola, un dictamen secundado por la CIA.

Los palestinos no pueden esperar un salvador semejante. Razón de más para que quienes están sinceramente dedicados a la causa palestina deban evitar fábulas y espejismos y meditar con cuidado la táctica que van a elegir y el rumbo qué seguir.

*Noam Chomsky es profesor emérito de lingüística y filosofía en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, en Cambridge, Mass.

Traducción: Lucas Antón (Sin Permiso)